En un estrecho sendero bañado por la luna, dos hombres
aparecieron de la nada a escasos metros de distancia. Per-
manecieron inmóviles un instante, apuntándose mutua-
mente al pecho con sus respectivas varitas mágicas, hasta
reconocerse. Entonces las guardaron bajo las capas y echa-
ron a andar a buen paso en la misma dirección.
—¿Buenas noticias? —preguntó el de mayor estatura.
—Excelentes —replicó Severus Snape.
El lado izquierdo del sendero estaba bordeado por unas
zarzas silvestres no muy crecidas, y el derecho, por un seto
alto y muy cuidado. Al caminar, los dos hombres hacían on-
dear las largas capas alrededor de los tobillos.
—Temía llegar tarde —dijo Yaxley, cuyas burdas fac-
ciones dejaban de verse a intervalos cuando las ramas de
los árboles tapaban la luz de la luna—. Resultó un poco más
complicado de lo que esperaba, pero confío en que él estará
satisfecho. Pareces convencido de que te recibirá bien, ¿no?
Snape asintió, pero no dio explicaciones. Torcieron a la
derecha y tomaron un ancho camino que partía del sende-
ro. El alto seto describía también una curva y se prolonga-
ba al otro lado de la impresionante verja de hierro forjado
que cerraba el paso. Ninguno de los dos individuos se detu-
vo; sin mediar palabra, ambos alzaron el brazo izquierdo,
como si saludaran, y atravesaron la verja igual que si las
oscuras barras metálicas fueran de humo.
El seto de tejo amortiguaba el sonido de los pasos. De
pronto, se oyó un susurro a la derecha; Yaxley volvió a sa-
car la varita mágica y apuntó hacia allí por encima de la ca-
beza de su acompañante, pero el origen del ruido no era más
que un pavo real completamente blanco que se paseaba ufa-
no por encima del seto.
—Lucius siempre ha sido un engreído. ¡Bah, pavos rea-
les! —Yaxley se guardó la varita bajo la capa y soltó un re-
soplido de desdén.
Una magnífica mansión surgió de la oscuridad al final
del camino; había luz en las ventanas de cristales emplo-
mados de la planta baja. En algún punto del oscuro jardín
que se extendía más allá del seto borboteaba una fuente.
Snape y Yaxley, cuyos pasos hacían crujir la grava, se acer-
caron presurosos a la puerta de entrada, que se abrió hacia
dentro, aunque no se vio que nadie la abriera.
El amplio vestíbulo, débilmente iluminado, estaba de-
corado con suntuosidad y una espléndida alfombra cubría
la mayor parte del suelo de piedra. La mirada de los páli-
dos personajes de los retratos que colgaban de las paredes
siguió a los dos hombres, que andaban a grandes zancadas.
Por fin, se detuvieron ante una maciza puerta de madera, ti-
tubearon un instante y, acto seguido, Snape hizo girar la ma-
nija de bronce.
El salón se hallaba repleto de gente sentada alrededor
de una larga y ornamentada mesa. Todos guardaban si-
lencio. Los muebles de la estancia estaban arrinconados
de cualquier manera contra las paredes, y la única fuente de
luz era el gran fuego que ardía en la chimenea, bajo una
elegante repisa de mármol coronada con un espejo de mar-
co dorado. Snape y Yaxley vacilaron un momento en el um-
bral. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra,
alzaron la vista para observar el elemento más extraño de
la escena: una figura humana, al parecer inconsciente, col-
gaba cabeza abajo sobre la mesa y giraba despacio, como si
pendiera de una cuerda invisible, reflejándose en el espejo
y en la desnuda y pulida superficie de la mesa. Ninguna de
las personas sentadas bajo esa singular figura le prestaba
atención, excepto un joven pálido, situado casi debajo de
ella, qué parecía incapaz de dejar de mirarla cada poco.
—Yaxley, Snape —dijo una voz potente y clara desde la
cabecera de la mesa—, casi llegáis tarde.
Quien había hablado se sentaba justo enfrente de la
chimenea, de modo que al principio los recién llegados sólo
apreciaron su silueta. Sin embargo, al acercarse un poco
más distinguieron su rostro en la penumbra, un rostro liso
y sin una pizca de vello, serpentino, con dos rendijas a modo
de orificios nasales y ojos rojos y refulgentes de pupilas ver-
ticales; su palidez era tan acusada que parecía emitir un
resplandor nacarado.
—Aquí, Severus —dijo Voldemort señalando el asiento
que tenía a su derecha—. Yaxley al lado de Dolohov.
Los aludidos ocuparon los asientos asignados. La ma-
yoría de los presentes siguió con la mirada a Snape, y Vol-
demort se dirigió a él en primer lugar.
—¿Y bien?
—Mi señor, la Orden del Fénix planea sacar a Harry
Potter de su actual refugio el próximo sábado al anochecer.
El interés de los reunidos se incrementó notoriamente:
unos se pusieron en tensión, otros se rebulleron inquietos
en el asiento, y todos miraron alternativamente a Snape y
Voldemort.
—Conque el sábado... al anochecer —repitió Volde-
mort. Sus ojos rojos se clavaron en los de Snape, negros, con
tal vehemencia que algunos de los presentes desviaron la
vista, tal vez temiendo que también a ellos los abrasara su
ferocidad.
No obstante, Snape le sostuvo la mirada sin perder la
calma y, pasados unos instantes, la boca sin labios de Volde-
mort esbozó algo parecido a una sonrisa.
—Bien. Muy bien. Y esa información procede...
—De esa fuente de la que ya hemos hablado —respon-
dió Snape.
—Mi señor... —Yaxley, sentado al otro extremo de la
mesa, se inclinó un poco para mirar a Voldemort y Snape.
Todas las caras se volvieron hacia él—. Mi señor, yo he oído
otra cosa —dijo, y calló, pero en vista de que Voldemort no
respondía, añadió—: A Dawlish, el auror, se le escapó que
Potter no será trasladado hasta el día treinta, es decir, la
noche antes de que el chico cumpla diecisiete años.
Snape sonrió y comentó:
—Mi'fuente ya me advirtió que planeaban dar una pis-
ta falsa; debe de ser ésa. No cabe duda de que a Dawlish le
han hecho un encantamiento confundus. No sería la prime-
ra vez; todos sabemos que es muy vulnerable.
—Os aseguro, mi señor, que Dawlish parecía muy con-
vencido —insistió Yaxley.
—Si le han hecho un encantamiento confundus, es lógi-
co que así sea —razonó Snape—. Te aseguro, Yaxley, que la
Oficina de Aurores no volverá a participar en la protección
de Harry Potter. La Orden cree que nos hemos infiltrado en
el ministerio.
—En eso la Orden no se equivoca, ¿no? —intervino un
individuo rechoncho sentado a escasa distancia de Yaxley;
soltó una risita espasmódica y algunos lo imitaron.
Pero Voldemort no rió; dejaba vagar la mirada por el
cuerpo que giraba lentamente suspendido encima de la
mesa, al parecer absorto en sus pensamientos.
—Mi señor —continuó Yaxley—, Dawlish cree que uti-
lizarán un destacamento completo de aurores para trasla-
dar al chico...
El Señor Tenebroso levantó una mano grande y blanca;
el hombre enmudeció al instante y lo miró con resentimien-
to, mientras escuchaba cómo le dirigía de nuevo la palabra
a Snape:
—¿Dónde piensan esconder al chico?
—En casa de un miembro de la Orden —contestó Sna-
pe—. Según nuestra fuente, le han dado a ese lugar toda la
protección que la Orden y el ministerio pueden proporcio-
nar. Creo que una vez que lo lleven allí habrá pocas proba-
bilidades de atraparlo, mi señor; a menos, por supuesto,
que el ministerio haya caído antes del próximo sábado, lo
cual nos permitiría descubrir y deshacer suficientes sorti-
legios para burlar las protecciones que resten.
—¿Qué opinas, Yaxley? —preguntó Voldemort mien-
tras el fuego de la chimenea se reflejaba de una manera ex-
traña en sus encarnados ojos—. ¿Habrá caído el ministerio
antes del próximo sábado?
Una vez más, todas las cabezas se volvieron hacia Yax-
ley, que se enderezó y replicó:
—Mi señor, tengo buenas noticias a ese respecto. Con
grandes dificultades y tras ímprobos esfuerzos, he conse-
guido hacerle una maldición imperius a Pius Thicknesse.
Los que se hallaban cerca de Yaxley se mostraron im-
presionados, y su vecino, Dolohov —un hombre de cara alar-
gada y deforme—, le dio una palmada en la espalda.
—Algo es algo —concedió Voldemort—. Pero no podemos
basar todos nuestros planes en una sola persona; Scrim-
geour debe estar rodeado por los nuestros antes de que yo
entre en acción. Si fracasara en mi intento de acabar con la
vida del ministro, me retrasaría mucho.
—Sí, mi señor, tenéis razón. Pero Thicknesse, como jefe
del Departamento de Seguridad Mágica, mantiene contac-
tos regulares no sólo con el ministro, sino también con los
jefes de todos los departamentos del ministerio. Ahora que
tenemos controlado a un funcionario de tan alta jerarquía,
creo que será fácil someter a los demás, y entonces trabaja-
rán todos juntos para acabar con Scrimgeour.
—Siempre que no descubran a nuestro amigo Thicknes-
se antes de que él haya convertido a los restantes —puntua-
lizó Voldemort—. En todo caso, sigue siendo poco probable
que me haya hecho con el ministerio antes del próximo sába-
do. Si no es posible capturar al chico una vez que haya llegado
a su destino, tendremos que hacerlo durante su traslado.
—En eso jugamos con ventaja, mi señor —afirmó Yax-
ley, que parecía decidido a obtener cierta aprobación por
parte de Voldemort—, puesto que tenemos algunos hom-
bres infiltrados en el Departamento de Transportes Mági-
cos. Si Potter se aparece o utiliza la Red Flu, lo sabremos de
inmediato.
—No hará ninguna de esas cosas —terció Snape—. La
Orden evita cualquier forma de transporte controlada o re-
gulada por el ministerio; desconfían de todo lo que tenga
que ver con la institución.
—Mucho mejor —repuso Voldemort—. Porque tendrá
que
salir a campo abierto, y así será más fácil atraparlo. —Miró
otra vez el cuerpo que giraba con lentitud y continuó—: Me
ocuparé personalmente del chico. Ya se han cometido dema-
siados errores en lo que se refiere a Harry Potter, y algunos
han sido míos. El hecho de que Potter siga con vida se debe
más a mis fallos que a sus aciertos.
Todos lo miraron con aprensión; a juzgar por la expre-
sión de sus rostros, temían que se los pudiera culpar de que
Harry Potter siguiera existiendo. Sin embargo, Voldemort
parecía hablar consigo mismo, sin recriminar nada a nadie,
mientras continuaba contemplando el cuerpo inconsciente
que colgaba sobre la mesa.
—He sido poco cuidadoso, y por eso la suerte y el azar
han frustrado mis excelentes planes. Pero ahora ya sé qué
he de hacer; ahora entiendo cosas que antes no entendía.
Debo ser yo quien mate a Harry Potter, y lo haré.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras y como en
respuesta a ellas, se oyó un gemido desgarrador, un terrible
y prolongadísimo alarido de angustia y dolor. Asustados, mu-
chos de los presentes miraron el suelo, porque el sonido pa-
recía provenir de debajo de sus pies.
—Colagusano —dijo Voldemort sin mudar el tono serio
y sereno y sin apartar la vista del cuerpo que giraba—, ¿no
te he pedido que mantengas callado a nuestro prisionero?
—Sí, m... mi señor —respondió resollando un individuo
bajito situado hacia la mitad de la mesa; estaba tan hundi-
do en su silla que, a primera vista, ésta parecía desocupada.
Se levantó del asiento y salió a toda prisa de la sala, dejan-
do tras de sí un extraño resplandor plateado.
—Como iba diciendo —prosiguió el Señor Tenebroso, y
escudriñó los tensos semblantes de sus seguidores—, aho-
ra lo entiendo todo mucho mejor. Ahora sé, por ejemplo, que
para matar a Potter necesitaré que alguno de vosotros me
preste su varita mágica.
Las caras de los reunidos reflejaron sorpresa; era como
si acabara de anunciar que deseaba que alguno de ellos le
prestara un brazo.
—¿No hay ningún voluntario? Veamos... Lucius, no sé
para qué necesitas ya una varita mágica.
Lucius Malfoy levantó la cabeza. Tenía los ojos hundi-
dos y con ojeras, y el resplandor de la chimenea daba un
tono amarillento y aspecto céreo a su cutis. Cuando habló,
lo hizo con voz ronca:
—¡Mi señor!
—La varita, Lucius. Quiero tu varita.
—Yo...
Malfoy miró de soslayo a su esposa. Ella, casi tan páli-
da como él y con una larga melena rubia que le llegaba has-
ta la cintura, miraba al frente, pero por debajo de la mesa
sus delgados dedos ciñeron ligeramente la muñeca de su
esposo. A esa señal, Malfoy metió una mano bajo la túnica,
sacó su varita mágica y se la entregó a Voldemort, que la
sostuvo ante sus rojos ojos para examinarla con deteni-
miento.
—Dime, Lucius, ¿de qué es?
—De olmo, mi señor —susurró Malfoy.
—-¿Y el núcleo central?
—De dragón, mi señor. De fibras de corazón de dragón.
—¡Fantástico! —exclamó Voldemort. Sacó su varita y
comparó la longitud de ambas.
Lucius Malfoy hizo un fugaz movimiento involuntario
con el que dio la impresión de que esperaba recibir la varita
de su amo a cambio de la suya. A Voldemort no le pasó por
alto; abrió los ojos con malévola desmesura y cuestionó:
—¿Darte mi varita, Lucius? ¿Mi varita, precisamente?
—Algunos rieron por lo bajo—. Te he regalado la libertad,
Lucius. ¿Acaso no tienes suficiente con eso? Sí... es cierto, me
he fijado en que últimamente ni tú ni tu familia parecéis fe-
lices... ¿Tal vez os desagrada mi presencia en vuestra casa,
Lucius?
—¡No, mi señor! ¡En absoluto!
—Mientes, Lucius...
La voz de Voldemort siguió emitiendo un suave silbido
incluso después de que su cruel boca hubiera acabado de
mover los labios. Pero el sonido fue intensificándose poco a
poco, y uno o dos magos apenas lograron reprimir un esca-
lofrío al notar que una criatura corpulenta se deslizaba por
el suelo, bajo la mesa.
Una enorme serpiente apareció y trepó con lentitud por
la silla de Voldemort; continuó subiendo (parecía intermi-
nable) y se le acomodó sobre los hombros. El cuello del rep-
til era tan grueso como el muslo de un hombre, y los ojos,
cuyas pupilas semejaban dos rendijas verticales, miraban
con fijeza, sin parpadear. El Señor Tenebroso la acarició
distraídamente con sus largos y delgados dedos, mientras
observaba con persistencia a Lucius Malfoy.
—¿Por qué será que los Malfoy se muestran tan descon-
tentos con su suerte? ¿Acaso durante años no presumieron,
precisamente, de desear mi regreso y mi ascenso al po-
der?
—Por supuesto, mi señor —afirmó Lucius y, con mano
temblorosa, se enjugó el sudor del labio superior—. Lo de-
seábamos... y lo deseamos.
La esposa de Malfoy, sentada a la izquierda de su mari-
do, asintió con una extraña y rígida cabezada, pero evitando
mirar a Voldemort o a la serpiente. Su hijo Draco, que se
hallaba a la derecha de su padre observando el cuerpo iner-
te que pendía sobre ellos, echó un vistazo fugaz a Volde-
mort y volvió a desviar la mirada, temeroso de establecer
contacto visual con él.
—Mi señor —dijo con voz emocionada una mujer more-
na situada hacia la mitad de la mesa—, es un honor alojaros
aquí, en la casa de nuestra familia. Nada podría complacer-
nos más.
Se sentaba al lado de su hermana, pero su aspecto físi-
co —cabello oscuro y ojos de párpados gruesos— era tan di-
ferente del de aquélla como su porte y su conducta: Narcisa
adoptaba una actitud tensa e impasible, en tanto que Be-
llatrix se inclinaba hacia Voldemort, pues las palabras no
le bastaban para expresar sus ansias de proximidad.
—«Nada podría complacernos más» —repitió Volde-
mort ladeando un poco la cabeza mientras la miraba—. Eso
significa mucho viniendo de ti, Bellatrix.
La mujer se ruborizó y los ojos se le anegaron en lágri-
mas de gratitud.
—Mi señor sabe que digo la pura verdad.
—«Nada podría complacernos más...» ¿Ni siquiera lo
compararías con el feliz acontecimiento que, según tengo
entendido, se ha producido esta semana en el seno de tu fa-
milia?
Bellatrix lo miró con los labios entreabiertos y evidente
desconcierto.
—No sé a qué os referís, mi señor.
—Me refiero a tu sobrina, Bellatrix. Y también vues-
tra, Lucius y Narcisa. Acaba de casarse con Remus Lupin,
el hombre lobo. Debéis de estar muy orgullosos.
Hubo un estallido de risas burlonas. Los seguidores de
Voldemort intercambiaron miradas de júbilo y algunos in-
cluso golpearon la mesa con el puño. La enorme serpiente,
molesta por tanto alboroto, abrió las fauces y silbó, furiosa;
pero los mortífagos no la oyeron, porque se regocijaban con
la humillación de Bellatrix y los Malfoy. El rostro de Bella-
trix, que hasta ese momento había mostrado un leve rubor
de felicidad, se cubrió de feas manchas rojas.
—¡No es nuestra sobrina, mi señor! —gritó para hacer-
se oír por encima de las risas—. Nosotras, Narcisa y yo, no
hemos vuelto a mirar a nuestra hermana desde que se casó
con el sangre sucia. Esa mocosa no tiene nada que ver con
nosotras, ni tampoco la bestia con que se ha casado.
—¿Qué dices tú, Draco? —preguntó Voldemort, y aun-
que no subió la voz, se le oyó con claridad a pesar de las bur-
las y los abucheos—. ¿Te ocuparás de los cachorritos?
La hilaridad iba en aumento. Aterrado, Draco Malfoy
miró a su padre, que tenía la mirada clavada en el regazo, y
luego buscó la de su madre. Ella negó con la cabeza de ma-
nera casi imperceptible y siguió contemplando de forma
inexpresiva la pared que tenía enfrente.
—¡Basta! —exclamó Voldemort acariciando a la enoja-
da serpiente—. ¡Basta, he dicho! —Las risas se apagaron al
instante—. Muchos de los más antiguos árboles genealógi-
cos enferman un poco con el tiempo —añadió mientras Be-
llatrix lo miraba implorante y ansiosa—. Vosotros tenéis
que podar el vuestro para que siga sano, cortar esas partes
que amenazan la salud de las demás, ¿entendido?
—Sí, mi señor —susurró Bellatrix, y los ojos volvieron
a anegársele en lágrimas de gratitud—. ¡En la primera oca-
sión!
—La tendrás —aseguró el Señor Tenebroso—. Y lo mis-
mo haremos con las restantes familias: cortaremos el cán-
cer que nos infecta hasta que sólo quedemos los de sangre
verdadera...
Acto seguido, levantó la varita mágica de Lucius Mal-
foy y, apuntando a la figura que giraba lentamente sobre la
mesa, le dio una leve sacudida. Entonces la figura cobró
vida, emitió un quejido y forcejeó como si intentara librarse
de unas invisibles ataduras.
—¿Reconoces a nuestra invitada, Severus? —preguntó
Voldemort.
Snape dirigió la vista hacia la cautiva colgada cabeza
abajo. Los demás mortífagos lo imitaron, como si les hubie-
ran dado permiso para expresar curiosidad. Cuando la mu-
jer quedó de cara a la chimenea, gritó con una voz cascada
por el terror:
—¡Severus! ¡Ayúdame!
—¡Ah, sí! —replicó Snape mientras la prisionera se-
guía girando despacio.
—¿Y tú, Draco, sabes quién es? —inquirió Voldemort,
acariciándole el morro a la serpiente con la mano libre.
Draco negó enérgicamente con la cabeza. Ahora que la mu-
jer había despertado, el joven se sentía incapaz de seguir
mirándola—. Claro, tú no asistías a sus clases. Para los que
no lo sepáis, os comunico que esta noche nos acompaña Cha-
rity Burbage, quien hasta hace poco enseñaba en el Colegio
Hogwarts de Magia y Hechicería.
Se oyeron murmullos de comprensión. Una mujer en-
corvada y corpulenta, de dientes puntiagudos, soltó una risa
socarrona y comentó:
—Sí, la profesora Burbage enseñaba a los hijos de los
magos y las brujas todo sobre los muggles, y les explicaba
que éstos no son tan diferentes de nosotros...
Un mortífago escupió en el suelo. Charity Burbage vol-
vió a quedar de cara a Snape.
—Severus, por favor... por favor...
—Silencio —ordenó Voldemort, y volvió a agitar la va-
rita de Malfoy. Charity calló de golpe, como si la hubieran
amordazado—. No satisfecha con corromper y contaminar
las mentes de los hijos de los magos, la semana pasada la
profesora Burbage escribió una apasionada defensa de los
sangre sucia en El Profeta. Según ella, los magos debemos
aceptar a esos ladrones de nuestro conocimiento y nuestra
magia, y sostiene que la progresiva desaparición de los san-
gre limpia es una circunstancia deseable. Si por ella fuera,
nos emparejaríamos todos con muggles o, ¿por qué no?, con
hombres lobo.
Esa vez nadie rió: la rabia y el desprecio de la voz de Vol-
demort imponían silencio. Por tercera vez, Charity Burbage
volvió a quedar de cara a Snape, mientras las lágrimas se le
escurrían entre los cabellos. Snape la miró de nuevo, imper-
térrito, mientras ella giraba.
—¡Avada Kedavra!
Un destello de luz verde iluminó hasta el último rincón
de la sala y Charity se derrumbó con resonante estrépito
sobre la mesa, que tembló y crujió. Algunos mortífagos se
echaron hacia atrás en los asientos y Draco se cayó de la si-
lla.
—A cenar, Nagini —dijo Voldemort en voz baja.
La gran serpiente se meció un poco y, abandonando su
posición sobre los hombros del Señor Tenebroso, se deslizó
hasta la pulida superficie de madera.