sábado, 17 de marzo de 2018

Capitulo 6. El ghoul en pijama

En La Madriguera todos estaban muy afectados por la
muerte de Ojoloco. Harry creía que en cualquier momento
lo vería irrumpir por la puerta trasera como hacían los
otros miembros de la Orden, que entraban y salían conti-
nuamente para transmitir o recibir noticias. Del mismo
modo, creía que sólo pasando a la acción aliviaría su dolor y
su sentimiento de culpabilidad, de manera que tenía que
emprender cuanto antes la misión de encontrar y destruir
los Horrocruxes.

—Bueno, no puedes hacer nada respecto a los... —Ron
articuló la palabra «Horrocruxes» sin pronunciarla— has-
ta que cumplas diecisiete años. Todavía tienes activado el
Detector. Y aquí podemos diseñar nuestro plan igual que en
cualquier otro sitio, ¿no? —Bajó la voz y susurró—: ¿O crees
que ya sabes dónde están las cosas ésas?

—No, no lo sé —admitió Harry.

—Me parece que Hermione ha hecho algunas indaga-
ciones. Me dijo que reservaba los resultados para cuando lle-
garas.

Ambos estaban sentados a la mesa del desayuno; el se-
ñor Weasley y Bill acababan de marcharse al trabajo, la
señora Weasley había ido al piso de arriba a despertar a
Hermione y Ginny, y Fleur se estaba dando un baño.

—El Detector dejará de funcionar el día treinta —dijo
Harry—. Eso significa que sólo necesito esperar aquí cua-
tro días más. Después podré...

—Cinco días —lo corrigió Ron—. Tenemos que quedar-
nos para la boda. Si no asistimos, nos matarán. —Harry de-


dujo que ese plural se refería a Fleur y la señora Weasley—.
Sólo es un día más —añadió al ver que Harry ponía cara de
contrariedad.

—¿Es que no se dan cuenta de lo importante que...?

—Claro que no se dan cuenta; no tienen ni idea. Y aho-
ra que lo mencionas, quería hablar contigo de eso. —Miró
hacia la puerta del recibidor para comprobar que su madre
todavía no había bajado, y luego se acercó más a su ami-
go—. Mi madre ha intentado hacernos hablar a mí y a Her-
mione; pretendía sonsacarnos qué estábamos tramando.
Ahora lo intentará contigo, así que prepárate. Mi padre y
Lupin también nos lo preguntaron, pero cuando respondi-
mos que Dumbledore te había pedido que no lo contaras a
nadie más que a nosotros, dejaron de insistir. Pero mi ma-
dre no; ella está decidida a descubrir de qué se trata.

La predicción de Ron se confirmó unas horas más tarde.
Poco antes de la comida, la señora Weasley pidió a Harry
que la ayudara a identificar un calcetín de hombre despare-
jado que tal vez había caído de su mochila. Una vez en el la-
vadero, lo miró con fijeza y, con tono despreocupado, le dijo:

—Por lo visto, Ron y Hermione creen que ninguno de vo-
sotros tres irá a Hogwarts este año.

—Hum... Bueno, sí. Es verdad.

El rodillo de escurrir la ropa giró espontáneamente y
arrojó una camiseta del señor Weasley.

—¿Te importa decirme por qué habéis decidido aban-
donar los estudios?

—Verá, señora, Dumbledore me dejó... trabajo —mascu-
1 ló Harry—. Ron y Hermione lo saben, y quieren ayudarme.

—¿Qué clase de «trabajo»?

—Lo siento, pero no puedo...

—¡Pues creo que Arthur y yo tenemos derecho a saber-
lo, y estoy segura de que los señores Granger estarán de
acuerdo conmigo!

Su reacción sorprendió a Harry, que se esperaba un
ataque estilo «madre preocupada». Se esforzó en mirarla a
los ojos y se percató de que eran exactamente del mismo co-
lor castaño que los de Ginny Pero esa constatación no lo
ayudó a concentrarse.

—Dumbledore no quería que lo supiera nadie más, se-
ñora Weasley. Lo siento. Pero su hijo y Hermione no están
obligados a acompañarme, son libres de decidir...


—¡Pues no sé por qué tienes que ir tú! —le espetó ella—.
¡Apenas habéis alcanzado la mayoría de edad! ¡Es una es-
tupidez! Si Dumbledore necesitaba que le hicieran algún
trabajo, tenía a toda la Orden a su disposición. Seguramen-
te lo entendiste mal, Harry. Lo más probable es que te dije-
ra que había que hacer algo, y que tú interpretaras que
quería que lo hicieras...

—No, no lo entendí mal. He de hacerlo yo. —Harry le
devolvió el calcetín desparejado (de juncos dorados estam-
pados) que supuestamente tenía que identificar—. Y el cal-
cetín no es mío. Yo no soy seguidor del Puddlemere United.

—No, claro que no —repuso Molly recuperando con
asom-
brosa facilidad un tono afable y despreocupado—. Debí
imaginarlo. Bueno, Harry, mientras todavía estés en casa,
no te importará ayudarme con los preparativos de la boda de
Bill y Fleur, ¿verdad? Todavía quedan muchas cosas por ha-
cer.

—Por supuesto, con mucho gusto —dijo Harry, descon-
certado por ese repentino cambio de tema.

—Eres un cielo —replicó ella; le sonrió y salió del lava-
dero.

A partir de ese momento, la señora Weasley mantuvo a
Harry, Ron y Hermione tan ocupados con los preparativos
de la boda que los chicos casi no tuvieron tiempo ni para
pensar. La explicación más benévola de ese comportamien-
to habría sido que quería distraerlos para que no pensaran
en Ojoloco ni en los terrores de su reciente aventura. Sin
embargo, cuando ya llevaban dos días limpiando cuberte-
rías, agrupando por colores un montón de adornos, lazos y
flores, desgnomizando el jardín y ayudándola a preparar
grandes bandejas de canapés, Harry sospechó que la ma-
dre de Ron tenía otras motivaciones, ya que todas las ta-
reas que les asignaba los mantenían separados. Tanto fue
así que Harry no tuvo ocasión de volver a hablar con sus
dos amigos a solas desde la primera noche, después de con-
tarles que había visto cómo Voldemort torturaba a Ollivan-
der.

—Me parece que mi madre confía en que si consigue
impedir que estéis juntos y hagáis planes, podrá retrasar
vuestra partida —comentó Ginny en voz baja mientras pre-
paraban la mesa para cenar la tercera noche después de su
llegada.


—¿Y qué cree que va a pasar entonces? —murmuró Ha-
rry—. ¿Que alguien matará a Voldemort mientras ella nos
tiene aquí preparando volovanes? —Lo dijo sin pensar y vio
que Ginny palidecía.

—Entonces, ¿es verdad? ¿Es eso lo que pretendéis hacer?

—Yo no... Lo he dicho en broma —rectificó, evasivo.

Sus miradas se cruzaron y Harry detectó algo más que
sorpresa en el rostro de Ginny. De pronto él cayó en la cuenta
de que era la primera vez que estaba a solas con ella desde
aquellos momentos robados en rincones apartados de los jar-
dines de Hogwarts, y tuvo la certeza de que Ginny también lo
estaba pensando. Ambos dieron un respingo cuando se abrió
la puerta y entraron el señor Weasley, Kingsley y Bill.

Esos días solían ir otros miembros de la Orden a cenar
con ellos, ya que La Madriguera había sustituido al núme-
ro 12 de Grimmauld Place como cuartel general. El señor
Weasley les había explicado que, después de la muerte de
Dumbledore —Guardián de los Secretos de la Orden—, cada
una de las personas a quienes el anciano profesor revelara
la ubicación de Grimmauld Place se había convertido a su
vez en Guardián de los Secretos.

—Y como somos unos veinte, eso reduce mucho el po-
der del encantamiento Fidelio. Los mortífagos tienen vein-
te veces más posibilidades de sonsacarle el secreto a alguno
de nosotros. Por eso, no podemos esperar que el encanta-
miento aguante mucho más tiempo.

—Pero si a estas alturas Snape ya les habrá revelado
la dirección a los mortífagos, ¿no? —comentó Harry.

—Verás, Ojoloco puso un par de maldiciones contra Sna-
pe por si volvía a aparecer por allí. Suponemos que serán lo
bastante poderosas para no dejarlo entrar y amarrarle la
lengua si intenta hablar de la casa, pero no podemos estar
seguros. Habría sido una locura seguir utilizando la casa
como cuartel general ahora que sus defensas están tan mer-
madas.

Esa noche había tanta gente en la cocina que resultaba
difícil manipular los tenedores y cuchillos. Harry se encon-
traba apretujado al lado de Ginny, y todo aquello que no ha-
bían llegado a decirse mientras preparaban la mesa le hizo
desear que hubiera varios comensales entre ambos. Tenía
que esforzarse tanto para no rozarle el brazo, que apenas
podía cortar el pollo.


—¿No se sabe nada de Ojoloco? —le preguntó a Bill.

—No, nada.

No se había celebrado ningún funeral por Moody, por-
que Bill y Lupin no habían recuperado el cadáver. Además,
debido a la oscuridad y la violencia de la batalla, les costó
mucho determinar dónde podría haber caído.

—El Profeta no ha dicho ni mu acerca de su muerte, ni
de que hayan encontrado su cadáver —continuó Bill—. Pero
eso no significa nada, porque últimamente no explica gran
cosa.

—¿Todavía no han fijado una vista por la magia que
utilicé al escapar de los mortífagos siendo todavía menor
de edad? —le preguntó Harry desde el otro extremo de la
mesa al señor Weasley, y éste negó con la cabeza—. ¿Será
porque saben que fue un caso de legítima defensa, o porque
no desean que todo el mundo mágico se entere de que Vol-
demort me atacó?

—Supongo que por lo segundo. Scrimgeour no quiere
reconocer que Quien-tú-sabes es tan poderoso como en rea-
lidad es, ni que ha habido una fuga masiva en Azkaban.

—Ya. Total, ¿para qué contarle la verdad a la gente?
—musitó Harry, aferrando el cuchillo con tanta fuerza que
las finas cicatrices del dorso de la mano derecha se le desta-
caron sobre la piel: «No debo decir mentiras.»

—¿Es que no hay nadie en el ministerio dispuesto a plan-
tarle cara? —refunfuñó Ron.

—Claro que sí, Ron, pero la gente está muerta de mie-
do —respondió su padre—. Temen ser los siguientes en de-
saparecer, o que sus hijos sean atacados. Circulan rumores
muy desagradables. Yo, por ejemplo, no creo que la profeso-
ra de Estudios Muggles de Hogwarts haya dimitido, pero
hace semanas que nadie la ve. Entretanto, Scrimgeour con-
tinúa encerrado todo el día en su despacho; espero que esté
elaborando algún plan.

Hubo una pausa. La señora Weasley, mediante magia,
recogió los platos sucios y sirvió la tarta de manzana.

—Hemos de pensag cómo vamos a disfgazagte, Hagy
—dijo Fleur cuando todos tuvieron el postre—. Paga la
boda —explicó al ver el desconcierto del chico—. No hemos
invitado a ningún mogtífago, pog supuesto, pego tampoco
podemos gagantizag que a algún invitado no se le escape
algo después de bebegse unas copas de champagne.


Harry comprendió que Fleur todavía sospechaba de
Hagrid.

—Sí, tienes razón —corroboró la señora Weasley mien-
tras, sentada a la cabecera de la mesa con las gafas en la
punta de la nariz, repasaba la interminable lista de tareas
que había anotado en un largo pergamino—. A ver, Ron,
¿ya has limpiado a fondo tu habitación?

—¿Por qué? —exclamó éste y, dejando bruscamente la
cuchara en el plato, miró a su madre—. ¿Por qué tengo que
limpiar a fondo mi habitación? ¡A Harry y a mí nos gusta
como está!

—Dentro de unos días, jovencito, tu hermano va a ca-
sarse en esta casa...

—¡Por el pellejo de Merlín! ¿Acaso va a casarse en mi
habitación? —se soliviantó el chico—. ¡Pues no! Entonces
¿por qué...?

—No le hables así a tu madre —zanjó el señor Weasley
con firmeza—. Y haz lo que te ordenan.

Ron miró ceñudo a sus padres y luego atacó el resto de
su tarta de manzana.

—Ya te ayudaré. Yo también la he ensuciado —le co-
mentó Harry, pero la señora Weasley lo oyó y dijo:

—No, Harry, querido. Prefiero que ayudes a Arthur a
limpiar el gallinero. Y a ti, Hermione, te estaría muy agra-
decida si cambiaras las sábanas para monsieur y madame
Delacour; ya sabes que llegan por la mañana, a las once.

Pero resultó que en el gallinero no había mucho trabajo.

—Preferiría que no se lo comentaras a Molly —le dijo
el señor Weasley antes de entrar en el gallinero—, pero...
Ted Tonks me ha enviado los restos de la motocicleta de Si-
rius y... la tengo escondida... es decir, la tengo guardada
aquí. Es fantástica: tiene una cañería de escape (creo que
se llama así), una batería magnífica y me ofrecerá una gran
oportunidad de averiguar cómo funcionan los frenos. Quie-
ro ver si puedo montarla otra vez cuando Molly no esté...
bueno, cuando tenga tiempo.

Cuando volvieron a la casa, Harry no encontró a la se-
ñora Weasley por ninguna parte, así que subió al dormito-
rio de Ron, en el desván.

—¡Estoy en ello! ¡Estoy en ello!... Ah, eres tú —resopló
Ron, aliviado al ver que era su amigo, y volvió a tumbarse
en la cama de la que acababa de levantarse.


El cuarto continuaba tan desordenado como lo había
estado toda la semana; el único cambio era que Hermione
se hallaba sentada en un rincón, con su suave y sedoso gato
de pelaje anaranjado, Crookshanks, a sus pies, separando
libros en dos montones enormes. Harry observó que algu-
nos ejemplares eran suyos.

—¡Hola, Harry! —lo saludó Hermione, y él se sentó en
su cama plegable.

—¿Cómo has conseguido escapar?

—Es que la madre de Ron no se ha acordado de que
ayer nos pidió a Ginny y a mí que cambiáramos las sábanas
—explicó Hermione, y puso Numerología y gramática en
un montón y Auge y caída de las artes oscuras en el otro.

—Estábamos hablando de Ojoloco —dijo Ron—. Yo opi-
no que podría haber sobrevivido.

—Pero si Bill vio cómo lo alcanzaba una maldición ase-
sina —repuso Harry.

—Sí, pero a Bill también lo estaban atacando. ¿Cómo
puede estar tan seguro de lo que vio?

—Aunque esa maldición asesina no diera en el blanco,
Ojoloco cayó desde una altura de unos trescientos metros
—razonó Hermione mientras sopesaba con una mano Equipos
de quidditch de Gran Bretaña e Irlanda.

—A lo mejor utilizó un encantamiento escudo.

—Fleur afirma que la varita se le cayó de la mano —co-
mentó Harry.

—Está bien, si preferís que esté muerto... —gruñó Ron,
y palmeó su almohada para darle forma.

—¡Claro que no preferimos que esté muerto! —saltó Her-
mione con súbita consternación—. ¡Es terrible que haya
muerto! Pero hemos de ser realistas.

Por primera vez, Harry imaginó el cuerpo sin vida de
Ojoloco, inerte como el de Dumbledore, aunque con el ojo
mágico todavía girando velozmente en su cuenca. Sintió
una punzada de repugnancia mezclada con unas extrañas
ganas de reír.

—Seguramente los mortífagos lo recogieron antes de
irse, y por eso no lo han encontrado —conjeturó Ron.

—Sí —coincidió Harry—. Como hicieron con Barty
Crouch, a quien convirtieron en hueso y enterraron en el
jardín de la cabana de Hagrid. Lo más probable es que a Ojo-
loco lo hayan transfigurado, disecado y luego...


—¡Basta! —chilló Hermione y rompió a llorar sobre un
ejemplar del Silabario del hechicero.
Harry dio un respingo

—¡Oh, no! —exclamó levantándose con esfuerzo de la
vieja cama plegable—. Hermione, no quería disgustarte.

Con un sonoro chirrido de muelles oxidados, Ron bajó
de un salto de la cama y llegó antes que Harry. Rodeó con
un brazo a Hermione, rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros
y sacó un asqueroso pañuelo que había utilizado para lim-
piar el horno. Pero cogió rápidamente su varita, apuntó al
pañuelo y dijo: «¡Tergeo!»

La varita absorbió casi toda la grasa. Satisfecho, Ron le
ofreció el humeante pañuelo a su amiga.

—¡Ay, gracias, Ron! Lo siento... —Se sonó la nariz e
hipó un poco—. Es que es te... terrible, ¿no? Ju... justo des-
pués de lo de Dumbledore. Ja... jamás imaginé que Ojoloco
llegara a morir. ¡Parecía tan fuerte!

—Sí, lo sé —replicó Ron, y le dio un achuchón—. Pero
¿sabes qué nos diría si estuviera aquí?

—«¡A... alerta permanente!» —balbuceó Hermione mien-
tras se enjugaba las lágrimas.

—Exacto —asintió Ron—. Nos diría que aprendiéra-
mos de su propia experiencia. Y lo que yo he aprendido es que
no tenemos que confiar en ese cobarde asqueroso de Mun-
dungus.

Hermione soltó una débil risita y se inclinó para coger
dos libros más. Un segundo después, El monstruoso libro
de los monstruos cayó sobre un pie de Ron. Al libro se le sol-
tó la cinta que lo mantenía cerrado y le dio un fuerte mor-
disco en el tobillo.

—¡Ay, cuánto lo siento! ¡Perdóname! —exclamó Her-
mione mientras Harry lo arrancaba de un tirón de la pier-
na de Ron y volvía a cerrarlo.

—Por cierto, ¿qué estás haciendo con todos esos libros?
—preguntó Ron, y volvió cojeando a su cama.

—Intento decidir cuáles nos llevaremos cuando vaya-
mos a buscar los Horrocruxes.

—Ah, claro —replicó Ron, y se dio una palmada en la
trente—. Olvidaba que iremos a dar caza a Voldemort en
una biblioteca móvil.

—Muy gracioso —refunfuñó Hermione contemplando
la portada del Silabario del hechicero—. No sé si... ¿Creéis


que necesitaremos traducir runas? Es posible. Creo que será
mejor que nos lo llevemos, por si acaso.

Puso el silabario en el montón más grande y cogió Historia
de Hogwarts.

—Escuchad... —dijo Harry, que se había enderezado.
Ron y Hermione lo miraron con una mezcla de resignación
y desafío—. Ya sé que después del funeral de Dumbledore
dijisteis que queríais acompañarme, pero...

—Ya empezamos —le dijo Ron a Hermione, y puso los
ojos en blanco.

—Tal como temíamos —suspiró ella, y siguió con los li-
bros—. Mirad, creo que sí me llevaré Historia de Hogwarts.
Aunque no vayamos al colegio, me sentiría muy rara si no lo...

—¡Escuchad! —insistió Harry.

—No, Harry, escucha tú —replicó Hermione—. Vamos
a ir contigo. Eso lo decidimos hace meses. Bueno, en reali-
dad hace años.

—Pero es que...
—Cierra el pico, Harry —le aconsejó Ron.
—¿Estáis seguros de que lo habéis pensado bien? —per-
severó Harry.

—Mira —replicó Hermione, y lanzó Recorridos con los
trols al montón de libros descartados al tiempo que le echa-
ba una mirada furibunda—, llevo días preparando el equi-
paje, así que estamos listos para marcharnos en cuanto nos
lo digas. Pero has de saber que, para conseguirlo, he tenido
que hacer magia muy difícil, por no mencionar que he roba-
do todas las existencias de poción multijugos pertenecien-
tes a Ojoloco delante de las narices de la señora Weasley.

«También les he modificado la memoria a mis padres,
para convencerlos de que se llaman Wendell y Monica Wil-
kins y que su mayor sueño era irse a vivir a Australia, lo
cual ya han hecho. Así Voldemort lo tendrá más difícil para
encontrarlos e interrogarlos sobre mí... o sobre ti, ya que,
desgraciadamente, les he hablado mucho de ti.

»Si salgo con vida de nuestra caza de los Horrocruxes,
iré a buscarlos y anularé el sortilegio. De lo contrario... bue-
no, creo que el encantamiento que les he hecho los manten-
drá seguros y felices. Porque Wendell y Monica Wilkins no
saben que tienen una hija.

Las lágrimas volvieron a los ojos de la chica. Ron se le-
vantó, la abrazó de nuevo y miró a Harry con ceño, como re-


prochándole su falta de tacto, y éste no supo qué decir, en
parte porque era muy inusual que su amigo le diera leccio-
nes de diplomacia.

—Yo... Hermione... Lo siento... No sabía que...

—¿No sabías que Ron y yo somos perfectamente cons-
cientes de lo que puede pasarnos si te acompañamos? Bue-
no, pues lo sabemos. Enséñale a Harry lo que has hecho,
Ron.

—No... acaba de comer.

—¡Enséñaselo! ¡Tiene que saberlo!

—Está bien. Ven, Harry.
Ron retiró el brazo de los hombros de Hermione por se-
gunda vez y fue hacia la puerta pisando fuerte.
—¡Vamos!

—¿Qué pasa? —preguntó Harry, y siguió a su amigo
hasta el diminuto rellano.

—¡Descendo! —murmuró Ron apuntando al bajo techo
con la varita mágica, donde de inmediato se abrió una tram-
pilla por la que se deslizó una pequeña escalera que descen-
dió hasta los pies de los chicos. Por el hueco rectangular de
la trampilla salió un tremebundo ruido, entre gemido y sor-
betón, junto con un desagradable olor a cloaca.

—Es vuestro ghoul, ¿no? —preguntó Harry, que nunca
había visto a la criatura que a veces alteraba el silencio
nocturno de La Madriguera.

—Sí, es el ghoul —confirmó Ron, y se dispuso a subir—.
Ven y échale un vistazo.

Harry lo siguió hacia el diminuto altillo. Ya había meti-
do cabeza y hombros por el hueco cuando vio a la criatura
acurrucada en la penumbra a escasos palmos de él, profun-
damente dormida y con su enorme boca abierta.

—Pero si parece... ¿Todos los ghouls llevan pijama?

—No —dijo Ron—. Y tampoco son pelirrojos ni tienen
tantas pústulas.

Harry contempló aquella cosa repugnante de forma y
tamaño humanos, y cuando la vista se le acostumbró a la
oscuridad, comprobó que el pijama era uno viejo de Ron.
Hasta ese momento estaba convencido de que normalmen-
te los ghouls eran viscosos y calvos, en lugar de peludos y
cubiertos de enormes ampollas moradas.

—Soy yo. ¿No lo entiendes? —comentó Ron.

—No, no lo entiendo.


—Ya te lo explicaré en la habitación. Este olor me da
náuseas.

Bajaron por la escalerilla. Ron la recogió y ambos se
reunieron con Hermione, que seguía seleccionando libros.

—Cuando nos marchemos, el ghoul bajará a mi dormito-
rio y vivirá aquí —explicó Ron—. Creo que lo está deseando.
Bueno, es difícil saberlo porque lo único que hace es gemir y
babear, pero cuando se lo menciono, mueve afirmativamente
la cabeza. En fin, el ghoul será yo aquejado de spattergroit.
Una idea genial, ¿verdad? —Harry estaba perplejo—•. ¡Es
una idea genial! —insistió Ron, frustrado porque su amigo
no captara lo inteligente que era su plan—. Mira, cuando no-
sotros tres no aparezcamos en Hogwarts a principio de curso,
todo el mundo pensará que Hermione y yo estamos contigo,
¿no? Eso significa que los mortífagos visitarán a nuestras
familias en busca de información sobre nuestro paradero.

—Si todo sale bien, parecerá que yo me he ido con mis
padres; últimamente muchos hijos de muggles se están plan-
teando esconderse —aportó Hermione.

—Como es lógico, no podemos esconder a toda mi fami-
lia, porque resultaría sospechoso y, además, mi padre no
puede dejar su empleo —explicó Ron—. Así que haremos co-
rrer la trola de que estoy muy enfermo de spattergroit y por
eso no he vuelto al colegio. Si alguien viene aquí a husmear,
mi padre o mi madre le enseñarán al ghoul en mi cama, cu-
bierto de pústulas. Como es una enfermedad muy contagio-
sa, nadie se atreverá a acercarse a él. Además, no importa
que el ghoul no diga nada porque, por lo visto, cuando el
hongo se extiende por la campanilla te quedas afónico.

—Y tus padres ¿están al corriente de este plan? —pre-
guntó Harry.

—Mi padre, sí. Fue él quien ayudó a Fred y George a
transformar al ghoul. Mi madre... bueno, ya sabes cómo es;
no aceptará que nos vayamos hasta que nos hayamos ido.

A continuación se produjo un silencio sólo interrum-
pido por los débiles ruidos sordos producidos por los libros
que Hermione continuaba lanzando a uno u otro montón.
Ron se sentó a contemplarla. Harry miraba alternativa-
mente a sus amigos, sin saber qué decir. Las medidas que
habían adoptado para proteger a sus respectivas familias,
más que cualquier otra acción que hubieran emprendido, le
hicieron comprender que estaban decididos a acompañarlo


sabiendo con exactitud lo peligroso que resultaría. Le ha-
bría gustado expresarles cuánto significaba eso para él, pero
no encontraba palabras lo bastante solemnes.

En medio de ese silencio, oyeron los gritos amortigua-
dos de la señora Weasley, cuatro pisos más abajo.

—Seguro que Ginny se ha dejado una mota de polvo en
algún maldito servilletero —dijo Ron—. No entiendo por
qué los Delacour tienen que venir dos días antes de la boda.

—La hermana de Fleur será dama de honor, de modo
que tiene que estar aquí para el ensayo general, y es dema-
siado joven para venir sola —explicó Hermione mientras
examinaba, indecisa, Recreo con la banshee.

—Bueno, tener invitados no va a ayudar a reducir el
estrés de mi madre —masculló Ron.

—Lo que debemos decidir —apostilló Hermione mien-
tras desechaba Teoría de defensa mágica y cogía Evaluación
de la educación mágica en Europa— es adonde vamos
a ir cuando salgamos de aquí. Ya sé que dijiste que primero
querías visitar Godric's Hollow, Harry, y lo entiendo, pero...
no sé... ¿no deberíamos dar prioridad a los Horrocruxes?

—Si supiéramos dónde están los Horrocruxes te daría
la razón —repuso Harry, que no creía que Hermione com-
prendiera de verdad su deseo de ir a Godric's Hollow. No obs-
tante, la tumba de sus padres no era lo único que lo atraía,
pues tenía el claro aunque inexplicable presentimiento de
que ese lugar le depararía algunas respuestas. Quizá fuera
sencillamente porque era allí donde él había sobrevivido a la
maldición asesina de Voldemort, pero, ahora que se enfren-
taba al reto de repetir esa hazaña, se sentía atraído por el lu-
gar donde había sucedido, con la esperanza de entenderlo
mejor.

—¿No crees que cabe la posibilidad de que Voldemort
esté vigilando Godric's Hollow? —preguntó Hermione—.
Quizá sospeche que irás a visitar la tumba de tus padres
cuando tengas libertad de movimientos, ¿no?

Eso no se le había ocurrido a Harry. Mientras buscaba
una respuesta convincente, Ron intervino siguiendo el hilo
de sus propias ideas.

—Ese tal «R.A.B.»... ya sabéis, el que robó el guardape-
lo auténtico.

—Ya... En la nota ponía que iba a destruirlo, ¿no? —ob-
servó Hermione.


Harry se acercó la mochila y sacó el falso Horrocrux
que todavía contenía la nota firmada por «R.A.B.».

—-«He robado el Horrocrux auténtico y lo destruiré en
cuanto pueda» —leyó.

—¿Y si es verdad que ese hombre lo destruyó? —aven-
turó Ron.

—O esa mujer —puntualizó Hermione.

—Lo que sea, hombre o mujer. ¡Así tendríamos uno me-
nos que buscar!

—Sí, pero de cualquier forma tendremos que encontrar
el guardapelo auténtico, ¿no? —observó la chica—. Para sa-
ber si lo destruyó o no.

—Y una vez que has hallado un Horrocrux, ¿cómo lo
destruyes? —preguntó Ron.

—Bueno —dijo Hermione—, he estado investigando.

—¿Cómo? —preguntó Harry—. Creía que en la biblio-
teca no había ningún libro sobre Horrocruxes.

—No, no los había —admitió Hermione sonrojándose—.
Dumbledore se los llevó todos de allí, pero... no los destruyó.

Ron se enderezó y enarcó las cejas.

—¡Por los calzones de Merlín! ¿Cómo has conseguido
echarles el guante a esos libros sobre Horrocruxes?

—¡No los he robado! —se defendió Hermione mirando
a sus amigos con cierta aprensión—. Esos libros todavía
pertenecían a la biblioteca, aunque Dumbledore los hubie-
ra retirado de los estantes. Además, si de verdad no hubiera
querido que nadie los encontrara, estoy segura de que ha-
bría hecho que fuera mucho más difícil...

—¡Ve al grano! —exigió Ron.

—Fue muy sencillo —repuso Hermione con un hilo de
voz—. Sólo tuve que hacer un encantamiento convocador.
Ya sabéis: «¡Accio!» Salieron volando por la ventana del
despacho de Dumbledore y... fueron derecho al dormitorio
de las chicas.

—Pero ¿cuándo hiciste eso? —preguntó Harry mirán-
dola con una mezcla de admiración e incredulidad.

—Justo después del... del funeral de Dumbledore —con-
fesó ella con voz aún más débil—. Precisamente después de
que acordamos no volver al colegio e ir en busca de los Horro-
cruxes. Cuando subí a buscar mis cosas, se me ocurrió que
cuanto más supiera sobre ellos, mejor. Y como estaba sola, lo
probé... y dio resultado. Entraron volando por la ventana y...


los metí en mi baúl. —Tragó saliva y añadió—: No creo que
Dumbledore se hubiera enfadado, porque nosotros no vamos
a utilizar esa información para hacer un Horrocrux, ¿no?

—¿Acaso has oído que nos quejáramos? —inquirió Ron—.
Pero, oye, ¿dónde están esos libros?

Hermione rebuscó un momento y sacó del montón un
grueso tomo encuadernado en piel negra y gastada. Lo miró
con cara de repulsión y lo sujetó con la punta de los dedos,
como si fuera un bicho muerto.

—Este es el que da instrucciones explícitas de cómo
hacer un Horrocrux: Los secretos de las artes más oscuras.
Es un libro horrible, espantoso, lleno de magia maligna. Me
gustaría saber cuándo lo retiró Dumbledore de la bibliote-
ca. Si no lo hizo hasta que lo nombraron director del colegio,
supongo que Voldemort sacó de aquí toda la información
que necesitaba.

—Pero si ya había leído el libro, ¿por qué tuvo que pre-
guntarle a Slughorn cómo se hacía un Horrocrux? —se ex-
trañó Ron.

—Voldemort sólo acudió a Slughorn para averiguar
qué podía pasar si dividía su alma en siete partes —aclaró
Harry—. Dumbledore estaba convencido de que Ryddle ya
sabía cómo hacer un Horrocrux cuando habló con Slughorn
sobre ellos. Me parece que tienes razón, Hermione: es muy
probable que haya sacado de ahí la información.

—Y cuanto más leo sobre ellos —prosiguió la mucha-
cha—, más horribles me parecen y más me cuesta creer que
Voldemort hiciera seis. En este libro te advierten de lo poco
sólido que queda el resto del alma cuando se divide, y eso
creando sólo un Horrocrux...

Harry recordó que en una ocasión Dumbledore le ha-
bía dicho que la maldad de Voldemort no conocía límites.

—¿Y no hay ninguna forma de volver a juntar las par-
tes? —preguntó Ron.

—Sí —afirmó Hermione con una sonrisa forzada—,
pero eso resultaría terriblemente doloroso.

—¿Por qué? ¿Cómo se hace? —preguntó Harry.

—Arrepintiéndote —respondió Hermione—. Tienes que
arrepentirte de verdad de lo que has hecho. Hay una nota a
pie de página, ¿sabéis? Por lo visto, el dolor que sientes al
hacerlo podría destruirte. Pero, no sé por qué, no me imagi-
no a Voldemort intentándolo. ¿Y vosotros?


—No, yo tampoco —opinó Ron antes que Harry—. En-
tonces, ¿en ese libro se explica qué hay que hacer para des-
truir un Horrocrux?

—Sí, en efecto —respondió Hermione, y pasó las frági-
les páginas como si examinara entrañas podridas—, porque
hace hincapié en lo potentes que han de ser los sortilegios
que les hagan los magos tenebrosos. Por lo que he leído, de-
duzco que lo que Harry le hizo al diario de Ryddle es una de
las pocas maneras verdaderamente infalibles de destruir
un Horrocrux.

—¿Ah, sí? ¿Clavarle un colmillo de basilisco? —pregun-
tó Harry.

—Pues menos mal que tenemos una gran provisión de
colmillos de basilisco, ¿no? —dijo Ron con sarcasmo—. Me
preguntaba qué íbamos a hacer con ellos.

—No tiene que ser necesariamente un colmillo de basi-
lisco —explicó Hermione sin impacientarse—, pero sí algo
tan destructivo que el Horrocrux no pueda repararse por sí
mismo. El veneno de basilisco sólo tiene un antídoto, y es
increíblemente escaso...

—Lágrimas de fénix —musitó Harry asintiendo.

—Exacto —confirmó Hermione—. Nuestro problema
es que hay muy pocas sustancias tan destructivas como el
veneno de basilisco, y además resulta muy peligroso mane-
jarlas y transportarlas. Esa es una dificultad que tendre-
mos que resolver, porque no basta con partir, aplastar ni
machacar un Horrocrux, sino que debe quedar tan destro-
zado que no pueda repararse ni mediante magia.

—Pero, aunque destrocemos el objeto en que vive, ¿por
qué no puede el fragmento de alma alojarse en otro objeto?
—cuestionó Ron.

—Porque un Horrocrux es todo lo contrario de un ser
humano. —Al ver que Harry y Ron se quedaban desconcer-
tados, se apresuró a añadir—: Mira, si ahora mismo cogiera
una espada, Ron, y te atravesara con ella, no le haría nin-
gún daño a tu alma.

—Y seguro que eso sería un gran consuelo para mí
—ironizó Ron.

Harry rió.

—Pues debería serlo. Pero lo que quiero decir es que le
hagas lo que le hagas a tu cuerpo, tu alma sobrevivirá intac-
ta. En cambio, con un Horrocrux pasa todo lo contrario: para


sobrevivir, el fragmento de alma que alberga depende de su
continente, de su cuerpo encantado. Sin él no puede existir.

—Podría decirse que ese diario murió cuando le clavé
el colmillo —reflexionó Harry recordando la tinta que ma-
naba como sangre de sus perforadas hojas, y los gritos del
fragmento de alma de Voldemort al esfumarse.

—Eso es. Y una vez destruido el diario, al fragmento de
alma que se escondía en él ya no le fue posible seguir exis-
tiendo. Ginny intentó deshacerse del diario antes que tú, ti-
rándolo por el retrete; pero el diario, como es lógico, no sufrió
ningún daño.

—Espera un momento —intervino Ron frunciendo el
entrecejo—. El fragmento de alma que había en ese diario
poseyó a Ginny, ¿no es así? No lo entiendo. ¿Cómo funciona
eso?

—Verás, mientras el continente mágico sigue intacto,
el fragmento de alma que hay dentro puede entrar y salir
con facilidad de alguien que se haya acercado demasiado al
objeto. No, no me refiero a cogerlo; no tiene nada que ver
con el hecho de tocarlo —añadió Hermione antes de que
Ron la interrumpiera—. Me refiero a acercarse emocional-
mente. Ginny vertió su corazón en ese diario, y eso la convir-
tió en un ser supervulnerable. Es decir, te pones en peligro si
le tomas demasiado cariño al Horrocrux, o si estableces una
fuerte dependencia de él.

—Me intriga saber qué hizo Dumbledore para destruir
el anillo —comentó Harry—. ¿Por qué no se lo pregunté? La
verdad es que nunca...

No terminó la frase; estaba pensando en todas las co-
sas que debería haberle preguntado y en la impresión que
tenía, desde la muerte del director de Hogwarts, de haber
desaprovechado muchas oportunidades de averiguar más
cosas, de averiguarlo todo...

El silencio fue interrumpido por la puerta del dormito-
rio al abrirse con gran estrépito. Hermione dio un chillido y
soltó Los secretos de las artes más oscuras; Crookshanks se
metió debajo de la cama, bufando indignado; Ron se levan-
tó de un brinco de la cama, resbaló con un envoltorio de
rana de chocolate que había en el suelo y se golpeó la cabe-
za contra la pared, y Harry buscó instintivamente su varita
mágica antes de darse cuenta de que tenía delante a la se-
ñora Weasley, con el pelo alborotado y un humor de perros.


—Lamento mucho interrumpir esta agradable tertulia
—dijo con voz temblorosa—. Ya sé que todos necesitáis des-
cansar, pero en mi habitación hay un montón de regalos de
boda que deben clasificarse, y se me ha ocurrido que a lo
mejor querríais ayudarme.

—Sí, claro —repuso Hermione con cara de susto, y al
ponerse en pie dispersó los libros en todas direcciones—.
Vamos enseguida, lo sentimos mucho...

Angustiada, miró a sus amigos y salió de la habitación
detrás de la señora Weasley.

—Me siento como un elfo doméstico —se lamentó Ron
por lo bajo, frotándose la cabeza, cuando Harry y él salieron
del dormitorio—. Pero sin la satisfacción de tener un em-
pleo. ¡Qué contento me voy a poner cuando mi hermano se
haya casado!

—Sí, tienes razón, entonces no tendremos otra cosa que
hacer que buscar los Horrocruxes. Será como unas vacacio-
nes, ¿verdad?

Ron se echó a reír, pero se calló de golpe al ver la mon-
taña de regalos de boda que los esperaba en la habitación
de la señora Weasley.

Los Delacour llegaron a la mañana siguiente a las once
en punto. Harry, Ron, Hermione y Ginny estaban un poco
resentidos con la familia de Fleur; por ello, Ron subió re-
funfuñando a su habitación a cambiarse los calcetines des-
parejados, y Harry intentó peinarse también de mala gana.
Cuando la señora Weasley consideró que todos ofrecían un
aspecto presentable, desfilaron por el soleado patio trasero
para recibir a sus invitados.

Harry jamás había visto el patio tan ordenado: los cal-
deros oxidados y las viejas botas de goma que normalmen-
te estaban tirados en los escalones de la puerta trasera
habían desaparecido, siendo sustituidos por dos arbus-
tos nerviosos, uno a cada lado de la puerta en sendos ties-
tos enormes. Aunque no corría brisa, las hojas se mecían
perezosamente, ofreciendo una agradable sensación de vai-
vén. Habían encerrado las gallinas, barrido el patio y poda-
do, rastrillado y arreglado el jardín. No obstante, Harry, a
quien le gustaba más cuando presentaba aquel aspecto de
abandono, tuvo la sensación de que, sin su habitual con-
tingente de gnomos saltarines, el jardín tenía un aire tris-
tón.


El muchacho ya había perdido la cuenta de los sortile-
gios de seguridad que la Orden y el ministerio le habían he-
cho a La Madriguera; lo único que sabía seguro era que ya
nadie podía viajar directo hasta allí mediante magia. Por
eso el señor Weasley había ido a esperar a los Delacour a la
cima de una colina cercana, donde los depositaría un tras-
lador. Los alertó de su llegada una estridente risa que re-
sultó ser del señor Weasley, a quien poco después vieron
llegar a la verja, cargado de maletas y precediendo a una
hermosa mujer, rubia y con túnica verde claro, que sólo po-
día ser la madre de Fleur.

—Maman! —gritó ésta, y corrió a abrazarla—. Papa!

Monsieur Delacour no era tan atractivo como su espo-
sa, ni mucho menos; era bastante más bajo que ella y muy
gordo, y lucía una pequeña y puntiaguda barba negra. Sin
embargo, parecía bonachón. Calzado con botas de tacón, se
dirigió hacia la señora Weasley y le plantó dos besos en
cada mejilla, dejándola aturullada.

—Ya sé que se han tomado muchas molestias pog no-
sotgos —dijo con su grave voz—. Fleug nos ha dicho que
han tenido que tgabajag mucho.

—¡Bah, no es para tanto! —replicó Molly—. ¡Lo hemos
hecho encantados!

Ron se desahogó dándole una patada a un gnomo que
había asomado la cabeza por detrás de un arbusto nervioso.

—¡Queguida mía! —exclamó radiante monsieur Dela-
cour, todavía sosteniendo la mano de la señora Weasley
entre las suyas regordetas—. ¡La inminente unión de nuestgas
familias es paga nosotgos un gan honogl Pegmítame
pgesentagle a mi esposa, Apolline.

Madame Delacour avanzó con elegancia y se inclinó
para besar a la señora Weasley.

—Enchantée —saludó—. Su esposo nos ha contado unas
histoguias divegtidísimas.

El señor Weasley soltó una risita histriónica, pero su
esposa le lanzó una mirada y él se puso muy serio, como si
estuviera en el entierro de un amigo.

—Y ésta es nuestga hija pequeña, Gabguielle —dijo
monsieur Delacour.

Gabrielle, una niña de once años de cabello rubio pla-
teado hasta la cintura, era una Fleur en miniatura; obse-
quió a la señora Weasley con una sonrisa radiante y la


abrazó, y a continuación le lanzó una encendida mirada a
Harry pestañeando. Ginny carraspeó.

—¡Pero pasen, pasen, por favor! —invitó la señora Weas-
ley con entusiasmo, e hizo entrar a los Delacour con un de-
rroche de disculpas y cumplidos: «¡No, por favor!», «¡Usted
primero!», «¡Sólo faltaría!».

Los Delacour resultaron unos invitados nada exigentes
y muy amables. Todo les parecía bien y se mostraron dis-
puestos a ayudar con los preparativos de la boda. Monsieur
Delacour aseguró que todo, desde la disposición de los asien-
tos hasta los zapatos de las damas de honor, era charmant!
Madame Delacour era una experta en hechizos domésticos y
dejó el horno impecable en un periquete, y Gabrielle seguía
a todas partes a su hermana mayor, intentando colaborar en
todo y hablando muy deprisa en francés.

El inconveniente era que La Madriguera no estaba pre-
parada para alojar a tanta gente, de modo que, tras acallar
las protestas de los Delacour e insistir en que ocuparan su
dormitorio, los Weasley dormían en el salón; Gabrielle lo ha-
cía con Fleur en el antiguo dormitorio de Percy, y Bill com-
partiría habitación con Charlie, su padrino, cuando éste
llegara de Rumania. Las oportunidades para tramar pla-
nes juntos eran casi inexistentes, y, desesperados, Harry,
Ron y Hermione se ofrecían voluntarios para dar de comer
a las gallinas sólo para huir de la abarrotada casa.

—¡Nada, no hay manera de que nos deje tranquilos!
—refunfuñó Ron al ver que su segundo intento de charlar
en el patio con sus amigos quedaría frustrado: su madre se
acercaba cargada con un gran cesto de ropa para tender.

—¡Ah, qué bien! Ya habéis dado de comer a las gallinas
—dijo la señora Weasley—. Será mejor que volvamos a en-
cerrarlas antes de que lleguen mañana los operarios. Sí, los
empleados que van a instalar la carpa para la boda —expli-
có, y se apoyó contra el gallinero. Parecía agotada—. Entol-
dados Mágicos Millamant; son muy buenos. Bill se encarga-
rá de escoltarlos. Será mejor que te quedes dentro mientras
ellos montan la carpa, Harry. La verdad es que todos esos
hechizos defensivos están complicando mucho la organiza-
ción de la boda.

—Lo siento —se disculpó Harry.

—¡No seas tonto, hijo! No he querido decir... Mira, tu
seguridad es lo más importante. Por cierto, hace días que


quiero preguntarte cómo te gustaría celebrar tu cumplea-
ños. Vas a cumplir diecisiete; es una fecha importante.

—No quiero mucho jaleo —respondió Harry, imaginán-
dose la tensión adicional que eso supondría para todos—.
En serio, señora Weasley, prefiero una cena tranquila. Pien-
se que será el día antes de la boda.

—Bueno, como quieras, cielo. Invitaré a Remus y Tonks,
¿no? ¿Y qué me dices de Hagrid?
—Me parece muy bien. Pero no se tome muchas moles-
tias, por favor.
—No te preocupes. No es ninguna molestia.

La mujer le lanzó una mirada escrutadora; luego son-
rió con cierta tristeza y se alejó. Harry vio cómo agitaba la
varita mágica delante del tendedero y cómo la ropa salía vo-
lando del cesto y se tendía sola, y de pronto sintió un profun-
do remordimiento por los inconvenientes y el sufrimiento
que estaba causándole.

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