A la mañana siguiente, Harry despertó temprano. Había
dormido en el suelo del salón, envuelto en un saco de dor-
mir. Entre las gruesas cortinas se atisbaba un trocito de
cielo —tenía ese azul frío y desvaído de la tinta diluida, ese
azul de cuando ya no es de noche y aún no es de día— y sólo
se oía la lenta y profunda respiración de Ron y Hermione.
Echó un vistazo a los oscuros bultos que reposaban a su
lado. Ron, en un alarde de gentileza, se había empeñado
en que Hermione durmiera sobre los cojines del sofá, de
modo que la silueta de ella estaba un poco más elevada que
la de él; apoyaba un brazo en el suelo y sus dedos casi toca-
ban los de Ron. Harry se preguntó si se habrían quedado
dormidos con las manos entrelazadas, y esa idea le produjo
una sensación de extraña soledad.
Dirigió la mirada hacia el oscuro techo, de donde colga-
ba una lámpara cubierta de telarañas. Hacía menos de
veinticuatro horas se hallaba en la entrada de la carpa, al
sol, esperando a los invitados de la boda. Parecía que hubie-
ra pasado una eternidad. ¿Qué más iba a suceder? Siguió
tumbado en el suelo, pensando en los Horrocruxes, en la di-
fícil y complicada misión que Dumbledore le había enco-
mendado. Dumbledore...
La aflicción que lo embargaba desde la muerte del an-
ciano profesor se había transformado, puesto que las acu-
saciones que le había oído proferir a Muriel en la boda se le
habían instalado en el cerebro como células malignas, infec-
tando los recuerdos del mago al que había idolatrado. ¿De
verdad había permitido Dumbledore que ocurrieran aque-
lias cosas? ¿Le dio realmente la espalda a su hermana, a
quien habían confinado y escondido, y consintió que la aban-
donaran y maltrataran, sin importarle mientras esa situa-
ción no lo afectara a él? De manera parecida había actuado
su propio primo Dudley.
Luego pensó en Godric's Hollow, en las tumbas que ha-
bía allí y que Dumbledore nunca había mencionado; pensó
también en los misteriosos objetos que el director del cole-
gio les había dejado en su testamento, sin dar explicaciones,
y su resentimiento creció. ¿Por qué no había hecho ninguna
referencia a todo eso? ¿Era cierto que a Dumbledore le im-
portaba Harry, o sólo había sido un instrumento para lim-
piar y afinar, pero en el que el anciano profesor no creía y
del que no se fiaba?
Harry no soportaba seguir allí tumbado dándole vueltas
a esos amargos pensamientos. Necesitaba actividad, dis-
traerse de alguna forma; así pues, apartó el saco de dormir,
cogió su varita y salió con sigilo de la habitación. Al llegar
al rellano susurró «¡Lumos!», y subió la escalera con ayuda
de la luz de la varita mágica.
En el segundo rellano se encontraba el cuarto donde
habían dormido Ron y él la vez anterior. Asomó la cabeza y,
al ver el armario abierto y las sábanas revueltas, se acordó
de la pierna de trol derribada que había en el vestíbulo.
Alguien había registrado la casa después de que la Orden
la abandonara. Pero ¿quién? ¿Tal vez Snape, o quizá Mun-
dungus, que había robado muchas cosas de esa casa antes
y después de la muerte de Sirius? Desvió la mirada hacia el
retrato en que a veces aparecía Phineas Nigellus Black,
el tatarabuelo de Sirius, pero estaba vacío y sólo mostraba
un fondo indefinido. Por lo visto, Phineas Nigellus había
ido a pasar la noche al despacho del director de Hogwarts.
Siguió subiendo la escalera hasta el último rellano, don-
de sólo había dos puertas. En la que tenía delante había una
placa que rezaba «Sirius»; nunca había entrado en el dormi-
torio de su padrino. Empujó la puerta y mantuvo la varita en
alto para que la luz llegara lo más lejos posible.
La habitación era amplia, y en otros tiempos debía de
haber sido bonita. Había una cama muy ancha con cabece-
ra de madera labrada, una alta ventana tapada con largas
cortinas de terciopelo y una araña de luces cubierta de pol-
vo, en cuyos soportes todavía quedaban cabos de vela de los
que colgaban gotas de cera reseca. Una fina capa de polvo
cubría también los cuadros de las paredes y la cabecera de
la cama, y una telaraña se extendía desde la lámpara hasta
lo alto del gran armario. Al entrar en la habitación, oyó un
correteo de ratones asustados.
Cuando todavía era un adolescente, Sirius había colga-
do tantos pósteres y fotografías en su habitación que casi
no quedaba a la vista la seda gris plateada que forraba las
paredes. Harry dedujo que los padres de su padrino no ha-
bían logrado retirar el encantamiento de presencia perma-
nente que los mantenía en la pared, porque estaba seguro
de que no compartían los gustos de su hijo mayor en mate-
ria de decoración. Daba la impresión de que Sirius había
hecho lo indecible para fastidiarlos. Se conservaban varios
estandartes de Gryffindor, de colores escarlata y dorado ya
desteñidos, con los que su padrino había querido subrayar
sus diferencias con el resto de la familia, que pertenecía por
entero a Slytherin. Había muchas fotografías de motocicle-
tas muggles, y también (Harry tuvo que admirar el descaro
de su padrino) varios pósteres de chicas muggles en biqui-
ni; se dio cuenta de que eran muggles porque estaban quie-
tas, con la sonrisa desvaída y los vidriosos ojos inmóviles
en el papel, contrastando con la única fotografía mágica
que colgaba en las paredes, en que aparecían cuatro alum-
nos de Hogwarts, de pie y cogidos del brazo, riéndole a la
cámara.
Harry experimentó una gran alegría al reconocer a su
padre, cuyo alborotado cabello negro se ponía de punta en la
coronilla —igual que a él—, y que también usaba gafas; a su
lado, Sirius, despreocupadamente atractivo, mostraba una
expresión un tanto arrogante y parecía más joven y feliz
de lo que Harry lo había visto jamás en vida. A la derecha de
Sirius aparecía Pettigrew, más bajo que los otros dos, re-
choncho y de ojos llorosos; se notaba que estaba muy con-
tento de que lo hubieran incluido en aquel grupo al que
pertenecían James y Sirius, los más admirados rebeldes de
su generación. A la izquierda de James se hallaba Lupin,
que ya entonces tenía un aire desaliñado, pero que adopta-
ba la misma expresión de satisfacción y sorpresa por verse
aceptado e integrado... ¿O acaso esas impresiones se debían
a que Harry sabía lo que sabía, y por ello veía tantos deta-
lles en la fotografía? Intentó arrancarla de la pared; al fin y
al cabo, ahora era suya —su padrino se lo había dejado
todo—, pero no lo consiguió. Sirius se había esforzado mu-
cho para impedir que sus padres redecoraran la habitación.
A continuación echó un vistazo al suelo, y, como fuera ya
no estaba tan oscuro, un haz de luz le permitió ver trozos de
pergamino, libros y pequeños objetos esparcidos por la al-
fombra. Resultaba evidente que también habían registrado
aquel dormitorio, aunque, por lo visto, casi todo les había pa-
recido insignificante. Algunos libros habían sido sacudidos
con suficiente fuerza para que se desprendieran las tapas, y
había hojas sueltas por el suelo.
Se agachó, cogió algunos trozos de papel y los examinó.
Una de las hojas correspondía a una edición antigua de
Historia de la magia, de Bathilda Bagshot; otra, a un ma-
nual de mantenimiento de motocicletas; la tercera era una
hoja manuscrita y arrugada. Harry la alisó.
Querido Canuto:
Muchas gracias por el regalo de cumpleaños
de Harry. Fue el que más le gustó, con diferencia.
Con sólo un año ya va zumbando en su escoba de
juguete. ¡Se lo ve tan satisfecho! Te mando una fo-
tografía para que lo compruebes. Imagínate, ape-
nas levanta dos palmos del suelo y ya estuvo a
punto de matar al gato y destrozó un jarrón espan-
toso que Petunia me envió por Navidad (lo cual no
me importó nada). James cree que es un niño muy
gracioso, claro; dice que será un gran jugador de
quidditch, pero de momento hemos tenido que es-
conder todos los adornos y asegurarnos de no per-
derlo de vista cuando coge la escoba.
Preparamos una merienda muy tranquila para
celebrar su cumpleaños. Únicamente estuvimos no-
sotros y Bathilda, que siempre ha sido muy cariño-
sa con todos y que adora a Harry. Nos entristeció
que no pudieras venir, pero la Orden es más impor-
tante, y, de cualquier forma, el niño es demasiado
pequeño para saber que es su cumpleaños. James
se siente un poco frustrado aquí encerrado; intenta
que no se le note, pero a mí no me engaña. Además,
Dumbledore todavía conserva su capa invisible, de
modo que no puede salir ni a dar una vuelta. Si pu-
dieras visitarnos, James se animaría mucho. Gus
vino el fin de semana pasado; lo encontré un poco
desanimado, pero debía de ser por lo de los McKin-
non (lloré toda la noche cuando me enteré).
Bathilda nos hace compañía casi todos los días.
Es una ancianita maravillosa y nos cuenta unas
historias asombrosas sobre Dumbledore. ¡No sé si
a él le gustaría enterarse! Me cuesta creer todo lo
que dice, porque parece increíble que Dumbledore
Harry notaba las extremidades como entumecidas. Se
quedó inmóvil, sujetando el fascinante pergamino con de-
dos inertes mientras, en su interior, una especie de serena
erupción le impulsaba por las venas chorros de felicidad y
dolor a partes iguales. Fue dando bandazos hasta la cama
y se sentó.
Releyó la carta, pero no consiguió captar otro significa-
do del que había asimilado la primera vez, y se quedó exa-
minando la caligrafía. Su madre escribía la letra ge igual
que él; así que buscó con ilusión cada una de las que había
en la carta, semejantes a un saludo amistoso vislumbrado
detrás de un velo. La carta era un tesoro increíble, una
prueba de que Lily Potter había existido —de verdad—, y
que su cálida mano había rozado aquella hoja de pergami-
no, trazando con tinta esas letras, componiendo palabras
que hablaban de él, de Harry, de su hijo.
Se enjugó con impaciencia las lágrimas y volvió a re-
leer la carta, esta vez concentrándose en su significado. Era
como escuchar una voz vagamente recordada.
Tenían un gato; quizá murió, como sus padres, en Go-
dric's Hollow... O quizá se marchó de allí porque ya no había
nadie que le diera de comer... Sirius le compró su primera
escoba... Sus padres conocían a Bathilda Bagshot; ¿los ha-
bría presentado Dumbledore? «Dumbledore todavía conser-
va su capa invisible.» Ahí había algo raro.
Se detuvo y reflexionó sobre las palabras de su madre.
¿Por qué había cogido Dumbledore la capa invisible de Ja-
mes? Recordaba claramente que, años atrás, el director del
colegio le había dicho: «No necesito una capa para ser invi-
sible.» Quizá la necesitaba algún miembro de la Orden con
menos talento, y Dumbledore había hecho de intermedia-
rio. Siguió leyendo.
«Gus vino el fin de semana pasado...» Pettigrew, el trai-
dor; su madre lo había encontrado «un poco desanimado»...
¿Sería porque Pettigrew sabía que estaba viendo a James y
Lily vivos por última vez?
Y por último, de nuevo Bathilda, que contaba historias
asombrosas sobre el director de Hogwarts: «... parece increí-
ble que Dumbledore...».
Que Dumbledore ¿qué? Pero había muchas cosas sobre
el anciano profesor que podrían haber parecido increíbles:
que en una ocasión hubiera suspendido un examen de Trans-
formaciones, por ejemplo, o que se hubiera dedicado a encan-
tar cabras, como su hermano Aberforth...
Se levantó y recorrió el suelo con la mirada pensando
que tal vez el resto de la carta estuviera por allí. Recogió al-
gunos papeles, y los trató, debido a sus ansias, con tan poca
consideración como la persona que había registrado el dor-
mitorio. Abrió cajones, sacudió libros, se subió a una silla
para pasar la mano por lo alto del armario y se agachó para
mirar debajo de la cama y una butaca.
Al final, tumbado boca abajo en el suelo, debajo de la
cómoda vio algo que parecía una hoja rota. Cuando la sacó
de allí, resultó ser la fotografía que Lily describía en su car-
ta: un bebé de cabello negro entraba y salía zumbando de
ella, montado en una escoba diminuta y riendo a carcaja-
das; lo perseguían un par de piernas que debían de ser las
de James. Se metió la fotografía en el bolsillo junto con la
carta y siguió buscando la segunda hoja de ésta.
Sin embargo, pasado otro cuarto de hora no tuvo más
remedio que aceptar que el resto de la carta ya no estaba
allí. ¿Se habría perdido durante los dieciséis años transcu-
rridos desde que su madre la escribiera, o se la había llevado
quienquiera que hubiese registrado la habitación? Harry re-
leyó la hoja que tenía, esta vez buscando algún indicio de
por qué podía ser más valiosa la hoja perdida. No creía que
a los mortífagos les interesara mucho una escoba de jugue-
te, pero se le ocurrió que el valor de la misiva podía radicar
en cierta información sobre Dumbledore. «Parece increíble
que Dumbledore...» ¿qué?
—¿Harry, dónde estás? ¡Harry! ¡Harry!
—¡Estoy aquí! ¿Qué ocurre?
Se oyeron pasos fuera, y Hermione irrumpió en la habi-
tación.
—¡Nos hemos despertado y no sabíamos dónde esta-
bas! —jadeó la chica. Volvió la cabeza y gritó—: ¡Ya lo he en-
contrado, Ron!
La irritada voz de Ron resonó varios pisos más abajo:
—¡Me alegro! ¡Dile de mi parte que es un imbécil!
—Harry, haz el favor de no desaparecer así. ¡Nos has
asustado! Pero ¿por qué has subido aquí? —Paseó la mira-
da por la desordenada habitación—. ¿Qué estás haciendo?
—Mira qué he encontrado. —Le mostró la carta de su
madre.
Hermione la cogió y la leyó mientras él la observaba.
Cuando llegó al final, lo miró y dijo:
—Vaya, Harry...
—Y también he encontrado esto. —Le enseñó la foto-
grafía arrugada.
Ella sonrió al ver al bebé que entraba y salía montado
en la escoba de juguete.
—He estado buscando el resto de la carta, pero no está
aquí.
—¿Todo esto lo has desordenado tú, o ya estaba así?
—preguntó Hermione echando una ojeada alrededor.
—No, alguien ha registrado este dormitorio antes que yo.
—Ya lo imaginaba. Todas las habitaciones a las que me
he asomado están patas arriba. ¿Qué crees que buscaban?
—Si ha sido Snape, información sobre la Orden.
—Pero si él ya debía de tener toda la información que
necesitaba. Formaba parte de la Orden, ¿no?
—Bueno —dijo Harry, no muy convencido—, pues en-
tonces información sobre Dumbledore, o la segunda página
de esta carta, por ejemplo. ¿Sabes quién es esa Bathilda a
la que mencionaba mi madre?
—¿Quién?
—Bathilda Bagshot, la autora de...
—Historia de la magia —completó Hermione, y su in-
terés pareció reavivarse—. ¿Tus padres la conocían? Era
una excelente historiadora de la magia.
—Pues todavía vive. Y precisamente en Godric's Ho-
llow. Lo sé porque Muriel, la tía abuela de Ron, nos habló de
ella en la boda. Al parecer conocía a la familia de Dumble-
dore. ¿No crees que sería interesante hablar con ella?
Hermione esbozó una sonrisa, y Harry supo que su ami-
ga conocía perfectamente sus verdaderos motivos. Cogió la
carta y la fotografía y se las guardó en el monedero que le
colgaba del cuello, para no tener que mirarla y acabar de
delatarse.
—Sé que te encantaría hablar con ella de tus padres,
y también de Dumbledore —dijo Hermione—-. Pero eso no
nos ayudaría mucho a encontrar los Horrocruxes, ¿verdad?
—Como Harry no dijo nada, prosiguió—: Entiendo que quie-
ras visitar Godric's Hollow, pero me da miedo... me da miedo
la facilidad con que ayer nos encontraron esos mortífagos.
Ahora todavía tengo más claro que debemos evitar el sitio
donde están enterrados tus padres; estoy convencida de
que los mortífagos sospechan que irás ahí.
—No se trata sólo de eso —replicó Harry, que seguía
evitando mirarla—. Verás, Muriel dijo ciertas cosas sobre
Dumbledore en la boda, y quiero saber la verdad... —Y le
explicó todo lo que le había contado tía Muriel.
Cuando hubo terminado, Hermione comentó:
—Claro, ya entiendo por qué eso te ha disgustado...
—No estoy disgustado —mintió él—. Es sólo que me
gustaría enterarme de si es cierto o...
—Pero Harry, ¿crees que una anciana maliciosa como
Muriel, o Rita Skeeter, te dirán la verdad? ¿Cómo puedes
hacer caso de lo que ellas aseguran? ¡Tú conocías a Dum-
bledore!
—Creía conocerlo.
—¡Ya sabes la de mentiras que escribió Rita sobre ti!
Doge tiene razón: ¿cómo vas a permitir que personas como
ésas empañen tus recuerdos de Dumbledore?
Harry desvió la mirada y trató de que no se notara lo re-
sentido que estaba. Otra vez lo mismo: decide lo que quieres
creer. El deseaba saber la verdad. ¿Por qué, pues, se habían
propuesto todos que no lo lograra?
—¿Quieres que bajemos a la cocina? —sugirió Hermio-
ne tras una breve pausa—. Podríamos buscar algo para de-
sayunar.
Harry cedió a regañadientes, y siguió a su amiga hasta
el rellano pasando por delante de la segunda puerta de ese
piso, en la que se apreciaban unos profundos arañazos de-
bajo de un letrerito en el que no había reparado; se detuvo
para leerlo. Era una nota pomposa, escrita con letra muy
pulcra; la clase de aviso que Percy Weasley habría colgado
en la puerta de su dormitorio:
Prohibido pasar
sin el permiso expreso de
Regulus Arcturus Black
Harry sintió un cosquilleo de emoción, pero al principio
no se dio cuenta del motivo. Entonces volvió a leer el letre-
ro. Su amiga ya bajaba por la escalera.
—Hermione —la llamó, y le sorprendió la serenidad de
su propia voz—. Sube un momento.
—¿Qué ocurre?
—«R.A.B.» ¿Recuerdas? Creo que lo he encontrado.
Hermione sofocó un grito y subió a toda prisa.
—¿Están esas iniciales en la carta de tu madre? Pero si
yo no las he vis...
Harry negó con la cabeza y señaló el letrero de Regu-
lus. Hermione leyó y le estrujó el brazo a su amigo, que hizo
una mueca de dolor.
—Es el hermano de Sirius, ¿verdad? —susurró.
—Sí, y era mortífago —confirmó Harry—. Sirius me ha-
bló de él. Por lo visto se unió a los seguidores de Voldemort
cuando todavía era muy joven; luego tuvo miedo e intentó
echarse atrás, y lo mataron.
—¡Eso encaja! —exclamó Hermione, impresionada—.
¡Si Regulus era mortífago, debía de conocer algunos secre-
tos de Voldemort, pero si éste lo decepcionó, es lógico que
quisiera destruirlo! —Y le soltó el brazo, se inclinó sobre la
barandilla y llamó—: ¡Ron! ¡Ron! ¡Corre, ven aquí!
El muchacho apareció resoplando un minuto después,
empuñando su varita mágica.
—¿Qué sucede? Si se trata otra vez de esas arañas gi-
gantes, quiero desayunar antes de... —Arrugó la frente al
ver el letrero de la puerta que Hermione le señalaba—.
¿Quién...? Ése era el hermano de Sirius, ¿no? Regulus Arc-
turus... Regulus... ¡R.A.B.! ¡El guardapelo! ¿Creéis que...?
—Vamos a averiguarlo —decidió Harry. Empujó la puer-
ta, pero estaba cerrada con llave.
Hermione apuntó la manija con la varita y dijo: «¡Aloho-
moral» Se oyó un chasquido y la puerta se abrió.
Cruzaron el umbral, mirando a diestro y siniestro. El
dormitorio de Regulus era más pequeño que el de Sirius,
aunque en él reinaba la misma atmósfera de antiguo es-
plendor. Y si bien Sirius había querido subrayar que él era
diferente del resto de la familia, su hermano se había esfor-
zado en demostrar todo lo contrario. Los colores esmeralda
y plateado de Slytherin se veían por todas partes, tanto en
el cubrecama y las cortinas de las ventanas como en la tela
que forraba las paredes; el emblema de la familia Black es-
taba esmeradamente pintado encima de la cama, junto con
su lema «Toujourspur», y debajo había una serie de recortes
de periódico amarillentos que componían un irregular colla-
ge. Hermione cruzó la habitación para examinarlos.
—Todos hablan sobre Voldemort —dijo—. Por lo visto,
Regulus ya era admirador suyo unos años antes de unirse a
los mortífagos.
Hermione se sentó en la cama para leer los recortes y
la colcha desprendió una nube de polvo. Harry, entretanto,
había reparado en otra fotografía de un equipo de quid-
ditch de Hogwarts que sonreía a la cámara y saludaba con
la mano. Se acercó más y vio las serpientes de Slytherin es-
tampadas en el pecho de los jugadores. A Regulus lo reco-
noció al instante: era el chico sentado en medio de la fila
delantera; tenía el mismo pelo castaño oscuro y el mismo
aire ligeramente altivo que su hermano, aunque era más
bajo, más delgado y bastante menos atractivo que Sirius.
—Era buscador —comentó Harry.
—¿Qué dices? -—preguntó Hermione, todavía enfrasca-
da en la lectura de los recortes de prensa referentes a Vol-
demort.
—Está sentado en medio de la fila delantera; ahí es
donde se coloca el... Nada, da lo mismo —dijo Harry al per-
catarse de que nadie lo escuchaba, puesto que Ron estaba a
cuatro patas buscando bajo el armario.
Echó un vistazo a la habitación en busca de escondrijos
y se acercó a la mesa. Una vez más, comprobó que alguien
la había registrado antes que él. Habían revuelto los cajo-
nes recientemente, porque el polvo no estaba repartido de
manera uniforme. Tampoco encontró nada de valor en ellos,
pues sólo quedaban plumas viejas, antiguos libros de texto
maltratados y un tintero roto hacía poco tiempo, cuyo pega-
joso residuo manchaba el contenido del cajón.
—Hay otra manera más fácil de buscarlo... —sugirió Her-
mione mientras Harry se limpiaba los dedos pringosos de
tinta en los vaqueros. Levantó la varita y exclamó—: ¡Accio
guardapelo!
Pero no pasó nada. Ron, que rebuscaba entre los plie-
gues de las descoloridas cortinas, pareció decepcionado.
—Bueno, entonces, ¿está aquí o no está?
—Podría estar, pero bajo contrasortilegios —repuso Her-
mione—, o sea, encantamientos para impedir que se lo con-
voque mediante magia.
—Como los que Voldemort puso en la vasija de piedra
de la cueva —observó Harry al recordar que no había logra-
do convocar el guardapelo falso.
—Entonces, ¿cómo vamos a encontrarlo? —preguntó
Ron.
—Tendremos que buscar a mano —respondió Hermio-
ne.
—Buena idea —dijo Ron poniendo los ojos en blanco, y
siguió examinando las cortinas.
Rastrearon cada centímetro de la habitación más de
una hora, pero al final se vieron obligados a admitir que el
guardapelo no estaba allí.
Ya había salido un sol que deslumhraba incluso a tra-
vés de las sucias ventanas del rellano.
—Sin embargo, tal vez esté en otro sitio de la casa —in-
sistió Hermione cuando volvían a bajar por la escalera.
Harry y Ron se habían desanimado, pero ella parecía más
decidida que nunca a seguir buscando—. Tanto si Regulus
logró destruirlo como si no, seguro que no quería que Volde-
mort lo encontrara, ¿verdad? ¿No os acordáis de todas las
cosas horribles de las que tuvimos que deshacernos la últi-
ma vez que estuvimos aquí, como aquel reloj de pie que le
arreaba puñetazos a todo el mundo, o aquellas túnicas vie-
jas que intentaron estrangular a Ron? Quizá Regulus los
dejó aquí para proteger el escondrijo del guardapelo, aun-
que entonces nosotros no... no nos diéramos...
Harry y Ron la miraron. Hermione se había quedado in-
móvil con un pie en el aire, con el gesto de estupefacción de
alguien a quien acaban de practicar un hechizo desmemo-
rizador; hasta se le notaba la mirada desenfocada.
—... cuenta —terminó con un hilo de voz.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Ron.
—Había un guardapelo.
—¿Quéeee? —saltaron al unísono Harry y Ron.
—Sí, sí, en el armario del salón. Nadie consiguió abrir-
lo. Y nosotros... nosotros...
Harry tuvo la sensación de que un ladrillo le bajaba
hasta el estómago. Y entonces se acordó: incluso lo había
tenido en las manos cuando se lo pasaban unos a otros y to-
dos intentaban abrirlo. Finalmente lo arrojaron a una bolsa
de basura, junto con la caja de rapé de polvos verrugosos y
la caja de música que les daba somnolencia...
—Kreacher nos robó un montón de cosas —recordó
Harry. Era la última oportunidad, la única esperanza que
les quedaba, y el chico pensaba aferrarse a ella hasta que lo
obligaran a soltarla—. Tenía un alijo enorme guardado en
su armario de la cocina. ¡Vamos!
Bajó los escalones de dos en dos y sus amigos lo siguie-
ron atropelladamente. Hicieron tanto ruido que al pasar
por el vestíbulo despertaron al retrato de la madre de Si-
rius.
—¡Podridos! ¡Sangre sucia! ¡Canallas! —les gritó la bru-
ja mientras los tres se precipitaban a la cocina del sótano y
cerraban la puerta tras ellos.
Harry cruzó la estancia corriendo y se detuvo con un
derrape ante el armario de Kreacher, que abrió de golpe.
Allí estaba el nido de mantas sucias y raídas en que antes
dormía el elfo doméstico, pero las alhajas que éste había
rescatado ya no relucían entre ellas. Lo único que quedaba
a la vista era un ejemplar de La nobleza de la naturaleza:
una genealogía mágica. Harry, que se negaba a darse por
vencido, tiró de las mantas y las sacudió. Cayó un ratón
muerto y rodó por el suelo. Ron soltó un gruñido y se subió
a una silla; Hermione cerró los ojos.
—Todavía no hemos terminado —murmuró Harry, y
llamó—: ¡Kreacher!
Se oyó un fuerte «¡crac!» y el elfo doméstico que Harry
se había mostrado tan reacio a heredar de Sirius apareció
de la nada ante la fría y vacía chimenea. Era muy pequeño
—les llegaba por la cintura—, le colgaban pliegues de piel
blancuzca por todas partes, y unos mechones de pelo blan-
co le salían por las orejas de murciélago. Todavía llevaba
puesto el trapo mugriento con que lo habían conocido. La
mirada de desdén que le dirigió a Harry demostró que su
actitud, pese a haber cambiado de amo, no había variado
más que su atuendo.
—El amo —dijo Kreacher con su ronca voz de sapo, e
hizo una reverencia murmurando como si hablara con sus
rodillas— ha regresado a la noble casa de mi ama con Weas-
ley, el traidor a la sangre, y con la sangre sucia...
—Te prohibo que llames a nadie «traidor a la sangre» o
«sangre sucia» —le advirtió Harry.
Kreacher, de nariz con forma de morro de cerdo y ojos
inyectados en sangre, no le habría inspirado la menor sim-
patía aunque no hubiera traicionado a Sirius entregándolo
a Voldemort.
—Quiero hacerte una pregunta —continuó, mirándolo
fijamente y con el corazón acelerado—, y te ordeno que con-
testes con sinceridad. ¿Me has entendido?
—Sí, amo —respondió Kreacher, y de nuevo hizo una
reverencia.
Harry observó que movía los labios sin articular soni-
do, sin duda formando los insultos que le habían prohibido
pronunciar.
—Hace dos años —dijo con el corazón palpitándole—
tiramos un gran guardapelo de oro que había en el salón.
¿Lo recuperaste tú?
Hubo un momento de silencio. Kreacher se enderezó y
miró a Harry a los ojos.
—Sí —dijo.
—¿Y dónde lo metiste? —preguntó Harry, eufórico. Ron
y Hermione también parecían muy contentos.
Kreacher cerró los ojos como si no quisiera ver la reac-
ción a su respuesta:
—Ya no está aquí.
—¿Que ya no está aquí? —repitió Harry, decepciona-
do—. ¿Qué quieres decir? —El elfo se estremeció y se ba-
lanceó un poco—. Kreacher —añadió Harry con fiereza—,
te ordeno que...
—Mundungus Fletcher... —gruñó el elfo con los párpa-
dos apretados—. Mundungus Fletcher lo robó todo: las foto-
grafías de la señorita Bella y la señorita Cissy, los guantes
de mi ama, la Orden de Merlín, Primera Clase, las copas
con el emblema de la familia y... y... —boqueó mientras su
hundido pecho se agitaba y acto seguido abrió los ojos y sol-
tó un grito desgarrador—: ¡y el guardapelo, el guardapelo
del amo Regulus! ¡Kreacher obró mal, Kreacher no cumplió
las órdenes que había recibido!
Harry reaccionó de manera instintiva: cuando el elfo
se lanzó hacia el atizador de la chimenea, el chico se preci-
pitó sobre él y lo derribó. El chillido de Hermione se mez-
cló con el de Kreacher, pero Harry gritó más fuerte que los
dos:
—¡Kreacher, te ordeno que te estés quieto!
Cuando notó que se quedaba inmóvil, lo soltó. La cria-
tura permaneció tumbada en el frío suelo de piedra, los
hundidos ojos anegados en lágrimas.
—¡Deja que se levante, Harry! —susurró Hermione.
—¿Para que se golpee con el atizador? —replicó éste, y
se arrodilló a su lado—. No, ni hablar. Bueno, Kreacher,
quiero que me digas la verdad: ¿cómo sabes que Mundun-
gus Fletcher robó el guardapelo?
—¡Kreacher vio cómo lo robaba! —respondió el elfo re-
sollando, y las lágrimas le resbalaron por el hocico y se le
perdieron en la boca de dientes grisáceos—. Kreacher lo vio
salir del armario de Kreacher cargado con los tesoros de
Kreacher. Kreacher le dijo al muy ratero que se detuviera,
pero Mundungus Fletcher rió y... y echó a correr.
—Has dicho que el guardapelo era del amo Regulus —ob-
servó Harry—. ¿Por qué? ¿De dónde había salido? ¿Qué te-
nía que ver Regulus con él? ¡Kreacher, levántate y cuéntame
todo lo que sepas sobre ese guardapelo, y qué relación tenía
Regulus con él!
El elfo se incorporó, se hizo un ovillo ocultando la cara
entre las rodillas y se meció adelante y atrás. Cuando se de-
cidió a hablar, lo hizo con una voz amortiguada, pero se le
entendió muy bien en la silenciosa y resonante cocina.
—El amo Sirius huyó (¡de buena nos libramos!), porque
era muy malvado y le destrozó el corazón a mi ama con sus
maneras anárquicas. Pero el amo Regulus tenía dignidad;
él sabía cuánto le debía al apellido Black y estaba orgullo-
so de su sangre limpia. Durante años habló del Señor Te-
nebroso, que iba a sacar a los magos de su escondite para
que dominaran a los muggles y a los hijos de los muggles...
Y cuando tenía dieciséis años, el amo Regulus se unió al Se-
ñor Tenebroso. ¡Kreacher estaba tan orgulloso de él, tan or-
gulloso, se alegraba tanto de servirlo!
»Y un día, un año después de haberse unido a él, el amo
Regulus bajó a la cocina a ver a Kreacher. El amo Regulus
siempre había tratado bien a Kreacher. Y el amo Regulus
dijo...
dijo... —el anciano elfo se meció más deprisa que antes— dijo
que el Señor Tenebroso necesitaba un elfo.
—¿Que Voldemort necesitaba un elfo? —se extrañó Ha-
rry mirando a Ron y Hermione, tan desconcertados como
él.
—¡Ay, sí! —se lamentó Kreacher—. Y el amo Regulus le
ofreció a Kreacher. Era un gran honor, dijo el amo Regulus,
un gran honor para él y para Kreacher, que tenía que hacer
cuanto el Señor Tenebroso le ordenara y luego volver a ca...
casa. —El elfo doméstico se meció aún más deprisa y sollo-
zó—. Así que Kreacher se marchó con el Señor Tenebroso.
El Señor Tenebroso no le dijo a Kreacher qué quería que
hiciera, pero se llevó a Kreacher a una cueva junto al mar.
Y dentro de la cueva había una caverna, y en la caverna
había un lago, negro e inmenso...
A Harry se le erizó el vello de la nuca. Era como si la
ronca voz de Kreacher le llegara desde el otro extremo de
aquel oscuro lago. Veía lo que había pasado con tanta clari-
dad como si hubiera estado presente.
—... había una barca...
Claro que había una barca; Harry vio esa barca, muy pe-
queña, de un verde espectral, encantada para transportar a
un mago y una víctima hasta la isla del centro del lago. De
modo que así era como Voldemort comprobó la eficacia de las
defensas que rodeaban el Horrocrux: pidiendo en préstamo
a una criatura desechable, a un elfo doméstico...
—En la isla había una va... vasija llena de poción, y el
Se... Señor Tenebroso obligó a Kreacher a bebérsela...
—Temblaba de pies a cabeza—. Kreacher bebió, y mientras
bebía vio cosas terribles... A Kreacher le ardían las entra-
ñas... Kreacher le suplicó al amo Regulus que lo salvara, le
suplicó a su ama Black, pero el Señor Tenebroso sólo reía...
Obligó a Kreacher a beberse toda la poción... dejó un guar-
dapelo en la vasija vacía... y volvió a llenarla de poción...
»Y entonces el Señor Tenebroso se marchó en la barca,
dejando a Kreacher en la isla...
Harry se imaginó la escena: vio cómo el blanco y ser-
pentino rostro de Voldemort se perdía en la oscuridad
mientras sus ojos rojos se clavaban sin piedad en el ator-
mentado elfo, que sólo tardaría unos minutos en morir
cuando sucumbiera a la insoportable sed que la abrasadora
poción causaba a su víctima... Pero la imaginación de Ha-
rry no pudo ir más allá, porque no entendía cómo Kreacher
había logrado escapar.
—Kreacher necesitaba agua, se arrastró hasta la orilla
de la isla y bebió agua del negro lago... y unas manos, unas
manos cadavéricas, salieron de él y arrastraron a Kreacher
hacia el fondo...
—¿Cómo saliste de allí? —preguntó Harry, y no le sor-
prendió que su voz fuera sólo un susurro.
Kreacher levantó la fea cabeza y miró a Harry con sus
enormes ojos inyectados en sangre.
—El amo Regulus ordenó a Kreacher que volviera —res-
pondió.
—Ya lo sé, pero ¿cómo huíste de los inferí?
Kreacher lo miró sin comprender.
—El amo Regulus ordenó a Kreacher que volviera —re-
pitió.
—Sí, eso ya lo has dicho, pero...
—Hombre, Harry, es evidente, ¿no? —intervino Ron—.
¡Se desapareció!
—Pero en esa cueva no podías aparecerte ni desapare-
certe —razonó Harry—, porque si no Dumbledore...
—La magia de los elfos no es como la de los magos —dijo
Ron—. Quiero decir que en Hogwarts, por ejemplo, ellos
pueden aparecerse y desaparecerse, y nosotros no.
Guardaron silencio mientras Harry asimilaba esa idea.
¿Cómo había cometido Voldemort semejante error? Y mien-
tras el chico cavilaba, Hermione afirmó con frialdad:
—Claro, Voldemort debía de considerar que la magia de
los elfos domésticos estaba muy por debajo de la suya, como
la mayoría de los sangre limpia, que los tratan como si fue-
ran animales. Seguro que nunca se le ocurrió pensar que los
elfos poseyeran poderes que no estuvieran a su alcance.
—La primera ley de un elfo doméstico es cumplir las
órdenes de su amo —entonó Kreacher—. A Kreacher le or-
denaron volver, y Kreacher volvió...
—En ese caso, hiciste lo que te habían ordenado —dijo
Hermione con dulzura—. ¡No desobedeciste ninguna orden!
Kreacher negó con la cabeza y se meció aún más rápido
que antes.
—¿Y qué pasó cuando llegaste aquí? —preguntó Ha-
rry—. ¿Qué dijo Regulus al explicarle lo sucedido?
—El amo Regulus estaba preocupado, muy preocupa-
do. El amo Regulus le ordenó a Kreacher que se escondiera
y no saliera de la casa. Y entonces poco después... una no-
che, el amo Regulus fue a buscar a Kreacher a su armario, y
el amo Regulus estaba raro, no era el mismo de siempre,
parecía trastornado; Kreacher lo notó... Y le pidió a Krea-
cher que lo llevara a la cueva, a la cueva a la que Kreacher
había ido con el Señor Tenebroso...
Y allí fueron. Harry también los visualizó con claridad:
el asustado y anciano elfo y el delgado y moreno buscador
que tanto se parecía a Sirius... Kreacher sabía cómo abrir la
entrada oculta de la caverna subterránea y cómo alzar la di-
minuta barca; esa vez fue su adorado Regulus quien zarpó
con él hacia la isla donde se hallaba la vasija de veneno...
—¿Y te obligó a beber la poción? —preguntó Harry, in-
dignado.
Pero Kreacher negó con la cabeza y rompió a llorar.
Hermione se tapó la boca con las manos, como si de pronto
hubiera comprendido lo que había ocurrido.
—El a... amo Regulus se sacó del bolsillo un guardapelo
como el que tenía el Señor Tenebroso —explicó Kreacher
mientras las lágrimas le resbalaban por ambos lados del ho-
cico—. Y le dijo a Kreacher que lo cogiera y que, cuando la
vasija estuviera vacía, cambiara un guardapelo por el otro.
Los sollozos de Kreacher eran cada vez más desgarra-
dores; Harry tuvo que concentrarse para entender lo que
decía.
—Y ordenó... a Kreacher... que se marchara sin él. Y or-
denó... a Kreacher que regresara a casa... y que nunca le
contara a mi ama... lo que él había hecho... y que destruye-
ra... el primer guardapelo. Y entonces... se bebió... toda la
poción... y Kreacher cambió los guardapelos... y vio cómo...
al amo Regulus... lo arrastraban al fondo del lago... y...
—¡Oh, Kreacher! —se lamentó Hermione, que también
lloraba. Se arrodilló al lado del elfo e intentó abrazarlo, pero
Kreacher se puso en pie, apartándose de ella como si le tu-
viera asco.
—La sangre sucia ha tocado a Kreacher, él no lo permi-
tirá, ¿qué diría su ama?
—¡Te he dicho que no la llames sangre sucia! —lo re-
prendió Harry, pero el elfo ya se estaba castigando: se tiró
al suelo y empezó a golpearse la frente contra él.
—¡Haz que pare! ¡Haz que pare! —gritó Hermione—.
¿Lo veis? ¿Veis lo repugnante que es ese sentido de la obli-
gación que tienen?
—¡Basta, Kreacher! —ordenó Harry.
El elfo se tumbó en el suelo resollando y estremecién-
dose. Unos mocos verdes le brillaban en el hocico, le estaba
saliendo un cardenal en la pálida frente y tenía los ojos llo-
rosos, hinchados y sanguinolentos. Harry nunca había vis-
to nada tan lastimoso.
—Así que trajiste el guardapelo aquí —continuó interro-
gándolo, implacable, decidido a sonsacarle el relato completo
de lo ocurrido—. ¿Qué hiciste con él? ¿Intentaste destruir-
lo?
—Nada de lo que probó Kreacher le hizo ningún daño
—se lamentó el elfo—. Kreacher lo intentó todo, todo lo que
sabía, pero nada, nada daba resultado... La cubierta tenía
hechizos muy poderosos, Kreacher estaba seguro de que
había que abrirlo para destruirlo, pero no se abría... Krea-
cher se castigó, volvió a intentarlo, se castigó, volvió a inten-
tarlo. ¡Kreacher no había obedecido las órdenes, Kreacher
no conseguía destruir el guardapelo! Y su ama estaba en-
ferma de dolor, porque el amo Regulus había desaparecido,
y Kreacher no podía contarle qué había pasado, no podía,
porque el amo Regulus le había pro... prohibido decirle a
nadie de la fa... familia qué había pa... pasado en la cueva...
Y se puso a sollozar tan fuerte que ya no logró articular
ni una palabra coherente más. Hermione lloraba a lágrima
viva, sin dejar de mirarlo, pero no se atrevió a tocarlo otra
vez. Incluso Ron, que no le tenía mucha simpatía al elfo, pa-
recía preocupado. Harry se puso en cuclillas y movió la ca-
beza intentando aclararse las ideas.
—No te entiendo, Kreacher —dijo al fin—. Voldemort
intentó matarte, Regulus murió para hacer caer a Volde-
mort, y sin embargo a ti no te importó traicionar a Sirius y
entregárselo al Señor Tenebroso. No tuviste ningún incon-
veniente en ir a hablar con Narcisa y Bellatrix y pasarle in-
formación a Voldemort a través de ellas...
—Kreacher no piensa así, Harry —aclaró Hermione
enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Es un
esclavo. Los elfos domésticos están acostumbrados a que
los traten mal, incluso con brutalidad; lo que Voldemort le
hizo no era nada fuera de lo corriente. ¿Qué significan para
un elfo como Kreacher las guerras de los magos? El es leal
a las personas que son amables con él, y la señora Black de-
bió de serlo, y Regulus también, desde luego; por eso él los
obedecía de buen grado y repetía sus creencias como un
loro. Ya sé qué vas a decir —añadió antes de que Harry pro-
testara—: que Regulus cambió de actitud. Pero eso no se lo
explicó a Kreacher, ¿verdad? Y creo que sé por qué. Krea-
cher y la familia de Regulus estarían más seguros si se-
guían en la línea de los sangre limpia. Regulus intentaba
protegerlos a todos.
—Pero Sirius...
—Sirius se portaba fatal con Kreacher, Harry, y no pon-
gas esa cara, porque sabes que es la verdad. El elfo llevaba
mucho tiempo solo cuando tu padrino vino a vivir aquí, y
seguramente estaba ávido de un poco de afecto. Estoy con-
vencida de que «la señorita Cissy» y «la señorita Bella» fue-
ron encantadoras con Kreacher cuando regresó, y por eso
él les hizo un favor y les contó todo cuanto querían saber.
Siempre he opinado que los magos acabarían pagando por
lo mal que tratan a los elfos domésticos. Ya lo ves: Volde-
mort pagó, igual que Sirius.
Harry se quedó sin réplica. Mientras contemplaba a
Kreacher sollozar en el suelo, recordó lo que Dumbledore le
había dicho sólo unas horas después de la muerte de su pa-
drino: «Creo que Sirius... nunca consideró al elfo un ser con
sentimientos tan complejos como los de los humanos...»
—Kreacher —dijo Harry al cabo de un rato—, cuando
estés recuperado... siéntate, por favor.
El elfo tardó unos minutos en dejar de llorar e hipar.
Entonces volvió a sentarse, frotándose los ojos con los nudi-
llos como un niño pequeño.
—Voy a pedirte una cosa, Kreacher —musitó Harry,
y miró a Hermione solicitándole ayuda, porque quería for-
mular la orden con amabilidad, pero al mismo tiempo tenía
que quedar muy claro que era una orden. No obstante, el
cambio de su tono mereció la aprobación de su amiga, que
sonrió para darle ánimos—. Kreacher, por favor, quiero
que vayas a buscar a Mundungus Fletcher. Necesitamos
averiguar dónde está el guardapelo del amo Regulus. Es
muy importante. Queremos terminar el trabajo que empe-
zó el amo Regulus, queremos... asegurarnos de que él no
murió en vano.
Kreacher dejó de restregarse los ojos, apartó las manos
de la cara y, mirando a Harry, dijo con voz ronca:
—¿Que vaya a buscar a Mundungus Fletcher?
—Sí, y que lo traigas aquí, a Grimmauld Place. ¿Crees
que podrías hacer eso por nosotros?
Kreacher asintió y se levantó. Entonces Harry tuvo una
inspiración: cogió el monedero que le había regalado Hagrid
y sacó el guardapelo falso, aquel en el que Regulus había
guardado la nota para Voldemort.
—Mira, Kreacher, me gustaría... regalarte esto. —Y le
puso el guardapelo en la mano—. Pertenecía a Regulus, y
estoy seguro de que a él le habría gustado que lo tuvieras tú
como muestra de agradecimiento por lo que...
—Ya la has liado, colega —masculló Ron cuando el elfo
miró el guardapelo, soltó un aullido de sorpresa y congoja y
se lanzó de nuevo al suelo.
Tardaron casi media hora en volver a calmarlo; el elfo
estaba tan emocionado por el hecho de que le regalaran un
recuerdo de la familia Black que las piernas no lo soste-
nían. Cuando por fin consiguió dar unos pasos, los tres jó-
venes lo acompañaron hasta su armario. Le vieron guardar
el guardapelo entre las sucias mantas y le aseguraron que,
durante su ausencia, la protección de aquel tesoro tendría
para ellos la máxima prioridad. Entonces Kreacher dedicó
sendas reverencias a Harry y Ron, e incluso un pequeño
movimiento espasmódico hacia Hermione que podía inter-
pretarse como un saludo respetuoso, y a continuación se de-
sapareció con el acostumbrado y fuerte «¡crac!».
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