miércoles, 21 de marzo de 2018

Capitulo 12. La magia es poder

A medida que avanzaba agosto, el descuidado rectángulo de
césped que había en el centro de Grimmauld Place iba mar-
chitándose al sol hasta quedar reseco y marrón. Los mug-
gles que vivían en las casas vecinas de esa plaza nunca
habían visto a los inquilinos del número 12 ni la casa en sí,
pero hacía mucho tiempo que habían aceptado el gracioso
error de numeración, en virtud del cual los números 11 y 13
eran colindantes.

Y sin embargo, la plaza atraía un goteo de visitantes
que, por lo visto, consideraban esa anomalía de lo más intri-
gante. Así pues, no pasaba ni un día sin que una o dos perso-
nas llegaran a Grimmauld Place con el único propósito (al
menos aparentemente) de apoyarse en la pequeña valla que
cercaba la plaza, frente a los números 11 y 13, y observar la
unión de las dos casas. Esos individuos nunca eran los mis-
mos, aunque todos solían vestir de una forma muy rara. La
mayoría de los londinenses que pasaban por allí, acostum-
brados a ver personajes excéntricos, no se fijaban mucho en
ellos, aunque de vez en cuando algún viandante volvía la ca-
beza y se preguntaba cómo se le ocurría a alguien salir a la
calle con una capa tan larga, visto el calor que hacía.

No obstante, parecía que esos observadores no obtenían
mucha satisfacción de su vigilancia. A veces, alguno echaba
a correr hacia los edificios, como si por fin hubiera visto algo
interesante, pero siempre regresaba decepcionado.

El 1 de septiembre merodeaba más gente que nunca
por la plaza. Ese día, ataviados con largas capas, había me-
dia docena de individuos en actitud alerta escudriñando


con esmero los números 11 y 13, pero lo que esperaban ver
seguía ocultándose. Al anochecer cayó un inesperado y frío
aguacero por primera vez en varias semanas, y entonces se
produjo uno de aquellos inexplicables momentos en que los
mirones parecían haber visto algo fascinante: el hombre de
la cara deforme señaló los edificios y el que estaba más cer-
ca de él, un tipo pálido y gordinflón, hizo ademán de correr
hacia allí, pero un instante más tarde ambos volvían a es-
tar inmóviles, con aspecto frustrado.

Entretanto, Harry entraba en el vestíbulo del número

12. Había estado a punto de perder el equilibrio al apare-
cerse en el escalón de la puerta de la calle, y temió que los
mortífagos le hubieran visto un codo que se le había salido
un instante de la capa invisible. Cerró la puerta con cuida-
do y se quitó la capa; se la colgó del brazo y cruzó el tétrico
vestíbulo hacia la puerta que conducía al sótano; en la mano
llevaba un ejemplar robado de El Profeta.
Lo recibió el habitual susurro: «¿Severus Snape?» Acto
seguido, lo envolvió la ráfaga de aire frío y la lengua se le
enrolló.

—Yo no te maté —dijo Harry en cuanto la lengua se le
hubo desenrollado, y contuvo la respiración mientras explo-
taba la figura de polvo. Se dispuso a bajar la escalera que
conducía a la cocina y, cuando la señora Black ya no podía
oírlo y se hubo librado de la nube de polvo, gritó—: ¡Tengo
noticias, y no os gustarán!

La cocina estaba casi irreconocible, pues todo relucía
de limpio: habían sacado brillo a los cacharros de cobre, que
destellaban como si fueran nuevos; la mesa de madera res-
plandecía, y las copas y los vasos que había en la mesa pre-
parada para la cena reflejaban el alegre y chispeante fuego
de la chimenea, sobre el que hervía un caldero. Sin embar-
go, nada en la estancia había cambiado tanto como el elfo
doméstico que, envuelto en una toalla inmaculadamente
blanca, con el pelo de las orejas tan limpio y esponjoso como
el algodón y el guardapelo de Regulus rebotándole sobre el
delgado pecho, se acercó corriendo a Harry.

—Quítese los zapatos, por favor, amo Harry, y lávese
las manos antes de cenar —pidió Kreacher con su ronca
voz; le cogió la capa invisible y se puso de puntillas para
colgarla de un gancho en la pared, junto a unas túnicas vie-
jas recién lavadas.


—¿Qué ha sucedido? —preguntó Ron con aprensión. Her-
mione y él estaban examinando un montón de notas garaba-
teadas y mapas trazados a mano, esparcidos por un extremo
de la larga mesa de la cocina, pero levantaron la cabeza
cuando Harry se acercó y puso el periódico encima de los tro-
zos de pergamino.

Una gran fotografía de un hombre de nariz ganchuda y
pelo negro los miró con fijeza, bajo un titular que rezaba:

SEVERUS SNAPE, NUEVO DIRECTOR DE HOGWARTS

—¡Nooo! —exclamaron Ron y Hermione.

Hermione fue la más rápida: agarró el periódico y em-
pezó a leer en voz alta:

—«Severas Snape, hasta ahora profesor de Pociones del
Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, ha sido nombrado
hoy director. Su nombramiento es el más importante de una
serie de cambios en la plantilla del antiguo colegio. Tras la
dimisión de la anterior profesora de Estudios Muggles, Alecto
Carrow asumirá su cargo, mientras que su hermano Amycus
ocupará el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes
Oscuras. "Agradezco esta oportunidad para conservar nues-
tras mejores tradiciones y nuestros valores mágicos"»... ¡Ya,
como cometer asesinatos y cortarle las orejas a la gente!
¡Snape director! ¡Snape en el despacho de Dumbledore! ¡Por
las calzas de Merlín! —chilló Hermione, y los dos chicos se
sobresaltaron. Ella se levantó de la silla y salió en tromba de
la estancia, gritando—: ¡Vuelvo enseguida!

—¿Por las calzas de Merlín? —repitió Ron, divertido—.
Debe de estar muy enfadada. —Cogió el periódico y, tras leer
detenidamente el artículo sobre Snape, comentó—: Los otros
profesores no lo permitirán; McGonagall, Flitwick y Sprout
saben la verdad, saben cómo murió Dumbledore. No acep-
tarán a Snape como director. Oye, ¿y quiénes son esos Ca-
rrow?

—Mortífagos. Dentro hay fotografías suyas. Se halla-
ban en la torre cuando Snape mató a Dumbledore; están
todos compinchados. Y no creo que los demás profesores
puedan hacer otra cosa que quedarse en Hogwarts —aña-
dió Harry con amargura, acercando una silla a la mesa—.
Si el ministerio y Voldemort apoyan a Snape, tendrán que
elegir entre quedarse y enseñar o pasar unos años en Azka-


ban, y eso si tienen suerte. Supongo que se quedarán e in-
tentarán proteger a los alumnos.

Kreacher se acercó muy animado a la mesa con una
gran sopera y, silbando entre dientes, sirvió el potaje con el
cucharón en unos impolutos cuencos.

—Gracias, Kreacher —dijo Harry, y volvió El Profeta
para no verle la cara a Snape—. Bueno, al menos ahora ya
sabemos con toda certeza en qué bando está.

Empezó a tomar la sopa. Las habilidades culinarias de
Kreacher habían mejorado notablemente desde que le ha-
bían regalado el guardapelo de Regulus; la sopa de cebolla
de esa noche, por ejemplo, era la mejor que Harry había pro-
bado jamás.

—Todavía hay muchos mortífagos vigilando la plaza
—le dijo a Ron mientras comía—, más de lo habitual. Pare-
cen estar esperando vernos salir cargados con los baúles
del colegio y dirigirnos hacia el expreso de Hogwarts.

—Llevo todo el día pensando en eso —comentó Ron y
consultó su reloj—. El tren salió hace casi seis horas. Qué
raro no estar en él, ¿verdad?

Harry visualizó la locomotora de vapor roja, como la
vio el día que Ron y él la perseguían por el aire, reluciendo
entre campos y colinas, semejante a una ondulada oruga
escarlata. Estaba seguro de que Ginny, Neville y Luna es-
tarían sentados en el mismo compartimento en ese preciso
instante, preguntándose quizá dónde se habían metido sus
tres amigos, o debatiendo la mejor manera de minar el nue-
vo régimen de Snape.

—Casi me han visto cuando llegué —explicó Harry—.
No caí bien en el escalón y se me resbaló un poco la capa.

—A mí siempre me pasa. ¡Ah, mira, ya está aquí! —ex-
clamó Ron cuando Hermione reapareció en la cocina—. ¿Se
puede saber, en nombre de los calzones más andrajosos de
Merlín, qué te ha pasado?

—Me he acordado de esto —dijo ella con la respiración
agitada.

Traía un gran lienzo enmarcado que apoyó en el suelo.
Cogió su bolsito bordado con cuentas del aparador de la
cocina, lo abrió y, aunque era imposible que el cuadro cu-
piera, se dispuso a meterlo dentro. Unos segundos más tar-
de había desaparecido en las profundidades del diminuto
bolso, como tantas otras cosas.


—Phineas Nigellus —explicó, y dejó el bolso encima de
la mesa con el habitual estrépito.

—¿Cómo dices? —se asombró Ron.

Pero Harry lo había entendido: la imagen pintada de
Phineas Nigellus Black era capaz de trasladarse desde el
retrato de Grimmauld Place hasta el que colgaba en el des-
pacho del director de Hogwarts, en la estancia circular de
la parte superior de la torre donde, sin duda, Snape estaría
sentado en ese mismo momento, triunfante y satisfecho de
poseer la colección de delicados y plateados instrumentos
mágicos de Dumbledore, el pensadero de piedra, el Som-
brero Seleccionador y, a menos que la hubieran llevado a
otro sitio, la espada de Griffyndor.

—Snape podría enviar a Phineas Nigellus a espiar
aquí —explicó Hermione mientras se sentaba—. Pero que
lo intente ahora, porque lo único que verá Phineas Nigellus
será el interior de mi bolso.

—¡Bien pensado! —soltó Ron, impresionado.

—Gracias —repuso Hermione con una sonrisa, y se
acercó su cuenco de sopa—. Bueno, Harry, ¿qué novedades
hay hoy?

—Ninguna. He pasado siete horas vigilando la entrada
del ministerio. Ni rastro de ella. Pero he visto a tu padre,
Ron. Me ha parecido que estaba bien.

Ron asintió agradeciendo esa noticia. Habían acordado
que era demasiado peligroso intentar comunicarse con el se-
ñor Weasley cuando éste entrara o saliera del ministerio,
porque siempre iba rodeado por otros empleados. Sin em-
bargo, era tranquilizador verlo, aunque fuera brevemente y
a pesar de que tuviera aspecto de cansancio y nerviosismo.

—Mi padre siempre nos decía que la mayoría de los
empleados del ministerio utilizan la Red Flu para ir al tra-
bajo —comentó Ron—. Por eso no hemos visto a Umbridge;
seguro que nunca va a pie, se cree demasiado importante.

—¿Y qué me dices de esa bruja estrambótica y del mago
bajito de la túnica azul marino? —preguntó Hermione.

—Ah, sí, el tipo de Mantenimiento Mágico —dijo Ron.

—¿Cómo sabes que trabaja en ese departamento? —in-
quirió la chica con una cucharada de sopa suspendida ante
la boca.

—Porque mi padre decía que los empleados de Mante-
nimiento Mágico llevan túnicas azul marino.


—¡Nunca lo habías comentado!

Hermione dejó la cuchara en el plato y acercó el mon-
tón de notas y mapas que estaban examinando antes de la
llegada de Harry.

—¡Aquí no pone nada de túnicas azul marino! —pro-
testó mientras revisaba febrilmente las hojas.

—Bueno, ¿qué importancia tiene eso?

—¡Claro que importa, Ron! ¡Si queremos entrar en el
ministerio sin que nos descubran, mientras ellos están en
máxima alerta respecto a cualquier intruso, importa hasta
el detalle más insignificante! Llevamos días dándole vuel-
tas al asunto, pero ¿de qué van a servir todos estos viajes de
reconocimiento si tú no te molestas en contarnos que...?

—Caray, Hermione, por una cosa que se me olvida...

—¿No te das cuenta de que seguramente no podríamos
estar en ningún otro lugar más peligroso que en el Ministe-
rio de...?

—Creo que deberíamos hacerlo mañana —la interrum-
pió Harry.

Hermione se detuvo en seco con la boca abierta, y Ron
se atragantó un poco con la sopa.

—¿Mañana? —repitió Hermione—. No lo dirás en se-
rio, ¿verdad, Harry?

—Sí, lo digo en serio. No creo que vayamos a estar mejor
preparados de lo que estamos ahora, aunque nos pasemos
otro mes entero vigilando la entrada del ministerio. Cuan-
to más lo retrasemos, más lejos podría estar ese guardape-
lo. Ya hay muchas probabilidades de que Umbridge se haya
deshecho de él, porque no se abre.

—A menos —intervino Ron— que haya encontrado la
manera de abrirlo y que ahora esté poseída.

—A ella no se le notaría mucho, porque siempre ha sido
rematadamente mala —repuso Harry y, dirigiéndose a Her-
mione, que estaba muy concentrada mordiéndose los la-
bios, continuó—: Ya sabemos lo más importante, es decir,
que no se puede entrar ni salir del ministerio mediante
Aparición, y que sólo a quienes ocupan un cargo de respon-
sabilidad se les permite conectar sus hogares a la Red Flu,
porque Ron oyó a esos dos inefables quejarse de ello. Y tam-
bién sabemos, más o menos, dónde está el despacho de Um-
bridge, por lo que tú oíste que ese tipo barbudo le comentaba
a su amigo...


—«Voy a la primera planta; Dolores quiere verme» —re-
citó Hermione.

—Exacto. E igualmente sabemos que se entra utilizan-
do esas extrañas monedas, o fichas o lo que sean, porque yo
sorprendí a esa bruja pidiéndole prestada una a su amiga...

—¡Pero nosotros no tenemos ninguna!

—Si el plan funciona, las tendremos —declaró Harry
con serenidad.

—No sé, Harry, no sé si... Hay muchas cosas que po-
drían salir mal, dependen tanto del azar...

—Eso no cambiará aunque pasemos otros tres meses
preparándonos. Ha llegado el momento de entrar en ac-
ción.

Harry comprendió, por la expresión de sus amigos, que
estaban asustados. Él tampoco las tenía todas consigo,
pero estaba seguro de que había llegado la hora de poner en
práctica su plan.

Habían pasado las cuatro semanas anteriores turnán-
dose para ponerse la capa invisible y espiar la entrada prin-
cipal del ministerio, que Ron, gracias a su padre, conocía
desde su infancia. Del mismo modo habían seguido a varios
empleados del ministerio, escuchado sus conversaciones y
descubierto, mediante una atenta observación, quiénes so-
lían aparecer solos a la misma hora todos los días. De vez en
cuando birlaban un ejemplar de El Profeta de algún maletín,
y, poco a poco, trazaron los mapas y tomaron las notas que
ahora se amontonaban delante de Hermione.

—Está bien —dijo Ron con cautela—, supongamos que
lo hacemos mañana... Creo que deberíamos ir Harry y yo.

—¡Va, no vuelvas a empezar! —le espetó Hermione sus-
pirando—. Creía que eso ya había quedado claro.

—Una cosa es merodear por las entradas protegidos por
la capa invisible, pero esto es diferente, Hermione. —Ron
hincó un dedo en un ejemplar de El Profeta de diez días
atrás—. ¡Tú estás en la lista de hijos de muggles que no se
han presentado voluntarios para ser interrogados!

—¡Y tú se supone que estás muriendo de spattergroit
en La Madriguera! Si hay alguien que no debería ir, ése es
Harry, por cuya cabeza están dispuestos a pagar diez mil
galeones...

—Vale, yo me quedo aquí. Ya me avisaréis si conseguís
derrotar a Voldemort, ¿eh?


Mientras Ron y Hermione reían, Harry sintió una fuer-
te punzada en la cicatriz. Se llevó una mano a la frente,
pero, al ver que Hermione lo miraba con desconfianza, in-
tentó disimular el movimiento apartándose un mechón de
cabello.

—Bueno, si vamos los tres, tendremos que desapare-
cernos por separado —decía Ron—. Ya no cabemos todos
debajo de la capa invisible.

A Harry cada vez le dolía más la cicatriz. Se levantó y
Kreacher fue rápidamente hacia él.

—El amo no se ha terminado la sopa. ¿Prefiere el sabro-
so estofado, o la tarta de melaza que al amo tanto le gusta?

—No, Kreacher, gracias. Vuelvo enseguida. Voy... al la-
vabo.

Harry, consciente de que Hermione no le quitaba ojo,
subió a toda prisa la escalera que llevaba al vestíbulo, y de
ahí al primer piso. Cuando por fin logró encerrarse en el
cuarto de baño, se desplomó gimiendo de dolor sobre el la-
vamanos negro, de grifos en forma de serpiente con la boca
abierta, y cerró los ojos...

Avanzaba como deslizándose por una calle en penum-
bra, donde los altos tejados de los edificios que la flan-
queaban eran de madera a dos aguas; parecían casitas de
chocolate.

Se acercó a una de ellas, y entonces su blanca mano de
largos dedos resaltó contra la oscura puerta. Llamó. Sentía
una emoción cada vez mayor...

Se abrió la puerta y apareció una mujer risueña, pero,
al ver la cara de Harry, se puso seria y su expresión jovial se
trocó en una mueca de terror...

—¿Está Gregorovitch? —preguntó una voz fría y agu-
da.
La mujer negó con la cabeza e intentó cerrar la puerta.
Una blanca mano se interpuso, impidiéndole cerrarla...
—Quiero ver a Gregorovitch.

—Er wohnt hier nicht mehr! —gritó ella sacudiendo la
cabeza—. ¡El no vivir aquí! ¡No vivir aquí! ¡Yo no conocer!

La mujer desistió de cerrar la puerta y retrocedió por el
oscuro vestíbulo. Harry la siguió, siempre deslizándose, y
su mano de largos dedos sacó la varita mágica.

—¿Dónde está?

—Das weis ich nicht! ¡El irse! ¡Yo no saber, no saber!


Harry levantó la varita y la mujer chilló. Dos niños pe-
queños llegaron corriendo al vestíbulo y ella intentó prote-
gerlos con los brazos. Hubo un destello de luz verde...

—¡Harry! ¡HARRY!
El muchacho abrió los ojos y comprobó que había caído
al suelo. Hermione golpeaba la puerta.
—¡Abre, Harry!

«He gritado en sueños», pensó. Se levantó y descorrió el
pestillo de la puerta. Hermione entró tropezando, recuperó
el equilibrio y miró alrededor con desconfianza. Ron apare-
ció agitado detrás de ella y apuntó con la varita a los rinco-
nes del frío cuarto de baño.

—¿Qué hacías? —preguntó Hermione con severidad.

—¿Tú qué crees? —replicó Harry con un tono bravucón
nada convincente.

—¡Chillabas como un condenado! —le espetó Ron.

—Oh, es eso... Debo de haberme quedado dormido, o...

—¿Nos tomas por tontos, Harry? —terció Hermione—.
Sabemos que en la cocina te dolía la cicatriz, y estás blanco
como la cera.

El chico se sentó en el borde de la bañera.

—Está bien, tienes razón —cedió—. Acabo de ver cómo
Voldemort mataba a una mujer. A estas alturas ya debe de
haber acabado con toda la familia. Y no tenía ningún moti-
vo para hacerlo. Ha sido como lo de Cedric: ellos estaban
allí y...

—¡No debes permitir que esto vuelva a pasar, Harry!
—le recriminó Hermione con vehemencia—. ¡Dumbledore
quería que utilizaras la Oclumancia porque creía que esa
conexión era peligrosa! ¡Voldemort puede utilizarla, Harry!
¿De qué te sirve ver cómo él tortura y mata, en qué puede
ayudarte?

—Así sé lo que hace —se defendió.

—Entonces, ¿ni siquiera tratarás de cerrarle el paso a
tu mente?

—No puedo, Hermione. Ya sabes que la Oclumancia se
me da muy mal, nunca llegué a entender cómo funciona.

—¡Porque nunca lo intentaste de verdad! —replicó ella,
acalorada—. No lo entiendo, Harry. ¿Acaso te gusta tener
esa conexión o relación o... como quieras llamarla?

Vaciló al ver la mirada que Harry le dirigió al levantar-
se.


—¿Gustarme, dices? —musitó el chico—. ¿A ti te gusta-
ría?

—Yo no... Lo siento, no quería...

—La odio. Detesto que él pueda meterse dentro de mí,
detesto tener que verlo cuando más sanguinario se mues-
tra. Pero voy a utilizarla.

—Sin embargo, Dumbledore...
—Olvídate de Dumbledore. Esto es asunto mío y de na-
die más. Quiero saber por qué busca a Gregorovitch.
—¿A quién?

—Es un fabricante de varitas extranjero —explicó Ha-
rry—. Confeccionó la varita de Krum, y éste asegura que es
muy bueno.

—Pero, según tú —intervino Ron—, Voldemort tiene a
Ollivander encerrado en alguna parte. Si ya tiene a un fa-
bricante de varitas, ¿para qué necesita a otro?

—Quizá piensa como Krum y considera que Gregoro-
vitch es mejor. O quizá cree que Gregorovitch podrá expli-
carle lo que hizo mi varita cuando él me perseguía, porque
Ollivander no supo aclarárselo.

Harry echó un vistazo al resquebrajado y sucio espejo,
y vio a Ron y Hermione intercambiando miradas de escep-
ticismo a sus espaldas.

—Harry, no paras de hablar de cómo actuó tu varita
—dijo la chica—, pero lo hiciste tú. ¿Por qué te empeñas en
no asumir tu propio poder?

—¡Porque estoy seguro, y Voldemort también lo está, de
que no fui yo, Hermione! ¡El y yo sabemos qué ocurrió en
realidad!

Se miraron fijamente a los ojos; Harry sabía que no la
había convencido y que ahora ella estaba ordenando sus ar-
gumentos para rebatirle la teoría de la actuación de la va-
rita y el hecho de que siguiera metiéndose en la mente de
Voldemort. Por ello sintió alivio cuando Ron intervino:

—Déjalo, Hermione. Que haga lo que quiera. Además,
si tenemos que ir mañana al ministerio, ¿no crees que debe-
ríamos repasar el plan?

Hermione cedió a regañadientes, pero Harry sabía que
volvería a la carga en cuanto se le presentara una oportu-
nidad.

Regresaron a la cocina del sótano, donde Kreacher les
sirvió estofado y tarta de melaza.


Esa noche no se acostaron hasta muy tarde, tras pasar
horas repasando una y otra vez su plan, hasta que lograron
recitárselo a la perfección unos a otros. Harry, que desde ha-
cía unos días dormía en la habitación de Sirius, se tumbó en
la cama y con la varita mágica iluminó la vieja fotografía
en la que aparecían su padre, Sirius, Lupin y Pettigrew. De-
dicó unos minutos más a memorizar el plan. Sin embargo,
cuando apagó la varita no pensaba en la poción multijugos,
ni en las pastillas vomitivas, ni en las túnicas azul marino
de los empleados de Mantenimiento Mágico, sino en Grego-
rovitch, el fabricante de varitas, y se preguntó cuánto tiem-
po conseguiría ocultarse mientras Voldemort lo buscaba con
tanta determinación.

El amanecer sucedió a la medianoche a velocidad de
agravio.

—Tienes un aspecto espantoso —dijo Ron al entrar en
la habitación para despertar a Harry.

—No por mucho tiempo —repuso éste bostezando.

Encontraron a Hermione en la cocina. Kreacher estaba
sirviéndole café y bollos calientes, y ella tenía esa expre-
sión de desquiciada que Harry asociaba con el repaso pre-
vio a los exámenes.

—Túnicas —murmuró la chica saludando a Harry con
un gesto de la cabeza, y siguió revolviendo en su bolsito de
cuentas—, poción multijugos, capa invisible, detonadores
trampa (deberíais llevar un par cada uno, por si acaso), pas-
tillas vomitivas, turrón sangranarices, orejas extensibles...

Engulleron el desayuno y subieron sin entretenerse.
Krea-
cher se despidió de ellos con cortesía y prometió preparar un
pastel de carne y ríñones para cuando volvieran.

—Este elfo se hace querer —dijo Ron con afecto—. Y pen-
sar que antes soñaba con cortarle la cabeza y colgarla en la
pared.

Salieron al escalón de la puerta principal con muchísi-
mo cuidado, porque había un par de mortífagos con caras
soñolientas observando la casa desde el otro extremo de la
neblinosa plaza. Hermione se desapareció primero con Ron,
y luego volvió a buscar a Harry.

Tras unos momentos de oscuridad y sensación de asfi-
xia, Harry se encontró en el diminuto callejón donde habían
previsto llevar a cabo la primera fase del plan. El callejón
todavía estaba desierto (sólo se veían un par de cubos de


basura), pues los primeros empleados del ministerio no so-
lían aparecer hasta las ocho en punto, como muy pronto.

—Muy bien —dijo Hermione consultando la hora—. Ten-
dría que llegar dentro de unos cinco minutos. Cuando la haya
aturdido...

—Ya lo sabemos, Hermione —resopló Ron—. ¿Y no te-
níamos que abrir la puerta antes de que ella llegara?

Hermione soltó un chillido.

—¡Casi se me olvida! Apartaos un poco...

Sacó la varita y apuntó a la puerta contra incendios que
tenían al lado, cerrada con candado y cubierta de grafitos. Se
abrió con estrépito, dejando a la vista un oscuro pasillo que
conducía, como ya sabían gracias a sus meticulosas explora-
ciones, a un teatro en desuso. Hermione la entornó para que
pareciera cerrada e indicó:

—Y ahora nos ponemos otra vez la capa invisible y...

—... y esperamos —concluyó Ron y le echó la capa por
encima como quien cubre un periquito con un trapo, y miró
a Harry poniendo los ojos en blanco.

Un par de minutos después se oyó un débil «¡paíl», y una
bruja menuda del ministerio, de cabello canoso y suelto, se
apareció a escasos metros de ellos y parpadeó, deslumbra-
da, porque el sol acababa de salir por detrás de una nube.
Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar de aquella inesperada
tibieza, porque el silencioso hechizo aturdidor de Hermione
le dio en el pecho y la bruja cayó hacia atrás.

—Buen trabajo —la felicitó Ron, saliendo de detrás del
cubo de basura que había junto a la puerta del teatro, mien-
tras Harry se quitaba la capa invisible.

Juntos, trasladaron a la bruja al oscuro pasillo que con-
ducía a la parte trasera del escenario. Hermione le arrancó
varios pelos y los metió en un frasco de fangosa poción mul-
tijugos que sacó del bolsito de cuentas. Entretanto, Ron re-
buscaba en el bolso de la bruja.

—Se llama Mafalda Hopkirk —anunció leyendo una
tarjetita que la identificaba como auxiliar de la Oficina Con-
tra el Uso Indebido de la Magia—. Será mejor que cojas
esto, Hermione, y aquí están las fichas.

Le dio unas moneditas doradas, todas con las iniciales
«M.D.M.» grabadas, que había en el bolso de la bruja.

Hermione se bebió la poción multijugos, que había
adoptado el bonito color de los heliotropos, y pasados unos


segundos se convirtió en el doble de Mafalda Hopkirk. Le
quitó las gafas a la verdadera y se las puso, y entonces Ha-
rry consultó su reloj.

—Vamos retrasados. El empleado de Mantenimiento Má-
gico llegará en cualquier momento.

Se apresuraron a cerrar la puerta tras la que habían
dejado a la Mafalda auténtica. Harry y Ron se taparon con
la capa invisible, pero Hermione permaneció a la vista, es-
perando. Segundos después se oyó otro «¡paf!» y un mago
bajito y con cara de hurón se apareció ante ellos.

—¡Hola, Mafalda!

—¡Hola! —lo saludó Hermione con voz temblorosa—.
¿Qué tal?

—No muy bien, la verdad —respondió el mago, que pa-
recía muy abatido.

Hermione y el mago se encaminaron hacia la calle prin-
cipal. Harry y Ron los siguieron.

—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —preguntó Her-
mione, ya más calmada, mientras el mago intentaba expo-
nerle sus problemas; era esencial que no llegara a la calle—.
Toma, un caramelo.

—¿Cómo? Ah. No, no, gracias...

—¡Insisto! —dijo Hermione con agresividad, agitando
la bolsa de pastillas delante de la cara del mago. Un tanto
alarmado, el tipo cogió una.

El efecto fue instantáneo. Apenas la pastilla le tocó la
lengua, empezó a vomitar de tal modo que ni siquiera notó
que Hermione le arrancababa unos pelos de la coronilla.

—¡Madre mía! —exclamó la chica mientras el mago es-
parcía vómito por todo el callejón—. Quizá deberías tomar-
te el día libre.

—¡No, no! —Sentía unas tremendas arcadas pero se-
guía su camino, aunque haciendo eses—. Tengo que... pre-
cisamente hoy... tengo que...

—¡No digas tonterías! —farfulló Hermione, alarma-
da—. ¡No puedes ir a trabajar en este estado! ¡Creo que de-
berías ir a San Mungo para que te examinen!

El mago se derrumbó, sin parar de tener arcadas, pero
poniéndose a cuatro patas intentó llegar a la calle principal.

—¡No puedes ir a trabajar así! —chilló Hermione.

Por fin, el mago admitió que su acompañante tenía ra-
zón. Se agarró de Hermione, que estaba muerta de asco,


para levantarse del suelo, se dio la vuelta y se esfumó. Lo
único que quedó de él fue la bolsa, que Ron le había arran-
cado de la mano antes de que se desapareciera, y algunas
gotas de vómito flotando en el aire.

—¡Puajj! —exclamó Hermione recogiéndose la túnica
para esquivar los charcos de vómito—. Habría sido mucho
más limpio aturdirlo a él también.

—Tienes razón —corroboró Ron, y salió de debajo de la
capa invisible con la bolsa del mago en la mano—, pero sigo
pensando que si dejáramos un reguero de magos inconscien-
tes llamaríamos más la atención. Oye, a ese tipo le gusta mu-
cho su trabajo, ¿no? Pásame los pelos y la poción, Hermione.

En dos minutos, Ron estaba ante ellos, tan menudo y
con la misma cara de hurón que el mago al que había su-
plantado. Acto seguido, se puso la túnica azul marino que
llevaba doblada en la bolsa.

—Qué raro que no la llevara puesta, con las ganas que
tenía de ir a trabajar, ¿verdad? En fin, me llamo Reg Cat-
termole, o al menos eso pone en la tarjeta.

—Quédate ahí —le dijo Hermione a Harry, que seguía
bajo la capa invisible—. Volveremos enseguida con unos
pelos para ti.

Harry tuvo que esperar diez minutos que se le hicieron
eternos, solo en aquel callejón salpicado de inmundicia,
junto a la puerta tras la que habían escondido a la aturdida
Mafalda. Al fin llegaron Ron y Hermione.

—No sabemos quién es —dijo Hermione, y le dio a Ha-
rry unos cabellos negros y rizados—, pero se ha marchado a
su casa con una hemorragia nasal tremenda. Ten, es bas-
tante alto, necesitarás una túnica más grande...

Sacó una de las túnicas viejas que Kreacher les había
lavado, y Harry se retiró un poco para cambiarse y tomar la
poción.

Cuando hubo terminado la dolorosa transformación,
Harry llevaba barba, medía más de un metro ochenta y, a
juzgar por sus musculosos brazos, tenía una complexión at-
lética. Se guardó la capa invisible y las gafas bajo la túnica
y fue a reunirse con sus amigos.

—¡Caray, das miedo! —exclamó Ron; ahora su amigo
era bastante más alto que él.

—Coge una de las fichas de Mafalda y vamonos —le dijo
Hermione a Harry—; ya casi es la hora.


Salieron del callejón. En la abarrotada acera de la calle
principal, a unos cincuenta metros, unas rejas negras y pun-
tiagudas flanqueaban dos tramos de escalones, uno con el le-
trero «Damas» y el otro «Caballeros».

—Nos vemos ahora mismo —dijo Hermione, nerviosa,
antes de bajar tambaleándose los escalones que conducían
al lavabo de señoras. Harry y Ron siguieron a unos indivi-
duos de extraño atuendo que también bajaban hacia lo que
parecía un lavabo público subterráneo, normal y corriente,
revestido de azulejos blancos y negros.

—¡Buenos días, Reg! —saludó otro mago con túnica
azul marino al entrar en una cabina tras insertar una fi-
cha dorada en la ranura de la puerta—. Menudo latazo,
¿verdad? ¡Obligarnos a ir al trabajo de esta forma! ¿Quién
creen que va a venir, Harry Potter? —Y rió de su propio chis-
te.

Ron soltó una risita forzada y replicó:

—Sí, qué tontería, ¿no?

Ambos amigos entraron en cabinas contiguas.

Harry oyó cómo los magos tiraban de la cadena en otras
cabinas. Se agachó y miró por el resquicio del panel que se-
paraba su cubículo del de al lado, justo a tiempo de ver un
par de botas subiéndose al retrete. Luego miró por el resqui-
cio de la izquierda y vio a Ron, que también se había agacha-
do y lo miraba a él.

—¿Tenemos que meternos en el retrete y tirar de la ca-
dena? —susurró incrédulo.

—Por lo visto, sí —respondió Harry con una voz grave y
áspera que no reconoció.

Ambos se incorporaron y Harry se subió al retrete; se
sentía increíblemente imbécil.

Sin embargo, supo al instante que había hecho lo co-
rrecto, pues aunque tuvo la sensación de meterse de lleno
en el agua, los zapatos, los pies y el bajo de su túnica per-
manecieron completamente secos. Tiró de la cadena y un
momento después descendía por una corta rampa hasta
aterrizar en una de las chimeneas del Ministerio de Magia.

Se levantó con dificultad, nada acostumbrado a manejar
un cuerpo tan grande. El inmenso Atrio parecía más oscuro
de como lo recordaba; antes, una fuente dorada ocupaba el
centro del vestíbulo y arrojaba temblorosos puntos de luz al
pulido parquet y las paredes. Ahora, en cambio, una gigan-


tesca composición en piedra negra dominaba la escena; se
trataba de una enorme y sobrecogedora escultura de una
bruja y un mago que, sentados en sendos tronos labrados y
ornamentados, observaban a los empleados del ministerio
que salían por las chimeneas; en el pedestal se leían unas
palabras grabadas con letras de un palmo de alto: «LA MAGIA
ES PODER.»
Harry recibió un repentino golpe en la parte posterior
de las piernas: otro mago acababa de caer por la chimenea
detrás de él.
—¡Aparta, hombre! ¿No ves que...? ¡Oh, lo siento, Run-
corn!
El mago, un tipo calvo con cara de asustado, se escabulló
rápidamente. Al parecer, el hombre al que Harry suplanta-
ba, el tal Runcorn, era un personaje que imponía.
—¡Pst! —siseó una voz.
Harry volvió la cabeza y vio a una bruja bajita y menu-
da y al mago con cara de hurón de Mantenimiento Mágico
haciéndole señas desde el otro lado de la estatua. Ensegui-
da fue a reunirse con ellos.
—¿Has llegado bien? —le preguntó Hermione.
—No, todavía está atrapado en el cagadero —se mofó
Ron.
—¡Muy gracioso! Es horrible, ¿verdad? —le dijo a Ha-
rry, que estaba contemplando la estatua—. ¿Has visto dón-
de están sentados?
Harry miró con más atención y vio que lo que había to-
mado por tronos labrados con motivos decorativos eran en
realidad montañas de seres humanos esculpidos: cientos y
cientos de cuerpos desnudos —hombres, mujeres y niños—,
de rostros patéticos, retorcidos y apretujados para soportar
el peso de aquella pareja de magos ataviados con elegantes
túnicas.
—Muggles... —susurró Hermione— en el sitio que les
corresponde. ¡Vamos, no perdamos más tiempo!
Mirando alrededor con disimulo, se unieron al torren-
te de magos y brujas que avanzaban hacia las puertas
doradas que había al fondo del vestíbulo, pero no vieron
ni rastro de la característica silueta de Dolores Umbrid-
ge. Cruzaron las puertas y entraron en un vestíbulo más
pequeño, donde se estaban formando colas enfrente de vein-
te rejas doradas correspondientes a veinte ascensores.


Nada más ponerse en la cola más cercana, una voz excla-

mó:

—¡Cattermole!

Los chicos se volvieron y a Harry le dio un vuelco el co-
razón. Uno de los mortífagos que había presenciado la muer-
te de Dumbledore se dirigía hacia ellos. Los empleados que
estaban a su lado guardaron silencio y bajaron la vista. Ha-
rry sintió cómo el miedo los atenazaba. El tosco y ceñudo
rostro de aquel individuo no acababa de encajar con su am-
plia y magnífica túnica, bordada con abundante hilo de oro.
Entre la multitud que esperaba ante los ascensores, algu-
nos gritaron con tono adulador: «¡Buenos días, Yaxley!», pero
Yaxley los pasó por alto.

—Pedí que alguien de Mantenimiento Mágico fuera a
ver qué ocurre en mi despacho, Cattermole. Pero sigue llo-
viendo.

Ron miró alrededor como si esperara que alguien inter-
viniese, pero nadie dijo nada.

—¿Lloviendo? ¿En su despacho? Vaya, qué contrarie-
dad, ¿no?

Ron soltó una risita nerviosa y Yaxley enarcó las cejas.

—¿Lo encuentras gracioso, Cattermole?

Un par de brujas se apartaron de la cola y se marcha-
ron a toda prisa.

—No —contestó Ron—. No, por supuesto que no...

—Por cierto, ¿sabes adonde voy? Abajo, a interrogar a
tu esposa, Cattermole. De hecho, me sorprende que no es-
tés allí acompañándola y confortándola mientras espera.
Supongo que te has desentendido de ella, ¿verdad? Bueno,
es lo más sensato. La próxima vez asegúrate de casarte con
una sangre limpia.

Hermione soltó un gritito de horror y Yaxley la miró.
La chica tosió un poco y se dio la vuelta.

—Yo... yo... —tartamudeó Ron.

—Si a mi esposa la acusaran de ser una sangre sucia
(aunque yo jamás me casaría con una mujer que pudiera
ser tomada por semejante escoria) y el jefe del Departa-
mento de Seguridad Mágica necesitara que le arreglaran
algo, daría prioridad a ese trabajo, Cattermole. ¿Lo captas?

—Sí, claro, claro —murmuró Ron.

—Pues entonces ocúpate de mi despacho, Cattermole,
y si dentro de una hora no está completamente seco, el


Estatus de Sangre de tu esposa estará aún más en entredi-
cho de lo que ya está.

La reja dorada que tenían delante se abrió con un tra-
queteo. Yaxley saludó con una inclinación de la cabeza y una
sonrisa a Harry, convencido de que éste aprobaría cómo ha-
bía tratado a Cattermole, y se dirigió a otro ascensor. Los
tres amigos entraron en el suyo, pero no los siguió nadie:
era como si tuvieran una enfermedad contagiosa. La reja se
cerró con estrépito y el ascensor comenzó su ascensión.

—¿Qué hago? —preguntó Ron a sus amigos; parecía
muy acongojado—. Si no voy, mi esposa... es decir, la esposa
de Cattermole...

—Te acompañaremos, tenemos que seguir juntos... —mu-
sitó Harry, pero Ron movió la cabeza enérgicamente.

—Eso es una locura, no tenemos mucho tiempo. Id vo-
sotros en busca de Umbridge y yo iré a arreglar el despacho
de Yaxley... Pero ¿qué hago para que deje de llover?

—Prueba con un Finite Incantatem —sugirió Hermio-
ne—. Si es un maleficio o una maldición, eso detendrá la
lluvia; si no, es que ha pasado algo con un encantamiento
atmosférico, y eso es más difícil de arreglar. Como medida
provisional, haz un encantamiento impermeabilizante para
proteger sus cosas...

—Repítelo todo más despacio —pidió Ron mientras bus-
caba ansiosamente una pluma en sus bolsillos, pero en ese
momento el ascensor se detuvo con una sacudida.

Una incorpórea voz de mujer anunció: «Cuarta planta,
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Má-
gicas, que incluye las Divisiones de Bestias, Seres y Espíri-
tus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia
Consultiva de Plagas.» La reja volvió a abrirse para dejar
entrar a un par de magos y algunos aviones de papel viole-
ta que revolotearon alrededor del foco del techo.

—Buenos días, Albert —dijo un hombre de poblado bi-
gote sonriendo a Harry.

Cuando el ascensor dio un chirrido y siguió ascendiendo,
el mago echó un vistazo a Ron y Hermione; la chica, angustia-
da, estaba susurrándole instrucciones a Ron. El mago se in-
clinó hacia Harry esbozando una sonrisa socarrona y musitó:

—Dirk Cresswell, ¿eh? ¿De Coordinación de los Duen-
des? Bien hecho, Albert. ¡Estoy seguro de que ahora conse-
guiré su puesto! —Le guiñó un ojo.


Harry le devolvió la sonrisa, con la esperanza de que
bastara con eso. El ascensor se detuvo y las puertas volvie-
ron a abrirse.

«Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica,
que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia,
el Cuartel General de Aurores y los Servicios Administrati-
vos del Wizengamot», dijo la voz de mujer.

Harry vio que Hermione le daba un empujoncito a Ron
y que éste salía del ascensor dando traspiés, seguido de los
otros magos, dejando solos a sus amigos. En cuanto la reja
dorada se hubo cerrado, Hermione dijo con agitación:

—Mira, Harry, será mejor que vaya con él, porque me
parece que no sabe lo que hace, y si lo descubren todo nues-
tro plan...

«Primera planta, Ministro de Magia y Personal Adjun-
to.»

La reja dorada volvió a abrirse y Hermione sofocó un
grito. Ante ellos había cuatro personas, dos de ellas enfras-
cadas en una conversación: un mago de pelo largo con una
elegante túnica negra y dorada, y una bruja rechoncha, de
cara de sapo, que lucía un lazo de terciopelo en la corta me-
lena y apoyaba contra el pecho un montón de hojas de per-
gamino prendidas con un sujetapapeles.

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