A la mañana siguiente, antes de que Ron y Hermione desper-
taran, Harry salió de la tienda para buscar por el bosque el
árbol más viejo, retorcido y fuerte que encontrara. Cuando lo
halló, enterró el ojo de Ojoloco Moody bajo su sombra y mar-
có una crucecita en la corteza con la varita mágica. No era
gran cosa, pero creyó que Ojoloco habría preferido estar ahí
a quedarse incrustado en la puerta del despacho de Dolores
Umbridge. Luego regresó a la tienda y esperó a que desper-
taran sus amigos para debatir lo que harían a continuación.
Tanto Hermione como él opinaron que no era conve-
niente quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, y Ron es-
tuvo de acuerdo, pero puso como condición que el siguiente
paso los llevara a algún lugar donde pudiera conseguir un
bocadillo de beicon. Hermione retiró los sortilegios que ha-
bía repartido por el claro, mientras ambos chicos borraban
todas las marcas y huellas que revelaran que habían acam-
pado allí. Entonces se desaparecieron hacia las afueras de
una pequeña población con mercado.
Tras montar la tienda al amparo de un bosquecillo y
rodearla de nuevos sortilegios defensivos, Harry se puso la
capa invisible y salió a buscar comida. Pero las cosas no sa-
lieron según lo planeado. Acababa de llegar a un pueblo cer-
cano cuando un frío inusual, una densa niebla y la repentina
oscuridad del cielo lo hicieron detenerse en seco.
—¡Pero si tú sabes hacer un patronus de primera!
—protestó Ron cuando Harry llegó a la tienda con las ma-
nos vacías, sin aliento y murmurando una única palabra:
«dementores».
—No he logrado... hacerlo —se disculpó casi sin resue-
llo mientras se sujetaba el costado, donde notaba una fuer-
te punzada—. No me... salía...
La cara de consternación y decepción de sus amigos lo-
gró que se avergonzara de sí mismo. No obstante, acababa
de pasar por una experiencia de pesadilla: había visto a lo
lejos cómo los dementores salían deslizándose de la niebla
y había comprendido, mientras aquel frío paralizante lo en-
volvía y un grito sonaba en la distancia, que no sería capaz
de protegerse. Había tenido que emplear toda su energía
para echar a correr, dejando a los dementores —esas tétri-
cas figuras sin ojos— entre los muggles que, aunque no los
vieran, sin duda sentirían la desesperación que sembraban
a su paso.
—Así que seguimos sin comida.
—Cállate, Ron —le espetó Hermione—. ¿Qué ha pasa-
do, Harry? ¿Por qué crees que no has podido convocar el patronusl
¡Ayer te salió la mar de bien!
—No lo sé.
Se dejó caer en una de las viejas butacas de Perkins;
cada vez se sentía más humillado y temía que algún meca-
nismo interior hubiera dejado de funcionarle. El día ante-
rior parecía muy lejano; se sentía como si volviera a tener
trece años y fuera el único que se desplomaba en el expreso
de Hogwarts.
Ron le dio un puntapié a una silla.
—Bueno ¿qué? —le dijo a Hermione, enfurruñado—.
¡Tengo un hambre de muerte! ¡Lo único que he comido des-
de que casi muero desangrado ha sido un par de setas!
—Pues ve tú a pelearte con los dementores —replicó
Harry, dolido.
—¡Iría, pero, por si no te has fijado, llevo un brazo en
cabestrillo!
—Ya, eso resulta muy práctico.
—¿Y qué se supone que...?
—¡Claro! —saltó Hermione dándose una palmada en
la frente, y los chicos la miraron—. ¡Dame el guardapelo,
Harry! ¡Corre, el Horrocrux, Harry! ¡Todavía lo llevas enci-
ma! —exclamó impaciente, chasqueando los dedos al ver
que él no reaccionaba.
Tendió una mano y Harry se quitó la cadena de oro del
cuello. Tan pronto el guardapelo perdió el contacto con su
piel, él se sintió libre y extrañamente aliviado. Ni siquiera
se había dado cuenta de que tenía las manos sudorosas, o
que notaba una desagradable presión en el estómago, has-
ta que esas sensaciones desaparecieron.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Hermione.
—¡Sí, mucho mejor!
—Harry —dijo ella poniéndose en cuclillas delante de
él y empleando el tono con que uno se dirige a personas
muy enfermas—, no creerás que estás poseído, ¿verdad?
—¿Qué dices? ¡No, claro que no! —contestó él, ofendi-
do—. Recuerdo todo lo que he hecho mientras lo llevaba
colgado. Si estuviera poseído, no sabría cómo había actua-
do, ¿no? Ginny me contó que a veces no recordaba nada.
—Hum —murmuró Hermione examinando el grueso
guardapelo—. Bueno, quizá no deberíamos llevarlo colga-
do. Podríamos guardarlo en la tienda.
—No vamos a dejar ese Horrocrux por ahí —declaró
Harry—. Si lo perdemos, si nos lo roban...
—De acuerdo, de acuerdo —cedió la chica, y se colgó el
guardapelo del cuello y lo ocultó debajo de su camisa—.
Pero nos turnaremos para que ninguno lo lleve demasiado
rato seguido.
—Estupendo —dijo Ron con irritación—. Y ahora que
ya hemos solucionado ese punto, ¿podemos ir a buscar algo
de comer?
—Sí, pero iremos a otro sitio —determinó Hermione
mirando de reojo a Harry—. No tiene sentido que nos que-
demos aquí sabiendo que hay dementores patrullando.
Por fin, decidieron pasar la noche en un campo aparta-
do que pertenecía a una granja solitaria de la que habían
conseguido llevarse huevos y pan.
—Esto no es robar, ¿verdad? —preguntó Hermione con
aprensión, mientras devoraban los huevos revueltos con
pan tostado—. He dejado dinero en el gallinero...
Ron puso los ojos en blanco y, con los carrillos henchi-
dos, dijo:
—Emión, no te pecupes tanto. ¡Elájate!
Desde luego, les resultó mucho más fácil relajarse des-
pués de haber comido. Esa noche, las risas les hicieron ol-
vidar la discusión sobre los dementores, y Harry estaba
contento, casi optimista, cuando eligió hacer la primera
guardia de la noche.
De ese modo comprobaron que con el estómago lleno
uno está mucho más animado, mientras que si se tiene va-
cío es fácil que surjan las peleas y el pesimismo. Harry fue
el menos sorprendido por este descubrimiento, porque en
casa de los Dursley había pasado períodos de verdadera
inanición. Hermione sobrellevaba bien las noches en que
sólo encontraban unas bayas o unas galletas rancias, aun-
que quizá se mostraba un poco más malhumorada de lo
habitual y sus silencios eran algo más hoscos. Ron, en cam-
bio, estaba acostumbrado a tres deliciosas comidas al día,
cortesía de su madre o de los elfos domésticos de Hogwarts,
y el hambre lo ponía irascible y poco razonable. Siempre
que la falta de comida coincidía con su turno de llevar el
Horrocrux, se volvía de lo más desagradable.
«¿Y ahora adonde vamos?», era su cantinela de siem-
pre. Sin embargo, daba la impresión de que no tenía ideas
propias, y en todo momento esperaba que a sus dos compa-
ñeros se les ocurriera algún plan, mientras él se limitaba a
amargarse pensando en la escasez de comida. Por tanto,
Harry y Hermione pasaban horas infructuosas intentando
averiguar dónde estarían los otros Horrocruxes y cómo des-
truir el que ya poseían; y como no disponían de nuevos da-
tos, sus conversaciones cada vez eran más repetitivas.
Según recordaba Harry, Dumbledore sostenía que Vol-
demort había escondido los Horrocruxes en sitios que te-
nían alguna importancia para él, de modo que los chicos
no paraban de enumerar, como si recitaran una especie de
deprimente letanía, los lugares donde Voldemort había
vivido o que guardaban cierta relación con él: el orfanato
donde nació y se crió; Hogwarts, donde se educó; Borgin y
Burkes, donde trabajó después de abandonar los estudios;
y por último, Albania, donde transcurrieron sus años de
exilio. Esas pistas formaban la base de sus especulacio-
nes.
—Sí, vamos a Albania. Registrar todo un país no nos
llevará más de una tarde —sugirió Ron con sarcasmo.
—Allí no puede haber nada. Cuando se marchó al exi-
lio, ya había hecho cinco Horrocruxes, y Dumbledore estaba
seguro de que la serpiente es el sexto —razonó Hermione—.
Pero sabemos que ésta no se halla en Albania, porque suele
acompañar a Vol...
—¿No os he pedido que no mencionéis su nombre?
—¡Vale! La serpiente suele acompañar a Quien-voso-
tros-sabéis. ¿Satisfecho?
—No mucho, la verdad.
—No me lo imagino escondiendo nada en Borgin y Bur-
kes —intervino Harry, que ya había expresado su opinión
varias veces; pero volvió a decirlo simplemente para rom-
per aquel desagradable silencio—. Los dueños de esa tienda
eran expertos en objetos tenebrosos, de modo que habrían
reconocido un Horrocrux enseguida. —Ron soltó un elo-
cuente bostezo y Harry, reprimiendo el impulso de lanzarle
algo, prosiguió—: Insisto en que podría haber escondido
uno en Hogwarts.
Hermione suspiró.
—¡Pero entonces Dumbledore lo habría encontrado!
Harry repitió el argumento que siempre presentaba
para defender su teoría:
—Dumbledore dijo delante de mí que nunca había pre-
visto conocer todos los secretos de Hogwarts. Os lo advier-
to, si hay un sitio donde Vol...
—¡Eh!
—¡¡Vale, Quien-vosotros-sabéisü —exclamó Harry, ya
harto del asunto—. ¡Si hay algún sitio que era verdadera-
mente importante para Quien-vosotros-sabéis, es Hogwarts!
—¡Anda ya! —se burló Ron—. ¿Su colegio?
—¡Sí, su colegio! Fue su primer hogar verdadero, el si-
tio que significaba que él era especial, que lo representaba
todo para él, e incluso después de marcharse de allí...
—Vamos a ver, ¿de quién estamos hablando, de Quien-vo-
sotros-sabéis o de ti? —saltó Ron. Estaba jugueteando con
la cadena del Horrocrux que llevaba colgada del cuello, y
Harry sintió ganas de agarrarla y estrangularlo con ella.
—Nos explicaste que Quien-vosotros-sabéis le pidió em-
pleo a Dumbledore después de haber terminado los estudios
—terció Hermione.
—Sí, exacto.
—Y Dumbledore pensó que sólo quería volver porque
estaba buscando algo, seguramente el objeto de algún fun-
dador del colegio, para hacer con él otro Horrocrux, ¿no?
—Así es —confirmó Harry.
—Pero no consiguió el empleo, ¿verdad? ¡De modo que
nunca tuvo ocasión de robar un objeto de otro fundador ni
de esconderlo en Hogwarts!
—Está bien —concedió Harry, derrotado—. Descarte-
mos Hogwarts.
Como no tenían otras pistas, se trasladaron a Londres
y, ocultos bajo la capa invisible, buscaron el orfanato donde
se había criado Voldemort. Hermione se coló en una biblio-
teca y descubrió en los archivos que muchos años atrás ha-
bían demolido el edificio. Pese a ello, fueron a ver el lugar y
comprobaron que allí habían construido un bloque de ofici-
nas.
—¿Y si caváramos en los cimientos? —sugirió Hermio-
ne sin mucho entusiasmo.
—Él nunca escondería un Horrocrux aquí —aseveró
Harry. En el fondo sabía que habrían podido ahorrarse ese
viaje, porque el orfanato era el sitio de donde Voldemort es-
taba decidido a escapar, y por eso jamás se le habría ocurri-
do esconder una parte de su alma allí. Dumbledore le había
hecho ver que Voldemort buscaba, como escondrijos, luga-
res que revistieran esplendor o un aura de misterio; por el
contrario, ese lúgubre y deprimente rincón de Londres no
tenía nada que ver con Hogwarts, ni con el ministerio ni
con un edificio como Gringotts, la banca mágica de puertas
doradas y suelos de mármol.
Aunque no se les ocurrían nuevas ideas, siguieron via-
jando por el campo y cada noche montaban la tienda en un
sitio diferente, por precaución. Por las mañanas, tras asegu-
rarse de haber borrado toda señal de su presencia, buscaban
otro emplazamiento solitario y aislado, trasladándose me-
diante Aparición a otros bosques, a umbrías grietas de acan-
tilados, a rojizos brezales, a laderas de montañas cubiertas
de aulaga y, en una ocasión, a una resguardada cala de gui-
jarros. Cada doce horas aproximadamente se pasaban el
Horrocrux, como si jugaran al baile de la escoba —a cámara
lenta y con un ingrediente perverso—, temiendo el momento
en que dejara de sonar la música porque la recompensa eran
doce horas de miedo y angustia extras.
A Harry seguía molestándole la cicatriz, casi siempre
cuando llevaba colgado el Horrocrux. A veces no conseguía
evitar que se notara que le dolía.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué has visto? —preguntaba Ron
siempre que lo veía componer una mueca de dolor.
—Una cara —musitaba Harry—. La misma de siem-
pre: la del ladrón que robó a Gregorovitch.
Y Ron se daba la vuelta sin disimular su desilusión. Ha-
rry sabía que su amigo deseaba tener noticias de su fami-
lia, o de los restantes miembros de la Orden del Fénix, pero
al fin y al cabo él no era una antena de televisión, sino que
sólo veía lo que Voldemort pensaba en determinado mo-
mento, y tampoco era capaz de sintonizar las imágenes a su
antojo. Al parecer, el Señor Tenebroso pensaba sin cesar en
aquel joven de cara risueña, cuyo nombre y paradero segu-
ramente ignoraba, igual que le ocurría a Harry. Como se-
guía doliéndole la cicatriz y lo atormentaba el recuerdo del
chico rubio, aprendió a disimular todo indicio de dolor o ma-
lestar, porque sus amigos no mostraban sino impaciencia
cada vez que él mencionaba al joven ladrón, aunque no po-
día recriminárselo, pues también ellos estaban ansiosos
por encontrar alguna pista de los Horrocruxes.
A medida que transcurrían los días, empezó a sospe-
char que Ron y Hermione hablaban de él a sus espaldas. En
más de una ocasión dejaron de hablar bruscamente al en-
trar él en la tienda, y los sorprendió dos veces en un lugar
un poco apartado, con las cabezas juntas y hablando depri-
sa, y al verlo acercarse se callaron de golpe y fingieron es-
tar recogiendo leña o buscando agua.
Harry empezó a preguntarse si sus amigos sólo habían
accedido a acompañarlo en aquel viaje, que iba adquiriendo
apariencia de intrincado y sin sentido, porque creían que él
tenía algún plan secreto que descubrirían a su debido tiem-
po. Por su parte, Ron no hacía ningún esfuerzo por disimu-
lar su malhumor, y Harry comenzaba a temer que Hermione
también estuviera desengañada de sus escasas dotes de li-
derazgo. Se devanaba los sesos pensando dónde podía ha-
ber otros Horrocruxes, pero el único sitio que se le ocurría
era Hogwarts, y como a sus amigos no les parecía probable,
dejó de sugerirlo.
El otoño iba apoderándose del campo a medida que los
chicos lo recorrían, de manera que ya montaban la tienda
sobre mantillos de hojas secas. Además, las nieblas natura-
les se sumaban a las que provocaban los dementores, y el
viento y la lluvia suponían una dificultad más. El hecho de
que Hermione estuviera aprendiendo a identificar las setas
comestibles no compensaba aquel continuo aislamiento, ni
la falta de contacto con otras personas, ni la total ignoran-
cia de cómo evolucionaba la lucha contra Voldemort.
—Mi madre sabe hacer aparecer comida de la nada
—dijo Ron una noche, acampados en una ribera de Gales.
Y, enfurruñado, empujó los trozos de pescado grisáceo y
carbonizado que tenía en el plato.
Harry le miró el cuello y comprobó, tal como esperaba,
que llevaba puesta la cadena de oro del Horrocrux. Enton-
ces contuvo el impulso de replicarle, porque sabía que su
actitud mejoraría un poco cuando le llegara el turno de qui-
tarse el guardapelo. Pero Hermione lo contradijo:
—Tu madre no sabe hacer semejante cosa. Nadie es ca-
paz de eso. La comida es la primera de las cinco Principales
Excepciones de la Ley de Gamp sobre Transformaciones
Elemen...
—A mí habíame claro, ¿vale? —le espetó Ron, quitán-
dose una espina que se le había quedado entre los dientes.
—¡Es imposible que la comida aparezca de la nada! Si
sabes dónde está, puedes hacer un encantamiento convoca-
dor, o transformarla, o si tienes un poco, multiplicarla...
—Pues esto será mejor que no lo multipliques, porque
está asqueroso —murmuró Ron.
—¡Harry lo ha pescado y yo lo he cocinado lo mejor que
he podido! ¡No sé por qué siempre acaba tocándome a mí
preparar la comida! ¡Porque soy una chica, claro!
—¡No, es porque se supone que eres la mejor haciendo
magia! —le soltó Ron.
Ella se puso en pie de un brinco, y unos pedacitos de lu-
cio asado resbalaron de su plato de estaño y cayeron al sue-
lo.
—Pues mañana puedes cocinar tú. Busca los ingre-
dientes y hazles un encantamiento para convertirlos en
algo que valga la pena comer. Yo me sentaré aquí, pondré
cara de asco y me lamentaré, y ya veremos cómo...
—¡Alto! —ordenó Harry, y se puso rápidamente en pie
levantando las manos para pedir silencio—. ¡Calla!
A Hermione le hervía la sangre.
—¿Cómo puedes darle la razón? Ron casi nunca cocina,
nunca...
—¡Cállate, Hermione! ¡He oído algo!
Harry aguzó el oído sin bajar las manos. Entonces, pese
al murmullo del oscuro río junto al que se encontraban, vol-
vió a oír voces. Giró la cabeza y miró el chivatoscopio, pero
seguía quieto.
—¿Has hecho el encantamiento muffliatol —le pre-
guntó a Hermione en voz baja.
—Lo he hecho todo. El muffliato, los repelentes má-
gicos de muggles y los encantamientos desilusionadores;
todos. Quienquiera que sea no debería poder oírnos ni ver-
nos.
Entonces oyeron fuertes crujidos y roces; poco des-
pués, el sonido de piedras y ramitas sueltas pareció indi-
car que varias personas bajaban por la boscosa pendiente
que descendía hasta la estrecha orilla donde ellos habían
acampado. Los chicos sacaron sus varitas y se pusieron en
guardia. Los sortilegios de que se habían rodeado debe-
rían bastar para que, en aquella oscuridad casi total, no
los vieran los muggles, ni las brujas ni los magos norma-
les. Sin embargo, si eran mortífagos, sus defensas estaban
a punto de pasar la prueba de la magia oscura por prime-
ra vez.
Cuando el grupo llegó a la orilla, las voces se oyeron
más fuerte pero no más inteligibles. Harry calculó que es-
taban a unos seis metros de la tienda, pero el ruido del
agua que caía en cascada no le permitía asegurarlo. Her-
mione agarró el bolsito de cuentas y se puso a rebuscar en
él; al momento sacó tres orejas extensibles y le lanzó una a
Harry y otra a Ron, que rápidamente se metieron un extre-
mo de la cuerda de color carne en la oreja y sacaron el otro
por la entrada de la tienda.
Pasados unos segundos, Harry escuchó una voz mascu-
lina que, con un deje de hastío, decía:
—Por aquí debería haber salmones, ¿o creéis que toda-
vía no ha empezado la temporada? ¡Accio salmón!
Se produjeron unos chapoteos y luego un sonido de bo-
fetada, como si alguien atrapara un pez al vuelo; alguien
soltó un gruñido de apreciación. Harry se ajustó mejor la
oreja extensible en el oído: por encima del murmullo del río
había distinguido otras voces, pero no hablaban en su idio-
ma ni en ningún lenguaje humano que él conociera. Era
una lengua tosca y nada melodiosa, como una sarta de rui-
dos vibrantes y guturales, y daba la impresión de que había
dos personas que la hablaban, una de ellas con voz más dé-
bil y cansina.
Un fuego prendió en el exterior, y los chicos vieron pa-
sar unas sombras enormes entre la tienda y las llamas, al
mismo tiempo que les llegaba el delicioso y tentador aroma
a salmón asado. A continuación se oyó el tintineo de cubier-
tos sobre platos, y el desconocido que había hablado prime-
ro volvió a hacerlo:
—Tomad... Griphook... Gornuk...
—¡Duendes! —articuló Hermione mirando a Harry que
asintió en silencio.
—Gracias —respondieron los duendes en el idioma del
otro.
—Bueno, ¿y cuánto tiempo lleváis vosotros tres huyen-
do? —preguntó una voz nueva, dulce y melodiosa; a Harry
le resultó vagamente familiar e imaginó a un hombre ba-
rrigudo y de rostro jovial.
—Seis semanas, quizá siete. Ya no me acuerdo —contes-
tó el que parecía aburrido—. Me encontré con Griphook el
primero o el segundo día, y poco después se nos unió Gor-
nuk. Es agradable tener un poco de compañía. —Guardaron
silencio y se percibió el ruido de los cuchillos y tenedores ro-
zando los platos y de las tazas de estaño, levantadas y vuel-
tas a posar en el suelo—. Y tú, Ted, ¿por qué te marchaste?
—añadió.
—Sabía que iban por mí —contestó Ted con su melo-
diosa voz, y de pronto Harry cayó en la cuenta de quién era:
el padre de Tonks—. La semana pasada me enteré de que
había mortífagos en la zona y decidí poner pies en polvorosa.
Me negué a registrarme como hijo de muggles por princi-
pio, así que sabía que sólo era cuestión de tiempo, y que
tarde o temprano tendría que marcharme. A mi esposa no
le pasará nada porque ella es sangre limpia. Y luego me
encontré con Dean... ¿cuánto hace, hijo? Unos pocos días,
¿no?
—Sí, eso es —contestó otra voz, y Harry, Ron y Hermio-
ne se miraron con asombro, callados pero emocionados,
convencidos de haber reconocido la voz de Dean Thomas,
su compañero de Gryffindor.
—Eres hijo de muggles, ¿verdad? —preguntó el que ha-
bía hablado primero.
—No estoy seguro —respondió Dean—. Mi padre aban-
donó a mi madre cuando yo era muy pequeño, y no puedo
demostrar que fuera un mago.
Permanecieron un rato sin hablar, sólo se los oía masti-
car; entonces Ted volvió a tomar la palabra.
—He de admitir, Dirk, que me sorprende haberme tro-
pezado contigo. Me alegra pero me sorprende. Circulaba el
rumor de que te habían detenido.
—Es que me detuvieron —confirmó Dirk—. Iba cami-
no de Azkaban, pero me escapé. Aturdí a Dawlish y le robé
la escoba. Fue más fácil de lo que imagináis, y Dawlish sa-
lió muy mal parado. No me extrañaría que alguien le hu-
biera hecho un encantamiento confundus. Si es así, me
gustaría estrecharle la mano a la bruja o al mago que se lo
hizo, porque seguramente me salvó la vida.
Volvieron a guardar silencio mientras el fuego chispo-
rroteaba y el río continuaba murmurando. Poco después Ted
preguntó:
—¿Y de dónde salís vosotros dos? Creía que los duen-
des apoyaban a Quien-vosotros-sabéis.
—Pues estabas equivocado, porque nosotros no nos po-
nemos de parte de nadie —dijo el duende de voz más agu-
da—. Esta es una guerra de magos.
—Entonces ¿por qué os escondéis?
—Me pareció lo más prudente —respondió el duende
de voz grave—. Había rechazado lo que consideraba una
petición impertinente, y comprendí que peligraba mi segu-
ridad personal.
—¿Qué te pidieron que hicieras? —preguntó Ted.
—Cosas inapropiadas para la dignidad de mi raza —con-
testó el duende con tono más tosco y menos humano—. Yo
no soy ningún elfo doméstico.
—¿Y tú, Griphook?
—Por motivos parecidos —dijo el duende de voz agu-
da—. Gringotts ya no la controlan únicamente los de mi
raza, pero yo jamás reconoceré a ningún mago como amo.
Añadió algo por lo bajo en duendigonza, y Gornuk rió.
—¿Era un chiste? —preguntó Dean.
—Ha dicho que también hay cosas que los magos no re-
conocen —explicó Dirk.
Hubo una breve pausa.
—No lo capto —admitió Dean.
—Antes de marcharme me tomé una pequeña vengan-
za personal —dijo Griphook en la lengua de los otros.
—Bien hecho —dijo Ted—. Supongo que no consegui-
rías encerrar a un mortífago en una de esas viejas cámaras
de máxima seguridad, ¿no?
—Si lo hubiera hecho, la espada no lo habría ayudado a
salir de allí —replicó Griphook. Gornuk rió otra vez, y has-
ta Dirk soltó una risita.
—Me parece que Dean y yo nos estamos perdiendo algo
—dijo Ted.
—Severus Snape también, aunque él no lo sabe —dijo
Griphook, y los dos duendes rieron a carcajadas, con malicia.
En la tienda, Harry apenas podía respirar de emoción;
Hermione y él se miraron, aguzando el oído al máximo.
—¿No te has enterado, Ted? —preguntó Dirk—. ¿No sa-
bes que unos chicos intentaron robar la espada de Gryffin-
dor del despacho de Snape en Hogwarts?
Harry notó como si una descarga eléctrica le recorriera
el cuerpo poniéndole todos los nervios de punta, y se quedó
clavado en su sitio.
—No, no sabía nada —dijo Ted—. En El Profeta no lo
han comentado, ¿verdad?
—No, ya me imagino que no —repuso Dirk riendo con
satisfacción—. A mí me lo contó Griphook, y éste se enteró
por Bill Weasley, que trabaja para la banca mágica. Entre
los chicos que intentaron llevarse la espada estaba la her-
mana pequeña de Bill.
Harry miró a sus amigos, que tenían aferradas las ore-
jas extensibles como si de ello dependiera su vida.
—Ella y un par de compañeros suyos entraron en el des-
pacho de Snape y rompieron la urna de cristal donde, pre-
suntamente, estaba guardada la espada. Snape los atrapó
en la escalera cuando ya se la llevaban.
—¡Benditos sean! —exclamó Ted—. Pero ¿qué creían,
que podrían emplear la espada contra Quien-vosotros-sa-
béis, o contra el propio Snape?
—Bueno, fuera cual fuese su intención, Snape decidió
que la espada no estaba segura en su despacho —explicó
Dirk—. Y un par de días más tarde, imagino que tras ob-
tener el permiso de Quien-vosotros-sabéis, la hizo llevar a
Londres para que la guardaran en Gringotts.
Los duendes volvieron a reír.
—Sigo sin entender el chiste —dijo Ted.
—Es una falsificación —afirmó Griphook.
—¿Qué la espada de Gryffindor es...?
—Eso mismo. Es una copia, una copia excelente, sin
duda, pero hecha por magos. La original la forjaron los
duendes hace siglos, y tenía ciertas propiedades que sólo
poseen las armas fabricadas por los de mi raza. No sé dón-
de puede estar la genuina espada de Gryffindor, pero desde
luego no en una cámara de la banca Gringotts.
—¡Ah, ya entiendo! —dijo Ted—. Y deduzco que no os
molestasteis en contarles eso a los mortífagos, ¿correcto?
—No vi ningún motivo para preocuparlos con esa in-
formación —dijo Griphook con petulancia, y Ted y Dean
unieron sus risas a las de Gornuk y Dirk.
Dentro de la tienda, Harry cerró los ojos, ansioso por-
que alguien hiciera la pregunta cuya respuesta él necesita-
ba oír. Un minuto más tarde, que se le hizo eterno, Dean la
formuló, y entonces Harry recordó, sobresaltado, que ese
muchacho también había sido novio de Ginny.
—¿Qué les pasó a Ginny y los otros chicos que intenta-
ron robarla?
—Bah, los castigaron, y con crueldad —dijo Griphook,
indiferente.
—Pero están bien, ¿no? —se apresuró a preguntar Ted—.
Porque los Weasley ya han sufrido suficiente con sus otros
hijos.
—Que yo sepa, no sufrieron daños graves —comentó Gri-
phook.
—Me alegro por ellos —repuso Ted—. Con el historial
de Snape, supongo que deberíamos dar las gracias de que
sigan con vida.
—Entonces, ¿tú te crees esa historia? —preguntó Dirk—.
¿Crees que Snape mató a Dumbledore?
—Por supuesto —afirmó Ted—. No tendrás el valor de
decirme que piensas que Potter tuvo algo que ver en eso,
¿verdad?
—Últimamente uno ya no sabe qué creer —masculló
Dirk.
—Yo conozco a Harry Potter —terció Dean—. Y estoy
seguro de que es auténtico; de que es el Elegido, o como que-
ráis llamarlo.
—Sí, hijo, a mucha gente le gustaría creer que lo es
—dijo Dirk—, y yo me incluyo. Pero ¿dónde está? Por lo que
parece, ha escurrido el bulto. Si supiera algo que no sabemos
nosotros, o si le hubieran encomendado alguna misión espe-
cial, estaría luchando, organizando la resistencia, en vez de
escondido. Y mira, El Profeta lo dejó muy claro cuando...
—¿El Profeta? —lo interrumpió Ted con sorna—. No
me digas que todavía lees esa basura, Dirk. Si quieres he-
chos, tienes que leer El Quisquilloso.
De pronto se produjo un estallido de toses y arcadas,
seguidas de unos buenos palmetazos; al parecer, Dirk se
había tragado una espina. Por fin farfulló:
—¿El Quisquilloso? ¿Ese periodicucho disparatado de
Xeno Lovegood?
—Últimamente no cuenta muchos disparates —repli-
có Ted—. Échale un vistazo, ya lo verás. Xeno publica todo
lo que El Profeta pasa por alto; en el último ejemplar no
había ni una sola mención de los snorkacks de cuernos
arrugados. Lo que no sé es cuánto tiempo van a dejarlo
tranquilo. Pero él afirma, en la primera plana de todos los
ejemplares, que cualquier mago que esté contra Quien-vo-
sotros-sabéis debería tener como prioridad ayudar a Harry
Potter.
—Es difícil ayudar a un chico que ha desaparecido de
la faz de la Tierra —objetó Dirk.
—Mira, el hecho de que todavía no lo hayan atrapado
ya es muy significativo —dijo Ted—. A mí no me importaría
que Potter me diera algún que otro consejo. Al fin y al cabo,
él ha conseguido lo que intentamos todos, ¿no?, es decir,
conservar la libertad.
—Sí, bueno, en eso tienes razón —concedió Dirk—. Con
el ministerio en pleno y todos sus informadores siguiéndole
la pista, me extraña que todavía no lo hayan encontrado.
Aunque ¿quién me asegura que no lo han detenido y mata-
do, y están ocultando la noticia?
—Vamos, no digas eso, Dirk —murmuró Ted.
Entonces se produjo una larga pausa; sólo se oía el rui-
do de los cuchillos y los tenedores. Cuando volvieron a con-
versar, el tema de discusión fue si les convenía pasar la
noche en la orilla del río o subir un poco por la boscosa pen-
diente. Tras decidir que entre los árboles estarían más gua-
recidos, apagaron el fuego y treparon por el terraplén; sus
voces fueron perdiéndose en la distancia.
Harry, Ron y Hermione enrollaron las orejas extensi-
bles. Harry, que había tenido que esforzarse para perma-
necer callado mientras escuchaban la conversación, ahora
sólo logró musitar:
—Ginny... la espada...
—¡Lo sé, Harry, lo sé! —exclamó Hermione. Cogió el bol-
sito de cuentas y metió el brazo hasta el fondo—. Aquí está...
—dijo apretando los dientes, y tiró de algo que se encontra-
ba en las profundidades del bolsito.
Poco a poco, fue apareciendo la esquina del ornamenta-
do marco de un cuadro. Harry corrió a ayudarla. Mientras
sacaban el retrato vacío de Phineas Nigellus, Hermione no
dejaba de apuntarlo con la varita, preparada para hacerle
un hechizo.
—Si alguien cambió la espada auténtica por otra falsa
mientras se hallaba en el despacho de Dumbledore —dijo
con ansiedad al tiempo que apoyaban el cuadro contra la
pared de la tienda—, Phineas Nigellus debió de verlo, por-
que su retrato está colgado justo detrás de la urna.
—A menos que estuviera dormido —puntualizó Harry,
y contuvo la respiración al ver que Hermione se arrodillaba
delante del lienzo vacío, con la varita dirigida hacia el cen-
tro, y tras carraspear decía:
—¡Hola, Phineas! ¿Phineas Nigellus, está usted ahí?
—No ocurrió nada—. ¿Phineas Nigellus, está usted ahí? —re-
pitió—. ¿Profesor Black, podríamos hablar con usted, por fa-
vor?
—Pedir las cosas por favor siempre ayuda —replicó
una voz fría e insidiosa, y Phineas Nigellus apareció en su
retrato. Al instante Hermione exclamó:
—¡Obscuro!
De pronto, una venda cubrió los avispados y oscuros
ojos del personaje, que dio una sacudida y un grito de do-
lor.
—Pero... ¿qué? ¿Cómo se atreve? ¿Qué está ha...?
—Lo siento mucho, profesor Black —se disculpó la chi-
ca—, pero es una precaución necesaria.
—¡Retíreme de inmediato esta inmunda añadidura! ¡He
dicho que me la retire! ¡Está destrozando una gran obra de
arte! ¿Dónde estoy? ¿Qué pasa aquí?
—No importa dónde estemos —dijo Harry, y Phineas
Nigellus se quedó de piedra y abandonó sus intentos de qui-
tarse la venda que le habían pintado.
—¿Me equivoco, o ésa es la voz del escurridizo señor
Potter?
—Podría serlo —contestó Harry, consciente de que la
duda mantendría despierto el interés del profesor Black—.
Nos gustaría hacerle un par de preguntas sobre la espada
de Giyffindor.
—¡Ah, vaya! —exclamó Phineas Nigellus moviendo la
cabeza a uno y otro lado, esforzándose por ver a Harry—.
Esa chiquilla estúpida actuó de un modo muy imprudente...
—No hable así de mi hermana —le espetó Ron, y Phi-
neas Nigellus arqueó las cejas con altanería.
—¿Quién más hay aquí? —preguntó sin dejar de mover
la cabeza—. ¡Su tono me desagrada! Esa chica y sus amigos
fueron sumamente insensatos. ¡Mira que robar al director!
—No estaban robando —dijo Harry—. Esa espada no
es de Snape.
—Pero pertenece al colegio del profesor Snape. ¿Acaso
tenía esa Weasley algún derecho sobre ella? Merece el cas-
tigo que recibió, igual que ese idiota de Longbottom y la
chiflada de Lovegood.
—¡Neville no es idiota y Luna no está chiflada! —saltó
Hermione.
—¿Dónde estoy? —repitió Phineas Nigellus, y se puso
a tirar de la venda otra vez—. ¿Adonde me han traído? ¿Por
qué me han sacado de la casa de mis antepasados?
—¡Eso no importa! ¿Cómo castigó Snape a Ginny, Nevi-
lle y Luna? —lo apremió Harry.
—El profesor Snape los envió al Bosque Prohibido para
que hicieran un trabajo para ese zopenco de Hagrid.
—¡Hagrid no es un zopenco! —se indignó Hermione.
—Y Snape quizá pensara que eso era un castigo —inter-
vino Harry—, pero esos tres seguramente se lo pasaron en
grande con Hagrid. ¡Mira que enviarlos al Bosque Prohibido!
¡Ja! ¡Se han visto en situaciones mucho peores! —Y sintió un
gran alivio, porque había imaginado cosas horrorosas, como
mínimo que les hubieran echado la maldición cruciatus.
—En realidad, lo que queríamos saber es si alguien
más ha... sacado esa espada de ahí. ¿No la han llevado a
limpiar, o algo así? —preguntó Hermione.
Phineas Nigellus dejó de forcejear para quitarse la
venda y soltó una risita.
—¡Hijos de muggles! —gritó—. Las armas fabricadas
por duendes no requieren limpieza alguna, so boba. La pla-
ta de los duendes repele la suciedad mundana y sólo se im-
buye de lo que la fortalece.
—No llame boba a mi amiga —se sulfuró Harry.
—Estoy harto de contradicciones —protestó Nigellus—.
Quizá vaya siendo hora de que regrese al despacho del di-
rector.
Todavía con la venda en los ojos, tanteó el borde del
cuadro, intentando salir del lienzo y volver al que estaba
colgado en Hogwarts. Entonces Harry tuvo una repentina
inspiración:
—¡Dumbledore! ¿No puede traernos a Dumbledore?
—¿Cómo dice? —se asombró Phineas Nigellus.
—Me refiero al retrato del profesor Dumbledore. ¿No
puede traerlo aquí, al suyo?
El profesor Black volvió la cabeza en dirección a la voz
de Harry y espetó:
—Es evidente que no sólo los hijos de muggles son ig-
norantes, Potter. Los retratos de Hogwarts pueden estable-
cer comunicación, pero no pueden salir del castillo salvo
para trasladarse a un cuadro de ellos mismos colgado en al-
gún otro lugar. Dumbledore no puede venir aquí conmigo, y
después del trato que he recibido de ustedes, les aseguro
que no pienso volver a hacer otra visita.
Harry, un tanto decepcionado, vio cómo Phineas redo-
blaba sus esfuerzos por salir del lienzo.
—Profesor Black —terció Hermione—, ¿no podría de-
cirnos sólo... por favor... cuándo fue la última vez que saca-
ron la espada de su urna? Me refiero a antes de que se la
llevara Ginny.
Phineas bufó de impaciencia y dijo:
—Creo que la última vez fue cuando el profesor Dum-
bledore la utilizó para abrir un anillo.
Hermione se volvió bruscamente hacia Harry. Ningu-
no de los dos se atrevía a decir nada más delante de Phi-
neas Nigellus, que por fin había localizado la salida.
—Buenas noches —dijo con tono cortante, y se dispuso
a salir del retrato. De pronto, cuando ya sólo se veía el bor-
de del ala de su sombrero, Harry gritó:
—¡Espere! ¿Le ha contado a Snape que vio eso que nos
ha dicho?
Phineas Nigellus asomó la vendada cabeza por el cua-
dro y puntualizó:
—El profesor Snape tiene cosas más importantes en
que pensar que las excentricidades de Albus Dumbledore.
¡Adiós, Potter!
Y dicho esto, desapareció por completo, dejando atrás
el fondo impreciso del cuadro.
—¡Harry! —exclamó Hermione.
—¡Sí, ya lo sé! —Incapaz de contenerse, el chico dio un
puñetazo al aire; aquello era mucho más de lo que se había
atrevido a imaginar.
Se puso a dar grandes zancadas por la tienda pletórico
de energía, sintiendo que podría correr dos kilómetros sin
parar; ya ni siquiera tenía hambre. Y Hermione, tras meter
el retrato de Phineas Nigellus en su bolsito de cuentas, le
dijo con una sonrisa radiante:
—¡La espada destruye los Horrocruxes! ¡Las armas fa-
bricadas por duendes sólo se imbuyen de aquello que las
fortalece! ¡Harry, esa espada está impregnada con veneno
de basilisco!
—Y Dumbledore no me la dio porque todavía la necesi-
taba; quería utilizarla para destruir el guardapelo...
—... y debió de prever que si la ponía en su testamento
no te la entregarían...
—... y por eso hizo una copia...
—... y la puso en la urna de cristal...
—... y dejó la auténtica... ¿dónde?
Los chicos se miraron. Harry tuvo la impresión de que
la respuesta estaba suspendida en el aire, muy cerca pero
invisible. ¿Por qué Dumbledore no se lo dijo? ¿O sí se lo dijo
y él no se dio cuenta en su momento?
—¡Piensa! —le susurró Hermione—. ¡Piensa! ¿Dónde
pudo dejarla?
—En Hogwarts no —contestó, y reanudó sus paseos
por la tienda.
—¿Y en Hogsmeade?
—¿En la Casa de los Gritos? Allí nunca va nadie.
—Pero Snape sabe cómo se entra, ¿no sería eso un poco
arriesgado?
—Dumbledore confiaba en Snape —le recordó Harry.
—No lo suficiente para explicarle que había cambiado
las espadas —razonó Hermione.
—¡Sí, tienes razón! —Harry se alegró aún más de pen-
sar que el anciano profesor había tenido ciertas reservas,
aunque débiles, acerca de la honradez de Snape—. Enton-
ces, ¿crees que decidió esconder la espada muy lejos de
Hogsmeade? ¿Qué opinas tú, Ron? ¡Eh, Ron!
Harry lo buscó, y, por un instante, creyó que había sali-
do de la tienda, pero entonces vio que se había tumbado en
la litera de abajo, con cara de pocos amigos.
—Ah, ¿te has acordado de que existo?
—¿Cómo dices?
Ron dio un resoplido sin dejar de contemplar el somier
de la cama de arriba.
—Nada, nada. Por mí podéis continuar; no quiero es-
tropearos la fiesta.
Harry, perplejo, miró a Hermione buscando ayuda, pero
ella estaba tan desconcertada como él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Harry.
—¿Que qué me pasa? No me pasa nada —respondió
Ron, que seguía sin mirarlo a la cara—. Al menos, según
tú.
Se oyeron unos golpecitos en el techo de la tienda. Había
empezado a llover.
—Oye, es evidente que algo te ocurre —insistió Ha-
rry—. Suéltalo ya, ¿quieres?
Ron se sentó en la cama; tenía una expresión ruin,
nada propia de él.
—Está bien, lo soltaré. No esperes que me ponga a dar
vueltas por la tienda porque hay algún otro maldito cacha-
rro que tenemos que encontrar. Limítate a añadirlo a la lis-
ta de cosas que no sabes.
—¿De cosas que no sé? —se asombró Harry—. ¿Que yo
no sé?
Plaf, plaf, plaf; la lluvia caía cada vez con más fuerza,
tamborileando en la tienda, así como en la hojarasca de la
orilla y en el río. El miedo sofocó el júbilo de Harry, porque
Ron estaba diciendo lo que él se temía que su amigo creía.
—No es que no me lo esté pasando en grande aquí
—dijo Ron—, con un brazo destrozado, sin nada que comer
y congelándome el culo todas las noches. Lo que pasa es que
esperaba... no sé, que después de varias semanas dando
vueltas hubiéramos descubierto algo.
—Ron —intervino Hermione, pero en voz tan baja que
el chico hizo como si no la hubiera oído, ya que el golpeteo
de la lluvia en el techo amortiguaba cualquier sonido.
—Creía que sabías dónde te habías metido —insinuó
Harry.
—Sí, yo también.
—A ver, ¿qué parte de nuestra empresa no está a la al-
tura de tus expectativas? —La rabia estaba acudiendo en
su ayuda—. ¿Creías que nos alojaríamos en hoteles de cin-
co estrellas, o que encontraríamos un Horrocrux un día sí y
otro también? ¿O tal vez creías que por Navidad habrías
vuelto con tu mami?
—¡Creíamos que sabías lo que hacías! —replicó Ron
poniéndose en pie, y sus palabras atravesaron a Harry
como cuchillos—. ¡Creíamos que Dumbledore te había ex-
plicado qué debías hacer! ¡Creíamos que tenías un plan!
—¡Ron! —gritó Hermione, y esta vez se la oyó perfecta-
mente a pesar del fragor de la lluvia, pero el chico volvió a
hacer oídos sordos.
—Bueno, pues lamento decepcionaros —dijo Harry con
voz serena, aunque se sentía vacío, inepto—. He sido since-
ro con vosotros desde el principio, os he contado todo lo que
me dijo Dumbledore. Y por si no te habías enterado, hemos
encontrado un Horrocrux...
—Sí, y estamos tan cerca de deshacernos de él como de
encontrar los otros. ¡O sea, a años luz!
—Quítate el guardapelo, Ron —le pidió Hermione con
inusitada vehemencia—. Quítatelo, por favor. Si no lo hu-
bieras llevado encima todo el día, no estarías diciendo estas
cosas.
—Sí, las estaría diciendo igualmente —la contradijo Ha-
rry, que no quería que su amiga le facilitara excusas a Ron—.
¿Creéis que no me doy cuenta de que cuchicheáis a mis es-
paldas? ¿Que no sospechaba que pensabais todo esto?
—Harry, nosotros no...
—¡No mientas! —saltó Ron—. ¡Tú también lo dijiste,
dijiste que estabas decepcionada, que creías que Harry te-
nía un poco más de...!
—¡No lo decía en ese sentido! ¡De verdad, Harry!
La lluvia seguía martilleando la tienda. Hermione fue
presa del llanto, y la emoción de unos minutos atrás se des-
vaneció por completo, como unos fuegos artificiales que,
tras su fugaz estallido, lo hubieran dejado todo oscuro, húme-
do y frío. No sabían dónde se hallaba la espada de Gryffin-
dor, y ellos eran tres adolescentes refugiados en una tienda
de campaña cuyo único objetivo era no morir todavía.
—Entonces, ¿por qué seguimos aquí? —le espetó Harry
a Ron.
—A mí, que me registren.
—¡Pues vuelve a tu casa!
—¡Sí, quizá lo haga! —gritó Ron dando unos pasos ha-
cia Harry, que no retrocedió—. ¿No oíste lo que dijeron de
mi hermana? Pero eso a ti te importa un pimiento, ¿ver-
dad? ¡Ah, el Bosque Prohibido! Al valiente Harry Potter,
que se ha enfrentado a cosas mucho peores, no le preocupa
lo que pueda pasarle a mi hermana allí. Pues mira, a mí sí:
me preocupan las arañas gigantes y los fenómenos...
—Lo único que he dicho es que Ginny no estaba sola, y
que Hagrid debió de ayudarlos...
—¡Ya, ya! ¡Te importa muy poco! ¿Y qué me dices del
resto de mi familia? «Los Weasley ya han sufrido suficiente
con sus otros hijos», ¿eso tampoco lo oíste?
—Sí, claro que...
—Pero no te importa lo que significa, ¿verdad?
—¡Ron! —terció Hermione interponiéndose entre los
dos chicos—. No creo que signifique que haya pasado nada
más, nada que nosotros no sepamos. Piénsalo, Ron: Bill está
lleno de cicatrices, mucha gente ya debe de haber visto que
George ha perdido una oreja, y se supone que tú estás en el
lecho de muerte, enfermo de spattergroit. Estoy segura de
que sólo se referían a que...
—Ah, ¿estás segura? Muy bien, pues no me preocuparé
por ellos. A vosotros os parece muy fácil, claro, porque vues-
tros padres están a salvo de...
—¡Mis padres están muertos! —bramó Harry.
—¡Los míos podrían ir por el mismo camino! —replicó
Ron.
—¡Pues vete! —rugió Harry—. Vuelve con ellos, haz como
si te hubieras curado del spattergroit y tu mami podrá pre-
pararte comiditas y...
Ron hizo un movimiento brusco y Harry reaccionó,
pero antes de que cualquiera de los dos pudiera sacar su
varita mágica, Hermione sacó la suya.
—¡Protego! —chilló, y un escudo invisible se extendió
dejándolos a ella y a Harry de un lado y a Ron del otro; los
tres se vieron obligados a retroceder por la fuerza del he-
chizo, y Harry y Ron se fulminaron con la mirada desde sus
respectivos lados de la barrera transparente, como leyén-
dose con claridad sus más íntimos pensamientos por pri-
mera vez. Harry experimentó un odio corrosivo hacia Ron;
se había roto el lazo que los unía.
—Deja el Horrocrux —ordenó Harry.
Ron se quitó la cadena y dejó el guardapelo encima de
una silla. Entonces se volvió hacia Hermione y dijo:
—Y tú, ¿qué haces?
—¿Cómo que qué hago?
—¿Te quedas o qué?
—Yo... —Parecía angustiada—. Sí, me quedo. Ron, diji-
mos que acompañaríamos a Harry, que lo ayudaríamos a...
—Vale. Lo prefieres a él.
—¡No, Ron! ¡Vuelve, por favor! —Pero el encantamien-
to escudo que ella misma había hecho le impedía moverse;
para cuando lo hubo retirado, Ron ya se había marchado de
la tienda.
Harry se quedó quieto donde estaba, callado, escuchan-
do los sollozos de Hermione, que repetía el nombre de Ron
entre los árboles.
Pasados unos momentos, ella regresó con el cabello em-
papado y pegado a la cara.
—¡Se ha... ido! ¡Se ha desaparecido! —Se dejó caer en
una butaca, se acurrucó y rompió a llorar.
Harry estaba aturdido. Recogió el Horrocrux y se lo col-
gó del cuello; luego quitó las sábanas de la cama de Ron y
tapó a Hermione. Finalmente subió a la litera de arriba y se
quedó contemplando el oscuro techo de lona, escuchando la
lluvia.
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