—¡Ah, hola, Mafalda! —saludó Umbridge—. Te ha enviado
Travers, ¿verdad?
—¡S... sí! —chilló Hermione.
—Bien, creo que servirás. —Y se dirigió al mago de la
túnica negra y dorada—: Ya tenemos un problema solucio-
nado, señor ministro. Si Mafalda se encarga de llevar el
registro, podemos empezar. —Consultó sus anotaciones y
añadió—: Para hoy están previstas diez personas, y una de
ellas es la esposa de un empleado de la casa. ¡Vaya, vaya!
¡También aquí, en el mismísimo ministerio! —Subió al as-
censor y se situó cerca de Hermione; asimismo, subieron
los dos magos que habían estado escuchando la conversa-
ción de la bruja con el ministro—. Vamos directamente
abajo, Mafalda; en la sala del tribunal encontrarás todo lo
que necesitas. Buenos días, Albert. ¿No bajas?
—Sí, claro —dijo Harry con la grave voz de Runcorn.
El chico salió del ascensor y las rejas doradas se cerra-
ron detrás de él con un traqueteo. Al volver la cabeza, perci-
bió la cara de congoja de Hermione que, flanqueada por los
dos magos de elevada estatura y con el lazo de terciopelo de
Umbridge a la altura del hombro, descendía hasta perder-
se de vista.
—¿Qué lo trae por aquí arriba, Runcorn? —preguntó el
nuevo ministro de Magia.
El individuo, de negra melena y barba —ambas salpi-
cadas de mechones plateados— y una protuberante frente
que daba sombra a unos ojos que chispeaban, le recordó a
Harry la imagen de un cangrejo asomándose por debajo de
una roca.
—Tengo que hablar con... —vaciló una milésima de se-
gundo— Arthur Weasley. Me han dicho que está en la pri-
mera planta.
—Hum —repuso Pius Thicknesse—. ¿Acaso lo han sor-
prendido relacionándose con algún indeseable?
—No, qué va —respondió Harry con la boca seca—. No...
no se trata de eso.
—¡Ya! Pero sólo es cuestión de tiempo. En mi opinión,
los traidores a la sangre son tan despreciables como los
sangre sucia. Buenos días, Runcorn.
—Buenos días, señor ministro.
Harry se quedó observando cómo Thicknesse se alejaba
por el pasillo cubierto con una tupida alfombra. En cuanto
el ministro se hubo perdido de vista, el muchacho sacó la
capa invisible de la gruesa capa negra que llevaba puesta,
se la echó por encima y recorrió el pasillo en dirección
opuesta. Runcorn era tan alto que Harry tuvo que encor-
varse para que no se le vieran los pies.
Notando una incómoda presión en el estómago, conse-
cuencia del miedo, pasó por delante de sucesivas puertas
de reluciente madera (en todas constaba el nombre de su
ocupante y la tarea que desempeñaba), y poco a poco se le
fueron revelando el poder, la complejidad y la impenetrabi-
lidad del ministerio, a tal punto que el plan, que con tanto
esmero había tramado con Ron y Hermione a lo largo de
cuatro semanas, le pareció ridículo e infantil. Habían con-
centrado sus esfuerzos en organizar la entrada en el edifi-
cio sin que los detectaran, pero no consideraron qué harían
si se veían obligados a separarse. Y de golpe y porrazo se
encontraban con que Hermione estaba atrapada en un jui-
cio que sin duda se prolongaría varias horas, Ron intentaba
hacer una magia que Harry sabía que no dominaba (y por
si fuera poco, seguramente la libertad de una mujer depen-
día del resultado), y él mismo andaba merodeando por la
planta superior del ministerio, aunque sabía que su presa
acababa de bajar en el ascensor.
Se detuvo, se apoyó contra una pared e intentó recapi-
tular. El silencio lo agobiaba, pues no se percibía el menor
bullicio: no se oían voces ni pasos, y los pasillos, cubiertos
con alfombras moradas, estaban tan silenciosos como si a
aquella zona le hubieran hecho el encantamiento mufflia-
to.
«El despacho de Umbridge debe de estar aquí arriba»,
pensó Harry.
No parecía probable que la bruja guardara sus joyas en
el despacho, pero, por otra parte, sería una estupidez no re-
gistrarlo para asegurarse de ello. Por tanto, Harry echó a
andar de nuevo por el pasillo; sólo se cruzó con un mago ce-
ñudo que le murmuraba instrucciones a una pluma que,
flotando delante de él, garabateaba en un rollo de perga-
mino.
El muchacho dobló una esquina y se fijó en los nom-
bres inscritos en las puertas. Hacia la mitad del pasillo que
acababa de enfilar, desembocó en una amplia zona donde
una docena de brujas y magos, sentados en hileras, ocu-
paban pequeños pupitres similares a los utilizados en las
escuelas, aunque más lustrosos y sin grafitos. Se detuvo a
observarlos, cautivado por lo que veía: los doce personajes
agitaban y sacudían las varitas mágicas a la vez, y unas
cuartillas de papel rosa volaban en todas direcciones como
pequeñas cometas. Pasados unos segundos, comprendió que
los movimientos mantenían un ritmo, puesto que los pape-
les describían la misma trayectoria; y poco después se dio
cuenta de que aquellos empleados estaban componiendo
panfletos: las cuartillas eran páginas que, una vez unidas,
dobladas y colocadas en su sitio mediante magia, forma-
ban pulcros montoncitos al lado de cada mago y cada bru-
ja.
Se acercó con sigilo, aunque todos estaban tan concen-
trados en su trabajo que dudó que repararan en el sonido
de sus pasos sobre la alfombra, y cogió un panfleto ya aca-
bado del montón que tenía a su lado una joven bruja. Ocul-
to por la capa invisible, lo examinó. La portada, de color
rosa, tenía un título en letras doradas:
LOS SANGRE SUCIA
y los peligros que representan para la pacífica
comunidad de los sangre limpia.
Bajo ese título habían dibujado una rosa roja, con una
cara sonriente en medio de los pétalos, y un hierbajo verde
provisto de colmillos y mirada agresiva que la estrangula-
ba. En el panfleto no figuraba el nombre del autor, pero,
mientras lo examinaba, Harry volvió a notar un cosquilleo
en las cicatrices del dorso de la mano derecha. Entonces la
joven bruja, sin dejar de agitar y hacer girar su varita má-
gica, confirmó sus sospechas al comentar:
—¿Alguien sabe si esa arpía piensa pasarse todo el día
interrogando a esos sangre sucia?
—Ten cuidado —le advirtió el mago sentado junto a
ella, mirando alrededor con nerviosismo; una de las hojas
que manejaba se le escapó de las manos y cayó al suelo.
—¿Por qué? ¿Ahora también tiene oídos mágicos, ade-
más del ojo?
Y diciendo esto, la bruja miró hacia la reluciente
puerta de caoba que había frente a la zona ocupada por
los encargados de los panfletos. Harry dirigió la vista
también hacia ahí, y la rabia se irguió en su interior como
una serpiente. En el sitio donde, de haberse tratado de una
puerta de muggles, habría habido una mirilla, destacaba
un gran ojo redondo —de iris azul intenso— incrustado en
la madera; un ojo que le habría resultado asombrosamen-
te familiar a cualquiera que hubiera conocido a Alastor
Moody.
Durante una fracción de segundo, Harry olvidó dónde
estaba, qué hacía allí y hasta que era invisible, y fue dere-
cho a examinar aquel ojo que, inmóvil, miraba sin ver hacia
arriba. La placa de la puerta rezaba:
Dolores Umbridge
Subsecretaría del ministro
Debajo de esa placa, otra un poco más reluciente ponía:
Jefa de la Comisión de Registro de Hijos de Muggles
Harry volvió a echar una ojeada a los empleados, y se
dijo que, pese a lo concentrados que estaban en su trabajo,
no podía confiar en que no notaran nada si la puerta del
despacho vacío que tenían delante se abría por sí sola. Así
pues, extrajo de un bolsillo un extraño objeto (provisto de
piernecitas que se agitaban y un cuerpo en forma de perilla
de goma), se agachó —oculto todavía por la capa invisible—
y colocó el detonador trampa en el suelo.
El artilugio echó a corretear de inmediato entre las
piernas de las brujas y los magos, y Harry esperó con una
mano sobre la manija de la puerta; al momento, se produjo
una fuerte explosión y de un rincón comenzó a salir una
gran cantidad de humo negro y acre. La joven bruja de la
primera fila soltó un chillido, volaron páginas rosa por to-
das partes y todos se pusieron en pie de un brinco, mirando
alrededor para averiguar qué había provocado semejante
conmoción. Harry accionó la manija, entró en el despacho
de Umbridge y cerró la puerta tras él.
Tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo,
porque la habitación era idéntica al despacho que la bruja
tenía en Hogwarts: había tapetes de encaje, pañitos de
adorno y flores secas en todos los muebles; unos gatitos,
engalanados con lazos de diferentes colores, retozaban y
jugueteaban con repugnante empalagamiento en los pla-
tos decorativos que colgaban en las paredes, y una tela flo-
reada y con volantes cubría el escritorio. El ojo de Ojoloco
estaba conectado a un aparato telescópico que permitía a
Umbridge espiar a los empleados que trabajaban fuera.
Harry miró por él y vio que estaban todos de pie alrededor
del detonador trampa; entonces, arrancó el telescopio de la
puerta dejando un agujero, retiró el globo ocular mágico y
se lo metió en el bolsillo. Después volvió a contemplar el in-
terior de la habitación, levantó su varita y murmuró: «¡Accio
guardapelo!»
No ocurrió nada, pero Harry tampoco había abrigado
demasiadas esperanzas; sin duda, Umbridge sabía mucho
de encantamientos y hechizos protectores. A continuación
se dedicó a revisar a toda prisa el escritorio y abrió los cajo-
nes. Encontró plumas, libretas y celo mágico; algunos clips
embrujados que trataron de huir serpenteando del cajón y
tuvo que devolverlos a su sitio; una cajita forrada de encaje,
muy recargada, llena de lazos y pasadores para el cabello...
pero ni rastro del guardapelo.
Detrás del escritorio había un archivador, y el chico se
puso a registrarlo. Estaba lleno de carpetas, todas marca-
das con una etiqueta en la que figuraba un nombre, igual
que los archivadores que tenía Filch en Hogwarts. Cuando
llegó al cajón inferior, descubrió algo que lo distrajo de su
búsqueda: una carpeta con el nombre del señor Weasley. La
abrió y leyó:
ARTHUR WEASLEY
Estatus de Sangre: Sangre limpia, pero con inaceptables
tendencias pro-muggles.
Miembro de la Orden del Fénix.
Familia: Esposa (sangre limpia), siete hijos (los
dos menores, alumnos de Hogwarts).
N.B.: El menor de sus hijos varones
está
actualmente en su casa, gravemente
enfermo.
Los inspectores del ministerio
lo han comprobado.
Estatus de Seguridad: VIGILADO. Se controlan todos sus mo
vimientos.
Hay muchas probabilidades de que
el Indeseable n.° 1 establezca contacto
con él (ha pasado temporadas con la
fa
milia Weasley en otras ocasiones).
—El Indeseable número uno... —murmuró Harry mien-
tras dejaba la carpeta en su sitio y cerraba el cajón. Creía
saber de quién se trataba, y, en efecto, cuando se enderezó y
echó un vistazo al despacho por si se le ocurría otro sitio en
que pudiera estar guardado el guardapelo, vio una gran fo-
tografía suya en la pared, con una inscripción estampada
en el pecho: «INDESEABLE N.° 1.» Adherida al póster, había
una pequeña nota rosa, en una de cuyas esquinas habían
dibujado un gatito. Harry se acercó para leerla y vio que
Umbridge había escrito en ella: «Pendiente de castigo.»
Más furioso que nunca, metió la mano en los jarrones y
cestitos de flores secas, pero no le sorprendió comprobar
que el guardapelo tampoco estaba allí. Paseó la mirada por
el despacho por última vez y, de repente, le dio un vuelco el
corazón: Dumbledore lo miraba fijamente desde un peque-
ño espejo rectangular apoyado en una estantería, al lado
del escritorio.
Cruzó la habitación a la carrera y agarró el espejito,
pero nada más tocarlo comprendió que no era tal, sino que
Dumbledore sonreía con aire nostálgico desde la tapa de pa-
pel satinado de un libro. Al principio, Harry no reparó en
las afiligranadas palabras impresas en verde sobre el som-
brero del profesor: Vida y mentiras de Albus Dumbledore, ni
en las restantes palabras, algo más pequeñas, que se leían
sobre su pecho: «Rita Skeeter, autora del supervenías Armando
Dippet: ¿genio o tarado?»
Abrió el libro al azar y fue a dar con una fotografía a
toda plana de dos adolescentes que reían con desenfreno,
abrazados por los hombros. Dumbledore, que llevaba el
pelo largo hasta los codos, se había dejado una barbita rala
que recordaba la perilla de Krum, que tanto irritaba a Ron.
El chico que reía a silenciosas carcajadas a su lado tenía un
aire alegre y desenfadado, y sus rubios rizos le llegaban por
los hombros. Harry se preguntó si sería Doge de joven, pero
antes de que pudiera leer el pie de foto, se abrió la puerta
del despacho.
Si Thicknesse no hubiera estado mirando hacia atrás
al entrar, a Harry no le habría dado tiempo de ponerse la
capa invisible. Temió que el ministro hubiera detectado al-
gún movimiento, ya que se quedó inmóvil unos instantes,
observando el sitio donde Harry acababa de esfumarse.
Thicknesse debió de concluir que lo único que había visto
era a Dumbledore rascándose la nariz en la portada del li-
bro que el chico había dejado precipitadamente en el estan-
te, y al fin se aproximó al escritorio y apuntó con su varita a
la pluma colocada en el tintero. La pluma saltó y se puso
a escribir una nota para Umbridge. Muy despacio, sin atre-
verse casi a respirar, Harry salió del despacho y regresó a
la zona donde estaban los empleados.
Los magos y las brujas de aquella sección seguían
formando un corro alrededor de los restos del detonador
trampa, que todavía pitaba débilmente y desprendía humo.
Harry echó a correr por el pasillo mientras la bruja joven de-
cía:
—Seguro que se ha escapado de Encantamientos Ex-
perimentales. ¡Son tan descuidados! ¿Os acordáis de aquel
pato venenoso?
Mientras corría hacia los ascensores, Harry repasó sus
opciones. Nunca había habido muchas probabilidades de
que el guardapelo estuviera en el ministerio, y no podían
sonsacarle su paradero mediante magia a Umbridge mien-
tras ésta estuviera en la abarrotada sala del tribunal, de
modo que su objetivo prioritario era salir del ministerio an-
tes de que los descubrieran, e intentarlo de nuevo otro día.
Por consiguiente, lo primero que debía hacer era encontrar
a Ron, y luego ya pensarían la manera de sacar a Hermione
de aquella sala.
El ascensor estaba vacío cuando Harry llegó, de modo
que se quitó la capa invisible mientras bajaba. Sintió un
gran alivio cuando la cabina se detuvo con un traqueteo en
la segunda planta y subió Ron, empapado y con el rostro de-
sencajado.
—Bu... buenos días —le dijo a Harry tartamudeando
cuando se pusieron de nuevo en marcha.
—¡Ron, soy yo! ¡Harry!
—¡Harry! Vaya, ya no me acordaba de tu aspecto. ¿Dón-
de está Hermione?
—Ha tenido que bajar a la sala del tribunal con Um-
bridge. No ha podido negarse, y...
Pero, antes de que terminara la frase, el ascensor volvió
a pararse y, tras abrirse las puertas, subió el señor Weasley
acompañado por una anciana bruja rubia, de cabello tan
cardado que parecía un hormiguero.
—... Entiendo tu punto de vista, Wakanda, pero me
temo que no puedo prestarme a... —El señor Weasley se in-
terrumpió al ver a Harry, a quien le resultó muy extraño
que el padre de su mejor amigo lo mirara con tanto despre-
cio. El ascensor reanudó el descenso—. ¡Ah, hola, Reg! —sa-
ludó Weasley volviéndose al oír el goteo de la túnica de
Ron—. ¿No era hoy cuando interrogaban a tu esposa? Oye,
¿qué te ha pasado? ¿Por qué vas tan mojado?
—Verás, en el despacho de Yaxley llueve —contestó Ron
mirando fijamente el hombro de su padre; Harry estaba se-
guro de que su amigo temía que lo reconociera si se miraban
a los ojos—. No he podido arreglarlo, así que me han envia-
do a buscar a Bernie... Pillsworth, creo que se llama.
—Sí, es cierto, últimamente llueve en muchos despa-
chos —repuso el señor Weasley—. ¿Lo has intentado con
un meteoloembrujo recanto? A Bletchley le funcionó.
—¿Meteoloembrujo recanto? —susurró Ron—. No, eso
no lo he probado. Gracias, pa... gracias, Arthur.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo para que la
anciana bruja con el cabello en forma de hormiguero bajara,
Ron salió corriendo y se perdió de vista. Harry hizo ademán
de seguirlo, pero Percy Weasley le cerró el paso al entrar a
grandes zancadas, con la nariz pegada a unos documentos
que iba leyendo.
Hasta que las puertas se cerraron con estrépito, Percy
no se percató de que se encontraba en un ascensor con su
padre. Cuando lo hizo, se sonrojó y se escabulló de allí en la
siguiente planta en que se detuvieron. Harry intentó salir
por segunda vez, pero entonces se lo impidió el señor Weas-
ley que le interceptó el paso extendiendo un brazo.
—Un momento, Runcorn. —Mientras volvían a des-
cender, el padre de Ron le espetó—: Me han dicho que has
pasado información sobre Dirk Cresswell.
Harry tuvo la impresión de que su enojo tenía algo que
ver con su reciente encontronazo con Percy, y decidió que lo
más prudente sería hacerse el sueco.
—¿Cómo dices?
—No finjas, Runcorn —soltó Arthur Weasley con aspe-
reza—. Has desenmascarado al mago que falsificó su árbol
genealógico, ¿no?
—Yo... ¿Y qué si lo hice?
—Pues que Dirk Cresswell es diez veces más mago que
tú —replicó Weasley sin alzar la voz mientras el ascensor
seguía bajando—. Y si sobrevive a Azkaban, tendrás que
rendir cuentas ante él, por no mencionar a su esposa, sus
hijos y sus amigos...
—Arthur —lo interrumpió Harry—, ¿ya sabes que te
están vigilando?
—¿Es una amenaza, Runcorn?
—¡No, es un hecho! Controlan todos tus movimientos.
Una vez más se abrieron las puertas: habían llegado al
Atrio. Weasley le lanzó una mirada feroz a Harry y se mar-
chó, pero el chico se quedó allí inmóvil, conmocionado; le
habría gustado estar suplantando a otro que no fuera Run-
corn. Las puertas se cerraron con estrépito.
Harry cogió la capa invisible y volvió a ponérsela; inten-
taría sacar a Hermione de la sala del tribunal mientras Ron
se ocupaba de la lluvia del despacho de Yaxley. Cuando el as-
censor se paró de nuevo, salió a un pasillo de suelo de piedra
iluminado con antorchas, muy diferente de los corredores de
los pisos superiores, revestidos con paneles de madera y al-
fombrados. Cuando el ascensor se marchó traqueteando,
Harry se estremeció un poco y miró hacia la lejana puerta
negra por la que se accedía al Departamento de Misterios.
Así que se puso en marcha, aunque su destino no era
esa puerta, sino la que, si no recordaba mal, estaba a la iz-
quierda y conducía a la escalera por la que se llegaba a las
salas del tribunal. Mientras bajaba los peldaños con sigilo,
fue evaluando sus diversas posibilidades: todavía tenía un
par de detonadores trampa, pero quizá sería mejor llamar
sencillamente a la puerta de la sala, entrar haciéndose pa-
sar por Runcorn y preguntar si podía hablar un momento
con Mafalda. Por supuesto, ignoraba si Runcorn era lo bas-
tante importante para permitirse esas confianzas con Um-
bridge, y, aunque consiguiera salir airoso de esa situación,
el hecho de que Hermione no regresara al interrogatorio
podía disparar las alarmas antes de que ellos hubieran con-
seguido abandonar el ministerio.
Absorto en esos pensamientos, tardó un poco en perca-
tarse del intenso frío que empezaba a envolverlo, como si
estuviera adentrándose en la niebla. A cada paso que daba
hacía más frío, un frío que se le metía por la garganta y le
lastimaba los pulmones. Y entonces sintió que una gradual
sensación de desilusión y desesperanza se propagaba por
su interior...
«Dementores», pensó.
Cuando llegó al pie de la escalera y torció a la derecha,
apareció ante él una escena espeluznante: el oscuro pasillo
de las salas del tribunal estaba atestado de seres de eleva-
da estatura, vestidos de negro y encapuchados, con los ros-
tros ocultos por completo; su irregular respiración era lo
único que se oía. Por su parte, los aterrados hijos de mug-
gles a los que iban a interrogar estaban sentados, apiñados
y temblando, en unos bancos de madera; la mayoría de ellos
—unos solos y otros acompañados por la familia— se tapa-
ba la cara con las manos, quizá en un instintivo intento de
protegerse de las ávidas bocas de los dementores. Mientras
éstos se deslizaban una y otra vez ante ellos, el frío, la desi-
lusión y la desesperanza reinantes se cernieron sobre Ha-
rry como una maldición.
«Combátela», se dijo, aunque sabía que no podía hacer
aparecer un patronus allí mismo sin delatarse al momento.
Siguió adelante, pues, tan silenciosamente como pudo. A cada
paso que daba, un extraño embotamiento se iba apoderan-
do de su mente, pero se esforzó en pensar que Hermione y
Ron lo necesitaban.
Caminar entre aquellos seres era aterrador: las caras
sin ojos, ocultas bajo las capuchas, se giraban al pasar jun-
to a ellos, y el chico tuvo la certeza de que los dementores lo
detectaban, o tal vez percibían una presencia humana que
todavía conservaba algo de esperanza, algo de entereza.
De repente, en medio de aquel silencio sepulcral, se
abrió de par en par la puerta de una de las mazmorras que
había a la izquierda del pasillo y que se utilizaban como sa-
las de tribunal, y se oyeron unos gritos:
—¡No, no! ¡Yo soy un sangre mestiza, soy un sangre
mestiza, de verdad! ¡Mi padre era mago, se lo aseguro, com-
pruébenlo! ¡Se llamaba Arkie Alderton, célebre diseñador
de escobas; verifíquenlo, les aseguro que no miento! ¡Díga-
les que me quiten las manos de encima! ¡Que me quiten las
manos...!
—Se lo advierto por última vez —dijo la melosa voz de
Umbridge, amplificada mediante magia para que se oyera
con claridad a pesar de los desgarradores gritos del acusa-
do—. Si opone resistencia, tendrá que someterse al beso de
los dementores.
El hombre dejó de gritar, pero unos sollozos contenidos
resonaron por el pasillo.
—Llévenselo —ordenó Umbridge.
Dos dementores salieron por la puerta de la sala del
tribunal; sujetaban por los brazos a un mago, a punto de
desmayarse, hincándole las manos podridas y costrosas. Lo
condujeron por el pasillo, deslizándose por él, y se perdie-
ron de vista envueltos en la oscuridad que dejaban a su
paso.
—¡El siguiente! ¡Mary Cattermole! —anunció Umbrid-
ge.
Temblando de pies a cabeza, se levantó una mujer me-
nuda, pálida como la cera, de cabello castaño oscuro recogi-
do en un moño y ataviada con una sencilla túnica larga.
Harry advirtió que la desdichada se estremecía al pasar
por delante de los dementores.
Y actuó instintivamente, sin haberlo planeado, porque
no soportaba ver entrar a aquella mujer sola en la mazmo-
rra, de modo que cuando la puerta empezó a girar sobre sus
goznes, se coló en la sala del tribunal detrás de ella.
No se trataba, sin embargo, de la misma sala en que
una vez lo habían interrogado por uso indebido de la ma-
gia; ésta era mucho más pequeña, aunque de techo muy
alto, y producía una desagradable claustrofobia, pues se te-
nía la impresión de estar atrapado en el fondo de un pro-
fundo pozo.
Dentro había más dementores expandiendo su gélida
aura por la estancia; se alzaban como centinelas sin ros-
tro en los rincones más alejados de una tarima bastante
elevada. En ésta, tras una barandilla, se hallaba Umbridge,
sentada entre Yaxley y Hermione, casi tan pálida como la se-
ñora Cattermole. Al pie de la tarima, un gato de pelaje lar-
go y plateado se paseaba arriba y abajo; Harry supuso que
estaba allí para proteger a los interrogadores de la deses-
peranza que emanaban los dementores; eran los acusados,
no los acusadores, quienes tenían que sentir esa sensa-
ción.
—Siéntese —ordenó Umbridge con su meliflua y sedo-
sa voz.
La señora Cattermole fue tambaleándose hasta el úni-
co asiento que había en medio de la sala, bajo la tarima. En
cuanto se hubo sentado, unas cadenas surgieron de los bra-
zos de la silla y la sujetaron a ella.
—¿Es usted Mary Elizabeth Cattermole? —preguntó Um-
bridge.
La mujer dio una débil cabezada.
—¿Está usted casada con Reginald Cattermole, del De-
partamento de Mantenimiento Mágico?
La mujer rompió a llorar y exclamó:
—¡No sé dónde está mi esposo, teníamos que encon-
trarnos aquí!
Umbridge hizo caso omiso y continuó preguntando:
—¿Es usted la madre de Maisie, Ellie y Alfred Catter-
mole?
Los sollozos de la mujer eran cada vez más angustia-
dos.
—Están asustados, temen que no vuelva a casa...
—Ahórrese esos detalles —le espetó Yaxley—. Los crios
de los sangre sucia no nos inspiran simpatía.
Los lamentos de la pobre mujer enmascararon los pa-
sos de Harry, que avanzó con cautela hacia los escalones de
la tarima. Nada más dejar atrás la línea por la que patru-
llaba el patronus con forma de gato, apreció el cambio de
temperatura: allí se estaba cómodo y caliente. Seguro que
el patronus era de Umbridge y resplandecía tanto porque
la bruja se sentía muy feliz allí, en su elemento, ejerciendo
las retorcidas leyes que ella misma había ayudado a redac-
tar. Poco a poco y con mucha cautela, Harry avanzó por la
tarima, por detrás de Umbridge, Yaxley y Hermione, y se
sentó detrás de su amiga. No quería asustarla y que diera
un respingo. Pensó en hacerles un encantamiento muffliato
a los otros dos, pero, aunque pronunciara el conjuro en voz
muy baja, alarmaría a Hermione. Entonces Umbridge se
dirigió una vez más a la señora Cattermole, y el chico apro-
vechó la oportunidad.
—Estoy aquí —le susurró a Hermione al oído.
Como suponía, ésta dio tal respingo que casi derramó
la tinta que tenía que servirle para registrar el interrogato-
rio, pero Umbridge y Yaxley, concentrados en la señora Cat-
termole, no lo notaron.
—Esta mañana, cuando ha llegado usted al ministerio
—iba diciendo Umbridge—, le han confiscado una varita
mágica de veintidós centímetros, cerezo y núcleo central de
pelo de unicornio. ¿Reconoce esa descripción?
Mary Cattermole asintió con la cabeza y se enjugó las
lágrimas con la manga.
—¿Sería tan amable de decirnos a qué bruja o mago le
robó esa varita?
—¿Ro... robar? —balbuceó la mujer entre gemidos—.
No se la robé a nadie. La co... compré cuando tenía once
años. Esa va... varita me eligió. —Y rompió a llorar con más
ímpetu que antes.
Umbridge emitió una débil e infantil risita, y a Harry
le dieron ganas de abalanzarse sobre ella; a continuación la
arpía se inclinó sobre la barandilla para observar mejor a
su víctima, y entonces un objeto dorado que le colgaba del
cuello osciló y quedó suspendido en el aire: el guardapelo.
Al verlo, Hermione soltó un gritito, aunque a Umbridge
y Yaxley, que seguían mirando fijamente a su presa, tam-
bién les pasó inadvertido.
—Me parece que se equivoca, señora Cattermole —dijo
Umbridge—. Las varitas mágicas sólo eligen a los magos
y las brujas. Y usted no es bruja. Tengo aquí sus respues-
tas al cuestionario que le enviaron... Pásamelas, Mafalda.
—Y tendió una de sus pequeñas manos.
Su parecido con un sapo era tan marcado que en ese
momento a Harry le sorprendió no ver unas membranas
entre sus regordetes dedos. Aunque a Hermione le tembla-
I>an las manos, se puso a revolver en una montaña de docu-
mentos que se mantenían en equilibrio en la silla de al
lado, y finalmente sacó un fajo de pergaminos con el nom-
bre de la señora Cattermole.
—Qué... qué bonito, Dolores —observó la chica seña-
lando el colgante que relucía entre los volantes de la blusa
de Umbridge.
—¿Qué dices? —repuso Umbridge con brusquedad y
agachó la cabeza—. ¡Ah, sí! Es una antigua joya familiar
—añadió dando unos golpecitos al guardapelo que reposaba
sobre su voluminoso pecho—. La «S» es de Selwyn. Es que
estoy emparentada con ellos, ¿sabes? De hecho, son pocas
las familias de sangre limpia con las que no tengo parentes-
co... Es una lástima —y fue subiendo el tono mientras ho-
jeaba el cuestionario de Mary Cattermole—¦ que no pueda
decirse lo mismo de usted. Profesión de los padres: verdule-
ros.
Yaxley rió burlonamente. Delante de la tarima, el gato
de pelaje sedoso y plateado continuaba yendo de un lado a
otro, y los dementores montaban guardia en los rincones.
La mentira de Umbridge provocó que la sangre entra-
ra a chorro en el cerebro de Harry y destruyera por comple-
to su sentido de la precaución: era indignante que aquella
mujer utilizara el guardapelo que había conseguido sobor-
nando a un ladronzuelo para reforzar su presunta pureza
de sangre. El muchacho enarboló la varita, sin molestarse
siquiera en seguir escondido bajo la capa invisible, y excla-
mó:
—¡Desmaius!
Hubo un destello de luz roja, y Umbridge se encorvó y
dio con la frente en el borde de la barandilla. El cuestiona-
rio de la señora Cattermole resbaló de su regazo y cayó al
suelo, y el gato se esfumó sin dejar rastro. De inmediato
un aire gélido los golpeó como una ráfaga de viento; Yax-
ley, mirando desconcertado, trató de discernir qué había
originado aquel trastorno, y entonces vio la mano de Ha-
rry empuñando la varita. También él intentó sacar su va-
rita, pero ya era tarde.
—¡Desmaius!
El mago resbaló de la silla y quedó hecho un ovillo en el
suelo.
—¡Harry!
—Mira, Hermione, si creías que iba a quedarme aquí
sentado y dejar que esa mujer se las diera de...
—¡Harry! ¡La señora Cattermole!
El muchacho giró en redondo desprendiéndose de la capa
invisible. Los dementores de los rincones se deslizaban ha-
cia la mujer, encadenada a la silla; ya fuera porque el patronus
había desaparecido o porque habían advertido que sus
amos no controlaban la situación, actuaban por su cuenta
sin contenerse. Mary Cattermole dio un grito de terror cuan-
do una mano viscosa y cubierta de postillas la agarró por la
barbilla y le echó la cabeza hacia atrás.
—¡Experto patronum!
El ciervo plateado surgió de la varita de Harry y se
abalanzó sobre los dementores, que retrocedieron rápida-
mente hacia la oscuridad. El ciervo trotaba de una punta a
otra de la mazmorra y su luz, más poderosa y más cálida
que la del gato, iluminó la estancia por completo.
—Coge el Horrocrux —le indicó Harry a Hermione.
Luego bajó los escalones presuroso, se guardó la capa
invisible en la bolsa y se acercó a la señora Cattermole.
—¿Usted? —susurró la mujer mirándolo a los ojos—.
¡Pero... pero si Reg dijo que fue usted quien les sugirió que
me interrogaran!
—¿Ah, sí? —masculló Harry mientras tiraba de las ca-
denas que le sujetaban los brazos de la silla—. Bueno, pues
he cambiado de opinión. ¡Diffindo! —No pasó nada—. Her-
mione, ¿qué hago para soltar estas cadenas?
—Espera, estoy haciendo algo aquí arriba...
—¡Estamos rodeados de dementores, Hermione!
—Ya lo sé, Harry, pero si Umbridge despierta y ve que
le falta el guardapelo... Tengo que duplicarlo. ¡Geminio! Ya
está, esto la engañará... —Bajó corriendo los escalones—.
A ver... ¡Relashio!
Las cadenas tintinearon y se introdujeron en los brazos
de la silla. La señora Cattermole, más asustada que nunca,
susurró:
—No lo entiendo.
—Vamos a sacarla de aquí —dijo Harry ayudándola a
levantarse—. Vaya a su casa, coja a sus hijos y márchese.
Si es necesario, salgan del país. Disfrácense y huyan. Ya
ha visto cómo funciona esto: aquí nunca tendrá un juicio
justo.
—Harry —murmuró Hermione—, ¿cómo vamos a salir
de aquí con todos esos dementores que hay detrás de la
puerta?
—Con nuestros patronus —contestó apuntando al suyo
con la varita. El ciervo dejó de trotar y, al paso, despren-
diendo todavía un intenso resplandor, se dirigió hacia la
puerta—. Necesitamos reunir todos los que podamos. Haz
aparecer el tuyo, Hermione.
—Expec... ¡Experto patronum! —invocó Hermione, pero
no lo logró.
—Es el único hechizo que se le resiste —le explicó Ha-
rry a la señora Cattermole, que no salía de su asombro—.
Vaya mala suerte, la verdad. ¡Animo, Hermione!
—¡Experto patronum!
Una nutria plateada salió de la varita de la chica y, flo-
tando con elegancia como si nadara en el aire, fue a reunir-
se con el ciervo.
—¡Vamos, vamos! —urgió Harry, y ambos condujeron a
la anonadada mujer hasta la puerta.
Cuando los patronus salieron al pasillo, los que espera-
ban fuera profirieron gritos de asombro. Harry echó un vis-
tazo: los dementores se desplazaron de inmediato hacia
ambos lados del pasillo, apartándose de las criaturas pla-
teadas y ocultándose en la oscuridad.
—Hemos decidido que se marchen todos a sus casas;
reúnan a sus familias y escóndanse con ellas —aconsejó
Harry a los hijos de muggles que esperaban allí; la luz de
los patronus los deslumhraba y todavía estaban asusta-
dos—. Si pueden, vayanse al extranjero, o aléjense cuanto
puedan del ministerio. Esa es la... la nueva política oficial.
Y ahora, sigan a los patronus y podrán salir del Atrio.
Consiguieron subir la escalera de piedra sin que los in-
terceptaran, pero cuando se acercaban a los ascensores, a
Harry lo acosaron las dudas. Si aparecían en el Atrio con
un ciervo plateado y una nutria flotando a su lado, acompa-
ñados además de una veintena de personas (la mitad de
ellas acusadas de ser hijos de muggles), atraerían una
atención que no les interesaba. Acababa de llegar a esa de-
sagradable conclusión cuando el ascensor se detuvo con un
traqueteo frente a ellos.
—¡Reg! —gritó la señora Cattermole, y se lanzó a los
brazos de Ron—. Runcorn me ha liberado, ha atacado a
Umbridge y Yaxley y nos ha ordenado a todos que salgamos
del país. Será mejor que le hagamos caso, Reg, en serio. Va-
mos a casa, cojamos a los niños y... ¿Por qué estás tan moja-
do?
—Es agua —musitó Ron soltándose de los brazos de la
mujer—. Harry, ya saben que hay intrusos en el ministerio,
y he oído no sé qué de un agujero en la puerta del despacho
de Umbridge. Calculo que tenemos cinco minutos si...
Elpatronus de Hermione se esfumó con un «¡paf!» y ella
miró a Harry, horrorizada.
—¡Harry, si nos quedamos atrapados aquí...!
—Si nos damos prisa no ocurrirá —replicó. Y dirigién-
dose al grupo de gente que tenían detrás, que lo miraba bo-
quiabierta y en silencio, inquirió—: ¿Quién tiene una varita
mágica? —Cerca de la mitad de los presentes levantaron la
mano—. Bien. Los que no tengan varita, que vayan con al-
guien que sí tenga. Debemos darnos prisa, o nos cerrarán el
paso. ¡Vamos!
Lograron meterse en dos ascensores. El patronus de
Harry se quedó montando guardia frente a las rejas dora-
das y, cuando éstas se cerraron, los ascensores iniciaron el
ascenso.
—Octava planta, Atrio —dijo la impasible voz femeni-
na.
Harry comprendió al instante que estaban en apuros,
porque el Atrio estaba lleno de gente que iba de una chime-
nea a otra, sellándolas todas.
—¡Harry! —chilló Hermione—. ¿Qué vamos a...?
—¡¡Alto!! —bramó el chico, y la potente voz de Runcorn
resonó en toda la estancia; los magos que sellaban las chi-
meneas se quedaron inmóviles—. Síganme —les susurró
a los aterrados hijos de muggles, que avanzaron en grupo
conducidos por Ron y Hermione.
—¿Qué pasa, Albert? —preguntó el mago calvo que poco
antes había salido de la chimenea detrás de Harry. Parecía
nervioso.
—Este grupo tiene que marcharse antes de que cerréis
las salidas —ordenó Harry con toda la autoridad de que fue
capaz.
Los magos que lo escucharon intercambiaron miradas.
—Nos han ordenado sellar todas las salidas y no dejar
que nadie...
—¿Me estás contradiciendo? —rugió Harry—. ¿Acaso
quieres que haga examinar tu árbol genealógico, como hice
con el de Dirk Cresswell?
—¡Pe... perdón! —balbuceó el mago calvo al mismo
tiempo que retrocedía—. No quería molestarte, Albert, pero
creía... creía que iban a interrogar a ésos y...
—Son sangre limpia —aclaró Harry, y su grave voz reso-
nó intimidante en el Atrio—. Más sangre limpia que mu-
chos de vosotros, me atrevería a decir. ¡En marcha! —ordenó
a los hijos de muggles, que se metieron a toda prisa en las
chimeneas y fueron desapareciendo por parejas.
Los magos del ministerio no se atrevieron a intervenir;
algunos parecían desconcertados, y otros, asustados y arre-
pentidos. Pero entonces...
—¡Mary!
La señora Cattermole giró la cabeza. El Reg Cattermole
auténtico, que había dejado de vomitar pero todavía ofrecía
un aspecto pálido y lánguido, salía corriendo de un ascensor.
—¿Reg, eres tú?
La mujer miró a su esposo y luego a Ron, que soltó una
palabrota en voz alta.
El mago calvo se quedó boquiabierto y miraba con cara
de tonto a un Reg Cattermole y al otro alternativamente.
—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué significa esto?
—¡Cerrad la salida! ¡¡Cerradlaü —gritó Yaxley, que ha-
bía salido precipitadamente de otro ascensor y corría hacia
el grupo que se hallaba junto a las chimeneas, por donde ya
habían desaparecido todos los hijos de muggles excepto la
señora Cattermole.
El mago calvo alzó la varita, pero Harry levantó un puño
enorme y le propinó una torta que lo mandó por los aires. Y a
continuación gritó:
—¡Este hombre estaba ayudando a esos hijos de mug-
gles a escapar, Yaxley!
Los colegas del mago calvo montaron un gran alboroto,
y Ron lo aprovechó para agarrar a la señora Cattermole,
meterla en la única chimenea que todavía quedaba abier-
ta y desaparecer con ella. Desconcertado, Yaxley miraba a
Harry y al mago que acababa de recibir el puñetazo, mien-
tras el verdadero Reg Cattermole chillaba:
—¡Mi esposa! ¿Quién es ese que se ha llevado a mi es-
posa? ¿Qué está ocurriendo?
Yaxley giró la cabeza, y Harry vio reflejado en su tosco
semblante el atisbo de la verdad.
—¡Larguémonos! —le gritó a Hermione y, cogiéndola
de la mano, saltaron juntos dentro de la chimenea justo
cuando la maldición de Yaxley pasaba rozando la cabeza
del muchacho.
Giraron sobre sí mismos unos segundos y, de pronto,
salieron disparados de uno de los retretes del lavabo públi-
co por donde habían entrado en el ministerio. Harry abrió
la puerta del cubículo de un empujón y se dio de narices con
Ron, que estaba de pie junto a los lavamanos, forcejeando
con la señora Cattermole.
—No entiendo nada, Reg...
—¡Suélteme! ¡Yo no soy su esposo! ¡Tiene que irse a su
casa!
Entonces oyeron un ruido en el cubículo que tenían de-
trás. Al volverse, Harry vio que Yaxley acababa de llegar.
—¡¡Vamonos!! —gritó el muchacho. Cogió a Hermione
de la mano otra vez y a Ron del brazo, y los tres giraron so-
bre sí mismos.
Los envolvió la oscuridad y notaron como si unas ven-
das les comprimieran el cuerpo, pero pasaba algo raro...
Harry tuvo la impresión de que Hermione iba a soltarse.
Creyó que se asfixiaba, porque no podía respirar ni ver, y lo
único sólido que percibía era el brazo de Ron y los dedos de
Hermione, que iban resbalando poco a poco de su mano...
Y de pronto vio la puerta del número 12 de Grimmauld
Place, con su aldaba en forma de serpiente; pero, antes de
que pudiera tomar aire, oyó un grito y vislumbró un deste-
llo de luz morada. Entonces la mano de Hermione se sujetó
a la suya con una fuerza inusual y todo volvió a quedar a
oscuras.
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