A la mañana siguiente, antes de que Ron y Hermione desper-
taran, Harry salió de la tienda para buscar por el bosque el
árbol más viejo, retorcido y fuerte que encontrara. Cuando lo
halló, enterró el ojo de Ojoloco Moody bajo su sombra y mar-
có una crucecita en la corteza con la varita mágica. No era
gran cosa, pero creyó que Ojoloco habría preferido estar ahí
a quedarse incrustado en la puerta del despacho de Dolores
Umbridge. Luego regresó a la tienda y esperó a que desper-
taran sus amigos para debatir lo que harían a continuación.
Tanto Hermione como él opinaron que no era conve-
niente quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, y Ron es-
tuvo de acuerdo, pero puso como condición que el siguiente
paso los llevara a algún lugar donde pudiera conseguir un
bocadillo de beicon. Hermione retiró los sortilegios que ha-
bía repartido por el claro, mientras ambos chicos borraban
todas las marcas y huellas que revelaran que habían acam-
pado allí. Entonces se desaparecieron hacia las afueras de
una pequeña población con mercado.
Tras montar la tienda al amparo de un bosquecillo y
rodearla de nuevos sortilegios defensivos, Harry se puso la
capa invisible y salió a buscar comida. Pero las cosas no sa-
lieron según lo planeado. Acababa de llegar a un pueblo cer-
cano cuando un frío inusual, una densa niebla y la repentina
oscuridad del cielo lo hicieron detenerse en seco.
—¡Pero si tú sabes hacer un patronus de primera!
—protestó Ron cuando Harry llegó a la tienda con las ma-
nos vacías, sin aliento y murmurando una única palabra:
«dementores».
—No he logrado... hacerlo —se disculpó casi sin resue-
llo mientras se sujetaba el costado, donde notaba una fuer-
te punzada—. No me... salía...
La cara de consternación y decepción de sus amigos lo-
gró que se avergonzara de sí mismo. No obstante, acababa
de pasar por una experiencia de pesadilla: había visto a lo
lejos cómo los dementores salían deslizándose de la niebla
y había comprendido, mientras aquel frío paralizante lo en-
volvía y un grito sonaba en la distancia, que no sería capaz
de protegerse. Había tenido que emplear toda su energía
para echar a correr, dejando a los dementores —esas tétri-
cas figuras sin ojos— entre los muggles que, aunque no los
vieran, sin duda sentirían la desesperación que sembraban
a su paso.
—Así que seguimos sin comida.
—Cállate, Ron —le espetó Hermione—. ¿Qué ha pasa-
do, Harry? ¿Por qué crees que no has podido convocar el patronusl
¡Ayer te salió la mar de bien!
—No lo sé.
Se dejó caer en una de las viejas butacas de Perkins;
cada vez se sentía más humillado y temía que algún meca-
nismo interior hubiera dejado de funcionarle. El día ante-
rior parecía muy lejano; se sentía como si volviera a tener
trece años y fuera el único que se desplomaba en el expreso
de Hogwarts.
Ron le dio un puntapié a una silla.
—Bueno ¿qué? —le dijo a Hermione, enfurruñado—.
¡Tengo un hambre de muerte! ¡Lo único que he comido des-
de que casi muero desangrado ha sido un par de setas!
—Pues ve tú a pelearte con los dementores —replicó
Harry, dolido.
—¡Iría, pero, por si no te has fijado, llevo un brazo en
cabestrillo!
—Ya, eso resulta muy práctico.
—¿Y qué se supone que...?
—¡Claro! —saltó Hermione dándose una palmada en
la frente, y los chicos la miraron—. ¡Dame el guardapelo,
Harry! ¡Corre, el Horrocrux, Harry! ¡Todavía lo llevas enci-
ma! —exclamó impaciente, chasqueando los dedos al ver
que él no reaccionaba.
Tendió una mano y Harry se quitó la cadena de oro del
cuello. Tan pronto el guardapelo perdió el contacto con su
piel, él se sintió libre y extrañamente aliviado. Ni siquiera
se había dado cuenta de que tenía las manos sudorosas, o
que notaba una desagradable presión en el estómago, has-
ta que esas sensaciones desaparecieron.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Hermione.
—¡Sí, mucho mejor!
—Harry —dijo ella poniéndose en cuclillas delante de
él y empleando el tono con que uno se dirige a personas
muy enfermas—, no creerás que estás poseído, ¿verdad?
—¿Qué dices? ¡No, claro que no! —contestó él, ofendi-
do—. Recuerdo todo lo que he hecho mientras lo llevaba
colgado. Si estuviera poseído, no sabría cómo había actua-
do, ¿no? Ginny me contó que a veces no recordaba nada.
—Hum —murmuró Hermione examinando el grueso
guardapelo—. Bueno, quizá no deberíamos llevarlo colga-
do. Podríamos guardarlo en la tienda.
—No vamos a dejar ese Horrocrux por ahí —declaró
Harry—. Si lo perdemos, si nos lo roban...
—De acuerdo, de acuerdo —cedió la chica, y se colgó el
guardapelo del cuello y lo ocultó debajo de su camisa—.
Pero nos turnaremos para que ninguno lo lleve demasiado
rato seguido.
—Estupendo —dijo Ron con irritación—. Y ahora que
ya hemos solucionado ese punto, ¿podemos ir a buscar algo
de comer?
—Sí, pero iremos a otro sitio —determinó Hermione
mirando de reojo a Harry—. No tiene sentido que nos que-
demos aquí sabiendo que hay dementores patrullando.
Por fin, decidieron pasar la noche en un campo aparta-
do que pertenecía a una granja solitaria de la que habían
conseguido llevarse huevos y pan.
—Esto no es robar, ¿verdad? —preguntó Hermione con
aprensión, mientras devoraban los huevos revueltos con
pan tostado—. He dejado dinero en el gallinero...
Ron puso los ojos en blanco y, con los carrillos henchi-
dos, dijo:
—Emión, no te pecupes tanto. ¡Elájate!
Desde luego, les resultó mucho más fácil relajarse des-
pués de haber comido. Esa noche, las risas les hicieron ol-
vidar la discusión sobre los dementores, y Harry estaba
contento, casi optimista, cuando eligió hacer la primera
guardia de la noche.
De ese modo comprobaron que con el estómago lleno
uno está mucho más animado, mientras que si se tiene va-
cío es fácil que surjan las peleas y el pesimismo. Harry fue
el menos sorprendido por este descubrimiento, porque en
casa de los Dursley había pasado períodos de verdadera
inanición. Hermione sobrellevaba bien las noches en que
sólo encontraban unas bayas o unas galletas rancias, aun-
que quizá se mostraba un poco más malhumorada de lo
habitual y sus silencios eran algo más hoscos. Ron, en cam-
bio, estaba acostumbrado a tres deliciosas comidas al día,
cortesía de su madre o de los elfos domésticos de Hogwarts,
y el hambre lo ponía irascible y poco razonable. Siempre
que la falta de comida coincidía con su turno de llevar el
Horrocrux, se volvía de lo más desagradable.
«¿Y ahora adonde vamos?», era su cantinela de siem-
pre. Sin embargo, daba la impresión de que no tenía ideas
propias, y en todo momento esperaba que a sus dos compa-
ñeros se les ocurriera algún plan, mientras él se limitaba a
amargarse pensando en la escasez de comida. Por tanto,
Harry y Hermione pasaban horas infructuosas intentando
averiguar dónde estarían los otros Horrocruxes y cómo des-
truir el que ya poseían; y como no disponían de nuevos da-
tos, sus conversaciones cada vez eran más repetitivas.
Según recordaba Harry, Dumbledore sostenía que Vol-
demort había escondido los Horrocruxes en sitios que te-
nían alguna importancia para él, de modo que los chicos
no paraban de enumerar, como si recitaran una especie de
deprimente letanía, los lugares donde Voldemort había
vivido o que guardaban cierta relación con él: el orfanato
donde nació y se crió; Hogwarts, donde se educó; Borgin y
Burkes, donde trabajó después de abandonar los estudios;
y por último, Albania, donde transcurrieron sus años de
exilio. Esas pistas formaban la base de sus especulacio-
nes.
—Sí, vamos a Albania. Registrar todo un país no nos
llevará más de una tarde —sugirió Ron con sarcasmo.
—Allí no puede haber nada. Cuando se marchó al exi-
lio, ya había hecho cinco Horrocruxes, y Dumbledore estaba
seguro de que la serpiente es el sexto —razonó Hermione—.
Pero sabemos que ésta no se halla en Albania, porque suele
acompañar a Vol...
—¿No os he pedido que no mencionéis su nombre?
—¡Vale! La serpiente suele acompañar a Quien-voso-
tros-sabéis. ¿Satisfecho?
—No mucho, la verdad.
—No me lo imagino escondiendo nada en Borgin y Bur-
kes —intervino Harry, que ya había expresado su opinión
varias veces; pero volvió a decirlo simplemente para rom-
per aquel desagradable silencio—. Los dueños de esa tienda
eran expertos en objetos tenebrosos, de modo que habrían
reconocido un Horrocrux enseguida. —Ron soltó un elo-
cuente bostezo y Harry, reprimiendo el impulso de lanzarle
algo, prosiguió—: Insisto en que podría haber escondido
uno en Hogwarts.
Hermione suspiró.
—¡Pero entonces Dumbledore lo habría encontrado!
Harry repitió el argumento que siempre presentaba
para defender su teoría:
—Dumbledore dijo delante de mí que nunca había pre-
visto conocer todos los secretos de Hogwarts. Os lo advier-
to, si hay un sitio donde Vol...
—¡Eh!
—¡¡Vale, Quien-vosotros-sabéisü —exclamó Harry, ya
harto del asunto—. ¡Si hay algún sitio que era verdadera-
mente importante para Quien-vosotros-sabéis, es Hogwarts!
—¡Anda ya! —se burló Ron—. ¿Su colegio?
—¡Sí, su colegio! Fue su primer hogar verdadero, el si-
tio que significaba que él era especial, que lo representaba
todo para él, e incluso después de marcharse de allí...
—Vamos a ver, ¿de quién estamos hablando, de Quien-vo-
sotros-sabéis o de ti? —saltó Ron. Estaba jugueteando con
la cadena del Horrocrux que llevaba colgada del cuello, y
Harry sintió ganas de agarrarla y estrangularlo con ella.
—Nos explicaste que Quien-vosotros-sabéis le pidió em-
pleo a Dumbledore después de haber terminado los estudios
—terció Hermione.
—Sí, exacto.
—Y Dumbledore pensó que sólo quería volver porque
estaba buscando algo, seguramente el objeto de algún fun-
dador del colegio, para hacer con él otro Horrocrux, ¿no?
—Así es —confirmó Harry.
—Pero no consiguió el empleo, ¿verdad? ¡De modo que
nunca tuvo ocasión de robar un objeto de otro fundador ni
de esconderlo en Hogwarts!
—Está bien —concedió Harry, derrotado—. Descarte-
mos Hogwarts.
Como no tenían otras pistas, se trasladaron a Londres
y, ocultos bajo la capa invisible, buscaron el orfanato donde
se había criado Voldemort. Hermione se coló en una biblio-
teca y descubrió en los archivos que muchos años atrás ha-
bían demolido el edificio. Pese a ello, fueron a ver el lugar y
comprobaron que allí habían construido un bloque de ofici-
nas.
—¿Y si caváramos en los cimientos? —sugirió Hermio-
ne sin mucho entusiasmo.
—Él nunca escondería un Horrocrux aquí —aseveró
Harry. En el fondo sabía que habrían podido ahorrarse ese
viaje, porque el orfanato era el sitio de donde Voldemort es-
taba decidido a escapar, y por eso jamás se le habría ocurri-
do esconder una parte de su alma allí. Dumbledore le había
hecho ver que Voldemort buscaba, como escondrijos, luga-
res que revistieran esplendor o un aura de misterio; por el
contrario, ese lúgubre y deprimente rincón de Londres no
tenía nada que ver con Hogwarts, ni con el ministerio ni
con un edificio como Gringotts, la banca mágica de puertas
doradas y suelos de mármol.
Aunque no se les ocurrían nuevas ideas, siguieron via-
jando por el campo y cada noche montaban la tienda en un
sitio diferente, por precaución. Por las mañanas, tras asegu-
rarse de haber borrado toda señal de su presencia, buscaban
otro emplazamiento solitario y aislado, trasladándose me-
diante Aparición a otros bosques, a umbrías grietas de acan-
tilados, a rojizos brezales, a laderas de montañas cubiertas
de aulaga y, en una ocasión, a una resguardada cala de gui-
jarros. Cada doce horas aproximadamente se pasaban el
Horrocrux, como si jugaran al baile de la escoba —a cámara
lenta y con un ingrediente perverso—, temiendo el momento
en que dejara de sonar la música porque la recompensa eran
doce horas de miedo y angustia extras.
A Harry seguía molestándole la cicatriz, casi siempre
cuando llevaba colgado el Horrocrux. A veces no conseguía
evitar que se notara que le dolía.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué has visto? —preguntaba Ron
siempre que lo veía componer una mueca de dolor.
—Una cara —musitaba Harry—. La misma de siem-
pre: la del ladrón que robó a Gregorovitch.
Y Ron se daba la vuelta sin disimular su desilusión. Ha-
rry sabía que su amigo deseaba tener noticias de su fami-
lia, o de los restantes miembros de la Orden del Fénix, pero
al fin y al cabo él no era una antena de televisión, sino que
sólo veía lo que Voldemort pensaba en determinado mo-
mento, y tampoco era capaz de sintonizar las imágenes a su
antojo. Al parecer, el Señor Tenebroso pensaba sin cesar en
aquel joven de cara risueña, cuyo nombre y paradero segu-
ramente ignoraba, igual que le ocurría a Harry. Como se-
guía doliéndole la cicatriz y lo atormentaba el recuerdo del
chico rubio, aprendió a disimular todo indicio de dolor o ma-
lestar, porque sus amigos no mostraban sino impaciencia
cada vez que él mencionaba al joven ladrón, aunque no po-
día recriminárselo, pues también ellos estaban ansiosos
por encontrar alguna pista de los Horrocruxes.
A medida que transcurrían los días, empezó a sospe-
char que Ron y Hermione hablaban de él a sus espaldas. En
más de una ocasión dejaron de hablar bruscamente al en-
trar él en la tienda, y los sorprendió dos veces en un lugar
un poco apartado, con las cabezas juntas y hablando depri-
sa, y al verlo acercarse se callaron de golpe y fingieron es-
tar recogiendo leña o buscando agua.
Harry empezó a preguntarse si sus amigos sólo habían
accedido a acompañarlo en aquel viaje, que iba adquiriendo
apariencia de intrincado y sin sentido, porque creían que él
tenía algún plan secreto que descubrirían a su debido tiem-
po. Por su parte, Ron no hacía ningún esfuerzo por disimu-
lar su malhumor, y Harry comenzaba a temer que Hermione
también estuviera desengañada de sus escasas dotes de li-
derazgo. Se devanaba los sesos pensando dónde podía ha-
ber otros Horrocruxes, pero el único sitio que se le ocurría
era Hogwarts, y como a sus amigos no les parecía probable,
dejó de sugerirlo.
El otoño iba apoderándose del campo a medida que los
chicos lo recorrían, de manera que ya montaban la tienda
sobre mantillos de hojas secas. Además, las nieblas natura-
les se sumaban a las que provocaban los dementores, y el
viento y la lluvia suponían una dificultad más. El hecho de
que Hermione estuviera aprendiendo a identificar las setas
comestibles no compensaba aquel continuo aislamiento, ni
la falta de contacto con otras personas, ni la total ignoran-
cia de cómo evolucionaba la lucha contra Voldemort.
—Mi madre sabe hacer aparecer comida de la nada
—dijo Ron una noche, acampados en una ribera de Gales.
Y, enfurruñado, empujó los trozos de pescado grisáceo y
carbonizado que tenía en el plato.
Harry le miró el cuello y comprobó, tal como esperaba,
que llevaba puesta la cadena de oro del Horrocrux. Enton-
ces contuvo el impulso de replicarle, porque sabía que su
actitud mejoraría un poco cuando le llegara el turno de qui-
tarse el guardapelo. Pero Hermione lo contradijo:
—Tu madre no sabe hacer semejante cosa. Nadie es ca-
paz de eso. La comida es la primera de las cinco Principales
Excepciones de la Ley de Gamp sobre Transformaciones
Elemen...
—A mí habíame claro, ¿vale? —le espetó Ron, quitán-
dose una espina que se le había quedado entre los dientes.
—¡Es imposible que la comida aparezca de la nada! Si
sabes dónde está, puedes hacer un encantamiento convoca-
dor, o transformarla, o si tienes un poco, multiplicarla...
—Pues esto será mejor que no lo multipliques, porque
está asqueroso —murmuró Ron.
—¡Harry lo ha pescado y yo lo he cocinado lo mejor que
he podido! ¡No sé por qué siempre acaba tocándome a mí
preparar la comida! ¡Porque soy una chica, claro!
—¡No, es porque se supone que eres la mejor haciendo
magia! —le soltó Ron.
Ella se puso en pie de un brinco, y unos pedacitos de lu-
cio asado resbalaron de su plato de estaño y cayeron al sue-
lo.
—Pues mañana puedes cocinar tú. Busca los ingre-
dientes y hazles un encantamiento para convertirlos en
algo que valga la pena comer. Yo me sentaré aquí, pondré
cara de asco y me lamentaré, y ya veremos cómo...
—¡Alto! —ordenó Harry, y se puso rápidamente en pie
levantando las manos para pedir silencio—. ¡Calla!
A Hermione le hervía la sangre.
—¿Cómo puedes darle la razón? Ron casi nunca cocina,
nunca...
—¡Cállate, Hermione! ¡He oído algo!
Harry aguzó el oído sin bajar las manos. Entonces, pese
al murmullo del oscuro río junto al que se encontraban, vol-
vió a oír voces. Giró la cabeza y miró el chivatoscopio, pero
seguía quieto.
—¿Has hecho el encantamiento muffliatol —le pre-
guntó a Hermione en voz baja.
—Lo he hecho todo. El muffliato, los repelentes má-
gicos de muggles y los encantamientos desilusionadores;
todos. Quienquiera que sea no debería poder oírnos ni ver-
nos.
Entonces oyeron fuertes crujidos y roces; poco des-
pués, el sonido de piedras y ramitas sueltas pareció indi-
car que varias personas bajaban por la boscosa pendiente
que descendía hasta la estrecha orilla donde ellos habían
acampado. Los chicos sacaron sus varitas y se pusieron en
guardia. Los sortilegios de que se habían rodeado debe-
rían bastar para que, en aquella oscuridad casi total, no
los vieran los muggles, ni las brujas ni los magos norma-
les. Sin embargo, si eran mortífagos, sus defensas estaban
a punto de pasar la prueba de la magia oscura por prime-
ra vez.
Cuando el grupo llegó a la orilla, las voces se oyeron
más fuerte pero no más inteligibles. Harry calculó que es-
taban a unos seis metros de la tienda, pero el ruido del
agua que caía en cascada no le permitía asegurarlo. Her-
mione agarró el bolsito de cuentas y se puso a rebuscar en
él; al momento sacó tres orejas extensibles y le lanzó una a
Harry y otra a Ron, que rápidamente se metieron un extre-
mo de la cuerda de color carne en la oreja y sacaron el otro
por la entrada de la tienda.
Pasados unos segundos, Harry escuchó una voz mascu-
lina que, con un deje de hastío, decía:
—Por aquí debería haber salmones, ¿o creéis que toda-
vía no ha empezado la temporada? ¡Accio salmón!
Se produjeron unos chapoteos y luego un sonido de bo-
fetada, como si alguien atrapara un pez al vuelo; alguien
soltó un gruñido de apreciación. Harry se ajustó mejor la
oreja extensible en el oído: por encima del murmullo del río
había distinguido otras voces, pero no hablaban en su idio-
ma ni en ningún lenguaje humano que él conociera. Era
una lengua tosca y nada melodiosa, como una sarta de rui-
dos vibrantes y guturales, y daba la impresión de que había
dos personas que la hablaban, una de ellas con voz más dé-
bil y cansina.
Un fuego prendió en el exterior, y los chicos vieron pa-
sar unas sombras enormes entre la tienda y las llamas, al
mismo tiempo que les llegaba el delicioso y tentador aroma
a salmón asado. A continuación se oyó el tintineo de cubier-
tos sobre platos, y el desconocido que había hablado prime-
ro volvió a hacerlo:
—Tomad... Griphook... Gornuk...
—¡Duendes! —articuló Hermione mirando a Harry que
asintió en silencio.
—Gracias —respondieron los duendes en el idioma del
otro.
—Bueno, ¿y cuánto tiempo lleváis vosotros tres huyen-
do? —preguntó una voz nueva, dulce y melodiosa; a Harry
le resultó vagamente familiar e imaginó a un hombre ba-
rrigudo y de rostro jovial.
—Seis semanas, quizá siete. Ya no me acuerdo —contes-
tó el que parecía aburrido—. Me encontré con Griphook el
primero o el segundo día, y poco después se nos unió Gor-
nuk. Es agradable tener un poco de compañía. —Guardaron
silencio y se percibió el ruido de los cuchillos y tenedores ro-
zando los platos y de las tazas de estaño, levantadas y vuel-
tas a posar en el suelo—. Y tú, Ted, ¿por qué te marchaste?
—añadió.
—Sabía que iban por mí —contestó Ted con su melo-
diosa voz, y de pronto Harry cayó en la cuenta de quién era:
el padre de Tonks—. La semana pasada me enteré de que
había mortífagos en la zona y decidí poner pies en polvorosa.
Me negué a registrarme como hijo de muggles por princi-
pio, así que sabía que sólo era cuestión de tiempo, y que
tarde o temprano tendría que marcharme. A mi esposa no
le pasará nada porque ella es sangre limpia. Y luego me
encontré con Dean... ¿cuánto hace, hijo? Unos pocos días,
¿no?
—Sí, eso es —contestó otra voz, y Harry, Ron y Hermio-
ne se miraron con asombro, callados pero emocionados,
convencidos de haber reconocido la voz de Dean Thomas,
su compañero de Gryffindor.
—Eres hijo de muggles, ¿verdad? —preguntó el que ha-
bía hablado primero.
—No estoy seguro —respondió Dean—. Mi padre aban-
donó a mi madre cuando yo era muy pequeño, y no puedo
demostrar que fuera un mago.
Permanecieron un rato sin hablar, sólo se los oía masti-
car; entonces Ted volvió a tomar la palabra.
—He de admitir, Dirk, que me sorprende haberme tro-
pezado contigo. Me alegra pero me sorprende. Circulaba el
rumor de que te habían detenido.
—Es que me detuvieron —confirmó Dirk—. Iba cami-
no de Azkaban, pero me escapé. Aturdí a Dawlish y le robé
la escoba. Fue más fácil de lo que imagináis, y Dawlish sa-
lió muy mal parado. No me extrañaría que alguien le hu-
biera hecho un encantamiento confundus. Si es así, me
gustaría estrecharle la mano a la bruja o al mago que se lo
hizo, porque seguramente me salvó la vida.
Volvieron a guardar silencio mientras el fuego chispo-
rroteaba y el río continuaba murmurando. Poco después Ted
preguntó:
—¿Y de dónde salís vosotros dos? Creía que los duen-
des apoyaban a Quien-vosotros-sabéis.
—Pues estabas equivocado, porque nosotros no nos po-
nemos de parte de nadie —dijo el duende de voz más agu-
da—. Esta es una guerra de magos.
—Entonces ¿por qué os escondéis?
—Me pareció lo más prudente —respondió el duende
de voz grave—. Había rechazado lo que consideraba una
petición impertinente, y comprendí que peligraba mi segu-
ridad personal.
—¿Qué te pidieron que hicieras? —preguntó Ted.
—Cosas inapropiadas para la dignidad de mi raza —con-
testó el duende con tono más tosco y menos humano—. Yo
no soy ningún elfo doméstico.
—¿Y tú, Griphook?
—Por motivos parecidos —dijo el duende de voz agu-
da—. Gringotts ya no la controlan únicamente los de mi
raza, pero yo jamás reconoceré a ningún mago como amo.
Añadió algo por lo bajo en duendigonza, y Gornuk rió.
—¿Era un chiste? —preguntó Dean.
—Ha dicho que también hay cosas que los magos no re-
conocen —explicó Dirk.
Hubo una breve pausa.
—No lo capto —admitió Dean.
—Antes de marcharme me tomé una pequeña vengan-
za personal —dijo Griphook en la lengua de los otros.
—Bien hecho —dijo Ted—. Supongo que no consegui-
rías encerrar a un mortífago en una de esas viejas cámaras
de máxima seguridad, ¿no?
—Si lo hubiera hecho, la espada no lo habría ayudado a
salir de allí —replicó Griphook. Gornuk rió otra vez, y has-
ta Dirk soltó una risita.
—Me parece que Dean y yo nos estamos perdiendo algo
—dijo Ted.
—Severus Snape también, aunque él no lo sabe —dijo
Griphook, y los dos duendes rieron a carcajadas, con malicia.
En la tienda, Harry apenas podía respirar de emoción;
Hermione y él se miraron, aguzando el oído al máximo.
—¿No te has enterado, Ted? —preguntó Dirk—. ¿No sa-
bes que unos chicos intentaron robar la espada de Gryffin-
dor del despacho de Snape en Hogwarts?
Harry notó como si una descarga eléctrica le recorriera
el cuerpo poniéndole todos los nervios de punta, y se quedó
clavado en su sitio.
—No, no sabía nada —dijo Ted—. En El Profeta no lo
han comentado, ¿verdad?
—No, ya me imagino que no —repuso Dirk riendo con
satisfacción—. A mí me lo contó Griphook, y éste se enteró
por Bill Weasley, que trabaja para la banca mágica. Entre
los chicos que intentaron llevarse la espada estaba la her-
mana pequeña de Bill.
Harry miró a sus amigos, que tenían aferradas las ore-
jas extensibles como si de ello dependiera su vida.
—Ella y un par de compañeros suyos entraron en el des-
pacho de Snape y rompieron la urna de cristal donde, pre-
suntamente, estaba guardada la espada. Snape los atrapó
en la escalera cuando ya se la llevaban.
—¡Benditos sean! —exclamó Ted—. Pero ¿qué creían,
que podrían emplear la espada contra Quien-vosotros-sa-
béis, o contra el propio Snape?
—Bueno, fuera cual fuese su intención, Snape decidió
que la espada no estaba segura en su despacho —explicó
Dirk—. Y un par de días más tarde, imagino que tras ob-
tener el permiso de Quien-vosotros-sabéis, la hizo llevar a
Londres para que la guardaran en Gringotts.
Los duendes volvieron a reír.
—Sigo sin entender el chiste —dijo Ted.
—Es una falsificación —afirmó Griphook.
—¿Qué la espada de Gryffindor es...?
—Eso mismo. Es una copia, una copia excelente, sin
duda, pero hecha por magos. La original la forjaron los
duendes hace siglos, y tenía ciertas propiedades que sólo
poseen las armas fabricadas por los de mi raza. No sé dón-
de puede estar la genuina espada de Gryffindor, pero desde
luego no en una cámara de la banca Gringotts.
—¡Ah, ya entiendo! —dijo Ted—. Y deduzco que no os
molestasteis en contarles eso a los mortífagos, ¿correcto?
—No vi ningún motivo para preocuparlos con esa in-
formación —dijo Griphook con petulancia, y Ted y Dean
unieron sus risas a las de Gornuk y Dirk.
Dentro de la tienda, Harry cerró los ojos, ansioso por-
que alguien hiciera la pregunta cuya respuesta él necesita-
ba oír. Un minuto más tarde, que se le hizo eterno, Dean la
formuló, y entonces Harry recordó, sobresaltado, que ese
muchacho también había sido novio de Ginny.
—¿Qué les pasó a Ginny y los otros chicos que intenta-
ron robarla?
—Bah, los castigaron, y con crueldad —dijo Griphook,
indiferente.
—Pero están bien, ¿no? —se apresuró a preguntar Ted—.
Porque los Weasley ya han sufrido suficiente con sus otros
hijos.
—Que yo sepa, no sufrieron daños graves —comentó Gri-
phook.
—Me alegro por ellos —repuso Ted—. Con el historial
de Snape, supongo que deberíamos dar las gracias de que
sigan con vida.
—Entonces, ¿tú te crees esa historia? —preguntó Dirk—.
¿Crees que Snape mató a Dumbledore?
—Por supuesto —afirmó Ted—. No tendrás el valor de
decirme que piensas que Potter tuvo algo que ver en eso,
¿verdad?
—Últimamente uno ya no sabe qué creer —masculló
Dirk.
—Yo conozco a Harry Potter —terció Dean—. Y estoy
seguro de que es auténtico; de que es el Elegido, o como que-
ráis llamarlo.
—Sí, hijo, a mucha gente le gustaría creer que lo es
—dijo Dirk—, y yo me incluyo. Pero ¿dónde está? Por lo que
parece, ha escurrido el bulto. Si supiera algo que no sabemos
nosotros, o si le hubieran encomendado alguna misión espe-
cial, estaría luchando, organizando la resistencia, en vez de
escondido. Y mira, El Profeta lo dejó muy claro cuando...
—¿El Profeta? —lo interrumpió Ted con sorna—. No
me digas que todavía lees esa basura, Dirk. Si quieres he-
chos, tienes que leer El Quisquilloso.
De pronto se produjo un estallido de toses y arcadas,
seguidas de unos buenos palmetazos; al parecer, Dirk se
había tragado una espina. Por fin farfulló:
—¿El Quisquilloso? ¿Ese periodicucho disparatado de
Xeno Lovegood?
—Últimamente no cuenta muchos disparates —repli-
có Ted—. Échale un vistazo, ya lo verás. Xeno publica todo
lo que El Profeta pasa por alto; en el último ejemplar no
había ni una sola mención de los snorkacks de cuernos
arrugados. Lo que no sé es cuánto tiempo van a dejarlo
tranquilo. Pero él afirma, en la primera plana de todos los
ejemplares, que cualquier mago que esté contra Quien-vo-
sotros-sabéis debería tener como prioridad ayudar a Harry
Potter.
—Es difícil ayudar a un chico que ha desaparecido de
la faz de la Tierra —objetó Dirk.
—Mira, el hecho de que todavía no lo hayan atrapado
ya es muy significativo —dijo Ted—. A mí no me importaría
que Potter me diera algún que otro consejo. Al fin y al cabo,
él ha conseguido lo que intentamos todos, ¿no?, es decir,
conservar la libertad.
—Sí, bueno, en eso tienes razón —concedió Dirk—. Con
el ministerio en pleno y todos sus informadores siguiéndole
la pista, me extraña que todavía no lo hayan encontrado.
Aunque ¿quién me asegura que no lo han detenido y mata-
do, y están ocultando la noticia?
—Vamos, no digas eso, Dirk —murmuró Ted.
Entonces se produjo una larga pausa; sólo se oía el rui-
do de los cuchillos y los tenedores. Cuando volvieron a con-
versar, el tema de discusión fue si les convenía pasar la
noche en la orilla del río o subir un poco por la boscosa pen-
diente. Tras decidir que entre los árboles estarían más gua-
recidos, apagaron el fuego y treparon por el terraplén; sus
voces fueron perdiéndose en la distancia.
Harry, Ron y Hermione enrollaron las orejas extensi-
bles. Harry, que había tenido que esforzarse para perma-
necer callado mientras escuchaban la conversación, ahora
sólo logró musitar:
—Ginny... la espada...
—¡Lo sé, Harry, lo sé! —exclamó Hermione. Cogió el bol-
sito de cuentas y metió el brazo hasta el fondo—. Aquí está...
—dijo apretando los dientes, y tiró de algo que se encontra-
ba en las profundidades del bolsito.
Poco a poco, fue apareciendo la esquina del ornamenta-
do marco de un cuadro. Harry corrió a ayudarla. Mientras
sacaban el retrato vacío de Phineas Nigellus, Hermione no
dejaba de apuntarlo con la varita, preparada para hacerle
un hechizo.
—Si alguien cambió la espada auténtica por otra falsa
mientras se hallaba en el despacho de Dumbledore —dijo
con ansiedad al tiempo que apoyaban el cuadro contra la
pared de la tienda—, Phineas Nigellus debió de verlo, por-
que su retrato está colgado justo detrás de la urna.
—A menos que estuviera dormido —puntualizó Harry,
y contuvo la respiración al ver que Hermione se arrodillaba
delante del lienzo vacío, con la varita dirigida hacia el cen-
tro, y tras carraspear decía:
—¡Hola, Phineas! ¿Phineas Nigellus, está usted ahí?
—No ocurrió nada—. ¿Phineas Nigellus, está usted ahí? —re-
pitió—. ¿Profesor Black, podríamos hablar con usted, por fa-
vor?
—Pedir las cosas por favor siempre ayuda —replicó
una voz fría e insidiosa, y Phineas Nigellus apareció en su
retrato. Al instante Hermione exclamó:
—¡Obscuro!
De pronto, una venda cubrió los avispados y oscuros
ojos del personaje, que dio una sacudida y un grito de do-
lor.
—Pero... ¿qué? ¿Cómo se atreve? ¿Qué está ha...?
—Lo siento mucho, profesor Black —se disculpó la chi-
ca—, pero es una precaución necesaria.
—¡Retíreme de inmediato esta inmunda añadidura! ¡He
dicho que me la retire! ¡Está destrozando una gran obra de
arte! ¿Dónde estoy? ¿Qué pasa aquí?
—No importa dónde estemos —dijo Harry, y Phineas
Nigellus se quedó de piedra y abandonó sus intentos de qui-
tarse la venda que le habían pintado.
—¿Me equivoco, o ésa es la voz del escurridizo señor
Potter?
—Podría serlo —contestó Harry, consciente de que la
duda mantendría despierto el interés del profesor Black—.
Nos gustaría hacerle un par de preguntas sobre la espada
de Giyffindor.
—¡Ah, vaya! —exclamó Phineas Nigellus moviendo la
cabeza a uno y otro lado, esforzándose por ver a Harry—.
Esa chiquilla estúpida actuó de un modo muy imprudente...
—No hable así de mi hermana —le espetó Ron, y Phi-
neas Nigellus arqueó las cejas con altanería.
—¿Quién más hay aquí? —preguntó sin dejar de mover
la cabeza—. ¡Su tono me desagrada! Esa chica y sus amigos
fueron sumamente insensatos. ¡Mira que robar al director!
—No estaban robando —dijo Harry—. Esa espada no
es de Snape.
—Pero pertenece al colegio del profesor Snape. ¿Acaso
tenía esa Weasley algún derecho sobre ella? Merece el cas-
tigo que recibió, igual que ese idiota de Longbottom y la
chiflada de Lovegood.
—¡Neville no es idiota y Luna no está chiflada! —saltó
Hermione.
—¿Dónde estoy? —repitió Phineas Nigellus, y se puso
a tirar de la venda otra vez—. ¿Adonde me han traído? ¿Por
qué me han sacado de la casa de mis antepasados?
—¡Eso no importa! ¿Cómo castigó Snape a Ginny, Nevi-
lle y Luna? —lo apremió Harry.
—El profesor Snape los envió al Bosque Prohibido para
que hicieran un trabajo para ese zopenco de Hagrid.
—¡Hagrid no es un zopenco! —se indignó Hermione.
—Y Snape quizá pensara que eso era un castigo —inter-
vino Harry—, pero esos tres seguramente se lo pasaron en
grande con Hagrid. ¡Mira que enviarlos al Bosque Prohibido!
¡Ja! ¡Se han visto en situaciones mucho peores! —Y sintió un
gran alivio, porque había imaginado cosas horrorosas, como
mínimo que les hubieran echado la maldición cruciatus.
—En realidad, lo que queríamos saber es si alguien
más ha... sacado esa espada de ahí. ¿No la han llevado a
limpiar, o algo así? —preguntó Hermione.
Phineas Nigellus dejó de forcejear para quitarse la
venda y soltó una risita.
—¡Hijos de muggles! —gritó—. Las armas fabricadas
por duendes no requieren limpieza alguna, so boba. La pla-
ta de los duendes repele la suciedad mundana y sólo se im-
buye de lo que la fortalece.
—No llame boba a mi amiga —se sulfuró Harry.
—Estoy harto de contradicciones —protestó Nigellus—.
Quizá vaya siendo hora de que regrese al despacho del di-
rector.
Todavía con la venda en los ojos, tanteó el borde del
cuadro, intentando salir del lienzo y volver al que estaba
colgado en Hogwarts. Entonces Harry tuvo una repentina
inspiración:
—¡Dumbledore! ¿No puede traernos a Dumbledore?
—¿Cómo dice? —se asombró Phineas Nigellus.
—Me refiero al retrato del profesor Dumbledore. ¿No
puede traerlo aquí, al suyo?
El profesor Black volvió la cabeza en dirección a la voz
de Harry y espetó:
—Es evidente que no sólo los hijos de muggles son ig-
norantes, Potter. Los retratos de Hogwarts pueden estable-
cer comunicación, pero no pueden salir del castillo salvo
para trasladarse a un cuadro de ellos mismos colgado en al-
gún otro lugar. Dumbledore no puede venir aquí conmigo, y
después del trato que he recibido de ustedes, les aseguro
que no pienso volver a hacer otra visita.
Harry, un tanto decepcionado, vio cómo Phineas redo-
blaba sus esfuerzos por salir del lienzo.
—Profesor Black —terció Hermione—, ¿no podría de-
cirnos sólo... por favor... cuándo fue la última vez que saca-
ron la espada de su urna? Me refiero a antes de que se la
llevara Ginny.
Phineas bufó de impaciencia y dijo:
—Creo que la última vez fue cuando el profesor Dum-
bledore la utilizó para abrir un anillo.
Hermione se volvió bruscamente hacia Harry. Ningu-
no de los dos se atrevía a decir nada más delante de Phi-
neas Nigellus, que por fin había localizado la salida.
—Buenas noches —dijo con tono cortante, y se dispuso
a salir del retrato. De pronto, cuando ya sólo se veía el bor-
de del ala de su sombrero, Harry gritó:
—¡Espere! ¿Le ha contado a Snape que vio eso que nos
ha dicho?
Phineas Nigellus asomó la vendada cabeza por el cua-
dro y puntualizó:
—El profesor Snape tiene cosas más importantes en
que pensar que las excentricidades de Albus Dumbledore.
¡Adiós, Potter!
Y dicho esto, desapareció por completo, dejando atrás
el fondo impreciso del cuadro.
—¡Harry! —exclamó Hermione.
—¡Sí, ya lo sé! —Incapaz de contenerse, el chico dio un
puñetazo al aire; aquello era mucho más de lo que se había
atrevido a imaginar.
Se puso a dar grandes zancadas por la tienda pletórico
de energía, sintiendo que podría correr dos kilómetros sin
parar; ya ni siquiera tenía hambre. Y Hermione, tras meter
el retrato de Phineas Nigellus en su bolsito de cuentas, le
dijo con una sonrisa radiante:
—¡La espada destruye los Horrocruxes! ¡Las armas fa-
bricadas por duendes sólo se imbuyen de aquello que las
fortalece! ¡Harry, esa espada está impregnada con veneno
de basilisco!
—Y Dumbledore no me la dio porque todavía la necesi-
taba; quería utilizarla para destruir el guardapelo...
—... y debió de prever que si la ponía en su testamento
no te la entregarían...
—... y por eso hizo una copia...
—... y la puso en la urna de cristal...
—... y dejó la auténtica... ¿dónde?
Los chicos se miraron. Harry tuvo la impresión de que
la respuesta estaba suspendida en el aire, muy cerca pero
invisible. ¿Por qué Dumbledore no se lo dijo? ¿O sí se lo dijo
y él no se dio cuenta en su momento?
—¡Piensa! —le susurró Hermione—. ¡Piensa! ¿Dónde
pudo dejarla?
—En Hogwarts no —contestó, y reanudó sus paseos
por la tienda.
—¿Y en Hogsmeade?
—¿En la Casa de los Gritos? Allí nunca va nadie.
—Pero Snape sabe cómo se entra, ¿no sería eso un poco
arriesgado?
—Dumbledore confiaba en Snape —le recordó Harry.
—No lo suficiente para explicarle que había cambiado
las espadas —razonó Hermione.
—¡Sí, tienes razón! —Harry se alegró aún más de pen-
sar que el anciano profesor había tenido ciertas reservas,
aunque débiles, acerca de la honradez de Snape—. Enton-
ces, ¿crees que decidió esconder la espada muy lejos de
Hogsmeade? ¿Qué opinas tú, Ron? ¡Eh, Ron!
Harry lo buscó, y, por un instante, creyó que había sali-
do de la tienda, pero entonces vio que se había tumbado en
la litera de abajo, con cara de pocos amigos.
—Ah, ¿te has acordado de que existo?
—¿Cómo dices?
Ron dio un resoplido sin dejar de contemplar el somier
de la cama de arriba.
—Nada, nada. Por mí podéis continuar; no quiero es-
tropearos la fiesta.
Harry, perplejo, miró a Hermione buscando ayuda, pero
ella estaba tan desconcertada como él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Harry.
—¿Que qué me pasa? No me pasa nada —respondió
Ron, que seguía sin mirarlo a la cara—. Al menos, según
tú.
Se oyeron unos golpecitos en el techo de la tienda. Había
empezado a llover.
—Oye, es evidente que algo te ocurre —insistió Ha-
rry—. Suéltalo ya, ¿quieres?
Ron se sentó en la cama; tenía una expresión ruin,
nada propia de él.
—Está bien, lo soltaré. No esperes que me ponga a dar
vueltas por la tienda porque hay algún otro maldito cacha-
rro que tenemos que encontrar. Limítate a añadirlo a la lis-
ta de cosas que no sabes.
—¿De cosas que no sé? —se asombró Harry—. ¿Que yo
no sé?
Plaf, plaf, plaf; la lluvia caía cada vez con más fuerza,
tamborileando en la tienda, así como en la hojarasca de la
orilla y en el río. El miedo sofocó el júbilo de Harry, porque
Ron estaba diciendo lo que él se temía que su amigo creía.
—No es que no me lo esté pasando en grande aquí
—dijo Ron—, con un brazo destrozado, sin nada que comer
y congelándome el culo todas las noches. Lo que pasa es que
esperaba... no sé, que después de varias semanas dando
vueltas hubiéramos descubierto algo.
—Ron —intervino Hermione, pero en voz tan baja que
el chico hizo como si no la hubiera oído, ya que el golpeteo
de la lluvia en el techo amortiguaba cualquier sonido.
—Creía que sabías dónde te habías metido —insinuó
Harry.
—Sí, yo también.
—A ver, ¿qué parte de nuestra empresa no está a la al-
tura de tus expectativas? —La rabia estaba acudiendo en
su ayuda—. ¿Creías que nos alojaríamos en hoteles de cin-
co estrellas, o que encontraríamos un Horrocrux un día sí y
otro también? ¿O tal vez creías que por Navidad habrías
vuelto con tu mami?
—¡Creíamos que sabías lo que hacías! —replicó Ron
poniéndose en pie, y sus palabras atravesaron a Harry
como cuchillos—. ¡Creíamos que Dumbledore te había ex-
plicado qué debías hacer! ¡Creíamos que tenías un plan!
—¡Ron! —gritó Hermione, y esta vez se la oyó perfecta-
mente a pesar del fragor de la lluvia, pero el chico volvió a
hacer oídos sordos.
—Bueno, pues lamento decepcionaros —dijo Harry con
voz serena, aunque se sentía vacío, inepto—. He sido since-
ro con vosotros desde el principio, os he contado todo lo que
me dijo Dumbledore. Y por si no te habías enterado, hemos
encontrado un Horrocrux...
—Sí, y estamos tan cerca de deshacernos de él como de
encontrar los otros. ¡O sea, a años luz!
—Quítate el guardapelo, Ron —le pidió Hermione con
inusitada vehemencia—. Quítatelo, por favor. Si no lo hu-
bieras llevado encima todo el día, no estarías diciendo estas
cosas.
—Sí, las estaría diciendo igualmente —la contradijo Ha-
rry, que no quería que su amiga le facilitara excusas a Ron—.
¿Creéis que no me doy cuenta de que cuchicheáis a mis es-
paldas? ¿Que no sospechaba que pensabais todo esto?
—Harry, nosotros no...
—¡No mientas! —saltó Ron—. ¡Tú también lo dijiste,
dijiste que estabas decepcionada, que creías que Harry te-
nía un poco más de...!
—¡No lo decía en ese sentido! ¡De verdad, Harry!
La lluvia seguía martilleando la tienda. Hermione fue
presa del llanto, y la emoción de unos minutos atrás se des-
vaneció por completo, como unos fuegos artificiales que,
tras su fugaz estallido, lo hubieran dejado todo oscuro, húme-
do y frío. No sabían dónde se hallaba la espada de Gryffin-
dor, y ellos eran tres adolescentes refugiados en una tienda
de campaña cuyo único objetivo era no morir todavía.
—Entonces, ¿por qué seguimos aquí? —le espetó Harry
a Ron.
—A mí, que me registren.
—¡Pues vuelve a tu casa!
—¡Sí, quizá lo haga! —gritó Ron dando unos pasos ha-
cia Harry, que no retrocedió—. ¿No oíste lo que dijeron de
mi hermana? Pero eso a ti te importa un pimiento, ¿ver-
dad? ¡Ah, el Bosque Prohibido! Al valiente Harry Potter,
que se ha enfrentado a cosas mucho peores, no le preocupa
lo que pueda pasarle a mi hermana allí. Pues mira, a mí sí:
me preocupan las arañas gigantes y los fenómenos...
—Lo único que he dicho es que Ginny no estaba sola, y
que Hagrid debió de ayudarlos...
—¡Ya, ya! ¡Te importa muy poco! ¿Y qué me dices del
resto de mi familia? «Los Weasley ya han sufrido suficiente
con sus otros hijos», ¿eso tampoco lo oíste?
—Sí, claro que...
—Pero no te importa lo que significa, ¿verdad?
—¡Ron! —terció Hermione interponiéndose entre los
dos chicos—. No creo que signifique que haya pasado nada
más, nada que nosotros no sepamos. Piénsalo, Ron: Bill está
lleno de cicatrices, mucha gente ya debe de haber visto que
George ha perdido una oreja, y se supone que tú estás en el
lecho de muerte, enfermo de spattergroit. Estoy segura de
que sólo se referían a que...
—Ah, ¿estás segura? Muy bien, pues no me preocuparé
por ellos. A vosotros os parece muy fácil, claro, porque vues-
tros padres están a salvo de...
—¡Mis padres están muertos! —bramó Harry.
—¡Los míos podrían ir por el mismo camino! —replicó
Ron.
—¡Pues vete! —rugió Harry—. Vuelve con ellos, haz como
si te hubieras curado del spattergroit y tu mami podrá pre-
pararte comiditas y...
Ron hizo un movimiento brusco y Harry reaccionó,
pero antes de que cualquiera de los dos pudiera sacar su
varita mágica, Hermione sacó la suya.
—¡Protego! —chilló, y un escudo invisible se extendió
dejándolos a ella y a Harry de un lado y a Ron del otro; los
tres se vieron obligados a retroceder por la fuerza del he-
chizo, y Harry y Ron se fulminaron con la mirada desde sus
respectivos lados de la barrera transparente, como leyén-
dose con claridad sus más íntimos pensamientos por pri-
mera vez. Harry experimentó un odio corrosivo hacia Ron;
se había roto el lazo que los unía.
—Deja el Horrocrux —ordenó Harry.
Ron se quitó la cadena y dejó el guardapelo encima de
una silla. Entonces se volvió hacia Hermione y dijo:
—Y tú, ¿qué haces?
—¿Cómo que qué hago?
—¿Te quedas o qué?
—Yo... —Parecía angustiada—. Sí, me quedo. Ron, diji-
mos que acompañaríamos a Harry, que lo ayudaríamos a...
—Vale. Lo prefieres a él.
—¡No, Ron! ¡Vuelve, por favor! —Pero el encantamien-
to escudo que ella misma había hecho le impedía moverse;
para cuando lo hubo retirado, Ron ya se había marchado de
la tienda.
Harry se quedó quieto donde estaba, callado, escuchan-
do los sollozos de Hermione, que repetía el nombre de Ron
entre los árboles.
Pasados unos momentos, ella regresó con el cabello em-
papado y pegado a la cara.
—¡Se ha... ido! ¡Se ha desaparecido! —Se dejó caer en
una butaca, se acurrucó y rompió a llorar.
Harry estaba aturdido. Recogió el Horrocrux y se lo col-
gó del cuello; luego quitó las sábanas de la cama de Ron y
tapó a Hermione. Finalmente subió a la litera de arriba y se
quedó contemplando el oscuro techo de lona, escuchando la
lluvia.
miércoles, 21 de marzo de 2018
Capitulo 14. El ladron
Harry abrió los ojos y lo deslumhró un resplandor verde y
dorado. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero era evi-
dente que se hallaba tendido sobre algo que semejaba hojas
y ramitas. Inspiró con dificultad para llenar de aire los pul-
mones, que notaba aplastados; parpadeó y comprendió que
el intenso brillo era la luz del sol filtrándose a través de un
toldo de hojas. Entonces algo se movió cerca de su cara y él
se puso a gatas, dispuesto a enfrentarse con alguna criatu-
ra pequeña pero feroz; no obstante, sólo se trataba de un
pie de Ron. De inmediato, echó una ojeada alrededor y com-
probó que sus dos amigos y él estaban tumbados en un bos-
que, al parecer solos.
Lo primero que le vino a la cabeza fue el Bosque Prohi-
bido y, aunque sabía lo peligroso y absurdo que habría sido
aparecerse en los terrenos de Hogwarts, le dio un vuelco el
corazón al pensar que desde allí, caminando a hurtadillas
entre los árboles, podrían llegar a la cabana de Hagrid. Sin
embargo, en los pocos instantes que tardó Ron en emitir un
débil gruñido y Harry en arrastrarse hasta él, comprendió
que no se trataba del bosque del colegio: los árboles pare-
cían más jóvenes y crecían más separados, y el suelo estaba
más limpio.
Hermione también se había puesto a cuatro patas y
acercado a la cabeza de Ron. En cuanto vio a su amigo, las
demás preocupaciones se le borraron, porque el muchacho
tenía todo el costado izquierdo manchado de sangre, y la
cara, pálida y grisácea, destacaba sobre la hojarasca del
suelo. Se estaba acabando el efecto de la poción multijugos:
Ron era mitad Cattermole y mitad él mismo, y el cabello se
le iba volviendo cada vez más pelirrojo a medida que el ros-
tro perdía el poco color que le quedaba.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha sufrido una despartición —contestó Hermione
mientras examinaba la manga de la camisa de Ron, la par-
te más manchada de sangre.
Harry se quedó mirando, horrorizado, cómo su amiga
le desgarraba la camisa. Siempre había pensado en la des-
partición como algo cómico, pero eso... Se le revolvió el estó-
mago cuando ella dejó al descubierto el brazo de Ron y vio
que le faltaba un gran trozo de carne, como si se lo hubie-
ran cortado limpiamente con un cuchillo.
—Rápido, Harry. En mi bolso hay una botellita con una
etiqueta que pone «Esencia de díctamo»... Tráemela.
—¿En tu...? ¡Ah,vale!
Fue corriendo al sitio donde Hermione había aterriza-
do, cogió el bolsito de cuentas y metió una mano dentro. Al
instante desfilaron bajo sus dedos unos objetos tras otros:
el lomo de cuero de varios libros, mangas de jerséis de lana,
tacones de zapatos...
—¡Date prisa!
Harry recogió su varita mágica del suelo y apuntó a las
profundidades del bolso mágico.
—¡Accio díctamo!
Una botellita marrón salió disparada del bolso; el chico
la atrapó y volvió rápidamente junto a Hermione y Ron,
que tenía los ojos entornados; entre sus párpados sólo se
veían dos estrechas franjas blancas de globo ocular.
—Se ha desmayado —afirmó Hermione, también muy
pálida; ya no tenía el físico de Mafalda, aunque todavía le
quedaban algunos mechones canosos en el pelo—. Destapa
la botella, Harry; a mí me tiemblan las manos.
Harry quitó el tapón de la botellita y Hermione la cogió
y vertió tres gotas de poción en la sangrante herida. Salió
un humo verdoso y, cuando se hubo disipado, Harry vio que
había dejado de sangrar. Ahora tenía el aspecto de una he-
rida de varios días, y una fina capa de piel nueva cubría lo
que momentos antes era carne viva.
—¡Uau! —exclamó Harry.
—Es lo único que me atrevo a hacer —dijo Hermione
con voz trémula—. Hay hechizos que lo curarían del todo,
pero tengo miedo de intentarlo por si los hago mal y le cau-
so más daño. Ya ha perdido mucha sangre.
—¿Cómo se lo ha hecho? —Harry trataba de compren-
der qué había ocurrido—. ¿Por qué estamos aquí? Creía
que íbamos a Grimmauld Place.
La chica respiró hondo, al borde de las lágrimas.
—Me parece que ya no podremos volver ahí, Harry.
—Pero ¿por qué...?
—Cuando nos desaparecimos, Yaxley me agarró y no
logré soltarme, porque él tenía demasiada fuerza; todavía
me sujetaba cuando llegamos a Grimmauld Place, y enton-
ces... Bueno, creo que debe de haber visto la puerta, y habrá
pensado que íbamos a quedarnos allí, porque aflojó un poco
la mano. Yo aproveché ese momento para desasirme y con-
seguí traeros aquí.
—Pero entonces... ¿dónde está Yaxley? No querrás de-
cir que se ha quedado en Grimmauld Place, ¿verdad? El no
puede entrar en la casa.
Hermione asintió. Las lágrimas que le anegaban los
ojos despedían destellos.
—Me parece que sí puede, Harry. Lo he obligado a sol-
tarme con un embrujo de repugnancia, pero ya había traspa-
sado conmigo el perímetro de protección del encantamiento
Fidelio. Como Dumbledore está muerto, los Guardianes de
los Secretos somos nosotros, de modo que le he revelado el
secreto, ¿no?
Harry no debía engañarse: Hermione tenía razón, y
era un golpe muy duro. Si Yaxley podía entrar en la casa, no
había forma de que ellos regresaran a ella. A lo mejor, en
ese mismo momento, el mago estaría llevando a otros mor-
tífagos a Grimmauld Place mediante Aparición. Por muy
siniestra y agobiante que fuera la casa, había sido su único
refugio seguro; y ahora que Kreacher estaba mucho más
contento y se mostraba tan amable, incluso se había conver-
tido para ellos en lo más parecido a un hogar. Con una pun-
zada de pesar que no tenía nada que ver con el hambre,
Harry imaginó al elfo doméstico preparando con ilusión el
pastel de carne y ríñones que ni sus amigos ni él llegarían a
comer jamás.
—Lo siento muchísimo, Harry.
—No seas tonta, no ha sido culpa tuya. Si alguien tiene
la culpa, ése soy yo...
Se metió una mano en el bolsillo y sacó el ojo de Ojolo-
co; Hermione retrocedió, impresionada.
—Umbridge lo había incrustado en la puerta de su des-
pacho para espiar a sus empleados. No fui capaz de dejarlo
allí, pero así es como se enteraron de que había intrusos.
Antes de que la chica replicara, Ron soltó un gruñido y
abrió los ojos. Todavía estaba pálido y el sudor le perlaba la
cara.
—¿Cómo te encuentras? —susurró Hermione.
—Fatal —respondió Ron con voz ronca, y compuso una
mueca de dolor al notar la herida del brazo—. ¿Dónde esta-
mos?
—En el bosque donde se celebró la Copa del Mundo de
quidditch —contestó Hermione—. Necesitábamos un espa-
cio cerrado, protegido, y este lugar fue...
—... lo primero que se te ocurrió —terminó Harry pa-
seando la mirada por el claro del bosque, aparentemente
desierto. Pero no pudo evitar recordar qué había sucedido
la última vez que se habían aparecido en el primer sitio que
se le ocurrió a Hermione, ni que los mortífagos sólo habían
tardado unos minutos en encontrarlos. ¿Habrían emplea-
do la Legeremancia en aquella ocasión para averiguarlo?
Y ahora, ¿acaso Voldemort o sus secuaces sabrían ya adon-
de los había llevado Hermione?
—¿Crees que deberíamos irnos de aquí? —preguntó
Ron a Harry, y éste comprendió, por la expresión de su ami-
go, que ambos estaban pensando lo mismo.
—No lo sé.
Ron continuaba pálido y sudoroso; no había intentado
incorporarse y parecía demasiado débil para hacerlo. La
perspectiva de sacarlo de allí resultaba desalentadora.
—Quedémonos aquí, de momento —propuso Harry.
Hermione se puso en pie, aliviada.
—¿Adonde vas? —le preguntó Ron.
—Si vamos a quedarnos, tenemos que poner sortilegios
protectores —respondió ella. Levantó la varita y caminó
describiendo un amplio círculo alrededor de los dos chicos,
sin parar de murmurar conjuros.
Harry notó pequeñas alteraciones en el aire; era como
si Hermione hubiera llenado el claro de calina.
—¡Salvio hexia!, ¡Protego totalum!, ¡Repello Muggletum!,
¡Muffliato!... Podrías ir sacando la tienda, Harry.
—¿La tienda? ¿Qué tienda?
—¡En mi bolso, hombre!
—¿En tu...? ¡Ah, claro!
Esta vez no se molestó en rebuscar dentro, sino que uti-
lizó directamente un encantamiento convocador. La tienda
surgió hecha un lío de lona, cuerdas y palos, y la reconoció
enseguida, en parte porque olía a gato: era la misma en que
habían dormido la noche de la Copa del Mundo de quid-
ditch.
—¿El dueño de esta tienda no era un tal Perkins del
ministerio? —preguntó mientras liberaba las piquetas.
—Sí, pero por lo visto ya no la quería, porque tiene
lumbago —explicó Hermione mientras trazaba complica-
dos movimientos en forma de ocho con la varita—, y el pa-
dre de Ron me dijo que podía quedármela prestada. ¡Erecto!
—añadió apuntando a la deforme lona, que con un único y
fluido movimiento se alzó en el aire para luego posarse en
el suelo, totalmente armada, enfrente de Harry.
Este se asombró al ver cómo una de las piquetas que
sostenía en la mano salía volando y se clavaba abrupta-
mente en el extremo de una cuerda tensora.
—¡Cave inimicum! —concluyó Hermione trazando un
floreo hacia el cielo—. Bueno, creo que ya no soy capaz de
hacer nada más. Al menos, si vienen nos enteraremos, pero
no puedo garantizar que todo esto ahuyente a Vol...
—¡No pronuncies su nombre! —la interrumpió Ron con
aspereza. Harry y Hermione se miraron—. Perdona —se
disculpó Ron, y gimió un poco al incorporarse—, pero es
que... no sé, es como un embrujo o algo así. ¿Os importaría
llamarlo Quien-vosotros-sabéis, por favor?
—Dumbledore decía que temer un nombre... —comen-
tó Harry.
—Por si no te habías fijado, colega, a la hora de la ver-
dad a Dumbledore no le sirvió de mucho llamar a Quien-vo-
sotros-sabéis por su nombre —le espetó Ron—. Sólo os pido
que... que le mostréis un poco de respeto a Quien-vosotros-
sabéis.
—¿Has dicho «respeto»? —gruñó Harry, pero Hermio-
ne le lanzó una mirada de advertencia: no debía discutir
con Ron mientras estuviera tan débil.
Así pues, ambos metieron a su amigo, mitad en brazos
y mitad a rastras, en la tienda. El interior era exactamen-
te como Harry lo recordaba: una estancia pequeña, con su
retrete y su cocinita. Apartó una vieja butaca y con cuida-
do puso a Ron en la cama inferior de una litera. Ese cortí-
simo desplazamiento hizo que palideciera aún más y, una
vez sobre el colchón, cerró los ojos y permaneció un rato
callado.
—Voy a preparar té —dijo Hermione con voz acongoja-
da; sacó un hervidor y unas tazas de las profundidades de
su bolso y fue a la cocina.
A Harry le sentó tan bien aquella taza de té caliente
como el whisky de fuego que había bebido la noche que mu-
rió Ojoloco; era como si así quemara un poco el miedo que
palpitaba en su pecho. Al cabo de un par de minutos, Ron
interrumpió el silencio.
—¿Qué habrá sido de los Cattermole?
—Con un poco de suerte, habrán escapado —contestó
Hermione asiendo su taza con ambas manos para calentár-
selas—. Si el señor Cattermole estaba atento, habrá trans-
portado a su esposa mediante Aparición Conjunta y ahora
estarán abandonando el país con sus hijos. Al menos eso le
aconsejó Harry a ella.
—Espero que hayan conseguido huir —dijo Ron recos-
tándose en las almohadas. El té también le estaba sentando
de maravilla y había recobrado un poco el color—. Aunque,
por cómo la gente me hablaba mientras lo suplantaba, no
me dio la impresión de que Reg Cattermole fuera muy inge-
nioso. En fin, espero que lo hayan logrado. Si acaban los dos
en Azkaban por nuestra culpa...
Harry echó un vistazo a Hermione, pero no llegó a for-
mular la pregunta que tenía en la punta de la lengua: si el
hecho de que la señora Cattermole no llevara encima una
varita mágica le habría impedido aparecerse junto con su
esposo. A Hermione la conmovió que Ron se preocupara por
el destino de los Cattermole, y había tanta ternura en su
expresión que Harry casi sintió como si la hubiera sorpren-
dido besando a su amigo.
—Bueno, lo tienes, ¿no? —preguntó, en parte para re-
cordarle a Hermione que él estaba presente.
—Si tengo ¿qué? —preguntó ella, un poco sobresalta-
da.
—¿Para qué hemos montado todo este tinglado, Her-
mione? ¡Me refiero al guardapelo! ¿Dónde está?
—¿Que tienes el guardapelo? —exclamó Ron incorpo-
rándose un poco—. ¡A mí nadie me cuenta nada! ¡Jo, po-
dríais habérmelo dicho!
—Oye, que nos perseguían los dementores, ¿eh? —re-
puso Hermione—. Aquí está. —Lo sacó del bolsillo de su tú-
nica y se lo dio a Ron.
Era más o menos del tamaño de un huevo de gallina.
Una ornamentada «S», con piedrecitas verdes incrustadas,
brillaba un poco bajo la difuminada luz que se filtraba por
la lona de la tienda.
—¿No hay ninguna probabilidad de que alguien lo des-
truyera después de que se lo robaran a Kreacher? —pre-
guntó Ron con optimismo—. O sea, ¿estamos seguros de que
todavía es un Horrocrux?
—Creo que sí —respondió Hermione; lo cogió y lo exa-
minó de cerca—. Si lo hubieran destruido mediante magia,
se apreciaría alguna señal.
Se lo pasó a Harry que lo hizo girar entre los dedos. El
guardapelo estaba perfecto, intacto. El muchacho recordó
lo destrozado que había quedado el diario, y la piedra del
anillo que también era un Horrocrux se había partido cuan-
do Dumbledore lo destruyó.
—Supongo que Kreacher tiene razón —comentó Ha-
rry—: para destruir este chisme, primero tendremos que
averiguar cómo se abre.
De pronto, mientras hablaba, tomó conciencia de lo que
tenía en las manos y de lo que vivía tras aquellas puertecitas
doradas, y, a pesar de lo mucho que les había costado encon-
trarlo, sintió un súbito impulso de lanzarlo lejos. Pero se do-
minó e intentó abrirlo con los dedos, y luego probó con el
encantamiento que Hermione había utilizado para abrir la
puerta del dormitorio de Regulus, aunque nada dio resulta-
do. Se lo devolvió a sus amigos, y ambos hicieron todo cuanto
se les ocurrió para abrirlo, pero con tan poco éxito como él.
—Pero ¿lo sentís? —preguntó Ron en voz baja, con el
guardapelo encerrado en el puño.
—¿Qué quieres decir?
Ron le entregó el Horrocrux a Harry, que segundos des-
pués creyó comprender a qué se refería. ¿Era su propia san-
gre latiendo en sus venas lo que notaba, o algo que palpitaba
en el interior del guardapelo, como una especie de pequeño
corazón metálico?
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hermione.
—Conservarlo hasta que averigüemos cómo destruirlo
—contestó Harry y, muy a su pesar, se colgó la cadena del
cuello y ocultó el guardapelo bajo la túnica, junto con el mo-
nedero que le había regalado Hagrid. A continuación se puso
en pie, se desperezó y le dijo a Hermione—: Creo que debe-
ríamos turnarnos para montar guardia fuera de la tienda, y
también tendremos que conseguir comida. Tú no te muevas
—se apresuró a añadir al ver que Ron intentaba incorporar-
se y su rostro adquiría un desagradable tono verdoso.
Tras colocar estratégicamente encima de la mesa el chi-
vatoscopio que Hermione le había regalado por su cumplea-
ños, Harry y la joven pasaron el resto del día turnándose
para vigilar el campamento. Sin embargo, el instrumento
estuvo todo el rato quieto y silencioso, y ya fuera por los sor-
tilegios protectores y los repelentes mágicos de muggles
que Hermione había repartido por el claro del bosque, o
porque la gente no solía ir por allí, la zona en que se habían
instalado se mantuvo solitaria; lo único que vieron fueron
algunos pájaros y varias ardillas. Al anochecer todo seguía
igual; a las diez, cuando Harry fue a relevar a su compañe-
ra, encendió la varita y contempló un panorama desierto
donde sólo unos murciélagos revoloteaban muy alto, cru-
zando el único trozo de cielo estrellado que se conseguía ver
desde el protegido claro.
Harry tenía hambre y estaba un poco mareado. Her-
mione no llevaba nada para comer en su bolso mágico, por-
que dio por sentado que volverían a Grimmauld Place esa
noche, así que sólo consiguieron cenar unas setas que ella
había recogido entre los árboles más cercanos y cocinado en
un cazo. Ron apenas las probó, pues tenía el estómago re-
vuelto; en cambio, Harry se las acabó, pero únicamente para
no desairar a su amiga.
El silencio que los rodeaba sólo era interrumpido de vez
en cuando por extraños susurros y sonidos semejantes a
crujidos de ramitas; Harry pensó que no los provocaban per-
sonas, sino animales, pero aun así aferraba la varita, prepa-
rado para cualquier eventualidad. Tenía el vientre revuelto
por culpa de las correosas setas, y el nerviosismo no lo ayu-
daba a sentirse mejor.
Siempre había supuesto que cuando consiguieran re-
cuperar el Horrocrux estaría eufórico, pero no era así. Lo
único que experimentaba mientras escudriñaba la oscuri-
dad, de la que su varita sólo iluminaba una pequeña parte,
era preocupación por el futuro inmediato. Era como si lle-
vara semanas, meses, quizá incluso años precipitándose
hacia esa situación, y hubiera tenido que detenerse en seco
porque se había terminado el camino.
Había otros Horrocruxes en algún sitio, pero él no te-
nía idea de dónde, ni siquiera conocía la forma de algunos
de ellos. Entretanto, no sabía qué hacer para destruir el
único que habían encontrado, el Horrocrux que en ese mo-
mento reposaba contra su pecho. Curiosamente, el guarda-
pelo no le había absorbido el calor del cuerpo, y lo notaba
tan frío como si acabara de sacarlo del agua helada. De vez
en cuando pensaba, o quizá imaginaba, que percibía otro dé-
bil e irregular latido además del de su corazón.
Mientras montaba guardia a oscuras le pasaban indes-
criptibles premoniciones por la cabeza; intentó ahuyentar-
las, alejarlas de sí, pero volvían, implacables. «Ninguno de
los dos podrá vivir mientras el otro siga con vida.» Ron y
Hermione, que hablaban en voz baja en la tienda, podían
marcharse si querían, pero él no. Y tuvo la sensación, mien-
tras intentaba dominar su miedo y agotamiento, de que el
Horrocrux que le colgaba del cuello marcaba el tiempo que
le quedaba...
«Qué idea tan estúpida —se dijo—; no pienses eso...»
Volvía a molestarle la cicatriz y temió que fuera por pen-
sar esas cosas; intentó cambiar de canal y dirigir su mente
por otros derroteros. Entonces se acordó del pobre Kreacher,
que estaba esperándolos en la casa pero, en lugar de recibir-
los a ellos, se habría topado con Yaxley. ¿Sabría permanecer
callado o le contaría al mortífago todo lo que sabía? Harry
quería creer que el concepto que el elfo tenía de él había
cambiado en el último mes, y que a partir de entonces le se-
ría fiel, pero ¿cómo asegurarlo? ¿Y si los mortífagos lo tor-
turaban? Unas imágenes repugnantes se le colaron en la
mente, e intentó apartarlas también, porque le era imposi-
ble ayudar a Kreacher. Hermione y él ya habían decidido no
intentar llamarlo, porque ¿y si llegaba acompañado de al-
guien del ministerio? No estaban seguros de que a un elfo
que se trasladara mediante Aparición no le pasara lo mis-
mo que había provocado que Yaxley llegara a Grimmauld
Place agarrado al dobladillo de la manga de Hermione.
Cada vez le dolía más la cicatriz. Lo abrumaba pensar
cuántas cosas desconocían; Lupin tenía razón cuando les
dijo que se enfrentaban a una magia inimaginable con la
que jamás se habían encontrado. ¿Por qué Dumbledore no
les había dado más explicaciones? ¿Tal vez creía que ten-
dría tiempo, que viviría años, quizá siglos, como su amigo
Nicolás Flamel? Si así era, se equivocaba: Snape se había
encargado de ello; Snape, la serpiente dormida, que se ha-
bía abalanzado sobre su presa en lo alto de la torre...
Y Dumbledore se había precipitado al vacío...
—Dámela, Gregorovitch.
Harry habló con una voz aguda, clara y fría mientras
mantenía la varita en alto, sujeta por una mano blanca de
largos dedos. El hombre al que apuntaba estaba suspendi-
do en el aire cabeza abajo, sin cuerdas que lo amarraran,
oscilando de un lado a otro, misteriosamente colgado y su-
jetándose el cuerpo con los brazos; la cara, deformada por el
terror y congestionada por la sangre que le bajaba a la ca-
beza, quedaba a la misma altura que la de Harry; el pelo
completamente blanco y la poblada barba le conferían el
aspecto de un Papá Noel cautivo.
—¡No la tengo! ¡Ya no la tengo! ¡Me la robaron hace
muchos años!
—No le mientas a lord Voldemort, Gregorovitch. Él lo
sabe. El siempre lo sabe.
El hombre tenía las pupilas dilatadas de miedo, y se
fueron agrandando aún más hasta que su negrura engulló
por completo a Harry...
Y a continuación el muchacho corría por un oscuro pasi-
llo detrás del robusto y bajito Gregorovitch, que sostenía en
alto un farol. El hombre irrumpió en una habitación al final
del pasillo e iluminó lo que parecía un taller. Había virutas
de madera y oro que brillaron en el oscilante charco de luz,
mientras que un joven rubio estaba encaramado en el alféi-
zar de la ventana, como un pájaro gigantesco. En el brevísimo
instante en que el farol lo iluminó, Harry vio el gozo que refle-
jaba su atractivo rostro; entonces el joven lanzó un hechizo
aturdidor con su varita y saltó ágilmente hacia atrás, fuera
de la ventana, al mismo tiempo que soltaba una carcajada.
Y de nuevo Harry salió de aquellas pupilas negras como
túneles, y vio la cara de Gregorovitch desencajada por el pá-
nico.
—¿Quién era el ladrón, Gregorovitch? —preguntó la
voz fría y aguda.
—¡No lo sé, nunca lo supe, era un muchacho... no... por
favor... POR FAVOR!
Se oyó un grito que se prolongó y se prolongó, y luego
hubo un destello de luz verde.
—¡Harry!
El muchacho abrió los ojos jadeando y con un dolor
punzante en la frente. Se había desmayado y caído contra
el lateral de la tienda; y al resbalar por la lona, había que-
dado despatarrado en el suelo. Alzó la vista y se encontró
con Hermione, cuya espesa melena tapaba el trocito de cie-
lo que se vislumbraba entre el follaje de los árboles.
—Estaba soñando —dijo incorporándose a toda prisa e
intentando afrontar la fulminante mirada de su amiga, po-
niendo cara de inocencia—. Lo siento, me he quedado dor-
mido.
—¡Sé que ha sido la cicatriz! ¡Se te nota en la cara!
¡Estabas dentro de la mente de Vol...!
—¡No lo llames por su nombre! —gritó Ron desde el in-
terior de la tienda.
—¡Vale! —replicó Hermione—. ¡Pues de Quien-tú-sabes!
—¡Yo no quería que sucediera! ¡Ha sido un sueño! ¿Tú
controlas lo que sueñas, Hermione?
—Si hubieras aprendido a aplicar la Oclumancia...
Pero Harry no estaba para que lo riñeran; lo único que
quería era comentar con alguien lo que acababa de ver.
—Ha encontrado a Gregorovitch, Hermione, y creo que
lo ha matado, pero antes de matarlo le leyó la mente, y he
visto que...
—Si tan cansado estás que te quedas dormido, será me-
jor que te releve —lo interrumpió ella con frialdad.
—¡Puedo terminar mi guardia!
—No, no puedes. Es evidente que estás agotado. Ve y
échate un rato.
La chica, testaruda, se sentó en la entrada de la tienda
y Harry, enfadado, se metió dentro para evitar una pelea.
Ron, todavía pálido, se asomó por el hueco de la litera
inferior. Harry subió a la de arriba, se tumbó y se quedó
contemplando el oscuro techo de lona. Al cabo de un rato,
Ron, susurrando para que no lo oyera Hermione, acurruca-
da en la entrada, le preguntó:
—¿Qué estaba haciendo Quien-tú-sabes?
Harry entornó los ojos en un intento de recordar todos
los detalles, y murmuró en la oscuridad:
—Ha encontrado a Gregorovitch; lo tenía atado y lo tor-
turaba.
—¿Cómo va a hacerle Gregorovitch una varita nueva si
está atado?
—No lo sé. Es muy raro, sí.
Cerró los ojos y pensó en lo que había visto y oído.
Cuantas más cosas recordaba, menos sentido tenían. Vol-
demort no había mencionado la varita de Harry, ni el hecho
de que la suya propia y la del muchacho poseyeran idénti-
cos núcleos centrales; tampoco había dicho nada de que
Gregorovitch tuviera que hacerle una varita nueva y más
poderosa, capaz de vencer a la de Harry...
—Quería algo de Gregorovitch —continuó, sin abrir los
ojos—, y le pidió que se lo diera, pero Gregorovitch dijo que
se lo habían robado, y entonces... entonces... —Recordó
cómo, desde la mente de Voldemort, había penetrado por
los ojos de Gregorovitch hasta sus recuerdos—. Le leyó el
pensamiento a Gregorovitch y vio cómo un tipo joven que
estaba encaramado en el alféizar de una ventana le lanza-
ba una maldición y saltaba, perdiéndose de vista. Ese jo-
ven lo robó, él robó eso que Quien-tú-sabes anda buscando.
Y... creo que he visto a ese tipo en algún sitio...
A Harry le habría gustado volver a ver, aunque sólo fue-
ra brevemente, la risueña cara de aquel chico. Según Grego-
rovitch, el robo se había producido muchos años atrás. Así
pues, ¿por qué le resultaba tan familiar el rostro del joven
ladrón?
Los ruidos del bosque llegaban muy amortiguados al
interior de la tienda; lo único que oía Harry era la respira-
ción de Ron. Pasados unos minutos, éste susurró:
—¿No has visto qué tenía en la mano el ladrón?
—No... Debía de ser un objeto pequeño.
—Harry... —Los listones de la cama crujieron cuando
Ron cambió de postura—. Oye, ¿crees que Quien-tú-sabes
está buscando otro objeto para convertirlo en un nuevo Ho-
rrocrux?
—No lo sé; es posible. Pero ¿no sería demasiado arries-
gado? Además, ¿no dijo Hermione que ya había manipulado
su alma hasta el límite?
—Sí, pero a lo mejor él no lo sabe.
—Ya. Quizá tengas razón.
Harry estaba convencido de que Voldemort andaba bus-
cando una forma de solventar el problema de los núcleos
centrales idénticos, y había ido a ver al anciano fabricante
de varitas para que le diera una solución... Sin embargo, lo
había matado, al parecer sin hacerle ninguna pregunta so-
bre varitas mágicas.
¿Qué buscaba Voldemort? ¿Por qué se marchaba ahora
que controlaba el Ministerio de Magia y tenía a todo el mun-
do mágico a sus pies, decidido a encontrar ese objeto que
Gregorovitch había poseído y que aquel ladrón anónimo le
robó?
Harry todavía podía visualizar la cara de aquel joven
rubio, un rostro alegre y entusiasta, con un aire triunfante
y travieso similar al de Fred o George. Había saltado desde
el alféizar de la ventana como un pájaro, y Harry creía que
lo había visto antes en algún sitio, pero no recordaba dón-
de...
Ahora que Gregorovitch estaba muerto, era aquel ri-
sueño ladrón quien corría peligro, y Harry se quedó pen-
sando en él mientras los ronquidos de Ron resonaban en la
cama de abajo, hasta que, poco a poco, él también fue que-
dándose dormido otra vez.
dorado. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero era evi-
dente que se hallaba tendido sobre algo que semejaba hojas
y ramitas. Inspiró con dificultad para llenar de aire los pul-
mones, que notaba aplastados; parpadeó y comprendió que
el intenso brillo era la luz del sol filtrándose a través de un
toldo de hojas. Entonces algo se movió cerca de su cara y él
se puso a gatas, dispuesto a enfrentarse con alguna criatu-
ra pequeña pero feroz; no obstante, sólo se trataba de un
pie de Ron. De inmediato, echó una ojeada alrededor y com-
probó que sus dos amigos y él estaban tumbados en un bos-
que, al parecer solos.
Lo primero que le vino a la cabeza fue el Bosque Prohi-
bido y, aunque sabía lo peligroso y absurdo que habría sido
aparecerse en los terrenos de Hogwarts, le dio un vuelco el
corazón al pensar que desde allí, caminando a hurtadillas
entre los árboles, podrían llegar a la cabana de Hagrid. Sin
embargo, en los pocos instantes que tardó Ron en emitir un
débil gruñido y Harry en arrastrarse hasta él, comprendió
que no se trataba del bosque del colegio: los árboles pare-
cían más jóvenes y crecían más separados, y el suelo estaba
más limpio.
Hermione también se había puesto a cuatro patas y
acercado a la cabeza de Ron. En cuanto vio a su amigo, las
demás preocupaciones se le borraron, porque el muchacho
tenía todo el costado izquierdo manchado de sangre, y la
cara, pálida y grisácea, destacaba sobre la hojarasca del
suelo. Se estaba acabando el efecto de la poción multijugos:
Ron era mitad Cattermole y mitad él mismo, y el cabello se
le iba volviendo cada vez más pelirrojo a medida que el ros-
tro perdía el poco color que le quedaba.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha sufrido una despartición —contestó Hermione
mientras examinaba la manga de la camisa de Ron, la par-
te más manchada de sangre.
Harry se quedó mirando, horrorizado, cómo su amiga
le desgarraba la camisa. Siempre había pensado en la des-
partición como algo cómico, pero eso... Se le revolvió el estó-
mago cuando ella dejó al descubierto el brazo de Ron y vio
que le faltaba un gran trozo de carne, como si se lo hubie-
ran cortado limpiamente con un cuchillo.
—Rápido, Harry. En mi bolso hay una botellita con una
etiqueta que pone «Esencia de díctamo»... Tráemela.
—¿En tu...? ¡Ah,vale!
Fue corriendo al sitio donde Hermione había aterriza-
do, cogió el bolsito de cuentas y metió una mano dentro. Al
instante desfilaron bajo sus dedos unos objetos tras otros:
el lomo de cuero de varios libros, mangas de jerséis de lana,
tacones de zapatos...
—¡Date prisa!
Harry recogió su varita mágica del suelo y apuntó a las
profundidades del bolso mágico.
—¡Accio díctamo!
Una botellita marrón salió disparada del bolso; el chico
la atrapó y volvió rápidamente junto a Hermione y Ron,
que tenía los ojos entornados; entre sus párpados sólo se
veían dos estrechas franjas blancas de globo ocular.
—Se ha desmayado —afirmó Hermione, también muy
pálida; ya no tenía el físico de Mafalda, aunque todavía le
quedaban algunos mechones canosos en el pelo—. Destapa
la botella, Harry; a mí me tiemblan las manos.
Harry quitó el tapón de la botellita y Hermione la cogió
y vertió tres gotas de poción en la sangrante herida. Salió
un humo verdoso y, cuando se hubo disipado, Harry vio que
había dejado de sangrar. Ahora tenía el aspecto de una he-
rida de varios días, y una fina capa de piel nueva cubría lo
que momentos antes era carne viva.
—¡Uau! —exclamó Harry.
—Es lo único que me atrevo a hacer —dijo Hermione
con voz trémula—. Hay hechizos que lo curarían del todo,
pero tengo miedo de intentarlo por si los hago mal y le cau-
so más daño. Ya ha perdido mucha sangre.
—¿Cómo se lo ha hecho? —Harry trataba de compren-
der qué había ocurrido—. ¿Por qué estamos aquí? Creía
que íbamos a Grimmauld Place.
La chica respiró hondo, al borde de las lágrimas.
—Me parece que ya no podremos volver ahí, Harry.
—Pero ¿por qué...?
—Cuando nos desaparecimos, Yaxley me agarró y no
logré soltarme, porque él tenía demasiada fuerza; todavía
me sujetaba cuando llegamos a Grimmauld Place, y enton-
ces... Bueno, creo que debe de haber visto la puerta, y habrá
pensado que íbamos a quedarnos allí, porque aflojó un poco
la mano. Yo aproveché ese momento para desasirme y con-
seguí traeros aquí.
—Pero entonces... ¿dónde está Yaxley? No querrás de-
cir que se ha quedado en Grimmauld Place, ¿verdad? El no
puede entrar en la casa.
Hermione asintió. Las lágrimas que le anegaban los
ojos despedían destellos.
—Me parece que sí puede, Harry. Lo he obligado a sol-
tarme con un embrujo de repugnancia, pero ya había traspa-
sado conmigo el perímetro de protección del encantamiento
Fidelio. Como Dumbledore está muerto, los Guardianes de
los Secretos somos nosotros, de modo que le he revelado el
secreto, ¿no?
Harry no debía engañarse: Hermione tenía razón, y
era un golpe muy duro. Si Yaxley podía entrar en la casa, no
había forma de que ellos regresaran a ella. A lo mejor, en
ese mismo momento, el mago estaría llevando a otros mor-
tífagos a Grimmauld Place mediante Aparición. Por muy
siniestra y agobiante que fuera la casa, había sido su único
refugio seguro; y ahora que Kreacher estaba mucho más
contento y se mostraba tan amable, incluso se había conver-
tido para ellos en lo más parecido a un hogar. Con una pun-
zada de pesar que no tenía nada que ver con el hambre,
Harry imaginó al elfo doméstico preparando con ilusión el
pastel de carne y ríñones que ni sus amigos ni él llegarían a
comer jamás.
—Lo siento muchísimo, Harry.
—No seas tonta, no ha sido culpa tuya. Si alguien tiene
la culpa, ése soy yo...
Se metió una mano en el bolsillo y sacó el ojo de Ojolo-
co; Hermione retrocedió, impresionada.
—Umbridge lo había incrustado en la puerta de su des-
pacho para espiar a sus empleados. No fui capaz de dejarlo
allí, pero así es como se enteraron de que había intrusos.
Antes de que la chica replicara, Ron soltó un gruñido y
abrió los ojos. Todavía estaba pálido y el sudor le perlaba la
cara.
—¿Cómo te encuentras? —susurró Hermione.
—Fatal —respondió Ron con voz ronca, y compuso una
mueca de dolor al notar la herida del brazo—. ¿Dónde esta-
mos?
—En el bosque donde se celebró la Copa del Mundo de
quidditch —contestó Hermione—. Necesitábamos un espa-
cio cerrado, protegido, y este lugar fue...
—... lo primero que se te ocurrió —terminó Harry pa-
seando la mirada por el claro del bosque, aparentemente
desierto. Pero no pudo evitar recordar qué había sucedido
la última vez que se habían aparecido en el primer sitio que
se le ocurrió a Hermione, ni que los mortífagos sólo habían
tardado unos minutos en encontrarlos. ¿Habrían emplea-
do la Legeremancia en aquella ocasión para averiguarlo?
Y ahora, ¿acaso Voldemort o sus secuaces sabrían ya adon-
de los había llevado Hermione?
—¿Crees que deberíamos irnos de aquí? —preguntó
Ron a Harry, y éste comprendió, por la expresión de su ami-
go, que ambos estaban pensando lo mismo.
—No lo sé.
Ron continuaba pálido y sudoroso; no había intentado
incorporarse y parecía demasiado débil para hacerlo. La
perspectiva de sacarlo de allí resultaba desalentadora.
—Quedémonos aquí, de momento —propuso Harry.
Hermione se puso en pie, aliviada.
—¿Adonde vas? —le preguntó Ron.
—Si vamos a quedarnos, tenemos que poner sortilegios
protectores —respondió ella. Levantó la varita y caminó
describiendo un amplio círculo alrededor de los dos chicos,
sin parar de murmurar conjuros.
Harry notó pequeñas alteraciones en el aire; era como
si Hermione hubiera llenado el claro de calina.
—¡Salvio hexia!, ¡Protego totalum!, ¡Repello Muggletum!,
¡Muffliato!... Podrías ir sacando la tienda, Harry.
—¿La tienda? ¿Qué tienda?
—¡En mi bolso, hombre!
—¿En tu...? ¡Ah, claro!
Esta vez no se molestó en rebuscar dentro, sino que uti-
lizó directamente un encantamiento convocador. La tienda
surgió hecha un lío de lona, cuerdas y palos, y la reconoció
enseguida, en parte porque olía a gato: era la misma en que
habían dormido la noche de la Copa del Mundo de quid-
ditch.
—¿El dueño de esta tienda no era un tal Perkins del
ministerio? —preguntó mientras liberaba las piquetas.
—Sí, pero por lo visto ya no la quería, porque tiene
lumbago —explicó Hermione mientras trazaba complica-
dos movimientos en forma de ocho con la varita—, y el pa-
dre de Ron me dijo que podía quedármela prestada. ¡Erecto!
—añadió apuntando a la deforme lona, que con un único y
fluido movimiento se alzó en el aire para luego posarse en
el suelo, totalmente armada, enfrente de Harry.
Este se asombró al ver cómo una de las piquetas que
sostenía en la mano salía volando y se clavaba abrupta-
mente en el extremo de una cuerda tensora.
—¡Cave inimicum! —concluyó Hermione trazando un
floreo hacia el cielo—. Bueno, creo que ya no soy capaz de
hacer nada más. Al menos, si vienen nos enteraremos, pero
no puedo garantizar que todo esto ahuyente a Vol...
—¡No pronuncies su nombre! —la interrumpió Ron con
aspereza. Harry y Hermione se miraron—. Perdona —se
disculpó Ron, y gimió un poco al incorporarse—, pero es
que... no sé, es como un embrujo o algo así. ¿Os importaría
llamarlo Quien-vosotros-sabéis, por favor?
—Dumbledore decía que temer un nombre... —comen-
tó Harry.
—Por si no te habías fijado, colega, a la hora de la ver-
dad a Dumbledore no le sirvió de mucho llamar a Quien-vo-
sotros-sabéis por su nombre —le espetó Ron—. Sólo os pido
que... que le mostréis un poco de respeto a Quien-vosotros-
sabéis.
—¿Has dicho «respeto»? —gruñó Harry, pero Hermio-
ne le lanzó una mirada de advertencia: no debía discutir
con Ron mientras estuviera tan débil.
Así pues, ambos metieron a su amigo, mitad en brazos
y mitad a rastras, en la tienda. El interior era exactamen-
te como Harry lo recordaba: una estancia pequeña, con su
retrete y su cocinita. Apartó una vieja butaca y con cuida-
do puso a Ron en la cama inferior de una litera. Ese cortí-
simo desplazamiento hizo que palideciera aún más y, una
vez sobre el colchón, cerró los ojos y permaneció un rato
callado.
—Voy a preparar té —dijo Hermione con voz acongoja-
da; sacó un hervidor y unas tazas de las profundidades de
su bolso y fue a la cocina.
A Harry le sentó tan bien aquella taza de té caliente
como el whisky de fuego que había bebido la noche que mu-
rió Ojoloco; era como si así quemara un poco el miedo que
palpitaba en su pecho. Al cabo de un par de minutos, Ron
interrumpió el silencio.
—¿Qué habrá sido de los Cattermole?
—Con un poco de suerte, habrán escapado —contestó
Hermione asiendo su taza con ambas manos para calentár-
selas—. Si el señor Cattermole estaba atento, habrá trans-
portado a su esposa mediante Aparición Conjunta y ahora
estarán abandonando el país con sus hijos. Al menos eso le
aconsejó Harry a ella.
—Espero que hayan conseguido huir —dijo Ron recos-
tándose en las almohadas. El té también le estaba sentando
de maravilla y había recobrado un poco el color—. Aunque,
por cómo la gente me hablaba mientras lo suplantaba, no
me dio la impresión de que Reg Cattermole fuera muy inge-
nioso. En fin, espero que lo hayan logrado. Si acaban los dos
en Azkaban por nuestra culpa...
Harry echó un vistazo a Hermione, pero no llegó a for-
mular la pregunta que tenía en la punta de la lengua: si el
hecho de que la señora Cattermole no llevara encima una
varita mágica le habría impedido aparecerse junto con su
esposo. A Hermione la conmovió que Ron se preocupara por
el destino de los Cattermole, y había tanta ternura en su
expresión que Harry casi sintió como si la hubiera sorpren-
dido besando a su amigo.
—Bueno, lo tienes, ¿no? —preguntó, en parte para re-
cordarle a Hermione que él estaba presente.
—Si tengo ¿qué? —preguntó ella, un poco sobresalta-
da.
—¿Para qué hemos montado todo este tinglado, Her-
mione? ¡Me refiero al guardapelo! ¿Dónde está?
—¿Que tienes el guardapelo? —exclamó Ron incorpo-
rándose un poco—. ¡A mí nadie me cuenta nada! ¡Jo, po-
dríais habérmelo dicho!
—Oye, que nos perseguían los dementores, ¿eh? —re-
puso Hermione—. Aquí está. —Lo sacó del bolsillo de su tú-
nica y se lo dio a Ron.
Era más o menos del tamaño de un huevo de gallina.
Una ornamentada «S», con piedrecitas verdes incrustadas,
brillaba un poco bajo la difuminada luz que se filtraba por
la lona de la tienda.
—¿No hay ninguna probabilidad de que alguien lo des-
truyera después de que se lo robaran a Kreacher? —pre-
guntó Ron con optimismo—. O sea, ¿estamos seguros de que
todavía es un Horrocrux?
—Creo que sí —respondió Hermione; lo cogió y lo exa-
minó de cerca—. Si lo hubieran destruido mediante magia,
se apreciaría alguna señal.
Se lo pasó a Harry que lo hizo girar entre los dedos. El
guardapelo estaba perfecto, intacto. El muchacho recordó
lo destrozado que había quedado el diario, y la piedra del
anillo que también era un Horrocrux se había partido cuan-
do Dumbledore lo destruyó.
—Supongo que Kreacher tiene razón —comentó Ha-
rry—: para destruir este chisme, primero tendremos que
averiguar cómo se abre.
De pronto, mientras hablaba, tomó conciencia de lo que
tenía en las manos y de lo que vivía tras aquellas puertecitas
doradas, y, a pesar de lo mucho que les había costado encon-
trarlo, sintió un súbito impulso de lanzarlo lejos. Pero se do-
minó e intentó abrirlo con los dedos, y luego probó con el
encantamiento que Hermione había utilizado para abrir la
puerta del dormitorio de Regulus, aunque nada dio resulta-
do. Se lo devolvió a sus amigos, y ambos hicieron todo cuanto
se les ocurrió para abrirlo, pero con tan poco éxito como él.
—Pero ¿lo sentís? —preguntó Ron en voz baja, con el
guardapelo encerrado en el puño.
—¿Qué quieres decir?
Ron le entregó el Horrocrux a Harry, que segundos des-
pués creyó comprender a qué se refería. ¿Era su propia san-
gre latiendo en sus venas lo que notaba, o algo que palpitaba
en el interior del guardapelo, como una especie de pequeño
corazón metálico?
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hermione.
—Conservarlo hasta que averigüemos cómo destruirlo
—contestó Harry y, muy a su pesar, se colgó la cadena del
cuello y ocultó el guardapelo bajo la túnica, junto con el mo-
nedero que le había regalado Hagrid. A continuación se puso
en pie, se desperezó y le dijo a Hermione—: Creo que debe-
ríamos turnarnos para montar guardia fuera de la tienda, y
también tendremos que conseguir comida. Tú no te muevas
—se apresuró a añadir al ver que Ron intentaba incorporar-
se y su rostro adquiría un desagradable tono verdoso.
Tras colocar estratégicamente encima de la mesa el chi-
vatoscopio que Hermione le había regalado por su cumplea-
ños, Harry y la joven pasaron el resto del día turnándose
para vigilar el campamento. Sin embargo, el instrumento
estuvo todo el rato quieto y silencioso, y ya fuera por los sor-
tilegios protectores y los repelentes mágicos de muggles
que Hermione había repartido por el claro del bosque, o
porque la gente no solía ir por allí, la zona en que se habían
instalado se mantuvo solitaria; lo único que vieron fueron
algunos pájaros y varias ardillas. Al anochecer todo seguía
igual; a las diez, cuando Harry fue a relevar a su compañe-
ra, encendió la varita y contempló un panorama desierto
donde sólo unos murciélagos revoloteaban muy alto, cru-
zando el único trozo de cielo estrellado que se conseguía ver
desde el protegido claro.
Harry tenía hambre y estaba un poco mareado. Her-
mione no llevaba nada para comer en su bolso mágico, por-
que dio por sentado que volverían a Grimmauld Place esa
noche, así que sólo consiguieron cenar unas setas que ella
había recogido entre los árboles más cercanos y cocinado en
un cazo. Ron apenas las probó, pues tenía el estómago re-
vuelto; en cambio, Harry se las acabó, pero únicamente para
no desairar a su amiga.
El silencio que los rodeaba sólo era interrumpido de vez
en cuando por extraños susurros y sonidos semejantes a
crujidos de ramitas; Harry pensó que no los provocaban per-
sonas, sino animales, pero aun así aferraba la varita, prepa-
rado para cualquier eventualidad. Tenía el vientre revuelto
por culpa de las correosas setas, y el nerviosismo no lo ayu-
daba a sentirse mejor.
Siempre había supuesto que cuando consiguieran re-
cuperar el Horrocrux estaría eufórico, pero no era así. Lo
único que experimentaba mientras escudriñaba la oscuri-
dad, de la que su varita sólo iluminaba una pequeña parte,
era preocupación por el futuro inmediato. Era como si lle-
vara semanas, meses, quizá incluso años precipitándose
hacia esa situación, y hubiera tenido que detenerse en seco
porque se había terminado el camino.
Había otros Horrocruxes en algún sitio, pero él no te-
nía idea de dónde, ni siquiera conocía la forma de algunos
de ellos. Entretanto, no sabía qué hacer para destruir el
único que habían encontrado, el Horrocrux que en ese mo-
mento reposaba contra su pecho. Curiosamente, el guarda-
pelo no le había absorbido el calor del cuerpo, y lo notaba
tan frío como si acabara de sacarlo del agua helada. De vez
en cuando pensaba, o quizá imaginaba, que percibía otro dé-
bil e irregular latido además del de su corazón.
Mientras montaba guardia a oscuras le pasaban indes-
criptibles premoniciones por la cabeza; intentó ahuyentar-
las, alejarlas de sí, pero volvían, implacables. «Ninguno de
los dos podrá vivir mientras el otro siga con vida.» Ron y
Hermione, que hablaban en voz baja en la tienda, podían
marcharse si querían, pero él no. Y tuvo la sensación, mien-
tras intentaba dominar su miedo y agotamiento, de que el
Horrocrux que le colgaba del cuello marcaba el tiempo que
le quedaba...
«Qué idea tan estúpida —se dijo—; no pienses eso...»
Volvía a molestarle la cicatriz y temió que fuera por pen-
sar esas cosas; intentó cambiar de canal y dirigir su mente
por otros derroteros. Entonces se acordó del pobre Kreacher,
que estaba esperándolos en la casa pero, en lugar de recibir-
los a ellos, se habría topado con Yaxley. ¿Sabría permanecer
callado o le contaría al mortífago todo lo que sabía? Harry
quería creer que el concepto que el elfo tenía de él había
cambiado en el último mes, y que a partir de entonces le se-
ría fiel, pero ¿cómo asegurarlo? ¿Y si los mortífagos lo tor-
turaban? Unas imágenes repugnantes se le colaron en la
mente, e intentó apartarlas también, porque le era imposi-
ble ayudar a Kreacher. Hermione y él ya habían decidido no
intentar llamarlo, porque ¿y si llegaba acompañado de al-
guien del ministerio? No estaban seguros de que a un elfo
que se trasladara mediante Aparición no le pasara lo mis-
mo que había provocado que Yaxley llegara a Grimmauld
Place agarrado al dobladillo de la manga de Hermione.
Cada vez le dolía más la cicatriz. Lo abrumaba pensar
cuántas cosas desconocían; Lupin tenía razón cuando les
dijo que se enfrentaban a una magia inimaginable con la
que jamás se habían encontrado. ¿Por qué Dumbledore no
les había dado más explicaciones? ¿Tal vez creía que ten-
dría tiempo, que viviría años, quizá siglos, como su amigo
Nicolás Flamel? Si así era, se equivocaba: Snape se había
encargado de ello; Snape, la serpiente dormida, que se ha-
bía abalanzado sobre su presa en lo alto de la torre...
Y Dumbledore se había precipitado al vacío...
—Dámela, Gregorovitch.
Harry habló con una voz aguda, clara y fría mientras
mantenía la varita en alto, sujeta por una mano blanca de
largos dedos. El hombre al que apuntaba estaba suspendi-
do en el aire cabeza abajo, sin cuerdas que lo amarraran,
oscilando de un lado a otro, misteriosamente colgado y su-
jetándose el cuerpo con los brazos; la cara, deformada por el
terror y congestionada por la sangre que le bajaba a la ca-
beza, quedaba a la misma altura que la de Harry; el pelo
completamente blanco y la poblada barba le conferían el
aspecto de un Papá Noel cautivo.
—¡No la tengo! ¡Ya no la tengo! ¡Me la robaron hace
muchos años!
—No le mientas a lord Voldemort, Gregorovitch. Él lo
sabe. El siempre lo sabe.
El hombre tenía las pupilas dilatadas de miedo, y se
fueron agrandando aún más hasta que su negrura engulló
por completo a Harry...
Y a continuación el muchacho corría por un oscuro pasi-
llo detrás del robusto y bajito Gregorovitch, que sostenía en
alto un farol. El hombre irrumpió en una habitación al final
del pasillo e iluminó lo que parecía un taller. Había virutas
de madera y oro que brillaron en el oscilante charco de luz,
mientras que un joven rubio estaba encaramado en el alféi-
zar de la ventana, como un pájaro gigantesco. En el brevísimo
instante en que el farol lo iluminó, Harry vio el gozo que refle-
jaba su atractivo rostro; entonces el joven lanzó un hechizo
aturdidor con su varita y saltó ágilmente hacia atrás, fuera
de la ventana, al mismo tiempo que soltaba una carcajada.
Y de nuevo Harry salió de aquellas pupilas negras como
túneles, y vio la cara de Gregorovitch desencajada por el pá-
nico.
—¿Quién era el ladrón, Gregorovitch? —preguntó la
voz fría y aguda.
—¡No lo sé, nunca lo supe, era un muchacho... no... por
favor... POR FAVOR!
Se oyó un grito que se prolongó y se prolongó, y luego
hubo un destello de luz verde.
—¡Harry!
El muchacho abrió los ojos jadeando y con un dolor
punzante en la frente. Se había desmayado y caído contra
el lateral de la tienda; y al resbalar por la lona, había que-
dado despatarrado en el suelo. Alzó la vista y se encontró
con Hermione, cuya espesa melena tapaba el trocito de cie-
lo que se vislumbraba entre el follaje de los árboles.
—Estaba soñando —dijo incorporándose a toda prisa e
intentando afrontar la fulminante mirada de su amiga, po-
niendo cara de inocencia—. Lo siento, me he quedado dor-
mido.
—¡Sé que ha sido la cicatriz! ¡Se te nota en la cara!
¡Estabas dentro de la mente de Vol...!
—¡No lo llames por su nombre! —gritó Ron desde el in-
terior de la tienda.
—¡Vale! —replicó Hermione—. ¡Pues de Quien-tú-sabes!
—¡Yo no quería que sucediera! ¡Ha sido un sueño! ¿Tú
controlas lo que sueñas, Hermione?
—Si hubieras aprendido a aplicar la Oclumancia...
Pero Harry no estaba para que lo riñeran; lo único que
quería era comentar con alguien lo que acababa de ver.
—Ha encontrado a Gregorovitch, Hermione, y creo que
lo ha matado, pero antes de matarlo le leyó la mente, y he
visto que...
—Si tan cansado estás que te quedas dormido, será me-
jor que te releve —lo interrumpió ella con frialdad.
—¡Puedo terminar mi guardia!
—No, no puedes. Es evidente que estás agotado. Ve y
échate un rato.
La chica, testaruda, se sentó en la entrada de la tienda
y Harry, enfadado, se metió dentro para evitar una pelea.
Ron, todavía pálido, se asomó por el hueco de la litera
inferior. Harry subió a la de arriba, se tumbó y se quedó
contemplando el oscuro techo de lona. Al cabo de un rato,
Ron, susurrando para que no lo oyera Hermione, acurruca-
da en la entrada, le preguntó:
—¿Qué estaba haciendo Quien-tú-sabes?
Harry entornó los ojos en un intento de recordar todos
los detalles, y murmuró en la oscuridad:
—Ha encontrado a Gregorovitch; lo tenía atado y lo tor-
turaba.
—¿Cómo va a hacerle Gregorovitch una varita nueva si
está atado?
—No lo sé. Es muy raro, sí.
Cerró los ojos y pensó en lo que había visto y oído.
Cuantas más cosas recordaba, menos sentido tenían. Vol-
demort no había mencionado la varita de Harry, ni el hecho
de que la suya propia y la del muchacho poseyeran idénti-
cos núcleos centrales; tampoco había dicho nada de que
Gregorovitch tuviera que hacerle una varita nueva y más
poderosa, capaz de vencer a la de Harry...
—Quería algo de Gregorovitch —continuó, sin abrir los
ojos—, y le pidió que se lo diera, pero Gregorovitch dijo que
se lo habían robado, y entonces... entonces... —Recordó
cómo, desde la mente de Voldemort, había penetrado por
los ojos de Gregorovitch hasta sus recuerdos—. Le leyó el
pensamiento a Gregorovitch y vio cómo un tipo joven que
estaba encaramado en el alféizar de una ventana le lanza-
ba una maldición y saltaba, perdiéndose de vista. Ese jo-
ven lo robó, él robó eso que Quien-tú-sabes anda buscando.
Y... creo que he visto a ese tipo en algún sitio...
A Harry le habría gustado volver a ver, aunque sólo fue-
ra brevemente, la risueña cara de aquel chico. Según Grego-
rovitch, el robo se había producido muchos años atrás. Así
pues, ¿por qué le resultaba tan familiar el rostro del joven
ladrón?
Los ruidos del bosque llegaban muy amortiguados al
interior de la tienda; lo único que oía Harry era la respira-
ción de Ron. Pasados unos minutos, éste susurró:
—¿No has visto qué tenía en la mano el ladrón?
—No... Debía de ser un objeto pequeño.
—Harry... —Los listones de la cama crujieron cuando
Ron cambió de postura—. Oye, ¿crees que Quien-tú-sabes
está buscando otro objeto para convertirlo en un nuevo Ho-
rrocrux?
—No lo sé; es posible. Pero ¿no sería demasiado arries-
gado? Además, ¿no dijo Hermione que ya había manipulado
su alma hasta el límite?
—Sí, pero a lo mejor él no lo sabe.
—Ya. Quizá tengas razón.
Harry estaba convencido de que Voldemort andaba bus-
cando una forma de solventar el problema de los núcleos
centrales idénticos, y había ido a ver al anciano fabricante
de varitas para que le diera una solución... Sin embargo, lo
había matado, al parecer sin hacerle ninguna pregunta so-
bre varitas mágicas.
¿Qué buscaba Voldemort? ¿Por qué se marchaba ahora
que controlaba el Ministerio de Magia y tenía a todo el mun-
do mágico a sus pies, decidido a encontrar ese objeto que
Gregorovitch había poseído y que aquel ladrón anónimo le
robó?
Harry todavía podía visualizar la cara de aquel joven
rubio, un rostro alegre y entusiasta, con un aire triunfante
y travieso similar al de Fred o George. Había saltado desde
el alféizar de la ventana como un pájaro, y Harry creía que
lo había visto antes en algún sitio, pero no recordaba dón-
de...
Ahora que Gregorovitch estaba muerto, era aquel ri-
sueño ladrón quien corría peligro, y Harry se quedó pen-
sando en él mientras los ronquidos de Ron resonaban en la
cama de abajo, hasta que, poco a poco, él también fue que-
dándose dormido otra vez.
Capitulo 13. La Comision de Registro de Hijos de Muggles
—¡Ah, hola, Mafalda! —saludó Umbridge—. Te ha enviado
Travers, ¿verdad?
—¡S... sí! —chilló Hermione.
—Bien, creo que servirás. —Y se dirigió al mago de la
túnica negra y dorada—: Ya tenemos un problema solucio-
nado, señor ministro. Si Mafalda se encarga de llevar el
registro, podemos empezar. —Consultó sus anotaciones y
añadió—: Para hoy están previstas diez personas, y una de
ellas es la esposa de un empleado de la casa. ¡Vaya, vaya!
¡También aquí, en el mismísimo ministerio! —Subió al as-
censor y se situó cerca de Hermione; asimismo, subieron
los dos magos que habían estado escuchando la conversa-
ción de la bruja con el ministro—. Vamos directamente
abajo, Mafalda; en la sala del tribunal encontrarás todo lo
que necesitas. Buenos días, Albert. ¿No bajas?
—Sí, claro —dijo Harry con la grave voz de Runcorn.
El chico salió del ascensor y las rejas doradas se cerra-
ron detrás de él con un traqueteo. Al volver la cabeza, perci-
bió la cara de congoja de Hermione que, flanqueada por los
dos magos de elevada estatura y con el lazo de terciopelo de
Umbridge a la altura del hombro, descendía hasta perder-
se de vista.
—¿Qué lo trae por aquí arriba, Runcorn? —preguntó el
nuevo ministro de Magia.
El individuo, de negra melena y barba —ambas salpi-
cadas de mechones plateados— y una protuberante frente
que daba sombra a unos ojos que chispeaban, le recordó a
Harry la imagen de un cangrejo asomándose por debajo de
una roca.
—Tengo que hablar con... —vaciló una milésima de se-
gundo— Arthur Weasley. Me han dicho que está en la pri-
mera planta.
—Hum —repuso Pius Thicknesse—. ¿Acaso lo han sor-
prendido relacionándose con algún indeseable?
—No, qué va —respondió Harry con la boca seca—. No...
no se trata de eso.
—¡Ya! Pero sólo es cuestión de tiempo. En mi opinión,
los traidores a la sangre son tan despreciables como los
sangre sucia. Buenos días, Runcorn.
—Buenos días, señor ministro.
Harry se quedó observando cómo Thicknesse se alejaba
por el pasillo cubierto con una tupida alfombra. En cuanto
el ministro se hubo perdido de vista, el muchacho sacó la
capa invisible de la gruesa capa negra que llevaba puesta,
se la echó por encima y recorrió el pasillo en dirección
opuesta. Runcorn era tan alto que Harry tuvo que encor-
varse para que no se le vieran los pies.
Notando una incómoda presión en el estómago, conse-
cuencia del miedo, pasó por delante de sucesivas puertas
de reluciente madera (en todas constaba el nombre de su
ocupante y la tarea que desempeñaba), y poco a poco se le
fueron revelando el poder, la complejidad y la impenetrabi-
lidad del ministerio, a tal punto que el plan, que con tanto
esmero había tramado con Ron y Hermione a lo largo de
cuatro semanas, le pareció ridículo e infantil. Habían con-
centrado sus esfuerzos en organizar la entrada en el edifi-
cio sin que los detectaran, pero no consideraron qué harían
si se veían obligados a separarse. Y de golpe y porrazo se
encontraban con que Hermione estaba atrapada en un jui-
cio que sin duda se prolongaría varias horas, Ron intentaba
hacer una magia que Harry sabía que no dominaba (y por
si fuera poco, seguramente la libertad de una mujer depen-
día del resultado), y él mismo andaba merodeando por la
planta superior del ministerio, aunque sabía que su presa
acababa de bajar en el ascensor.
Se detuvo, se apoyó contra una pared e intentó recapi-
tular. El silencio lo agobiaba, pues no se percibía el menor
bullicio: no se oían voces ni pasos, y los pasillos, cubiertos
con alfombras moradas, estaban tan silenciosos como si a
aquella zona le hubieran hecho el encantamiento mufflia-
to.
«El despacho de Umbridge debe de estar aquí arriba»,
pensó Harry.
No parecía probable que la bruja guardara sus joyas en
el despacho, pero, por otra parte, sería una estupidez no re-
gistrarlo para asegurarse de ello. Por tanto, Harry echó a
andar de nuevo por el pasillo; sólo se cruzó con un mago ce-
ñudo que le murmuraba instrucciones a una pluma que,
flotando delante de él, garabateaba en un rollo de perga-
mino.
El muchacho dobló una esquina y se fijó en los nom-
bres inscritos en las puertas. Hacia la mitad del pasillo que
acababa de enfilar, desembocó en una amplia zona donde
una docena de brujas y magos, sentados en hileras, ocu-
paban pequeños pupitres similares a los utilizados en las
escuelas, aunque más lustrosos y sin grafitos. Se detuvo a
observarlos, cautivado por lo que veía: los doce personajes
agitaban y sacudían las varitas mágicas a la vez, y unas
cuartillas de papel rosa volaban en todas direcciones como
pequeñas cometas. Pasados unos segundos, comprendió que
los movimientos mantenían un ritmo, puesto que los pape-
les describían la misma trayectoria; y poco después se dio
cuenta de que aquellos empleados estaban componiendo
panfletos: las cuartillas eran páginas que, una vez unidas,
dobladas y colocadas en su sitio mediante magia, forma-
ban pulcros montoncitos al lado de cada mago y cada bru-
ja.
Se acercó con sigilo, aunque todos estaban tan concen-
trados en su trabajo que dudó que repararan en el sonido
de sus pasos sobre la alfombra, y cogió un panfleto ya aca-
bado del montón que tenía a su lado una joven bruja. Ocul-
to por la capa invisible, lo examinó. La portada, de color
rosa, tenía un título en letras doradas:
LOS SANGRE SUCIA
y los peligros que representan para la pacífica
comunidad de los sangre limpia.
Bajo ese título habían dibujado una rosa roja, con una
cara sonriente en medio de los pétalos, y un hierbajo verde
provisto de colmillos y mirada agresiva que la estrangula-
ba. En el panfleto no figuraba el nombre del autor, pero,
mientras lo examinaba, Harry volvió a notar un cosquilleo
en las cicatrices del dorso de la mano derecha. Entonces la
joven bruja, sin dejar de agitar y hacer girar su varita má-
gica, confirmó sus sospechas al comentar:
—¿Alguien sabe si esa arpía piensa pasarse todo el día
interrogando a esos sangre sucia?
—Ten cuidado —le advirtió el mago sentado junto a
ella, mirando alrededor con nerviosismo; una de las hojas
que manejaba se le escapó de las manos y cayó al suelo.
—¿Por qué? ¿Ahora también tiene oídos mágicos, ade-
más del ojo?
Y diciendo esto, la bruja miró hacia la reluciente
puerta de caoba que había frente a la zona ocupada por
los encargados de los panfletos. Harry dirigió la vista
también hacia ahí, y la rabia se irguió en su interior como
una serpiente. En el sitio donde, de haberse tratado de una
puerta de muggles, habría habido una mirilla, destacaba
un gran ojo redondo —de iris azul intenso— incrustado en
la madera; un ojo que le habría resultado asombrosamen-
te familiar a cualquiera que hubiera conocido a Alastor
Moody.
Durante una fracción de segundo, Harry olvidó dónde
estaba, qué hacía allí y hasta que era invisible, y fue dere-
cho a examinar aquel ojo que, inmóvil, miraba sin ver hacia
arriba. La placa de la puerta rezaba:
Dolores Umbridge
Subsecretaría del ministro
Debajo de esa placa, otra un poco más reluciente ponía:
Jefa de la Comisión de Registro de Hijos de Muggles
Harry volvió a echar una ojeada a los empleados, y se
dijo que, pese a lo concentrados que estaban en su trabajo,
no podía confiar en que no notaran nada si la puerta del
despacho vacío que tenían delante se abría por sí sola. Así
pues, extrajo de un bolsillo un extraño objeto (provisto de
piernecitas que se agitaban y un cuerpo en forma de perilla
de goma), se agachó —oculto todavía por la capa invisible—
y colocó el detonador trampa en el suelo.
El artilugio echó a corretear de inmediato entre las
piernas de las brujas y los magos, y Harry esperó con una
mano sobre la manija de la puerta; al momento, se produjo
una fuerte explosión y de un rincón comenzó a salir una
gran cantidad de humo negro y acre. La joven bruja de la
primera fila soltó un chillido, volaron páginas rosa por to-
das partes y todos se pusieron en pie de un brinco, mirando
alrededor para averiguar qué había provocado semejante
conmoción. Harry accionó la manija, entró en el despacho
de Umbridge y cerró la puerta tras él.
Tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo,
porque la habitación era idéntica al despacho que la bruja
tenía en Hogwarts: había tapetes de encaje, pañitos de
adorno y flores secas en todos los muebles; unos gatitos,
engalanados con lazos de diferentes colores, retozaban y
jugueteaban con repugnante empalagamiento en los pla-
tos decorativos que colgaban en las paredes, y una tela flo-
reada y con volantes cubría el escritorio. El ojo de Ojoloco
estaba conectado a un aparato telescópico que permitía a
Umbridge espiar a los empleados que trabajaban fuera.
Harry miró por él y vio que estaban todos de pie alrededor
del detonador trampa; entonces, arrancó el telescopio de la
puerta dejando un agujero, retiró el globo ocular mágico y
se lo metió en el bolsillo. Después volvió a contemplar el in-
terior de la habitación, levantó su varita y murmuró: «¡Accio
guardapelo!»
No ocurrió nada, pero Harry tampoco había abrigado
demasiadas esperanzas; sin duda, Umbridge sabía mucho
de encantamientos y hechizos protectores. A continuación
se dedicó a revisar a toda prisa el escritorio y abrió los cajo-
nes. Encontró plumas, libretas y celo mágico; algunos clips
embrujados que trataron de huir serpenteando del cajón y
tuvo que devolverlos a su sitio; una cajita forrada de encaje,
muy recargada, llena de lazos y pasadores para el cabello...
pero ni rastro del guardapelo.
Detrás del escritorio había un archivador, y el chico se
puso a registrarlo. Estaba lleno de carpetas, todas marca-
das con una etiqueta en la que figuraba un nombre, igual
que los archivadores que tenía Filch en Hogwarts. Cuando
llegó al cajón inferior, descubrió algo que lo distrajo de su
búsqueda: una carpeta con el nombre del señor Weasley. La
abrió y leyó:
ARTHUR WEASLEY
Estatus de Sangre: Sangre limpia, pero con inaceptables
tendencias pro-muggles.
Miembro de la Orden del Fénix.
Familia: Esposa (sangre limpia), siete hijos (los
dos menores, alumnos de Hogwarts).
N.B.: El menor de sus hijos varones
está
actualmente en su casa, gravemente
enfermo.
Los inspectores del ministerio
lo han comprobado.
Estatus de Seguridad: VIGILADO. Se controlan todos sus mo
vimientos.
Hay muchas probabilidades de que
el Indeseable n.° 1 establezca contacto
con él (ha pasado temporadas con la
fa
milia Weasley en otras ocasiones).
—El Indeseable número uno... —murmuró Harry mien-
tras dejaba la carpeta en su sitio y cerraba el cajón. Creía
saber de quién se trataba, y, en efecto, cuando se enderezó y
echó un vistazo al despacho por si se le ocurría otro sitio en
que pudiera estar guardado el guardapelo, vio una gran fo-
tografía suya en la pared, con una inscripción estampada
en el pecho: «INDESEABLE N.° 1.» Adherida al póster, había
una pequeña nota rosa, en una de cuyas esquinas habían
dibujado un gatito. Harry se acercó para leerla y vio que
Umbridge había escrito en ella: «Pendiente de castigo.»
Más furioso que nunca, metió la mano en los jarrones y
cestitos de flores secas, pero no le sorprendió comprobar
que el guardapelo tampoco estaba allí. Paseó la mirada por
el despacho por última vez y, de repente, le dio un vuelco el
corazón: Dumbledore lo miraba fijamente desde un peque-
ño espejo rectangular apoyado en una estantería, al lado
del escritorio.
Cruzó la habitación a la carrera y agarró el espejito,
pero nada más tocarlo comprendió que no era tal, sino que
Dumbledore sonreía con aire nostálgico desde la tapa de pa-
pel satinado de un libro. Al principio, Harry no reparó en
las afiligranadas palabras impresas en verde sobre el som-
brero del profesor: Vida y mentiras de Albus Dumbledore, ni
en las restantes palabras, algo más pequeñas, que se leían
sobre su pecho: «Rita Skeeter, autora del supervenías Armando
Dippet: ¿genio o tarado?»
Abrió el libro al azar y fue a dar con una fotografía a
toda plana de dos adolescentes que reían con desenfreno,
abrazados por los hombros. Dumbledore, que llevaba el
pelo largo hasta los codos, se había dejado una barbita rala
que recordaba la perilla de Krum, que tanto irritaba a Ron.
El chico que reía a silenciosas carcajadas a su lado tenía un
aire alegre y desenfadado, y sus rubios rizos le llegaban por
los hombros. Harry se preguntó si sería Doge de joven, pero
antes de que pudiera leer el pie de foto, se abrió la puerta
del despacho.
Si Thicknesse no hubiera estado mirando hacia atrás
al entrar, a Harry no le habría dado tiempo de ponerse la
capa invisible. Temió que el ministro hubiera detectado al-
gún movimiento, ya que se quedó inmóvil unos instantes,
observando el sitio donde Harry acababa de esfumarse.
Thicknesse debió de concluir que lo único que había visto
era a Dumbledore rascándose la nariz en la portada del li-
bro que el chico había dejado precipitadamente en el estan-
te, y al fin se aproximó al escritorio y apuntó con su varita a
la pluma colocada en el tintero. La pluma saltó y se puso
a escribir una nota para Umbridge. Muy despacio, sin atre-
verse casi a respirar, Harry salió del despacho y regresó a
la zona donde estaban los empleados.
Los magos y las brujas de aquella sección seguían
formando un corro alrededor de los restos del detonador
trampa, que todavía pitaba débilmente y desprendía humo.
Harry echó a correr por el pasillo mientras la bruja joven de-
cía:
—Seguro que se ha escapado de Encantamientos Ex-
perimentales. ¡Son tan descuidados! ¿Os acordáis de aquel
pato venenoso?
Mientras corría hacia los ascensores, Harry repasó sus
opciones. Nunca había habido muchas probabilidades de
que el guardapelo estuviera en el ministerio, y no podían
sonsacarle su paradero mediante magia a Umbridge mien-
tras ésta estuviera en la abarrotada sala del tribunal, de
modo que su objetivo prioritario era salir del ministerio an-
tes de que los descubrieran, e intentarlo de nuevo otro día.
Por consiguiente, lo primero que debía hacer era encontrar
a Ron, y luego ya pensarían la manera de sacar a Hermione
de aquella sala.
El ascensor estaba vacío cuando Harry llegó, de modo
que se quitó la capa invisible mientras bajaba. Sintió un
gran alivio cuando la cabina se detuvo con un traqueteo en
la segunda planta y subió Ron, empapado y con el rostro de-
sencajado.
—Bu... buenos días —le dijo a Harry tartamudeando
cuando se pusieron de nuevo en marcha.
—¡Ron, soy yo! ¡Harry!
—¡Harry! Vaya, ya no me acordaba de tu aspecto. ¿Dón-
de está Hermione?
—Ha tenido que bajar a la sala del tribunal con Um-
bridge. No ha podido negarse, y...
Pero, antes de que terminara la frase, el ascensor volvió
a pararse y, tras abrirse las puertas, subió el señor Weasley
acompañado por una anciana bruja rubia, de cabello tan
cardado que parecía un hormiguero.
—... Entiendo tu punto de vista, Wakanda, pero me
temo que no puedo prestarme a... —El señor Weasley se in-
terrumpió al ver a Harry, a quien le resultó muy extraño
que el padre de su mejor amigo lo mirara con tanto despre-
cio. El ascensor reanudó el descenso—. ¡Ah, hola, Reg! —sa-
ludó Weasley volviéndose al oír el goteo de la túnica de
Ron—. ¿No era hoy cuando interrogaban a tu esposa? Oye,
¿qué te ha pasado? ¿Por qué vas tan mojado?
—Verás, en el despacho de Yaxley llueve —contestó Ron
mirando fijamente el hombro de su padre; Harry estaba se-
guro de que su amigo temía que lo reconociera si se miraban
a los ojos—. No he podido arreglarlo, así que me han envia-
do a buscar a Bernie... Pillsworth, creo que se llama.
—Sí, es cierto, últimamente llueve en muchos despa-
chos —repuso el señor Weasley—. ¿Lo has intentado con
un meteoloembrujo recanto? A Bletchley le funcionó.
—¿Meteoloembrujo recanto? —susurró Ron—. No, eso
no lo he probado. Gracias, pa... gracias, Arthur.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo para que la
anciana bruja con el cabello en forma de hormiguero bajara,
Ron salió corriendo y se perdió de vista. Harry hizo ademán
de seguirlo, pero Percy Weasley le cerró el paso al entrar a
grandes zancadas, con la nariz pegada a unos documentos
que iba leyendo.
Hasta que las puertas se cerraron con estrépito, Percy
no se percató de que se encontraba en un ascensor con su
padre. Cuando lo hizo, se sonrojó y se escabulló de allí en la
siguiente planta en que se detuvieron. Harry intentó salir
por segunda vez, pero entonces se lo impidió el señor Weas-
ley que le interceptó el paso extendiendo un brazo.
—Un momento, Runcorn. —Mientras volvían a des-
cender, el padre de Ron le espetó—: Me han dicho que has
pasado información sobre Dirk Cresswell.
Harry tuvo la impresión de que su enojo tenía algo que
ver con su reciente encontronazo con Percy, y decidió que lo
más prudente sería hacerse el sueco.
—¿Cómo dices?
—No finjas, Runcorn —soltó Arthur Weasley con aspe-
reza—. Has desenmascarado al mago que falsificó su árbol
genealógico, ¿no?
—Yo... ¿Y qué si lo hice?
—Pues que Dirk Cresswell es diez veces más mago que
tú —replicó Weasley sin alzar la voz mientras el ascensor
seguía bajando—. Y si sobrevive a Azkaban, tendrás que
rendir cuentas ante él, por no mencionar a su esposa, sus
hijos y sus amigos...
—Arthur —lo interrumpió Harry—, ¿ya sabes que te
están vigilando?
—¿Es una amenaza, Runcorn?
—¡No, es un hecho! Controlan todos tus movimientos.
Una vez más se abrieron las puertas: habían llegado al
Atrio. Weasley le lanzó una mirada feroz a Harry y se mar-
chó, pero el chico se quedó allí inmóvil, conmocionado; le
habría gustado estar suplantando a otro que no fuera Run-
corn. Las puertas se cerraron con estrépito.
Harry cogió la capa invisible y volvió a ponérsela; inten-
taría sacar a Hermione de la sala del tribunal mientras Ron
se ocupaba de la lluvia del despacho de Yaxley. Cuando el as-
censor se paró de nuevo, salió a un pasillo de suelo de piedra
iluminado con antorchas, muy diferente de los corredores de
los pisos superiores, revestidos con paneles de madera y al-
fombrados. Cuando el ascensor se marchó traqueteando,
Harry se estremeció un poco y miró hacia la lejana puerta
negra por la que se accedía al Departamento de Misterios.
Así que se puso en marcha, aunque su destino no era
esa puerta, sino la que, si no recordaba mal, estaba a la iz-
quierda y conducía a la escalera por la que se llegaba a las
salas del tribunal. Mientras bajaba los peldaños con sigilo,
fue evaluando sus diversas posibilidades: todavía tenía un
par de detonadores trampa, pero quizá sería mejor llamar
sencillamente a la puerta de la sala, entrar haciéndose pa-
sar por Runcorn y preguntar si podía hablar un momento
con Mafalda. Por supuesto, ignoraba si Runcorn era lo bas-
tante importante para permitirse esas confianzas con Um-
bridge, y, aunque consiguiera salir airoso de esa situación,
el hecho de que Hermione no regresara al interrogatorio
podía disparar las alarmas antes de que ellos hubieran con-
seguido abandonar el ministerio.
Absorto en esos pensamientos, tardó un poco en perca-
tarse del intenso frío que empezaba a envolverlo, como si
estuviera adentrándose en la niebla. A cada paso que daba
hacía más frío, un frío que se le metía por la garganta y le
lastimaba los pulmones. Y entonces sintió que una gradual
sensación de desilusión y desesperanza se propagaba por
su interior...
«Dementores», pensó.
Cuando llegó al pie de la escalera y torció a la derecha,
apareció ante él una escena espeluznante: el oscuro pasillo
de las salas del tribunal estaba atestado de seres de eleva-
da estatura, vestidos de negro y encapuchados, con los ros-
tros ocultos por completo; su irregular respiración era lo
único que se oía. Por su parte, los aterrados hijos de mug-
gles a los que iban a interrogar estaban sentados, apiñados
y temblando, en unos bancos de madera; la mayoría de ellos
—unos solos y otros acompañados por la familia— se tapa-
ba la cara con las manos, quizá en un instintivo intento de
protegerse de las ávidas bocas de los dementores. Mientras
éstos se deslizaban una y otra vez ante ellos, el frío, la desi-
lusión y la desesperanza reinantes se cernieron sobre Ha-
rry como una maldición.
«Combátela», se dijo, aunque sabía que no podía hacer
aparecer un patronus allí mismo sin delatarse al momento.
Siguió adelante, pues, tan silenciosamente como pudo. A cada
paso que daba, un extraño embotamiento se iba apoderan-
do de su mente, pero se esforzó en pensar que Hermione y
Ron lo necesitaban.
Caminar entre aquellos seres era aterrador: las caras
sin ojos, ocultas bajo las capuchas, se giraban al pasar jun-
to a ellos, y el chico tuvo la certeza de que los dementores lo
detectaban, o tal vez percibían una presencia humana que
todavía conservaba algo de esperanza, algo de entereza.
De repente, en medio de aquel silencio sepulcral, se
abrió de par en par la puerta de una de las mazmorras que
había a la izquierda del pasillo y que se utilizaban como sa-
las de tribunal, y se oyeron unos gritos:
—¡No, no! ¡Yo soy un sangre mestiza, soy un sangre
mestiza, de verdad! ¡Mi padre era mago, se lo aseguro, com-
pruébenlo! ¡Se llamaba Arkie Alderton, célebre diseñador
de escobas; verifíquenlo, les aseguro que no miento! ¡Díga-
les que me quiten las manos de encima! ¡Que me quiten las
manos...!
—Se lo advierto por última vez —dijo la melosa voz de
Umbridge, amplificada mediante magia para que se oyera
con claridad a pesar de los desgarradores gritos del acusa-
do—. Si opone resistencia, tendrá que someterse al beso de
los dementores.
El hombre dejó de gritar, pero unos sollozos contenidos
resonaron por el pasillo.
—Llévenselo —ordenó Umbridge.
Dos dementores salieron por la puerta de la sala del
tribunal; sujetaban por los brazos a un mago, a punto de
desmayarse, hincándole las manos podridas y costrosas. Lo
condujeron por el pasillo, deslizándose por él, y se perdie-
ron de vista envueltos en la oscuridad que dejaban a su
paso.
—¡El siguiente! ¡Mary Cattermole! —anunció Umbrid-
ge.
Temblando de pies a cabeza, se levantó una mujer me-
nuda, pálida como la cera, de cabello castaño oscuro recogi-
do en un moño y ataviada con una sencilla túnica larga.
Harry advirtió que la desdichada se estremecía al pasar
por delante de los dementores.
Y actuó instintivamente, sin haberlo planeado, porque
no soportaba ver entrar a aquella mujer sola en la mazmo-
rra, de modo que cuando la puerta empezó a girar sobre sus
goznes, se coló en la sala del tribunal detrás de ella.
No se trataba, sin embargo, de la misma sala en que
una vez lo habían interrogado por uso indebido de la ma-
gia; ésta era mucho más pequeña, aunque de techo muy
alto, y producía una desagradable claustrofobia, pues se te-
nía la impresión de estar atrapado en el fondo de un pro-
fundo pozo.
Dentro había más dementores expandiendo su gélida
aura por la estancia; se alzaban como centinelas sin ros-
tro en los rincones más alejados de una tarima bastante
elevada. En ésta, tras una barandilla, se hallaba Umbridge,
sentada entre Yaxley y Hermione, casi tan pálida como la se-
ñora Cattermole. Al pie de la tarima, un gato de pelaje lar-
go y plateado se paseaba arriba y abajo; Harry supuso que
estaba allí para proteger a los interrogadores de la deses-
peranza que emanaban los dementores; eran los acusados,
no los acusadores, quienes tenían que sentir esa sensa-
ción.
—Siéntese —ordenó Umbridge con su meliflua y sedo-
sa voz.
La señora Cattermole fue tambaleándose hasta el úni-
co asiento que había en medio de la sala, bajo la tarima. En
cuanto se hubo sentado, unas cadenas surgieron de los bra-
zos de la silla y la sujetaron a ella.
—¿Es usted Mary Elizabeth Cattermole? —preguntó Um-
bridge.
La mujer dio una débil cabezada.
—¿Está usted casada con Reginald Cattermole, del De-
partamento de Mantenimiento Mágico?
La mujer rompió a llorar y exclamó:
—¡No sé dónde está mi esposo, teníamos que encon-
trarnos aquí!
Umbridge hizo caso omiso y continuó preguntando:
—¿Es usted la madre de Maisie, Ellie y Alfred Catter-
mole?
Los sollozos de la mujer eran cada vez más angustia-
dos.
—Están asustados, temen que no vuelva a casa...
—Ahórrese esos detalles —le espetó Yaxley—. Los crios
de los sangre sucia no nos inspiran simpatía.
Los lamentos de la pobre mujer enmascararon los pa-
sos de Harry, que avanzó con cautela hacia los escalones de
la tarima. Nada más dejar atrás la línea por la que patru-
llaba el patronus con forma de gato, apreció el cambio de
temperatura: allí se estaba cómodo y caliente. Seguro que
el patronus era de Umbridge y resplandecía tanto porque
la bruja se sentía muy feliz allí, en su elemento, ejerciendo
las retorcidas leyes que ella misma había ayudado a redac-
tar. Poco a poco y con mucha cautela, Harry avanzó por la
tarima, por detrás de Umbridge, Yaxley y Hermione, y se
sentó detrás de su amiga. No quería asustarla y que diera
un respingo. Pensó en hacerles un encantamiento muffliato
a los otros dos, pero, aunque pronunciara el conjuro en voz
muy baja, alarmaría a Hermione. Entonces Umbridge se
dirigió una vez más a la señora Cattermole, y el chico apro-
vechó la oportunidad.
—Estoy aquí —le susurró a Hermione al oído.
Como suponía, ésta dio tal respingo que casi derramó
la tinta que tenía que servirle para registrar el interrogato-
rio, pero Umbridge y Yaxley, concentrados en la señora Cat-
termole, no lo notaron.
—Esta mañana, cuando ha llegado usted al ministerio
—iba diciendo Umbridge—, le han confiscado una varita
mágica de veintidós centímetros, cerezo y núcleo central de
pelo de unicornio. ¿Reconoce esa descripción?
Mary Cattermole asintió con la cabeza y se enjugó las
lágrimas con la manga.
—¿Sería tan amable de decirnos a qué bruja o mago le
robó esa varita?
—¿Ro... robar? —balbuceó la mujer entre gemidos—.
No se la robé a nadie. La co... compré cuando tenía once
años. Esa va... varita me eligió. —Y rompió a llorar con más
ímpetu que antes.
Umbridge emitió una débil e infantil risita, y a Harry
le dieron ganas de abalanzarse sobre ella; a continuación la
arpía se inclinó sobre la barandilla para observar mejor a
su víctima, y entonces un objeto dorado que le colgaba del
cuello osciló y quedó suspendido en el aire: el guardapelo.
Al verlo, Hermione soltó un gritito, aunque a Umbridge
y Yaxley, que seguían mirando fijamente a su presa, tam-
bién les pasó inadvertido.
—Me parece que se equivoca, señora Cattermole —dijo
Umbridge—. Las varitas mágicas sólo eligen a los magos
y las brujas. Y usted no es bruja. Tengo aquí sus respues-
tas al cuestionario que le enviaron... Pásamelas, Mafalda.
—Y tendió una de sus pequeñas manos.
Su parecido con un sapo era tan marcado que en ese
momento a Harry le sorprendió no ver unas membranas
entre sus regordetes dedos. Aunque a Hermione le tembla-
I>an las manos, se puso a revolver en una montaña de docu-
mentos que se mantenían en equilibrio en la silla de al
lado, y finalmente sacó un fajo de pergaminos con el nom-
bre de la señora Cattermole.
—Qué... qué bonito, Dolores —observó la chica seña-
lando el colgante que relucía entre los volantes de la blusa
de Umbridge.
—¿Qué dices? —repuso Umbridge con brusquedad y
agachó la cabeza—. ¡Ah, sí! Es una antigua joya familiar
—añadió dando unos golpecitos al guardapelo que reposaba
sobre su voluminoso pecho—. La «S» es de Selwyn. Es que
estoy emparentada con ellos, ¿sabes? De hecho, son pocas
las familias de sangre limpia con las que no tengo parentes-
co... Es una lástima —y fue subiendo el tono mientras ho-
jeaba el cuestionario de Mary Cattermole—¦ que no pueda
decirse lo mismo de usted. Profesión de los padres: verdule-
ros.
Yaxley rió burlonamente. Delante de la tarima, el gato
de pelaje sedoso y plateado continuaba yendo de un lado a
otro, y los dementores montaban guardia en los rincones.
La mentira de Umbridge provocó que la sangre entra-
ra a chorro en el cerebro de Harry y destruyera por comple-
to su sentido de la precaución: era indignante que aquella
mujer utilizara el guardapelo que había conseguido sobor-
nando a un ladronzuelo para reforzar su presunta pureza
de sangre. El muchacho enarboló la varita, sin molestarse
siquiera en seguir escondido bajo la capa invisible, y excla-
mó:
—¡Desmaius!
Hubo un destello de luz roja, y Umbridge se encorvó y
dio con la frente en el borde de la barandilla. El cuestiona-
rio de la señora Cattermole resbaló de su regazo y cayó al
suelo, y el gato se esfumó sin dejar rastro. De inmediato
un aire gélido los golpeó como una ráfaga de viento; Yax-
ley, mirando desconcertado, trató de discernir qué había
originado aquel trastorno, y entonces vio la mano de Ha-
rry empuñando la varita. También él intentó sacar su va-
rita, pero ya era tarde.
—¡Desmaius!
El mago resbaló de la silla y quedó hecho un ovillo en el
suelo.
—¡Harry!
—Mira, Hermione, si creías que iba a quedarme aquí
sentado y dejar que esa mujer se las diera de...
—¡Harry! ¡La señora Cattermole!
El muchacho giró en redondo desprendiéndose de la capa
invisible. Los dementores de los rincones se deslizaban ha-
cia la mujer, encadenada a la silla; ya fuera porque el patronus
había desaparecido o porque habían advertido que sus
amos no controlaban la situación, actuaban por su cuenta
sin contenerse. Mary Cattermole dio un grito de terror cuan-
do una mano viscosa y cubierta de postillas la agarró por la
barbilla y le echó la cabeza hacia atrás.
—¡Experto patronum!
El ciervo plateado surgió de la varita de Harry y se
abalanzó sobre los dementores, que retrocedieron rápida-
mente hacia la oscuridad. El ciervo trotaba de una punta a
otra de la mazmorra y su luz, más poderosa y más cálida
que la del gato, iluminó la estancia por completo.
—Coge el Horrocrux —le indicó Harry a Hermione.
Luego bajó los escalones presuroso, se guardó la capa
invisible en la bolsa y se acercó a la señora Cattermole.
—¿Usted? —susurró la mujer mirándolo a los ojos—.
¡Pero... pero si Reg dijo que fue usted quien les sugirió que
me interrogaran!
—¿Ah, sí? —masculló Harry mientras tiraba de las ca-
denas que le sujetaban los brazos de la silla—. Bueno, pues
he cambiado de opinión. ¡Diffindo! —No pasó nada—. Her-
mione, ¿qué hago para soltar estas cadenas?
—Espera, estoy haciendo algo aquí arriba...
—¡Estamos rodeados de dementores, Hermione!
—Ya lo sé, Harry, pero si Umbridge despierta y ve que
le falta el guardapelo... Tengo que duplicarlo. ¡Geminio! Ya
está, esto la engañará... —Bajó corriendo los escalones—.
A ver... ¡Relashio!
Las cadenas tintinearon y se introdujeron en los brazos
de la silla. La señora Cattermole, más asustada que nunca,
susurró:
—No lo entiendo.
—Vamos a sacarla de aquí —dijo Harry ayudándola a
levantarse—. Vaya a su casa, coja a sus hijos y márchese.
Si es necesario, salgan del país. Disfrácense y huyan. Ya
ha visto cómo funciona esto: aquí nunca tendrá un juicio
justo.
—Harry —murmuró Hermione—, ¿cómo vamos a salir
de aquí con todos esos dementores que hay detrás de la
puerta?
—Con nuestros patronus —contestó apuntando al suyo
con la varita. El ciervo dejó de trotar y, al paso, despren-
diendo todavía un intenso resplandor, se dirigió hacia la
puerta—. Necesitamos reunir todos los que podamos. Haz
aparecer el tuyo, Hermione.
—Expec... ¡Experto patronum! —invocó Hermione, pero
no lo logró.
—Es el único hechizo que se le resiste —le explicó Ha-
rry a la señora Cattermole, que no salía de su asombro—.
Vaya mala suerte, la verdad. ¡Animo, Hermione!
—¡Experto patronum!
Una nutria plateada salió de la varita de la chica y, flo-
tando con elegancia como si nadara en el aire, fue a reunir-
se con el ciervo.
—¡Vamos, vamos! —urgió Harry, y ambos condujeron a
la anonadada mujer hasta la puerta.
Cuando los patronus salieron al pasillo, los que espera-
ban fuera profirieron gritos de asombro. Harry echó un vis-
tazo: los dementores se desplazaron de inmediato hacia
ambos lados del pasillo, apartándose de las criaturas pla-
teadas y ocultándose en la oscuridad.
—Hemos decidido que se marchen todos a sus casas;
reúnan a sus familias y escóndanse con ellas —aconsejó
Harry a los hijos de muggles que esperaban allí; la luz de
los patronus los deslumhraba y todavía estaban asusta-
dos—. Si pueden, vayanse al extranjero, o aléjense cuanto
puedan del ministerio. Esa es la... la nueva política oficial.
Y ahora, sigan a los patronus y podrán salir del Atrio.
Consiguieron subir la escalera de piedra sin que los in-
terceptaran, pero cuando se acercaban a los ascensores, a
Harry lo acosaron las dudas. Si aparecían en el Atrio con
un ciervo plateado y una nutria flotando a su lado, acompa-
ñados además de una veintena de personas (la mitad de
ellas acusadas de ser hijos de muggles), atraerían una
atención que no les interesaba. Acababa de llegar a esa de-
sagradable conclusión cuando el ascensor se detuvo con un
traqueteo frente a ellos.
—¡Reg! —gritó la señora Cattermole, y se lanzó a los
brazos de Ron—. Runcorn me ha liberado, ha atacado a
Umbridge y Yaxley y nos ha ordenado a todos que salgamos
del país. Será mejor que le hagamos caso, Reg, en serio. Va-
mos a casa, cojamos a los niños y... ¿Por qué estás tan moja-
do?
—Es agua —musitó Ron soltándose de los brazos de la
mujer—. Harry, ya saben que hay intrusos en el ministerio,
y he oído no sé qué de un agujero en la puerta del despacho
de Umbridge. Calculo que tenemos cinco minutos si...
Elpatronus de Hermione se esfumó con un «¡paf!» y ella
miró a Harry, horrorizada.
—¡Harry, si nos quedamos atrapados aquí...!
—Si nos damos prisa no ocurrirá —replicó. Y dirigién-
dose al grupo de gente que tenían detrás, que lo miraba bo-
quiabierta y en silencio, inquirió—: ¿Quién tiene una varita
mágica? —Cerca de la mitad de los presentes levantaron la
mano—. Bien. Los que no tengan varita, que vayan con al-
guien que sí tenga. Debemos darnos prisa, o nos cerrarán el
paso. ¡Vamos!
Lograron meterse en dos ascensores. El patronus de
Harry se quedó montando guardia frente a las rejas dora-
das y, cuando éstas se cerraron, los ascensores iniciaron el
ascenso.
—Octava planta, Atrio —dijo la impasible voz femeni-
na.
Harry comprendió al instante que estaban en apuros,
porque el Atrio estaba lleno de gente que iba de una chime-
nea a otra, sellándolas todas.
—¡Harry! —chilló Hermione—. ¿Qué vamos a...?
—¡¡Alto!! —bramó el chico, y la potente voz de Runcorn
resonó en toda la estancia; los magos que sellaban las chi-
meneas se quedaron inmóviles—. Síganme —les susurró
a los aterrados hijos de muggles, que avanzaron en grupo
conducidos por Ron y Hermione.
—¿Qué pasa, Albert? —preguntó el mago calvo que poco
antes había salido de la chimenea detrás de Harry. Parecía
nervioso.
—Este grupo tiene que marcharse antes de que cerréis
las salidas —ordenó Harry con toda la autoridad de que fue
capaz.
Los magos que lo escucharon intercambiaron miradas.
—Nos han ordenado sellar todas las salidas y no dejar
que nadie...
—¿Me estás contradiciendo? —rugió Harry—. ¿Acaso
quieres que haga examinar tu árbol genealógico, como hice
con el de Dirk Cresswell?
—¡Pe... perdón! —balbuceó el mago calvo al mismo
tiempo que retrocedía—. No quería molestarte, Albert, pero
creía... creía que iban a interrogar a ésos y...
—Son sangre limpia —aclaró Harry, y su grave voz reso-
nó intimidante en el Atrio—. Más sangre limpia que mu-
chos de vosotros, me atrevería a decir. ¡En marcha! —ordenó
a los hijos de muggles, que se metieron a toda prisa en las
chimeneas y fueron desapareciendo por parejas.
Los magos del ministerio no se atrevieron a intervenir;
algunos parecían desconcertados, y otros, asustados y arre-
pentidos. Pero entonces...
—¡Mary!
La señora Cattermole giró la cabeza. El Reg Cattermole
auténtico, que había dejado de vomitar pero todavía ofrecía
un aspecto pálido y lánguido, salía corriendo de un ascensor.
—¿Reg, eres tú?
La mujer miró a su esposo y luego a Ron, que soltó una
palabrota en voz alta.
El mago calvo se quedó boquiabierto y miraba con cara
de tonto a un Reg Cattermole y al otro alternativamente.
—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué significa esto?
—¡Cerrad la salida! ¡¡Cerradlaü —gritó Yaxley, que ha-
bía salido precipitadamente de otro ascensor y corría hacia
el grupo que se hallaba junto a las chimeneas, por donde ya
habían desaparecido todos los hijos de muggles excepto la
señora Cattermole.
El mago calvo alzó la varita, pero Harry levantó un puño
enorme y le propinó una torta que lo mandó por los aires. Y a
continuación gritó:
—¡Este hombre estaba ayudando a esos hijos de mug-
gles a escapar, Yaxley!
Los colegas del mago calvo montaron un gran alboroto,
y Ron lo aprovechó para agarrar a la señora Cattermole,
meterla en la única chimenea que todavía quedaba abier-
ta y desaparecer con ella. Desconcertado, Yaxley miraba a
Harry y al mago que acababa de recibir el puñetazo, mien-
tras el verdadero Reg Cattermole chillaba:
—¡Mi esposa! ¿Quién es ese que se ha llevado a mi es-
posa? ¿Qué está ocurriendo?
Yaxley giró la cabeza, y Harry vio reflejado en su tosco
semblante el atisbo de la verdad.
—¡Larguémonos! —le gritó a Hermione y, cogiéndola
de la mano, saltaron juntos dentro de la chimenea justo
cuando la maldición de Yaxley pasaba rozando la cabeza
del muchacho.
Giraron sobre sí mismos unos segundos y, de pronto,
salieron disparados de uno de los retretes del lavabo públi-
co por donde habían entrado en el ministerio. Harry abrió
la puerta del cubículo de un empujón y se dio de narices con
Ron, que estaba de pie junto a los lavamanos, forcejeando
con la señora Cattermole.
—No entiendo nada, Reg...
—¡Suélteme! ¡Yo no soy su esposo! ¡Tiene que irse a su
casa!
Entonces oyeron un ruido en el cubículo que tenían de-
trás. Al volverse, Harry vio que Yaxley acababa de llegar.
—¡¡Vamonos!! —gritó el muchacho. Cogió a Hermione
de la mano otra vez y a Ron del brazo, y los tres giraron so-
bre sí mismos.
Los envolvió la oscuridad y notaron como si unas ven-
das les comprimieran el cuerpo, pero pasaba algo raro...
Harry tuvo la impresión de que Hermione iba a soltarse.
Creyó que se asfixiaba, porque no podía respirar ni ver, y lo
único sólido que percibía era el brazo de Ron y los dedos de
Hermione, que iban resbalando poco a poco de su mano...
Y de pronto vio la puerta del número 12 de Grimmauld
Place, con su aldaba en forma de serpiente; pero, antes de
que pudiera tomar aire, oyó un grito y vislumbró un deste-
llo de luz morada. Entonces la mano de Hermione se sujetó
a la suya con una fuerza inusual y todo volvió a quedar a
oscuras.
Travers, ¿verdad?
—¡S... sí! —chilló Hermione.
—Bien, creo que servirás. —Y se dirigió al mago de la
túnica negra y dorada—: Ya tenemos un problema solucio-
nado, señor ministro. Si Mafalda se encarga de llevar el
registro, podemos empezar. —Consultó sus anotaciones y
añadió—: Para hoy están previstas diez personas, y una de
ellas es la esposa de un empleado de la casa. ¡Vaya, vaya!
¡También aquí, en el mismísimo ministerio! —Subió al as-
censor y se situó cerca de Hermione; asimismo, subieron
los dos magos que habían estado escuchando la conversa-
ción de la bruja con el ministro—. Vamos directamente
abajo, Mafalda; en la sala del tribunal encontrarás todo lo
que necesitas. Buenos días, Albert. ¿No bajas?
—Sí, claro —dijo Harry con la grave voz de Runcorn.
El chico salió del ascensor y las rejas doradas se cerra-
ron detrás de él con un traqueteo. Al volver la cabeza, perci-
bió la cara de congoja de Hermione que, flanqueada por los
dos magos de elevada estatura y con el lazo de terciopelo de
Umbridge a la altura del hombro, descendía hasta perder-
se de vista.
—¿Qué lo trae por aquí arriba, Runcorn? —preguntó el
nuevo ministro de Magia.
El individuo, de negra melena y barba —ambas salpi-
cadas de mechones plateados— y una protuberante frente
que daba sombra a unos ojos que chispeaban, le recordó a
Harry la imagen de un cangrejo asomándose por debajo de
una roca.
—Tengo que hablar con... —vaciló una milésima de se-
gundo— Arthur Weasley. Me han dicho que está en la pri-
mera planta.
—Hum —repuso Pius Thicknesse—. ¿Acaso lo han sor-
prendido relacionándose con algún indeseable?
—No, qué va —respondió Harry con la boca seca—. No...
no se trata de eso.
—¡Ya! Pero sólo es cuestión de tiempo. En mi opinión,
los traidores a la sangre son tan despreciables como los
sangre sucia. Buenos días, Runcorn.
—Buenos días, señor ministro.
Harry se quedó observando cómo Thicknesse se alejaba
por el pasillo cubierto con una tupida alfombra. En cuanto
el ministro se hubo perdido de vista, el muchacho sacó la
capa invisible de la gruesa capa negra que llevaba puesta,
se la echó por encima y recorrió el pasillo en dirección
opuesta. Runcorn era tan alto que Harry tuvo que encor-
varse para que no se le vieran los pies.
Notando una incómoda presión en el estómago, conse-
cuencia del miedo, pasó por delante de sucesivas puertas
de reluciente madera (en todas constaba el nombre de su
ocupante y la tarea que desempeñaba), y poco a poco se le
fueron revelando el poder, la complejidad y la impenetrabi-
lidad del ministerio, a tal punto que el plan, que con tanto
esmero había tramado con Ron y Hermione a lo largo de
cuatro semanas, le pareció ridículo e infantil. Habían con-
centrado sus esfuerzos en organizar la entrada en el edifi-
cio sin que los detectaran, pero no consideraron qué harían
si se veían obligados a separarse. Y de golpe y porrazo se
encontraban con que Hermione estaba atrapada en un jui-
cio que sin duda se prolongaría varias horas, Ron intentaba
hacer una magia que Harry sabía que no dominaba (y por
si fuera poco, seguramente la libertad de una mujer depen-
día del resultado), y él mismo andaba merodeando por la
planta superior del ministerio, aunque sabía que su presa
acababa de bajar en el ascensor.
Se detuvo, se apoyó contra una pared e intentó recapi-
tular. El silencio lo agobiaba, pues no se percibía el menor
bullicio: no se oían voces ni pasos, y los pasillos, cubiertos
con alfombras moradas, estaban tan silenciosos como si a
aquella zona le hubieran hecho el encantamiento mufflia-
to.
«El despacho de Umbridge debe de estar aquí arriba»,
pensó Harry.
No parecía probable que la bruja guardara sus joyas en
el despacho, pero, por otra parte, sería una estupidez no re-
gistrarlo para asegurarse de ello. Por tanto, Harry echó a
andar de nuevo por el pasillo; sólo se cruzó con un mago ce-
ñudo que le murmuraba instrucciones a una pluma que,
flotando delante de él, garabateaba en un rollo de perga-
mino.
El muchacho dobló una esquina y se fijó en los nom-
bres inscritos en las puertas. Hacia la mitad del pasillo que
acababa de enfilar, desembocó en una amplia zona donde
una docena de brujas y magos, sentados en hileras, ocu-
paban pequeños pupitres similares a los utilizados en las
escuelas, aunque más lustrosos y sin grafitos. Se detuvo a
observarlos, cautivado por lo que veía: los doce personajes
agitaban y sacudían las varitas mágicas a la vez, y unas
cuartillas de papel rosa volaban en todas direcciones como
pequeñas cometas. Pasados unos segundos, comprendió que
los movimientos mantenían un ritmo, puesto que los pape-
les describían la misma trayectoria; y poco después se dio
cuenta de que aquellos empleados estaban componiendo
panfletos: las cuartillas eran páginas que, una vez unidas,
dobladas y colocadas en su sitio mediante magia, forma-
ban pulcros montoncitos al lado de cada mago y cada bru-
ja.
Se acercó con sigilo, aunque todos estaban tan concen-
trados en su trabajo que dudó que repararan en el sonido
de sus pasos sobre la alfombra, y cogió un panfleto ya aca-
bado del montón que tenía a su lado una joven bruja. Ocul-
to por la capa invisible, lo examinó. La portada, de color
rosa, tenía un título en letras doradas:
LOS SANGRE SUCIA
y los peligros que representan para la pacífica
comunidad de los sangre limpia.
Bajo ese título habían dibujado una rosa roja, con una
cara sonriente en medio de los pétalos, y un hierbajo verde
provisto de colmillos y mirada agresiva que la estrangula-
ba. En el panfleto no figuraba el nombre del autor, pero,
mientras lo examinaba, Harry volvió a notar un cosquilleo
en las cicatrices del dorso de la mano derecha. Entonces la
joven bruja, sin dejar de agitar y hacer girar su varita má-
gica, confirmó sus sospechas al comentar:
—¿Alguien sabe si esa arpía piensa pasarse todo el día
interrogando a esos sangre sucia?
—Ten cuidado —le advirtió el mago sentado junto a
ella, mirando alrededor con nerviosismo; una de las hojas
que manejaba se le escapó de las manos y cayó al suelo.
—¿Por qué? ¿Ahora también tiene oídos mágicos, ade-
más del ojo?
Y diciendo esto, la bruja miró hacia la reluciente
puerta de caoba que había frente a la zona ocupada por
los encargados de los panfletos. Harry dirigió la vista
también hacia ahí, y la rabia se irguió en su interior como
una serpiente. En el sitio donde, de haberse tratado de una
puerta de muggles, habría habido una mirilla, destacaba
un gran ojo redondo —de iris azul intenso— incrustado en
la madera; un ojo que le habría resultado asombrosamen-
te familiar a cualquiera que hubiera conocido a Alastor
Moody.
Durante una fracción de segundo, Harry olvidó dónde
estaba, qué hacía allí y hasta que era invisible, y fue dere-
cho a examinar aquel ojo que, inmóvil, miraba sin ver hacia
arriba. La placa de la puerta rezaba:
Dolores Umbridge
Subsecretaría del ministro
Debajo de esa placa, otra un poco más reluciente ponía:
Jefa de la Comisión de Registro de Hijos de Muggles
Harry volvió a echar una ojeada a los empleados, y se
dijo que, pese a lo concentrados que estaban en su trabajo,
no podía confiar en que no notaran nada si la puerta del
despacho vacío que tenían delante se abría por sí sola. Así
pues, extrajo de un bolsillo un extraño objeto (provisto de
piernecitas que se agitaban y un cuerpo en forma de perilla
de goma), se agachó —oculto todavía por la capa invisible—
y colocó el detonador trampa en el suelo.
El artilugio echó a corretear de inmediato entre las
piernas de las brujas y los magos, y Harry esperó con una
mano sobre la manija de la puerta; al momento, se produjo
una fuerte explosión y de un rincón comenzó a salir una
gran cantidad de humo negro y acre. La joven bruja de la
primera fila soltó un chillido, volaron páginas rosa por to-
das partes y todos se pusieron en pie de un brinco, mirando
alrededor para averiguar qué había provocado semejante
conmoción. Harry accionó la manija, entró en el despacho
de Umbridge y cerró la puerta tras él.
Tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo,
porque la habitación era idéntica al despacho que la bruja
tenía en Hogwarts: había tapetes de encaje, pañitos de
adorno y flores secas en todos los muebles; unos gatitos,
engalanados con lazos de diferentes colores, retozaban y
jugueteaban con repugnante empalagamiento en los pla-
tos decorativos que colgaban en las paredes, y una tela flo-
reada y con volantes cubría el escritorio. El ojo de Ojoloco
estaba conectado a un aparato telescópico que permitía a
Umbridge espiar a los empleados que trabajaban fuera.
Harry miró por él y vio que estaban todos de pie alrededor
del detonador trampa; entonces, arrancó el telescopio de la
puerta dejando un agujero, retiró el globo ocular mágico y
se lo metió en el bolsillo. Después volvió a contemplar el in-
terior de la habitación, levantó su varita y murmuró: «¡Accio
guardapelo!»
No ocurrió nada, pero Harry tampoco había abrigado
demasiadas esperanzas; sin duda, Umbridge sabía mucho
de encantamientos y hechizos protectores. A continuación
se dedicó a revisar a toda prisa el escritorio y abrió los cajo-
nes. Encontró plumas, libretas y celo mágico; algunos clips
embrujados que trataron de huir serpenteando del cajón y
tuvo que devolverlos a su sitio; una cajita forrada de encaje,
muy recargada, llena de lazos y pasadores para el cabello...
pero ni rastro del guardapelo.
Detrás del escritorio había un archivador, y el chico se
puso a registrarlo. Estaba lleno de carpetas, todas marca-
das con una etiqueta en la que figuraba un nombre, igual
que los archivadores que tenía Filch en Hogwarts. Cuando
llegó al cajón inferior, descubrió algo que lo distrajo de su
búsqueda: una carpeta con el nombre del señor Weasley. La
abrió y leyó:
ARTHUR WEASLEY
Estatus de Sangre: Sangre limpia, pero con inaceptables
tendencias pro-muggles.
Miembro de la Orden del Fénix.
Familia: Esposa (sangre limpia), siete hijos (los
dos menores, alumnos de Hogwarts).
N.B.: El menor de sus hijos varones
está
actualmente en su casa, gravemente
enfermo.
Los inspectores del ministerio
lo han comprobado.
Estatus de Seguridad: VIGILADO. Se controlan todos sus mo
vimientos.
Hay muchas probabilidades de que
el Indeseable n.° 1 establezca contacto
con él (ha pasado temporadas con la
fa
milia Weasley en otras ocasiones).
—El Indeseable número uno... —murmuró Harry mien-
tras dejaba la carpeta en su sitio y cerraba el cajón. Creía
saber de quién se trataba, y, en efecto, cuando se enderezó y
echó un vistazo al despacho por si se le ocurría otro sitio en
que pudiera estar guardado el guardapelo, vio una gran fo-
tografía suya en la pared, con una inscripción estampada
en el pecho: «INDESEABLE N.° 1.» Adherida al póster, había
una pequeña nota rosa, en una de cuyas esquinas habían
dibujado un gatito. Harry se acercó para leerla y vio que
Umbridge había escrito en ella: «Pendiente de castigo.»
Más furioso que nunca, metió la mano en los jarrones y
cestitos de flores secas, pero no le sorprendió comprobar
que el guardapelo tampoco estaba allí. Paseó la mirada por
el despacho por última vez y, de repente, le dio un vuelco el
corazón: Dumbledore lo miraba fijamente desde un peque-
ño espejo rectangular apoyado en una estantería, al lado
del escritorio.
Cruzó la habitación a la carrera y agarró el espejito,
pero nada más tocarlo comprendió que no era tal, sino que
Dumbledore sonreía con aire nostálgico desde la tapa de pa-
pel satinado de un libro. Al principio, Harry no reparó en
las afiligranadas palabras impresas en verde sobre el som-
brero del profesor: Vida y mentiras de Albus Dumbledore, ni
en las restantes palabras, algo más pequeñas, que se leían
sobre su pecho: «Rita Skeeter, autora del supervenías Armando
Dippet: ¿genio o tarado?»
Abrió el libro al azar y fue a dar con una fotografía a
toda plana de dos adolescentes que reían con desenfreno,
abrazados por los hombros. Dumbledore, que llevaba el
pelo largo hasta los codos, se había dejado una barbita rala
que recordaba la perilla de Krum, que tanto irritaba a Ron.
El chico que reía a silenciosas carcajadas a su lado tenía un
aire alegre y desenfadado, y sus rubios rizos le llegaban por
los hombros. Harry se preguntó si sería Doge de joven, pero
antes de que pudiera leer el pie de foto, se abrió la puerta
del despacho.
Si Thicknesse no hubiera estado mirando hacia atrás
al entrar, a Harry no le habría dado tiempo de ponerse la
capa invisible. Temió que el ministro hubiera detectado al-
gún movimiento, ya que se quedó inmóvil unos instantes,
observando el sitio donde Harry acababa de esfumarse.
Thicknesse debió de concluir que lo único que había visto
era a Dumbledore rascándose la nariz en la portada del li-
bro que el chico había dejado precipitadamente en el estan-
te, y al fin se aproximó al escritorio y apuntó con su varita a
la pluma colocada en el tintero. La pluma saltó y se puso
a escribir una nota para Umbridge. Muy despacio, sin atre-
verse casi a respirar, Harry salió del despacho y regresó a
la zona donde estaban los empleados.
Los magos y las brujas de aquella sección seguían
formando un corro alrededor de los restos del detonador
trampa, que todavía pitaba débilmente y desprendía humo.
Harry echó a correr por el pasillo mientras la bruja joven de-
cía:
—Seguro que se ha escapado de Encantamientos Ex-
perimentales. ¡Son tan descuidados! ¿Os acordáis de aquel
pato venenoso?
Mientras corría hacia los ascensores, Harry repasó sus
opciones. Nunca había habido muchas probabilidades de
que el guardapelo estuviera en el ministerio, y no podían
sonsacarle su paradero mediante magia a Umbridge mien-
tras ésta estuviera en la abarrotada sala del tribunal, de
modo que su objetivo prioritario era salir del ministerio an-
tes de que los descubrieran, e intentarlo de nuevo otro día.
Por consiguiente, lo primero que debía hacer era encontrar
a Ron, y luego ya pensarían la manera de sacar a Hermione
de aquella sala.
El ascensor estaba vacío cuando Harry llegó, de modo
que se quitó la capa invisible mientras bajaba. Sintió un
gran alivio cuando la cabina se detuvo con un traqueteo en
la segunda planta y subió Ron, empapado y con el rostro de-
sencajado.
—Bu... buenos días —le dijo a Harry tartamudeando
cuando se pusieron de nuevo en marcha.
—¡Ron, soy yo! ¡Harry!
—¡Harry! Vaya, ya no me acordaba de tu aspecto. ¿Dón-
de está Hermione?
—Ha tenido que bajar a la sala del tribunal con Um-
bridge. No ha podido negarse, y...
Pero, antes de que terminara la frase, el ascensor volvió
a pararse y, tras abrirse las puertas, subió el señor Weasley
acompañado por una anciana bruja rubia, de cabello tan
cardado que parecía un hormiguero.
—... Entiendo tu punto de vista, Wakanda, pero me
temo que no puedo prestarme a... —El señor Weasley se in-
terrumpió al ver a Harry, a quien le resultó muy extraño
que el padre de su mejor amigo lo mirara con tanto despre-
cio. El ascensor reanudó el descenso—. ¡Ah, hola, Reg! —sa-
ludó Weasley volviéndose al oír el goteo de la túnica de
Ron—. ¿No era hoy cuando interrogaban a tu esposa? Oye,
¿qué te ha pasado? ¿Por qué vas tan mojado?
—Verás, en el despacho de Yaxley llueve —contestó Ron
mirando fijamente el hombro de su padre; Harry estaba se-
guro de que su amigo temía que lo reconociera si se miraban
a los ojos—. No he podido arreglarlo, así que me han envia-
do a buscar a Bernie... Pillsworth, creo que se llama.
—Sí, es cierto, últimamente llueve en muchos despa-
chos —repuso el señor Weasley—. ¿Lo has intentado con
un meteoloembrujo recanto? A Bletchley le funcionó.
—¿Meteoloembrujo recanto? —susurró Ron—. No, eso
no lo he probado. Gracias, pa... gracias, Arthur.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo para que la
anciana bruja con el cabello en forma de hormiguero bajara,
Ron salió corriendo y se perdió de vista. Harry hizo ademán
de seguirlo, pero Percy Weasley le cerró el paso al entrar a
grandes zancadas, con la nariz pegada a unos documentos
que iba leyendo.
Hasta que las puertas se cerraron con estrépito, Percy
no se percató de que se encontraba en un ascensor con su
padre. Cuando lo hizo, se sonrojó y se escabulló de allí en la
siguiente planta en que se detuvieron. Harry intentó salir
por segunda vez, pero entonces se lo impidió el señor Weas-
ley que le interceptó el paso extendiendo un brazo.
—Un momento, Runcorn. —Mientras volvían a des-
cender, el padre de Ron le espetó—: Me han dicho que has
pasado información sobre Dirk Cresswell.
Harry tuvo la impresión de que su enojo tenía algo que
ver con su reciente encontronazo con Percy, y decidió que lo
más prudente sería hacerse el sueco.
—¿Cómo dices?
—No finjas, Runcorn —soltó Arthur Weasley con aspe-
reza—. Has desenmascarado al mago que falsificó su árbol
genealógico, ¿no?
—Yo... ¿Y qué si lo hice?
—Pues que Dirk Cresswell es diez veces más mago que
tú —replicó Weasley sin alzar la voz mientras el ascensor
seguía bajando—. Y si sobrevive a Azkaban, tendrás que
rendir cuentas ante él, por no mencionar a su esposa, sus
hijos y sus amigos...
—Arthur —lo interrumpió Harry—, ¿ya sabes que te
están vigilando?
—¿Es una amenaza, Runcorn?
—¡No, es un hecho! Controlan todos tus movimientos.
Una vez más se abrieron las puertas: habían llegado al
Atrio. Weasley le lanzó una mirada feroz a Harry y se mar-
chó, pero el chico se quedó allí inmóvil, conmocionado; le
habría gustado estar suplantando a otro que no fuera Run-
corn. Las puertas se cerraron con estrépito.
Harry cogió la capa invisible y volvió a ponérsela; inten-
taría sacar a Hermione de la sala del tribunal mientras Ron
se ocupaba de la lluvia del despacho de Yaxley. Cuando el as-
censor se paró de nuevo, salió a un pasillo de suelo de piedra
iluminado con antorchas, muy diferente de los corredores de
los pisos superiores, revestidos con paneles de madera y al-
fombrados. Cuando el ascensor se marchó traqueteando,
Harry se estremeció un poco y miró hacia la lejana puerta
negra por la que se accedía al Departamento de Misterios.
Así que se puso en marcha, aunque su destino no era
esa puerta, sino la que, si no recordaba mal, estaba a la iz-
quierda y conducía a la escalera por la que se llegaba a las
salas del tribunal. Mientras bajaba los peldaños con sigilo,
fue evaluando sus diversas posibilidades: todavía tenía un
par de detonadores trampa, pero quizá sería mejor llamar
sencillamente a la puerta de la sala, entrar haciéndose pa-
sar por Runcorn y preguntar si podía hablar un momento
con Mafalda. Por supuesto, ignoraba si Runcorn era lo bas-
tante importante para permitirse esas confianzas con Um-
bridge, y, aunque consiguiera salir airoso de esa situación,
el hecho de que Hermione no regresara al interrogatorio
podía disparar las alarmas antes de que ellos hubieran con-
seguido abandonar el ministerio.
Absorto en esos pensamientos, tardó un poco en perca-
tarse del intenso frío que empezaba a envolverlo, como si
estuviera adentrándose en la niebla. A cada paso que daba
hacía más frío, un frío que se le metía por la garganta y le
lastimaba los pulmones. Y entonces sintió que una gradual
sensación de desilusión y desesperanza se propagaba por
su interior...
«Dementores», pensó.
Cuando llegó al pie de la escalera y torció a la derecha,
apareció ante él una escena espeluznante: el oscuro pasillo
de las salas del tribunal estaba atestado de seres de eleva-
da estatura, vestidos de negro y encapuchados, con los ros-
tros ocultos por completo; su irregular respiración era lo
único que se oía. Por su parte, los aterrados hijos de mug-
gles a los que iban a interrogar estaban sentados, apiñados
y temblando, en unos bancos de madera; la mayoría de ellos
—unos solos y otros acompañados por la familia— se tapa-
ba la cara con las manos, quizá en un instintivo intento de
protegerse de las ávidas bocas de los dementores. Mientras
éstos se deslizaban una y otra vez ante ellos, el frío, la desi-
lusión y la desesperanza reinantes se cernieron sobre Ha-
rry como una maldición.
«Combátela», se dijo, aunque sabía que no podía hacer
aparecer un patronus allí mismo sin delatarse al momento.
Siguió adelante, pues, tan silenciosamente como pudo. A cada
paso que daba, un extraño embotamiento se iba apoderan-
do de su mente, pero se esforzó en pensar que Hermione y
Ron lo necesitaban.
Caminar entre aquellos seres era aterrador: las caras
sin ojos, ocultas bajo las capuchas, se giraban al pasar jun-
to a ellos, y el chico tuvo la certeza de que los dementores lo
detectaban, o tal vez percibían una presencia humana que
todavía conservaba algo de esperanza, algo de entereza.
De repente, en medio de aquel silencio sepulcral, se
abrió de par en par la puerta de una de las mazmorras que
había a la izquierda del pasillo y que se utilizaban como sa-
las de tribunal, y se oyeron unos gritos:
—¡No, no! ¡Yo soy un sangre mestiza, soy un sangre
mestiza, de verdad! ¡Mi padre era mago, se lo aseguro, com-
pruébenlo! ¡Se llamaba Arkie Alderton, célebre diseñador
de escobas; verifíquenlo, les aseguro que no miento! ¡Díga-
les que me quiten las manos de encima! ¡Que me quiten las
manos...!
—Se lo advierto por última vez —dijo la melosa voz de
Umbridge, amplificada mediante magia para que se oyera
con claridad a pesar de los desgarradores gritos del acusa-
do—. Si opone resistencia, tendrá que someterse al beso de
los dementores.
El hombre dejó de gritar, pero unos sollozos contenidos
resonaron por el pasillo.
—Llévenselo —ordenó Umbridge.
Dos dementores salieron por la puerta de la sala del
tribunal; sujetaban por los brazos a un mago, a punto de
desmayarse, hincándole las manos podridas y costrosas. Lo
condujeron por el pasillo, deslizándose por él, y se perdie-
ron de vista envueltos en la oscuridad que dejaban a su
paso.
—¡El siguiente! ¡Mary Cattermole! —anunció Umbrid-
ge.
Temblando de pies a cabeza, se levantó una mujer me-
nuda, pálida como la cera, de cabello castaño oscuro recogi-
do en un moño y ataviada con una sencilla túnica larga.
Harry advirtió que la desdichada se estremecía al pasar
por delante de los dementores.
Y actuó instintivamente, sin haberlo planeado, porque
no soportaba ver entrar a aquella mujer sola en la mazmo-
rra, de modo que cuando la puerta empezó a girar sobre sus
goznes, se coló en la sala del tribunal detrás de ella.
No se trataba, sin embargo, de la misma sala en que
una vez lo habían interrogado por uso indebido de la ma-
gia; ésta era mucho más pequeña, aunque de techo muy
alto, y producía una desagradable claustrofobia, pues se te-
nía la impresión de estar atrapado en el fondo de un pro-
fundo pozo.
Dentro había más dementores expandiendo su gélida
aura por la estancia; se alzaban como centinelas sin ros-
tro en los rincones más alejados de una tarima bastante
elevada. En ésta, tras una barandilla, se hallaba Umbridge,
sentada entre Yaxley y Hermione, casi tan pálida como la se-
ñora Cattermole. Al pie de la tarima, un gato de pelaje lar-
go y plateado se paseaba arriba y abajo; Harry supuso que
estaba allí para proteger a los interrogadores de la deses-
peranza que emanaban los dementores; eran los acusados,
no los acusadores, quienes tenían que sentir esa sensa-
ción.
—Siéntese —ordenó Umbridge con su meliflua y sedo-
sa voz.
La señora Cattermole fue tambaleándose hasta el úni-
co asiento que había en medio de la sala, bajo la tarima. En
cuanto se hubo sentado, unas cadenas surgieron de los bra-
zos de la silla y la sujetaron a ella.
—¿Es usted Mary Elizabeth Cattermole? —preguntó Um-
bridge.
La mujer dio una débil cabezada.
—¿Está usted casada con Reginald Cattermole, del De-
partamento de Mantenimiento Mágico?
La mujer rompió a llorar y exclamó:
—¡No sé dónde está mi esposo, teníamos que encon-
trarnos aquí!
Umbridge hizo caso omiso y continuó preguntando:
—¿Es usted la madre de Maisie, Ellie y Alfred Catter-
mole?
Los sollozos de la mujer eran cada vez más angustia-
dos.
—Están asustados, temen que no vuelva a casa...
—Ahórrese esos detalles —le espetó Yaxley—. Los crios
de los sangre sucia no nos inspiran simpatía.
Los lamentos de la pobre mujer enmascararon los pa-
sos de Harry, que avanzó con cautela hacia los escalones de
la tarima. Nada más dejar atrás la línea por la que patru-
llaba el patronus con forma de gato, apreció el cambio de
temperatura: allí se estaba cómodo y caliente. Seguro que
el patronus era de Umbridge y resplandecía tanto porque
la bruja se sentía muy feliz allí, en su elemento, ejerciendo
las retorcidas leyes que ella misma había ayudado a redac-
tar. Poco a poco y con mucha cautela, Harry avanzó por la
tarima, por detrás de Umbridge, Yaxley y Hermione, y se
sentó detrás de su amiga. No quería asustarla y que diera
un respingo. Pensó en hacerles un encantamiento muffliato
a los otros dos, pero, aunque pronunciara el conjuro en voz
muy baja, alarmaría a Hermione. Entonces Umbridge se
dirigió una vez más a la señora Cattermole, y el chico apro-
vechó la oportunidad.
—Estoy aquí —le susurró a Hermione al oído.
Como suponía, ésta dio tal respingo que casi derramó
la tinta que tenía que servirle para registrar el interrogato-
rio, pero Umbridge y Yaxley, concentrados en la señora Cat-
termole, no lo notaron.
—Esta mañana, cuando ha llegado usted al ministerio
—iba diciendo Umbridge—, le han confiscado una varita
mágica de veintidós centímetros, cerezo y núcleo central de
pelo de unicornio. ¿Reconoce esa descripción?
Mary Cattermole asintió con la cabeza y se enjugó las
lágrimas con la manga.
—¿Sería tan amable de decirnos a qué bruja o mago le
robó esa varita?
—¿Ro... robar? —balbuceó la mujer entre gemidos—.
No se la robé a nadie. La co... compré cuando tenía once
años. Esa va... varita me eligió. —Y rompió a llorar con más
ímpetu que antes.
Umbridge emitió una débil e infantil risita, y a Harry
le dieron ganas de abalanzarse sobre ella; a continuación la
arpía se inclinó sobre la barandilla para observar mejor a
su víctima, y entonces un objeto dorado que le colgaba del
cuello osciló y quedó suspendido en el aire: el guardapelo.
Al verlo, Hermione soltó un gritito, aunque a Umbridge
y Yaxley, que seguían mirando fijamente a su presa, tam-
bién les pasó inadvertido.
—Me parece que se equivoca, señora Cattermole —dijo
Umbridge—. Las varitas mágicas sólo eligen a los magos
y las brujas. Y usted no es bruja. Tengo aquí sus respues-
tas al cuestionario que le enviaron... Pásamelas, Mafalda.
—Y tendió una de sus pequeñas manos.
Su parecido con un sapo era tan marcado que en ese
momento a Harry le sorprendió no ver unas membranas
entre sus regordetes dedos. Aunque a Hermione le tembla-
I>an las manos, se puso a revolver en una montaña de docu-
mentos que se mantenían en equilibrio en la silla de al
lado, y finalmente sacó un fajo de pergaminos con el nom-
bre de la señora Cattermole.
—Qué... qué bonito, Dolores —observó la chica seña-
lando el colgante que relucía entre los volantes de la blusa
de Umbridge.
—¿Qué dices? —repuso Umbridge con brusquedad y
agachó la cabeza—. ¡Ah, sí! Es una antigua joya familiar
—añadió dando unos golpecitos al guardapelo que reposaba
sobre su voluminoso pecho—. La «S» es de Selwyn. Es que
estoy emparentada con ellos, ¿sabes? De hecho, son pocas
las familias de sangre limpia con las que no tengo parentes-
co... Es una lástima —y fue subiendo el tono mientras ho-
jeaba el cuestionario de Mary Cattermole—¦ que no pueda
decirse lo mismo de usted. Profesión de los padres: verdule-
ros.
Yaxley rió burlonamente. Delante de la tarima, el gato
de pelaje sedoso y plateado continuaba yendo de un lado a
otro, y los dementores montaban guardia en los rincones.
La mentira de Umbridge provocó que la sangre entra-
ra a chorro en el cerebro de Harry y destruyera por comple-
to su sentido de la precaución: era indignante que aquella
mujer utilizara el guardapelo que había conseguido sobor-
nando a un ladronzuelo para reforzar su presunta pureza
de sangre. El muchacho enarboló la varita, sin molestarse
siquiera en seguir escondido bajo la capa invisible, y excla-
mó:
—¡Desmaius!
Hubo un destello de luz roja, y Umbridge se encorvó y
dio con la frente en el borde de la barandilla. El cuestiona-
rio de la señora Cattermole resbaló de su regazo y cayó al
suelo, y el gato se esfumó sin dejar rastro. De inmediato
un aire gélido los golpeó como una ráfaga de viento; Yax-
ley, mirando desconcertado, trató de discernir qué había
originado aquel trastorno, y entonces vio la mano de Ha-
rry empuñando la varita. También él intentó sacar su va-
rita, pero ya era tarde.
—¡Desmaius!
El mago resbaló de la silla y quedó hecho un ovillo en el
suelo.
—¡Harry!
—Mira, Hermione, si creías que iba a quedarme aquí
sentado y dejar que esa mujer se las diera de...
—¡Harry! ¡La señora Cattermole!
El muchacho giró en redondo desprendiéndose de la capa
invisible. Los dementores de los rincones se deslizaban ha-
cia la mujer, encadenada a la silla; ya fuera porque el patronus
había desaparecido o porque habían advertido que sus
amos no controlaban la situación, actuaban por su cuenta
sin contenerse. Mary Cattermole dio un grito de terror cuan-
do una mano viscosa y cubierta de postillas la agarró por la
barbilla y le echó la cabeza hacia atrás.
—¡Experto patronum!
El ciervo plateado surgió de la varita de Harry y se
abalanzó sobre los dementores, que retrocedieron rápida-
mente hacia la oscuridad. El ciervo trotaba de una punta a
otra de la mazmorra y su luz, más poderosa y más cálida
que la del gato, iluminó la estancia por completo.
—Coge el Horrocrux —le indicó Harry a Hermione.
Luego bajó los escalones presuroso, se guardó la capa
invisible en la bolsa y se acercó a la señora Cattermole.
—¿Usted? —susurró la mujer mirándolo a los ojos—.
¡Pero... pero si Reg dijo que fue usted quien les sugirió que
me interrogaran!
—¿Ah, sí? —masculló Harry mientras tiraba de las ca-
denas que le sujetaban los brazos de la silla—. Bueno, pues
he cambiado de opinión. ¡Diffindo! —No pasó nada—. Her-
mione, ¿qué hago para soltar estas cadenas?
—Espera, estoy haciendo algo aquí arriba...
—¡Estamos rodeados de dementores, Hermione!
—Ya lo sé, Harry, pero si Umbridge despierta y ve que
le falta el guardapelo... Tengo que duplicarlo. ¡Geminio! Ya
está, esto la engañará... —Bajó corriendo los escalones—.
A ver... ¡Relashio!
Las cadenas tintinearon y se introdujeron en los brazos
de la silla. La señora Cattermole, más asustada que nunca,
susurró:
—No lo entiendo.
—Vamos a sacarla de aquí —dijo Harry ayudándola a
levantarse—. Vaya a su casa, coja a sus hijos y márchese.
Si es necesario, salgan del país. Disfrácense y huyan. Ya
ha visto cómo funciona esto: aquí nunca tendrá un juicio
justo.
—Harry —murmuró Hermione—, ¿cómo vamos a salir
de aquí con todos esos dementores que hay detrás de la
puerta?
—Con nuestros patronus —contestó apuntando al suyo
con la varita. El ciervo dejó de trotar y, al paso, despren-
diendo todavía un intenso resplandor, se dirigió hacia la
puerta—. Necesitamos reunir todos los que podamos. Haz
aparecer el tuyo, Hermione.
—Expec... ¡Experto patronum! —invocó Hermione, pero
no lo logró.
—Es el único hechizo que se le resiste —le explicó Ha-
rry a la señora Cattermole, que no salía de su asombro—.
Vaya mala suerte, la verdad. ¡Animo, Hermione!
—¡Experto patronum!
Una nutria plateada salió de la varita de la chica y, flo-
tando con elegancia como si nadara en el aire, fue a reunir-
se con el ciervo.
—¡Vamos, vamos! —urgió Harry, y ambos condujeron a
la anonadada mujer hasta la puerta.
Cuando los patronus salieron al pasillo, los que espera-
ban fuera profirieron gritos de asombro. Harry echó un vis-
tazo: los dementores se desplazaron de inmediato hacia
ambos lados del pasillo, apartándose de las criaturas pla-
teadas y ocultándose en la oscuridad.
—Hemos decidido que se marchen todos a sus casas;
reúnan a sus familias y escóndanse con ellas —aconsejó
Harry a los hijos de muggles que esperaban allí; la luz de
los patronus los deslumhraba y todavía estaban asusta-
dos—. Si pueden, vayanse al extranjero, o aléjense cuanto
puedan del ministerio. Esa es la... la nueva política oficial.
Y ahora, sigan a los patronus y podrán salir del Atrio.
Consiguieron subir la escalera de piedra sin que los in-
terceptaran, pero cuando se acercaban a los ascensores, a
Harry lo acosaron las dudas. Si aparecían en el Atrio con
un ciervo plateado y una nutria flotando a su lado, acompa-
ñados además de una veintena de personas (la mitad de
ellas acusadas de ser hijos de muggles), atraerían una
atención que no les interesaba. Acababa de llegar a esa de-
sagradable conclusión cuando el ascensor se detuvo con un
traqueteo frente a ellos.
—¡Reg! —gritó la señora Cattermole, y se lanzó a los
brazos de Ron—. Runcorn me ha liberado, ha atacado a
Umbridge y Yaxley y nos ha ordenado a todos que salgamos
del país. Será mejor que le hagamos caso, Reg, en serio. Va-
mos a casa, cojamos a los niños y... ¿Por qué estás tan moja-
do?
—Es agua —musitó Ron soltándose de los brazos de la
mujer—. Harry, ya saben que hay intrusos en el ministerio,
y he oído no sé qué de un agujero en la puerta del despacho
de Umbridge. Calculo que tenemos cinco minutos si...
Elpatronus de Hermione se esfumó con un «¡paf!» y ella
miró a Harry, horrorizada.
—¡Harry, si nos quedamos atrapados aquí...!
—Si nos damos prisa no ocurrirá —replicó. Y dirigién-
dose al grupo de gente que tenían detrás, que lo miraba bo-
quiabierta y en silencio, inquirió—: ¿Quién tiene una varita
mágica? —Cerca de la mitad de los presentes levantaron la
mano—. Bien. Los que no tengan varita, que vayan con al-
guien que sí tenga. Debemos darnos prisa, o nos cerrarán el
paso. ¡Vamos!
Lograron meterse en dos ascensores. El patronus de
Harry se quedó montando guardia frente a las rejas dora-
das y, cuando éstas se cerraron, los ascensores iniciaron el
ascenso.
—Octava planta, Atrio —dijo la impasible voz femeni-
na.
Harry comprendió al instante que estaban en apuros,
porque el Atrio estaba lleno de gente que iba de una chime-
nea a otra, sellándolas todas.
—¡Harry! —chilló Hermione—. ¿Qué vamos a...?
—¡¡Alto!! —bramó el chico, y la potente voz de Runcorn
resonó en toda la estancia; los magos que sellaban las chi-
meneas se quedaron inmóviles—. Síganme —les susurró
a los aterrados hijos de muggles, que avanzaron en grupo
conducidos por Ron y Hermione.
—¿Qué pasa, Albert? —preguntó el mago calvo que poco
antes había salido de la chimenea detrás de Harry. Parecía
nervioso.
—Este grupo tiene que marcharse antes de que cerréis
las salidas —ordenó Harry con toda la autoridad de que fue
capaz.
Los magos que lo escucharon intercambiaron miradas.
—Nos han ordenado sellar todas las salidas y no dejar
que nadie...
—¿Me estás contradiciendo? —rugió Harry—. ¿Acaso
quieres que haga examinar tu árbol genealógico, como hice
con el de Dirk Cresswell?
—¡Pe... perdón! —balbuceó el mago calvo al mismo
tiempo que retrocedía—. No quería molestarte, Albert, pero
creía... creía que iban a interrogar a ésos y...
—Son sangre limpia —aclaró Harry, y su grave voz reso-
nó intimidante en el Atrio—. Más sangre limpia que mu-
chos de vosotros, me atrevería a decir. ¡En marcha! —ordenó
a los hijos de muggles, que se metieron a toda prisa en las
chimeneas y fueron desapareciendo por parejas.
Los magos del ministerio no se atrevieron a intervenir;
algunos parecían desconcertados, y otros, asustados y arre-
pentidos. Pero entonces...
—¡Mary!
La señora Cattermole giró la cabeza. El Reg Cattermole
auténtico, que había dejado de vomitar pero todavía ofrecía
un aspecto pálido y lánguido, salía corriendo de un ascensor.
—¿Reg, eres tú?
La mujer miró a su esposo y luego a Ron, que soltó una
palabrota en voz alta.
El mago calvo se quedó boquiabierto y miraba con cara
de tonto a un Reg Cattermole y al otro alternativamente.
—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué significa esto?
—¡Cerrad la salida! ¡¡Cerradlaü —gritó Yaxley, que ha-
bía salido precipitadamente de otro ascensor y corría hacia
el grupo que se hallaba junto a las chimeneas, por donde ya
habían desaparecido todos los hijos de muggles excepto la
señora Cattermole.
El mago calvo alzó la varita, pero Harry levantó un puño
enorme y le propinó una torta que lo mandó por los aires. Y a
continuación gritó:
—¡Este hombre estaba ayudando a esos hijos de mug-
gles a escapar, Yaxley!
Los colegas del mago calvo montaron un gran alboroto,
y Ron lo aprovechó para agarrar a la señora Cattermole,
meterla en la única chimenea que todavía quedaba abier-
ta y desaparecer con ella. Desconcertado, Yaxley miraba a
Harry y al mago que acababa de recibir el puñetazo, mien-
tras el verdadero Reg Cattermole chillaba:
—¡Mi esposa! ¿Quién es ese que se ha llevado a mi es-
posa? ¿Qué está ocurriendo?
Yaxley giró la cabeza, y Harry vio reflejado en su tosco
semblante el atisbo de la verdad.
—¡Larguémonos! —le gritó a Hermione y, cogiéndola
de la mano, saltaron juntos dentro de la chimenea justo
cuando la maldición de Yaxley pasaba rozando la cabeza
del muchacho.
Giraron sobre sí mismos unos segundos y, de pronto,
salieron disparados de uno de los retretes del lavabo públi-
co por donde habían entrado en el ministerio. Harry abrió
la puerta del cubículo de un empujón y se dio de narices con
Ron, que estaba de pie junto a los lavamanos, forcejeando
con la señora Cattermole.
—No entiendo nada, Reg...
—¡Suélteme! ¡Yo no soy su esposo! ¡Tiene que irse a su
casa!
Entonces oyeron un ruido en el cubículo que tenían de-
trás. Al volverse, Harry vio que Yaxley acababa de llegar.
—¡¡Vamonos!! —gritó el muchacho. Cogió a Hermione
de la mano otra vez y a Ron del brazo, y los tres giraron so-
bre sí mismos.
Los envolvió la oscuridad y notaron como si unas ven-
das les comprimieran el cuerpo, pero pasaba algo raro...
Harry tuvo la impresión de que Hermione iba a soltarse.
Creyó que se asfixiaba, porque no podía respirar ni ver, y lo
único sólido que percibía era el brazo de Ron y los dedos de
Hermione, que iban resbalando poco a poco de su mano...
Y de pronto vio la puerta del número 12 de Grimmauld
Place, con su aldaba en forma de serpiente; pero, antes de
que pudiera tomar aire, oyó un grito y vislumbró un deste-
llo de luz morada. Entonces la mano de Hermione se sujetó
a la suya con una fuerza inusual y todo volvió a quedar a
oscuras.
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