jueves, 15 de marzo de 2018

Capitulo 5. El guerrero caido

—Hagrid...

Harry se levantó con esfuerzo entre la maraña de cue-
ro y metal que lo rodeaba; al intentar ponerse en pie, sus
manos se hundieron varios centímetros en el agua fangosa.
No entendía adonde había ido Voldemort y temía verlo apa-
recer en la oscuridad en cualquier momento. Notando un lí-
quido caliente que le goteaba de la barbilla y la frente, salió
arrastrándose de la ciénaga y fue tambaleante hasta un vo-
luminoso bulto oscuro que había en el suelo. Era Hagrid.

—¡Hagrid! ¡Dime algo, Hagrid!

Pero el bulto no se movió.

—¿Quién está ahí? ¿Eres Potter? ¿Eres Harry Potter?

Harry no reconoció aquella voz de hombre. Entonces
una mujer gritó:

—¡Se han estrellado, Ted! ¡Se han estrellado en el jar-
dín!
A Harry le daba vueltas la cabeza.
—Hagrid... —repitió como atontado, y se le doblaron
las rodillas.

Cuando volvió en sí, estaba tumbado boca arriba sobre
algo que parecían cojines, con las costillas y un brazo dolo-
ridos. El diente que se le había saltado le había vuelto a
crecer, pero todavía notaba un dolor punzante en la cicatriz
de la frente.

—Hagrid... —murmuró.

Abrió por fin los ojos y comprobó que se hallaba tendido
en un sofá, en un salón que no conocía, iluminado por una
lámpara. Su mochila estaba en el suelo, a escasa distancia,


mojada y manchada de barro, y un individuo rubio y barri-
gudo lo observaba con preocupación.

—Hagrid se encuentra bien, hijo —dijo el desconoci-
do—; mi mujer está con él. ¿Cómo te encuentras? ¿Te has
roto algo más? Te he arreglado las costillas, el diente y el
brazo. ¡Ah, por cierto, soy Ted! Ted Tonks, el padre de Dora.

Como Harry se incorporó demasiado deprisa, vio un
montón de estrellitas y se mareó.

—Voldemort...

—Tranquilo, muchacho, tranquilo —susurró Ted Tonks.
Le puso una mano en el hombro y lo empujó suavemente
para que se recostara en los cojines—. Ha sido una caída
brutal. Pero ¿qué ha pasado? ¿Un fallo de la motocicleta?
Arthur Weasley ha vuelto a pasarse de la raya, seguro. ¡El y
sus cacharros muggles!

—No, no... —dijo Harry, y la cicatriz le latió como una
herida abierta—. Mortífagos, montones de mortífagos... Nos
perseguían...

—¿Mortífagos, dices? —se extrañó Ted—. ¿Cómo que
mortífagos? Tenía entendido que no sabían que íbamos a
trasladarte esta noche; creía que...

—Lo sabían —lo interrumpió Harry.

Ted Tonks alzó la vista como si pudiera ver el cielo a
través del techo y afirmó:

—Bueno, eso significa que nuestros encantamientos pro-
tectores funcionan, ¿no? De modo que, en teoría, los mortífa-
gos no pueden acercarse a esta casa en un radio de cien
metros, desde ninguna dirección.

Entonces Harry comprendió por qué se había desvane-
cido Voldemort: la motocicleta había traspasado la barrera
de los encantamientos de la Orden. Deseó con ansia que és-
tos siguieran siendo efectivos e imaginó a Voldemort volando
a cien metros de altura mientras ellos hablaban, buscando la
forma de atravesar lo que el muchacho visualizó como una
gran burbuja transparente.

Bajó las piernas del sofá; necesitaba ver a Hagrid con
sus propios ojos para creer que estaba vivo. Sin embargo,
apenas se hubo puesto en pie, se abrió una puerta y el guar-
dabosques entró en el salón; tenía la cara cubierta de barro
y sangre y cojeaba un poco, pero estaba milagrosamente
vivo.

—¡Harry!


Hagrid derribó dos mesitas y una aspidistra, recorrió
la distancia que los separaba en dos zancadas y abrazó al
muchacho tan fuerte que casi le partió las recién reparadas
costillas.

—Caray, Harry, ¿cómo has conseguido librarte de ésta?
Pensé que íbamos a palmarla los dos.

—Sí, yo también. No puedo creer que... —Se interrumpió
al ver a la mujer que había entrado en la habitación detrás
de Hagrid—. ¡Es usted! —exclamó, y metió rápidamente una
mano en el bolsillo, pero estaba vacío.

—Tu varita está aquí, hijo —intervino Ted dándole unos
golpecitos con ella en el brazo—. Estaba en el suelo, a tu
lado, y yo la recogí. Y esa mujer a la que estás gritando es
mi esposa.

—Oh... lo siento...

Cuando la señora Tonks se les acercó, quedó patente
que el parecido con su hermana Bellatrix era menos acusa-
do, pues tenía el cabello castaño claro y los ojos, más gran-
des, reflejaban mayor bondad. Sin embargo, se mostró un
poco altiva tras la exclamación de Harry.

—¿Qué le ha pasado a nuestra hija? —preguntó—. Ha-
grid dice que os han tendido una emboscada. ¿Dónde está
Nymphadora?

—No lo sé. Ignoramos qué ha sido de los demás.

Ted y su esposa se miraron. Al observar su expresión,
se apoderó de Harry una mezcla de miedo y remordimien-
to: si había muerto algún miembro de la Orden, sería culpa
suya y sólo suya. El había dado su consentimiento al plan y
entregado los cabellos que necesitaban para preparar la
poción...

—¡El traslador! —exclamó de pronto, recordándolo todo
de golpe—. Tenemos que ir a La Madriguera y averiguar...
Entonces podremos enviarles noticias, o... No, Tonks se las
enviará cuando...

—Seguro que Dora está bien, Dromeda —la tranquili-
zó Ted—. Sabe lo que hace; ha realizado muchas misiones
peligrosas con los aurores. El traslador está por aquí —le
indicó a Harry—. Si queréis utilizarlo, se marcha dentro de
tres minutos.

—Sí, nos vamos —dijo Harry. Cogió su mochila y se la
colgó a la espalda—. Yo... —Miró a la señora Tonks; quería
disculparse por el estado de temor en que la dejaba y del


que tan responsable se sentía, pero sólo se le ocurrían fra-
ses vanas o superficiales—. Le diré a Tonks... a Dora... que
les envíe noticias en cuanto... Gracias por ayudarnos, gra-
cias por todo. Yo...

Sintió un gran alivio cuando salió de la habitación y si-
guió a Ted Tonks por un corto pasillo que daba a un dormi-
torio. Hagrid fue tras ellos y tuvo que agacharse para no
golpearse la cabeza con el dintel de la puerta.

—Ahí está, hijo. Eso es el traslador. —Señalaba un pe-
queño cepillo de pelo de plata encima del tocador.

—Gracias —dijo Harry; estiró un brazo y puso un dedo
sobre el cepillo, listo para partir.

—Espera un momento —terció Hagrid mirando alre-
dedor—. ¿Dónde está Hedwig?

—Le... le dieron. —El recuerdo de lo ocurrido lo golpeó
fuerte; Harry se avergonzó de sí mismo y sus ojos se anega-
ron en lágrimas. La lechuza había sido su compañera, su
único vínculo con el mundo mágico cada vez que se veía
obligado a volver a casa de los Dursley.

Hagrid le dio unas palmadas de ánimo en el hombro.

—No importa, no importa —dijo con brusquedad—. Tuvo
una buena vida...

—¡Atento, Hagrid! —lo previno Ted Tonks al ver que el
cepillo emitía una luz azulada, y el hombretón le puso un
dedo encima justo a tiempo.

Harry notó una sacudida debajo del ombligo, como si le
hubieran dado un tirón con un gancho y una cuerda invisi-
bles, y se sintió lanzado al vacío, girando sobre sí mismo de
forma incontrolada, con un dedo pegado al traslador. Ambos
se alejaron a toda velocidad del señor Tonks. Unos segundos
más tarde, Harry tocó suelo firme y cayó a cuatro patas en el
patio de La Madriguera. Oyó gritos. Apartó el cepillo, que ya
no brillaba, se levantó trastabillando un poco y vio a la seño-
ra Weasley y a Ginny bajando a toda prisa los escalones de
la puerta trasera, mientras Hagrid, que también había caí-
do al aterrizar, se ponía trabajosamente en pie.

—¿Harry? ¿Eres el Harry auténtico? ¿Qué ha pasado?
¿Dónde están los otros? —gritó la señora Weasley, ansiosa.

—¿Cómo que dónde están? —preguntó Harry jadean-
do—. ¿No ha vuelto nadie?

La respuesta se leía claramente en el pálido rostro de
la señora Weasley. Entonces Harry explicó:


—Los mortífagos nos estaban esperando. Nos rodearon
en cuanto levantamos el vuelo; sabían que iba a ser esta no-
che. Pero ignoro qué les ha ocurrido a los demás. Nos persi-
guieron cuatro mortífagos y nos costó mucho librarnos de
ellos. Y después nos alcanzó Voldemort.

Harry se dio cuenta de que su voz tenía un deje supli-
cante, como si intentara justificarse o hacerle entender a
Molly por qué no sabía qué suerte habían corrido sus hijos,
pero...

—Por suerte estás bien —dijo ella, y le dio un abrazo
que el muchacho no creía merecer.

—¿Tienes un poco de coñac, Molly? —preguntó Hagrid,
algo tembloroso—. Es para fines medicinales...

La señora Weasley habría podido hacerlo aparecer me-
diante magia, pero cuando se apresuró hacia la torcida casa,
Harry comprendió que no quería que le vieran la cara. En-
tonces miró a Ginny, y ella respondió de inmediato a las pre-
guntas que el muchacho no había formulado.

—Ron y Tonks deberían haber sido los primeros en re-
gresar, pero se les escapó el traslador, que llegó sin ellos
—dijo señalando una lata de aceite oxidada que había en el
suelo—. Y ése —añadió mostrando una vieja zapatilla de
lona— era el traslador de mi padre y Fred, que deberían
haber sido los siguientes. Hagrid y tú erais los terceros, y...
—Consultó su reloj—. Si lo han conseguido, George y Lupin
deberían llegar dentro de un minuto.

La señora Weasley regresó con una botella de coñac y
se la dio a Hagrid. El guardabosques la destapó y bebió un
largo sorbo.

—¡Mira, mamá! —gritó Ginny señalando a cierta dis-
tancia.

En la oscuridad había surgido una luz azulada que fue
agrandándose y volviéndose más intensa, y entonces apa-
recieron Lupin y George, girando sobre sí mismos hasta
caer al suelo. Harry comprendió enseguida que algo iba
mal, porque Lupin sujetaba a George, que estaba incons-
ciente y tenía la cara cubierta de sangre.

Corrió hacia ellos y le cogió las piernas a George. Entre
Lupin y él lo llevaron a la casa, pasaron por la cocina y fue-
ron al salón. Una vez allí, lo tumbaron en el sofá. Cuando la
luz de la lámpara le iluminó la cabeza, Ginny sofocó un grito
y Harry notó un vuelco en el estómago: a George le faltaba


una oreja. Tenía un lado de la cabeza y el cuello empapados
de sangre, de un rojo asombrosamente intenso.

Tan pronto la señora Weasley se inclinó sobre su hijo,
Lupin agarró con brusquedad a Harry por el brazo y lo
arrastró hasta la cocina, donde Hagrid todavía estaba in-
tentando hacer pasar su enorme cuerpo por la puerta tra-
sera.

—¡Eh! —chilló Hagrid, indignado—. ¡Suéltalo! ¡Suelta
a Harry!

Lupin no le hizo caso.

—¿Qué criatura había en el rincón de mi despacho en
Hogwarts la primera vez que Harry Potter vino a verme?
—preguntó al muchacho zarandeándolo ligeramente—.
¡Contesta!
—Un... grindylow dentro de un depósito de agua, ¿no?
Lupin soltó a Harry y se apoyó contra un armario de la
cocina.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Hagrid.

—Lo siento, Harry, pero tenía que asegurarme —se
disculpó Lupin—. Nos han traicionado. Voldemort sabía
que íbamos a trasladarte esta noche, y las únicas personas
capaces de decírselo estaban directamente implicadas en el
plan. Podrías haber sido un impostor.

—¿Y a mí por qué no me preguntas nada? —protestó
Hagrid jadeando, aún sin conseguir pasar por la puerta.

—Tú eres un semigigante. La poción multijugos sólo la
usan los humanos.

—Ningún miembro de la Orden puede haberle revela-
do a Voldemort que ibais a trasladarme esta noche —dijo
Harry. Esa idea le parecía espantosa; no concebía que nin-
guno de ellos lo hubiera hecho—. Voldemort no me ha al-
canzado hasta el final, y eso significa que no sabía a quién
tenía que perseguir. Si hubiera estado al corriente del plan,
habría sabido desde el principio que yo era quien iba con
Hagrid.

—¿Que Voldemort te ha alcanzado? —saltó Lupin—.
¿Qué ha sucedido? ¿Cómo has logrado escapar?

Harry le explicó brevemente que los mortífagos se ha-
bían percatado de que él era el Harry auténtico; entonces
dejaron de ir tras ellos y debieron de avisar a Voldemort,
que apareció cuando Hagrid y él estaban a punto de llegar
al refugio de la casa de los Tonks.


—¿Dices que te reconocieron? Pero ¿cómo? ¿Qué has he-
cho?

—Yo... —Harry intentó recordar, pero todo el trayecto
le resultaba un barullo de pánico y confusión—. Vi a Stan
Shunpike... ya sabes, el revisor del autobús noctámbulo.
Traté de desarmarlo en lugar de... porque no sabe lo que
hace, seguro. Debe de estar bajo la maldición imperius.

—¡Harry! —exclamó Lupin, mirándolo horrorizado—.
¡Los encantamientos de desarme han pasado a la historia!
¡Esa gente intentaba capturarte y matarte! ¡Si no estás pre-
parado para matar, al menos atúrdelos!

—¡Estábamos a mucha altura del suelo! ¡Stan no sabe lo
que hace, y si lo hubiera aturdido y se hubiera caído, el resul-
tado habría sido el mismo que el de una maldición asesina!
El encantamiento de desarme me salvó de Voldemort hace
dos años —añadió desafiante. Lupin le recordaba a Zacha-
rias Smith, el desdeñoso alumno de Hufflepuff que se había
burlado de él porque pretendía enseñar a los miembros del
Ejército de Dumbledore a hacer encantamientos de desarme.

—Sí, Harry —repuso Lupin haciendo un esfuerzo por
contenerse—, y muchos mortífagos te vieron hacerlo. Per-
dona que te lo diga, pero fue una acción muy inusual en
aquellas circunstancias, bajo una amenaza inminente de
muerte. Y repetirla esta noche delante de unos mortífagos
que presenciaron la primera ocasión, o han oído hablar de
ella, ha sido casi suicida.

—Entonces, ¿crees que debería haber matado a Stan
Shunpike?

—¡Por supuesto que no! Pero para los mortífagos... bue-
no, para la mayoría de la gente, francamente... ¡lo lógico ha-
bría sido que contraatacaras! El Expelliarmus es un hechizo
muy útil, Harry, pero por lo visto los mortífagos piensan que
es tu distintivo, y te ruego que no permitas que se convierta
en eso.

Lupin estaba logrando que Harry se sintiera idiota,
pero el muchacho mantuvo una actitud desafiante.

—No pienso ir por ahí matando a todo el que se inter-
ponga en mi camino —declaró—. Así es como actúa Volde-
mort.

Lo que replicó entonces Lupin no llegó a oírse porque
Hagrid, que finalmente había conseguido pasar por la puer-
ta, fue tambaleándose hasta una silla y, al sentarse, ésta se


rompió bajo su peso. Haciendo caso omiso de las palabrotas
y las disculpas del guardabosques, Harry se dirigió de nue-
vo a Lupin:

—¿Qué le ha pasado a George? ¿Se pondrá bien?

Esa pregunta hizo que toda la frustración que Harry le
había hecho sentir a Lupin se esfumara de golpe.

—Creo que sí, aunque no podrá recuperar la oreja, por-
que se la han arrancado con una maldición.

Se oyó un correteo fuera de la casa. Lupin se lanzó ha-
cia la puerta trasera y Harry, saltando por encima de las
piernas de Hagrid, echó a correr hacia el patio.

Habían aparecido dos figuras. Al acercarse, Harry se
percató de que se trataba de Hermione, que estaba recupe-
rando su aspecto normal, y Kingsley; ambos asían una tor-
cida percha para la ropa. Hermione se lanzó a los brazos de
Harry, pero Kingsley no pareció alegrarse mucho de verlos.
Por encima del hombro de Hermione, Harry vio cómo le-
vantaba su varita y apuntaba al pecho de Lupin.

—¿Cuáles fueron las últimas palabras que nos dijo Al-
bus Dumbledore?

—«Harry es nuestra única esperanza. Confiad en él»
—respondió Lupin con serenidad.

Acto seguido, Kingsley apuntó con la varita a Harry,
pero Lupin dijo:

—Es él. Ya lo he comprobado.

—De acuerdo —aceptó Kingsley, y se guardó la varita
bajo la capa—. Pero alguien nos ha traicionado. ¡Lo sabían!
¡Sabían que iba a ser esta noche!

—Eso parece —concedió Lupin—, pero por lo visto no
sabían que habría siete Harrys.

—¡Qué gran consuelo! —gruñó Kingsley—. ¿Quién más
ha vuelto?

—Sólo Harry, Hagrid, George y yo.

Hermione ahogó un grito tapándose la boca con una
mano.

—¿Qué os ha pasado? —le preguntó Lupin a Kingsley.

—Nos siguieron cinco, logramos herir a dos y creo que
maté a uno —recitó Kingsley de un tirón—. Y también vi-
mos a Quien-tú-sabes. Se unió a la persecución hacia la mi-
tad, pero no tardó mucho en esfumarse. Remus, él puede...

—... volar —intervino Harry—. Yo también lo vi. Tam-
bién nos persiguió a Hagrid y a mí.


—¡Por eso se marchó! ¡Para seguirte a ti! —exclamó
Kingsley—. No entendí por qué se había esfumado. Pero
¿por qué cambió de objetivo?

—Harry fue demasiado considerado con Stan Shunpi-
ke —explicó Lupin.

—¿Stan? —se extrañó Hermione—. ¿No estaba en Az-
kaban?

—Hermione, es obvio que se ha producido una fuga
masiva que el ministerio ha preferido no divulgar —replicó
Kingsley y soltó una amarga risotada—. A Travers se le
resbaló la capucha cuando le lancé una maldición, y se supo-
ne que él también estaba en Azkaban. ¿Y a ti, Remus, qué te
ha pasado? ¿Dónde está George?

—Ha perdido una oreja —dijo Lupin.

—¿Que ha perdido...? —terció Hermione con voz chillo-
na.

—Ha sido Snape —explicó Lupin.

—¿Snape? —saltó Harry—. No sabía que...

—También se le cayó la capucha durante la persecu-
ción. A Snape siempre se le dio bien el Sectumsempra. Me
gustaría poder decir que le he pagado con la misma mone-
da, pero tenía que sujetar a George para que no cayera de
la escoba, pues estaba perdiendo mucha sangre.

Los cuatro guardaron silencio y miraron el cielo. No ha-
bía ni rastro de movimiento; las estrellas brillaban en lo
alto, impasibles, indiferentes, pero no vieron a ninguno de sus
amigos. ¿Dónde estaba Ron? ¿Dónde Fred y el señor Weasley,
y Bill, Fleur, Tonks, Ojoloco y Mundungus?

—¡Echame una mano, Harry! —pidió Hagrid con voz ron-
ca desde la puerta, donde había vuelto a quedar atascado.

El muchacho se alegró de tener algo que hacer y lo ayu-
dó a pasar. Luego cruzó la cocina y regresó al salón, donde
la señora Weasley y Ginny seguían ocupándose de George.
Molly ya había controlado la hemorragia, y la luz de la lám-
para permitió a Harry ver un limpio agujero en el sitio don-
de antes George tenía la oreja.

—¿Cómo está?

La señora Weasley volvió la cabeza y contestó:

—No puedo hacérsela crecer otra vez, porque se la han
arrancado mediante magia oscura. Pero habría podido ser
mucho peor... Al menos está vivo.

—Sí —coincidió Harry—. Por suerte.


—Me ha parecido oír a alguien más en el patio —dijo
Ginny.

—Sí, Hermione y Kingsley —confirmó Harry.

—Menos mal... —susurró Ginny.

Se miraron. A Harry le dieron ganas de abrazarla; ni
siquiera le importaba mucho que la señora Weasley estu-
viera allí, pero antes de dejarse llevar por el impulso se oyó
un fuerte estruendo proveniente de la cocina.

—¡Te demostraré quién soy cuando haya visto a mi hijo,
Kingsley! ¡Y ahora te aconsejo que te apartes!

Harry jamás había oído gritar de esa forma al señor
Weasley, que irrumpió en el salón con la calva perlada de
sudor y las gafas torcidas. Fred iba detrás de él y ambos es-
taban pálidos pero ilesos.

—¡Arthur! —sollozó la señora Weasley—. ¡Por fin!

—¿Cómo está?

El señor Weasley se arrodilló junto a George. Por pri-
mera vez desde que Harry lo conocía, Fred no supo qué de-
cir; miraba boquiabierto la herida de su hermano gemelo
por encima del respaldo del sofá, como si no pudiera creer
lo que veían sus ojos.

George se movió un poco, despertado quizá por la llega-
da de Fred y su padre.

—¿Cómo te encuentras, Georgie? —susurró su madre.

George se palpó la cabeza con la yema de los dedos.

—Echo de menos mi lenteja —murmuró.

—¿Qué le pasa? —preguntó Fred con voz ronca, al pa-
recer profundamente consternado—. ¿Tiene afectado el ce-
rebro?

—Lenteja, oreja... —explicó George abriendo los ojos y
mirando a su hermano—. ¿No lo pillas, Fred?

Los sollozos de la señora Weasley se intensificaron, mien-
tras el color volvía al pálido rostro de Fred, que dijo:

—Patético. ¡Patético! Con el amplio abanico de posibili-
dades que ofrece la palabra «oreja», ¿tú vas y eliges «lenteja»?

—Bueno —dijo George sonriéndole a su llorosa ma-
dre—. Ahora ya podrás distinguirnos, mamá. —Volvió la ca-
beza y añadió—: Hola, Harry. Porque eres Harry, ¿no?

—Sí, soy yo. —Y se acercó más al sofá.

—Bueno, al menos hemos logrado traerte sano y salvo
—dijo George—. ¿Cómo es que ni Ron ni Bill han acudido a
mi lecho de convaleciente?


—Todavía no han vuelto, George —repuso su madre.
La sonrisa del chico se borró de sus labios.

Harry miró a Ginny y le indicó que lo acompañara fue-
ra. Cuando atravesaban la cocina, Ginny dijo en voz baja:

—Ron y Tonks ya deberían haber regresado. Su trayec-
to no era muy largo; la casa de tía Muriel no está lejos de
aquí.

Harry no contestó. Desde que llegara a La Madriguera
había intentado mantener su miedo a raya, pero ahora éste
lo invadía: lo sentía trepar por la piel, vibrarle en el pecho y
atascarle la garganta. Bajaron los escalones de la puerta
trasera y salieron al oscuro patio. Ginny le cogió la mano.

Kingsley iba de un lado para otro a grandes zancadas y
miraba el cielo cada vez que daba media vuelta. Harry se
acordó de tío Vernon paseándose por el salón y tuvo la sen-
sación de que esa imagen pertenecía a un pasado muy re-
moto. Hagrid, Hermione y Lupin estaban de pie, hombro
con hombro, mirando también el cielo. Ninguno de ellos se
volvió cuando Harry y Ginny se les unieron en esa muda vi-
gilancia.

Los minutos transcurrían con una lentitud insoporta-
ble. De repente, un leve susurro los sobresaltó, y todos se
giraron para comprobar si se había movido algún arbusto o
un árbol, con la esperanza de ver asomar entre su follaje,
ileso, a otro miembro de la Orden.

De pronto, justo encima de sus cabezas se materializó
una escoba y descendió como una centella.

—¡Son ellos! —exclamó Hermione.

Tonks aterrizó con un prolongado derrape, salpicando
tierra y guijarros en todas direcciones.

—¡Remus! —gritó la bruja al mismo tiempo que se
apeaba
de la escoba. Tambaleándose, fue a abrazar a Lupin, quien,
pálido y serio, era incapaz de articular palabra.

Ron fue dando trompicones hacia Harry y Hermione.

—¡Estás sana y salva! —farfulló antes de que Hermio-
ne se abalanzara sobre él y lo abrazara con fuerza.

—Creí... creí...

—Estoy bien —dijo Ron dándole unas palmaditas en la
espalda—. Estoy bien.

—Ron se ha comportado de una manera espectacular
—explicó Tonks con entusiasmo, y soltó a Lupin—. Impre-
sionante. Le ha lanzado un hechizo aturdidor a un mortífa-


go, directo a la cabeza, y ya sabéis que apuntar a un objetivo
en movimiento desde una escoba en vuelo...

—¿Eso has hecho? —se asombró Hermione mirando a
Ron, a quien todavía tenía abrazado por el cuello.

—Siempre ese tono de sorpresa —refunfuñó él soltán-
dose—. ¿Somos los últimos?

—No —respondió Ginny—. Todavía estamos esperan-
do a Bill y Fleur y a Ojoloco y Mundungus. Voy a decirles a
mamá y papá que estás bien, Ron. —Y entró corriendo en la
casa.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué os ha retenido? —preguntó Lu-
pin a Tonks, casi con enfado.

—Bellatrix, ni más ni menos —contestó ella—. Me odia
tanto como a Harry; ha hecho todo lo posible por matarme.
Ojalá la hubiera pillado, porque se la debo. Pero al menos
herimos a Rodolphus. Luego fuimos a casa de la tía de Ron,
pero se nos escapó el traslador; tía Muriel estaba muy preo-
cupada por nosotros...

Lupin, a quien le temblaba un músculo del mentón,
sólo consiguió asentir.

—Y a vosotros ¿qué os ha ocurrido? —preguntó Tonks
volviéndose hacia Harry, Hermione y Kingsley.

Cada uno relató su historia, pero daba la impresión de
que la tardanza de Bill, Fleur, Ojoloco y Mundungus los ha-
bía recubierto de una especie de escarcha, y cada vez les
costaba más ignorar el frío que les imbuía.

—Tengo que volver a Downing Street; hace una hora
que debería estar allí —dijo Kingsley tras echar un último
vistazo al cielo—. Avisadme cuando vuelvan.

Lupin asintió. Kingsley se despidió de los demás con un
ademán y echó a andar hacia la verja del oscuro patio. A Ha-
rry le pareció oír un débil ¡paf! cuando el mago se desapare-
ció, justo detrás de las lindes de La Madriguera.

Los Weasley bajaron corriendo los escalones de la puer-
ta trasera, seguidos por Ginny. Abrazaron a Ron y luego se
dirigieron a Lupin y Tonks.

—Gracias por devolvernos a nuestros hijos —dijo la se-
ñora Weasley.

—No digas tonterías, Molly —replicó Tonks.

—¿Cómo se encuentra George? —preguntó Lupin.

—¿Qué le pasa a George? —inquirió Ron.

—Ha perdido...


Pero unos repentinos gritos de júbilo ahogaron la res-
puesta de la señora Weasley, porque un thestral acababa de
aparecer en el cielo. Tras descender a gran velocidad, se posó
a escasa distancia del reducido grupo. Bill y Fleur, despeina-
dos pero ilesos, se apearon del animal.

—¡Bill! ¡Menos mal! ¡Benditos los ojos que te ven!

La señora Weasley fue hacia ellos, pero Bill sólo la abra-
zó de pasada. Miró a su padre y anunció:

—Ojoloco ha muerto.

Nadie dijo nada, nadie se movió. Harry notó que algo se
desplomaba en su interior, como si algo se le cayera y, atra-
vesando el suelo, lo abandonara para siempre.

—Lo hemos visto con nuestros propios ojos —explicó
Bill. Fleur asintió; la luz proveniente de la cocina iluminaba
los surcos que las lágrimas le dejaban en las mejillas—. Ocu-
rrió justo después de que saliéramos del círculo; Ojoloco y
Dung estaban cerca de nosotros y también iban hacia el nor-
te. Voldemort puede volar, ¿sabéis?, y fue derecho hacia ellos.
Oí gritar a Dung, que se dejó dominar por el pánico; Ojoloco
intentó detenerlo, pero se desapareció. Entonces la maldi-
ción de Voldemort le dio a Ojoloco en pleno rostro; cayó hacia
atrás y... No pudimos hacer nada, nada. Nos perseguían una
docena de mortífagos... —Se le quebró la voz.

—Claro que no pudisteis hacer nada —lo consoló Lupin.

Se quedaron todos allí plantados, mirándose. Harry no
era capaz de asimilarlo: Ojoloco, muerto; no podía ser. Ojo-
loco, tan fuerte, tan valiente, el superviviente por excelen-
cia...

Al final todos cayeron en la cuenta, aunque nadie lo di-
jera, de que ya no tenía sentido seguir esperando en el patio,
de modo que siguieron en silencio a los Weasley y fueron al
salón de La Madriguera, donde encontraron a Fred y George
riendo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Fred escudriñando sus ros-
tros—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién...?

—Se trata de... de Ojoloco —dijo su padre—. Ha muerto.

Las sonrisas de los gemelos se convirtieron en muecas
de conmoción; parecía que nadie sabía qué hacer. Tonks llo-
raba en silencio tapándose la cara con un pañuelo (Harry
sabía que la bruja estaba muy unida al mago, pues era su
favorita y su protegida en el Ministerio de Magia), y Ha-
grid, que se había sentado en el rincón más despejado del


suelo, se enjugaba las lágrimas con un pañuelo del tamaño
de un mantel.

Bill fue al aparador y sacó una botella de whisky de
fuego y unos vasos pequeños.

—Brindemos —propuso, y con una sacudida de la varita
hizo volar los doce vasos llenos por la habitación hasta cada
uno de los presentes; cogió el suyo y lo levantó—. ¡Por Ojoloco!

—¡Por Ojoloco! —repitieron todos, y bebieron.

—¡Por Ojoloco! —brindó Hagrid con retraso, hipando.

El whisky de fuego le abrasó la garganta a Harry, pero
fue como si le devolviera la sensibilidad, disipando el entu-
mecimiento y la sensación de irrealidad e infundiéndole
algo similar al coraje.

—Conque Mundungus ha desaparecido, ¿eh? —mascu-
lló Lupin, que había vaciado su vaso de un trago.

El ambiente cambió de inmediato: todos se pusieron
tensos, observándolo. A Harry le pareció que querían oír
más pero, al mismo tiempo, temían escuchar lo que Lupin
opinase al respecto.

—Sé lo que piensas —dijo Bill—, y yo también me lo he
preguntado cuando venía hacia aquí, porque pareció cier-
tamente que los mortífagos nos estaban esperando. Pero
Mundungus no puede habernos traicionado. No sabían que
habría siete Harrys y eso los desconcertó cuando nos vieron
aparecer. Por si lo has olvidado, fue Mundungus quien pro-
puso nuestro ardid. Así que, dime, ¿por qué no iba a reve-
larles el dato más importante? Lo que pasa es que a Dung
le entró pánico, así de sencillo. El no quería venir, pero Ojo-
loco lo obligó, y Quien-tú-sabes fue directo hacia ellos; eso
habría bastado para aterrorizar a cualquiera.

—Quien-tú-sabes ha actuado exactamente como Ojolo-
co previo que haría —repuso Tonks con desdén—. Moody nos
dijo que El-que-no-debe-ser-nombrado supondría que el Ha-
rry auténtico iría con los aurores más fuertes y expertos.
Así que primero persiguió a Ojoloco y, cuando Mundungus
se delató, fue a buscar a Kingsley.

—Sí, todo eso está muy bien —intervino Fleur—, pego
no explica cómo sabían que íbamos a tgasladag a Hagy esta
noche, ¿no? Alguien debe de habeg tenido algún descuido.
A alguien se le ha debido escapag la fecha hablando con al-
gún intguso. Es la única explicación de que los mogtífagos
supiegan la fecha del plan.


Los miró uno por uno a la cara —todavía conservaba el
rastro de las lágrimas en sus hermosas mejillas—, desafian-
dolos en silencio a contradecirla. Nadie lo hizo. El único
sonido
que interrumpió el silencio fue el de los hipidos de Hagrid,
que
seguía tapándose la cara con el pañuelo. Harry lo miró; Ha-
grid era quien acababa de arriesgar su vida para salvarlo;
Hagrid, a quien quería y en quien confiaba, aquel al que en
una
ocasión habían engañado para que le diera a Voldemort
una información crucial a cambio de un huevo de dragón...

—No, no puede ser —dijo Harry con decisión, y todos lo
miraron sorprendidos. El whisky de fuego parecía amplifi-
carle la voz—. Es decir... si alguien ha cometido algún error
y revelado algún detalle del plan, estoy convencido de que
no fue su intención. No es culpa de nadie —aseguró con un
tono más fuerte del que habría empleado normalmente—.
Tenemos que confiar los unos en los otros. Yo confío en to-
dos vosotros y no creo que ninguno fuera capaz de vender-
me a Voldemort.

Se produjo otro silencio. Todos contemplaron a Harry,
que, acalorado, bebió otro sorbo de whisky de fuego sólo por
hacer algo. Entonces pensó en Ojoloco, que siempre había
sido muy mordaz respecto a la buena disposición de Dum-
bledore a confiar en la gente.

—Bien dicho, Harry —soltó de pronto Fred.

—¡Eso! ¿Lo habéis oído todos? Yo sólo a medias —bromeó
George mirando de soslayo a Fred, que tuvo que contener
una sonrisa.

Lupin miró a Harry con una extraña expresión de des-
dén, casi de lástima.

—¿Crees que estoy loco? —le preguntó Harry.

—No, lo que creo es que eres igual que James, que ha-
bría considerado que desconfiar de sus amigos era la peor
deshonra.

Harry sabía a qué se refería Lupin: a su padre lo ha-
bía traicionado uno de sus amigos, Peter Pettigrew. Sintió
una rabia irracional. Quiso discutir, pero Lupin, que ya no
lo miraba, dejó su vaso en una mesita y le dijo a Bill:

—Tenemos trabajo. Puedo pedirle a Kingsley que...

—No —lo interrumpió Bill—. Iré yo.

—¿Adonde? —preguntaron Tonks y Fleur a la vez.


—A buscar el cadáver de Ojoloco —contestó Lupin—.
Debemos recuperarlo.


—Pero ¿eso no puede...? —musitó la señora Weasley mi-
rando suplicante a su hijo Bill.

—¿Esperar? No, madre, a menos que prefieras que se
lo lleven los mortífagos.

Nadie replicó. Lupin y Bill se despidieron y salieron de
la habitación.

Los demás se dejaron caer en las sillas, todos excepto
Harry que permaneció de pie. Lo repentino e irremediable
de la muerte los acompañaba como una presencia.

—Yo también tengo que marcharme —anunció.

Diez pares de ojos se clavaron en él.

—No digas tonterías, Harry —dijo la señora Weasley—.
¿De qué estás hablando?

—No puedo quedarme aquí. —El muchacho se frotó la
frente; volvía a sentir pinchazos en la cicatriz; no le dolía
tanto desde hacía más de un año—. Mientras yo esté aquí,
todos correréis peligro. No quiero que...

—¡No seas tonto! —saltó la señora Weasley—. El prin-
cipal objetivo de esta noche era traerte aquí sano y salvo, y
por suerte lo hemos logrado. Y como Fleur ha decidido ca-
sarse aquí en vez de en Francia, lo hemos organizado todo
para estar juntos y vigilarte...

Molly no entendía que con esas palabras sólo conse-
guía que Harry se sintiera aún peor.

—Si Voldemort descubre que estoy aquí...

—Pero ¿cómo va a descubrirlo? —replicó ella.

—Podrías estar en un montón de sitios, Harry —argü-
yó su marido—. El no tiene manera de saber en qué casa
protegida te hemos escondido.

—¡No estoy preocupado por mí! —protestó Harry.

—Ya lo imaginamos —repuso el señor Weasley con cal-
ma—, pero, si te marchas, todo el esfuerzo que hemos hecho
esta noche habrá sido en vano.

—Tú no vas a ninguna parte —gruñó Hagrid—. ¡Jo, Ha-
rry! ¡Con lo que nos ha costado traerte aquí!

—Sí, ¿qué me dices de mi oreja? —intervino George in-
corporándose un poco.

—Ya sé que...

—A Ojoloco no le habría gustado que...

—¡YA LO SÉ! —bramó Harry.

Se sentía acosado y chantajeado. ¿Acaso pensaban que
no era consciente de lo que habían hecho por él? ¿No com-


prendían que precisamente por eso quería marcharse, para
que no tuvieran que sufrir más por su culpa? Hubo un largo
e incómodo silencio (durante el cual siguió notando punza-
das en la cicatriz) que por fin rompió la señora Weasley pre-
guntándole con diplomacia:

—¿Dónde está Hedwig, Harry? Si quieres, podemos lle-
varla con Pigwidgeon y darle algo de comer.

El estómago se le cerró como un puño. No era capaz de
decir la verdad, de modo que se bebió el resto del whisky
de fuego para no tener que contestar.

—Ya verás cuando se sepa que has vuelto a conseguir-
lo, Harry —dijo Hagrid—. ¡Espera a que todo el mundo se
entere de que lo rechazaste cuando ya casi te tenía!

—No fui yo —replicó Harry con voz cansina—. Fue mi
varita mágica; actuó por su cuenta.

Al cabo de unos instantes, Hermione dijo con dulzura:

—Eso es imposible. Querrás decir que hiciste magia
sin proponértelo, o que reaccionaste de forma instintiva.

—No, no —insistió Harry—. La motocicleta estaba ca-
yendo en picado y yo no sabía dónde estaba Voldemort, pero
mi varita giró en mi mano, lo encontró y le lanzó un hechi-
zo, un hechizo que ni siquiera reconocí. Yo nunca he hecho
aparecer llamas doradas.

—A veces —explicó el señor Weasley—, cuando uno se
encuentra en una situación muy comprometida, hace una
magia con la que nunca había soñado. Los niños pequeños,
por ejemplo, antes de recibir formación...

—No, no fue eso —masculló Harry apretando los dientes.
Le dolía mucho la cicatriz, y le costaba disimular su enfado y
frustración; detestaba la idea de que todos estuvieran imagi-
nando que él tenía un poder comparable al de Voldemort.

Nadie insistió, pero Harry sabía que no le creían. Y la
verdad era que nunca había oído decir que una varita hicie-
ra magia por su cuenta.

El dolor de la cicatriz era cada vez más intenso y ya
apenas podía contener los gemidos. Dijo que necesitaba to-
mar el aire, dejó su vaso y salió de la habitación.

Cuando cruzó el oscuro patio, el enorme y esquelético
thestral levantó la cabeza, agitó sus inmensas alas de mur-
ciélago y continuó paciendo. Harry se detuvo ante la verja
que daba al jardín y contempló la maleza mientras se frota-
ba la dolorida frente y pensaba en Dumbledore.


Estaba convencido de que éste le habría creído. Él ha-
bría sabido cómo y por qué la varita de Harry había actuado
por sí sola, porque él tenía respuestas para todo; además,
entendía mucho de varitas y le había explicado a Harry la
extraña relación que existía entre su varita y la de Volde-
mort... Pero Dumbledore —como Ojoloco, Sirius, sus padres
y su pobre lechuza— se había marchado y Harry nunca vol-
vería a hablar con él. Entonces notó un ardor en la garganta
que no tenía nada que ver con el whisky de fuego.

Y de pronto el dolor de la cicatriz alcanzó su punto álgi-
do. Harry se llevó las manos a la frente y cerró los ojos, mien-
tras una voz le gritaba en la cabeza:

—¡Me aseguraste que el problema se solucionaría si se
empleaba la varita de otro!

En su mente surgió la imagen de un anciano escuálido
que, envuelto en harapos, yacía en un suelo de piedra; el an-
ciano soltó un grito horrible y prolongado, un grito de inso-
portable agonía...

—¡No! ¡No! Se lo suplico, se lo suplico...

—¡Mentiste a lord Voldemort, Ollivander!

—No, yo no... Juro que no...

—¡Querías ayudar a Potter, ayudarlo a huir de mí!

—Juro que yo no... Creí que si utilizaba otra varita...

—Entonces explícame qué ha pasado. ¡La varita de Lu-
cius ha quedado destruida!

—No lo entiendo. La conexión... sólo existe... entre esas
dos varitas...

—¡Mientes!

—Por favor... se lo suplico...

Harry vio cómo la blanca mano levantaba la varita,
sintió brotar el odio de Voldemort y vio cómo el frágil ancia-
no que yacía en el suelo se retorcía de dolor...

—¡Harry!

Las imágenes desaparecieron con la misma rapidez
con que habían aparecido. El muchacho estaba plantado en
la oscuridad, temblando, aferrado a la verja del jardín; el
corazón le palpitaba y todavía notaba un hormigueo en la
cicatriz. Tardó un poco en darse cuenta de que Ron y Her-
mione estaban a su lado.

—Volvamos dentro, Harry —le susurró Hermione—.
Supongo que no seguirás pensando en marcharte, ¿ver-
dad?


—Tienes que quedarte, colega —dijo Ron dándole una
fuerte palmada en la espalda.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Hermione, que se
había acercado para verle la cara—. ¡Tienes muy mal as-
pecto!

—Bueno —repuso Harry con voz temblorosa—, seguro
que tengo mejor aspecto que Ollivander.

Cuando terminó de contarles lo que acababa de ver, Ron
se quedó consternado, pero Hermione, completamente ate-
rrada, exclamó:

—¡Pero si eso había dejado de pasarte! La cicatriz... ¡se
suponía que no te sucedería nunca más! No debes permitir
que vuelva a abrirse esa conexión, Harry. ¡Dumbledore que-
ría que cerraras tu mente! —Y como él no contestaba, lo
agarró por el brazo y le advirtió—: ¡Se está apoderando del
ministerio, de los periódicos y de medio mundo mágico, Ha-
rry! ¡No permitas que invada también tu mente!

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