domingo, 18 de marzo de 2018

Capitulo 7. El testamento de Albus Dumbledore

Iba caminando por una carretera de montaña bajo la fría y
azulada luz del amanecer. En la distancia, un poco más aba-
jo, se distinguía el contorno de un pueblecito envuelto en la
neblina. ¿Estaría allí el hombre al que buscaba? El hombre
al que tanto necesitaba que casi no podía pensar en otra
cosa, el hombre que tenía la solución a su problema.
—¡Eh, despierta!

Harry abrió los ojos; volvía a estar tumbado en la cama
plegable de la sombría habitación de Ron, en el desván de
La Madriguera. Todavía no había salido el sol y el cuarto es-
taba en penumbra; Pigwidgeon dormía con la cabeza bajo
una de sus diminutas alas. Harry notaba pinchazos en la ci-
catriz de la frente.

—Estabas hablando en sueños.

—¿Ah, sí?

—Sí, de verdad. Todo el rato decías «Gregorovitch, Gre-
gorovitch».

Como Harry no llevaba puestas las gafas, veía el rostro
de Ron un poco borroso.

—¿Quién es Gregorovitch?

—Ni idea. Lo decías tú, no yo.

Pensativo, Harry se frotó la frente. Le parecía haber
oído ese nombre antes, pero no sabía dónde.

—Creo que Voldemort está buscándolo.

—Pobre hombre —se apiadó Ron.

Harry ya estaba del todo despierto y se incorporó sin
dejar de frotarse la cicatriz. Trató de recordar qué había
visto con exactitud en el sueño, pero lo único que logró re-


construir fue un horizonte montañoso y el contorno de un

pueblecito enclavado en un profundo valle.

—Me parece que está en el extranjero.

—¿Quién? ¿Gregorovitch?

—No, Voldemort. Y creo que se halla en algún país bus-
cando a Gregorovitch. No tenía aspecto de ser Gran Breta-
ña.

—¿Insinúas... que has vuelto a entrar en su mente?
—se preocupó Ron.

—No se lo digas a Hermione, por favor. Aunque no sé
cómo, pretende que deje de ver cosas en sueños. —Se quedó
mirando la jaula de la pequeña Pigwidgeon, cavilando...
¿Por qué le resultaba tan familiar ese nombre, Gregoro-
vitch?—. Yo diría —comentó con lentitud— que tiene algo
que ver con el quidditch. Hay alguna relación, pero no sé...
no sé cuál.
—¿Con el quidditch? —se extrañó Ron—. ¿Seguro que
no estás pensando en Gorgovitch?
—¿Quién has dicho?

—Dragomir Gorgovitch, cazador. Lo traspasaron hace
dos años al Chudley Cannons por una cifra astronómica.
Tiene el récord de anotación en una sola temporada.

—No, no. No estaba pensando en Gorgovitch.

—Yo también prefiero no pensar en él. Bueno, feliz
cumpleaños.

—¡Vaya, es verdad! ¡No me acordaba! ¡Ya tengo dieci-
siete años!

Harry cogió la varita mágica, que estaba al lado de su
cama plegable, apuntó al desordenado escritorio donde ha-
bía dejado sus gafas y dijo: «¡Accio gafas!» Aunque las tenía
a sólo un palmo, le produjo una gran satisfacción verlas vo-
lar hacia él, al menos hasta que una patilla se le metió en
un ojo.

—¡Vaya estilo! —resopló Ron.

Para celebrar que se le había desactivado el Detector,
Harry hizo volar por la habitación las cosas de Ron. Pigwidgeon
despertó y empezó a revolotear muy agitada por la
jaula. Harry también intentó atarse los cordones de las za-
patillas deportivas mediante magia (aunque luego tardó
varios minutos en desatar los nudos a mano). Luego, sólo
por probar, cambió el naranja de las túnicas de los pósteres
del Chudley Cannons de Ron por un azul intenso.


—Yo en tu lugar me subiría la cremallera a mano —le
aconsejó Ron, y se echó a reír cuando Harry bajó la vista rá-
pidamente para comprobar si llevaba la bragueta desabro-
chada—. Anda, toma tu regalo. Ábrelo aquí arriba, para que
no lo vea mi madre.

—¿Es un libro? —se extrañó Harry al coger el paquete
rectangular—. Un cambio con respecto a la tradición, ¿no?

—No es un libro como otro cualquiera. Es una joya: Doce
formas infalibles de hechizar a una bruja. Explica todo lo
que hay que saber sobre las chicas. Si lo hubiera tenido el
año pasado, habría sabido cómo librarme de Lavender y qué
hacer para... Bueno, a mí me lo regalaron Fred y George, y
he aprendido mucho con él. Te sorprenderá, ya lo verás. Y no
todos los trucos son a base de varita mágica.

Cuando bajaron a la cocina, encontraron un montón de
regalos esperando encima de la mesa. Bill y monsieur Dela-
cour estaban terminando de desayunar, y la señora Weasley,
de pie, charlaba con ellos mientras vigilaba lo que tenía en
una sartén.

—Arthur me ha pedido que te felicite de su parte, Ha-
rry —dijo la mujer con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha te-
nido que ir temprano al trabajo, pero volverá a la hora de la
cena. Ese de ahí encima es nuestro regalo.

Harry se sentó, cogió el paquete cuadrado que la madre
de Ron había señalado y lo desenvolvió. Dentro había un
reloj muy parecido al que los Weasley le habían regalado a
Ron cuando cumplió los diecisiete; era de oro y, en lugar de
manecillas, tenía unas estrellas que giraban en la esfera.

—Es tradición regalar un reloj cuando un mago alcan-
za la mayoría de edad —explicó la señora Weasley miran-
do emocionada al chico, sin apartarse de los fogones—.
Aunque ése no es nuevo como el de Ron, pues pertenecía a
mi hermano Fabián, que no era muy cuidadoso con sus co-
sas. Verás que está un poco abollado por la parte de atrás,
pero...

No pudo terminar su discurso, porque Harry se levantó
y la abrazó. El muchacho intentó expresar así muchas co-
sas que nunca había dicho, y la señora Weasley debió de en-
tenderlo, porque, cuando él la soltó, le dio unas palmaditas
en la mejilla, haciendo un movimiento involuntario con la
varita que provocó que un trozo de panceta saltara de la sar-
tén y cayera al suelo.


—¡Feliz cumpleaños, Harry! —exclamó Hermione al
irrumpir en la cocina, y puso su regalo en lo alto del mon-
tón—. No es gran cosa, pero espero que te guste. Y tú ¿qué
le has regalado? —le preguntó a Ron, que simuló no oírla.

—¡Vamos, abre el de Hermione! —lo incitó Ron.

Su amiga le había comprado un chivatoscopio. Los otros
paquetes contenían una navaja de afeitar encantada, rega-
lo de Bill y Fleur («Ah, sí, con eso conseguigás el afeitado
más suave que puedas imaginag —le aseguró monsieur
Delacour—,pego debes decigle clagamente lo que quiegues,
pogque si no puedes acabag más pelado de la cuenta...»);
bombones, regalo de los Delacour; y una caja enorme de los
últimos artículos de Sortilegios Weasley, regalo de Fred y
George.

Harry, Ron y Hermione no se quedaron mucho rato en
la mesa, ya que, cuando madame Delacour, Fleur y Gabrie-
lle bajaron a desayunar, casi no cabían en la cocina.

—Dame eso. Lo pondré con el resto del equipaje —dijo
Hermione alegremente; le cogió los regalos de los brazos
a Harry y los tres amigos volvieron al piso de arriba—. Ya
lo tengo casi todo preparado. Sólo falta que el resto de tus
calzoncillos salga de la colada, Ron.

Éste se atragantó, pero el ruido que hizo fue interrum-
pido al abrirse una puerta del rellano del primer piso.

—¿Puedes venir un momento, Harry?

Era Ginny. Ron se detuvo en seco, pero Hermione lo co-
gió por el codo y lo obligó a seguir subiendo la escalera. Ner-
vioso, Harry entró en el dormitorio de Ginny.

Era la primera vez que visitaba esa habitación. Era pe-
queña pero muy luminosa; en una pared había un gran
póster del grupo mágico Las Brujas de Macbeth, y en otra
una fotografía de Gwenog Jones, capitana del Holyhead
Harpies, el equipo femenino de quidditch. También había
un escritorio enfocado hacia la ventana abierta que daba
al huerto de árboles frutales donde, una vez, Ginny y él ha-
bían jugado al quidditch —dos contra dos— con Ron y Her-
mione, y donde ya estaba montada la gran carpa blanca.
La bandera dorada que la coronaba quedaba a la altura de la
ventana.

La chica miró a Harry a los ojos, respiró hondo y dijo:

—Feliz cumpleaños.

—Ah... gracias...


Ginny lo miraba con fijeza, pero a él le costaba soste-
nerle la mirada: era como mirar directamente una luz muy
brillante.

—Qué vista tan bonita —murmuró señalando la ven-
tana.

Ella no le hizo caso, y a Harry no le extrañó.

—No se me ocurría qué regalarte —murmuró.

—No hacía falta que me regalaras nada.

Ella tampoco prestó atención a esa réplica y comentó:

—Tenía que ser algo útil y no demasiado grande; de lo
contrario no podrías llevártelo.

Harry se aventuró a mirarla. No estaba llorando; ésa
era una de las cosas que más lo maravillaban de Ginny: que
casi nunca lloraba. El suponía que tener seis hermanos va-
rones la había curtido.

Ginny se le acercó un poco.

—Y entonces pensé que me gustaría regalarte algo que
te ayudara a acordarte de mí, por si... no sé, por si conoces a
alguna veela cuando estés por ahí haciendo eso que tienes
que hacer.

—Sospecho que ahí fuera no voy a tener muchas oca-
siones de ligar, la verdad.

—Eso era lo único que necesitaba oír —susurró ella, y
de pronto lo besó como nunca hasta entonces.

Harry le devolvió el beso y sintió una felicidad que no
podía compararse con nada, un bienestar mucho mayor
que el producido por el whisky de fuego. Sintió que Ginny
era lo único real que había en el mundo: Ginny, su contacto,
una mano en su espalda y la otra en su largo y fragante ca-
bello...

De repente se abrió la puerta y ambos se separaron
dando un respingo.

—Vaya —dijo Ron con tono significativo—. Lo siento.

—¡Ron! —exhaló Hermione sin aliento detrás de él.

Hubo unos momentos de embarazoso silencio, hasta
que Ginny dijo con voz monocorde:

—Bueno, feliz cumpleaños de todas formas, Harry.

A Ron se le habían puesto coloradas las orejas y Her-
mione parecía nerviosa. A Harry le habría gustado cerrarles
la puerta en las narices, pero era como si una fría corriente
de aire hubiera entrado en la habitación y aquel magnífico
instante se había desvanecido como una pompa de jabón.


Todas las razones que lo habían decidido a poner fin a su
relación con Ginny y mantenerse alejado de ella parecían
haberse colado en la habitación junto con Ron, y aquella fe-
liz dicha lo abandonó,

Miró a Ginny; quería decirle algo pero no sabía qué, y
además ella se había dado la vuelta. Se preguntó si por una
vez habría sucumbido al llanto. Delante de Ron no podía
consolarla.

—Hasta luego —fue lo único que dijo, y salió con sus
dos amigos del dormitorio.

Ron bajó resueltamente la escalera, cruzó la cocina to-
davía abarrotada y salió al patio; Harry llevaba el mismo
paso que él, y Hermione iba detrás con cara de susto.

Cuando llegó a la zona ajardinada de la casa, donde
acababan de cortar el césped y donde nadie podía oírlos,
Ron se dio la vuelta y espetó:

—¿No habíais cortado? ¿De qué vas? ¿Por qué tonteas
con ella?
—No tonteo con ella —se defendió Harry, y en ese mo-
mento Hermione los alcanzó.
—Ron...
Pero éste levantó una mano para hacerla callar.
—Cuando cortasteis, mi hermana se quedó hecha pol-
vo...

—Yo también. Ya sabes por qué le propuse dejarlo, y no
fue porque yo quisiera.

—Sí, pero si ahora empiezas a pegarte el lote con ella,
volverá a tener esperanzas y...

—Tu hermana no es idiota, sabe perfectamente que no
puede ser, no espera que... acabemos casándonos ni...

Al decir eso, una vivida imagen se le formó en la mente:
Ginny, vestida de blanco, casándose con un desconocido alto
y aborrecible. De pronto sintió vértigo y lo entendió: Ginny
tenía ante sí un futuro libre y sin obstáculos, mientras que
el suyo... Más allá, él sólo veía a Voldemort.

—Si sigues besándote con mi hermana cada vez que se
te presenta una oportunidad...

—No volverá a pasar —aseguró Harry con aspereza.
Hacía un día radiante, pero él sintió como si el sol se hubie-
ra escondido—. ¿Vale?

Ron parecía entre resentido y avergonzado; se balan-
ceó adelante y atrás un par de veces y dijo:


—Está bien... Vale.

Ginny no procuró volver a verse a solas con Harry du-
rante el resto del día, y nada en su aspecto ni actitud hizo
sospechar que en su dormitorio hubieran mantenido otra
cosa que no fuera una conversación normal. Aun así, la lle-
gada de Charlie supuso un gran alivio para Harry; al me-
nos lo distrajo ver cómo la señora Weasley lo obligaba a
sentarse en una silla, cómo levantaba admonitoriamente
su varita mágica y anunciaba que se disponía a hacerle un
corte de pelo apropiado a su hijo.

Como en la cocina de La Madriguera no había espacio
suficiente para celebrar la cena de cumpleaños de Harry
—y aún faltaban por llegar Charlie, Lupin, Tonks y Ha-
grid—Juntaron varias mesas en el jardín. Fred y George
hechizaron unos farolillos morados, todos con un gran die-
cisiete estampado, y los suspendieron sobre las mesas. Gra-
cias a los cuidados de la señora Weasley, George ya tenía
la herida curada, pero Harry todavía no se acostumbraba a
ver el oscuro orificio que le había quedado en lugar de la
oreja, pese a que los gemelos no paraban de hacer chistes
sobre él.

Hermione hizo aparecer unas serpentinas doradas de
la punta de su varita mágica y las colgó con mucho arte en-
cima de árboles y arbustos.

—¡Qué bonito queda! —alabó Ron cuando, con un últi-
mo floreo de la varita, Hermione tiñó de dorado las hojas
del manzano silvestre—. Eres una artista para estas cosas.

—Gracias, Ron —repuso ella, complacida y un poco tur-
bada.

Harry, muy divertido, se dio la vuelta para que no vie-
ran su expresión; estaba segurísimo de que encontraría un
capítulo dedicado a los cumplidos cuando tuviera tiempo de
leer detenidamente su ejemplar de Doce formas infalibles
de hechizar a una bruja. Entonces advirtió que Ginny lo mi-
raba, y le sonrió, pero recordó la promesa hecha a Ron y rá-
pidamente entabló conversación con monsieur Delacour.

—¡Apartaos, apartaos! —vociferó la señora Weasley, y
entró por la verja con una snitch del tamaño de una pelota
de playa flotando delante de ella.

Segundos más tarde, Harry comprendió que la snitch
era su pastel de cumpleaños, y que la señora Weasley la ha-
cía flotar con la varita mágica para no arriesgarse a llevar-


la con las manos por aquel terreno tan irregular. Cuando el
pastel se hubo posado por fin en medio de la mesa, Harry
exclamó:

—¡Es increíble, señora Weasley!

—Bah, no es nada, cielo —repuso ella con cariño. Ron
asomó la cabeza por detrás de su madre, le hizo una seña de
aprobación con el pulgar a Harry y articuló con los labios:
«¡Bien!»

A las siete en punto ya habían llegado todos los invita-
dos; Fred y George fueron a esperarlos al final del camino y
los acompañaron a la casa. Para tan señalada ocasión, Ha-
grid se había puesto su mejor traje —marrón, peludo y ho-
rrible—. Lupin sonrió al estrecharle la mano, pero a Harry
le pareció que no estaba muy contento (qué raro); en cam-
bio, Tonks, al lado de su marido, estaba sencillamente ra-
diante.

—¡Feliz cumpleaños, Harry! —lo felicitó la bruja abra-
zándolo con fuerza.

... -—Diecisiete,.¿eh? —dijo Hagrid mientras cogía la copa
de vino, del tamaño de un balde, que le ofrecía Fred—. Ya
han pasado seis años desde el día que nos conocimos, ¿te
acuerdas, Harry?

—Vagamente —sonrió—. ¿Verdad que echaste la puer-
ta abajo, provocaste que a Dudley le saliera una cola de cer-
do y me dijiste que yo era mago?

—No tengo buena memoria para los detalles —repuso
Hagrid riendo—. Ron, Hermione, ¿va todo bien?

—Muy bien, Hagrid —respondió la chica—. Y tú, ¿cómo
estás?

—No puedo quejarme. Un poco atareado, porque tengo
unos unicornios recién nacidos; ya os los enseñaré cuando
volváis. —Harry evitó la mirada de sus dos amigos mientras
Hagrid rebuscaba en un bolsillo—. Toma, Harry. No sabía
qué regalarte, pero entonces me acordé de esto. —Sacó un
monedero ligeramente peludo que se cerraba tirando de
un largo cordón que también servía para colgárselo del
cuello—. Es de piel de moke. Esconde lo que quieras dentro,
porque sólo puede sacarlo su propietario. No se ven muchos,
la verdad.

—¡Gracias, Hagrid!

—De nada, de nada —replicó el hombretón haciendo un
ademán con una mano tan grande como la tapa de un cubo


de basura—. ¡Mira, ahí está Charlie! Siempre me cayó bien
ese chico. ¡Eh, Charlie!

El aludido se acercó, pasándose, compungido, una mano
por la recién rapada cabeza. Era más bajo que Ron, más for-
nido, y tenía los musculosos brazos cubiertos de arañazos y
quemaduras.

—Hola, Hagrid. ¿Qué tal?

—Hace mucho tiempo que quiero escribirte. ¿Cómo
anda Norberto?

—¿Norberto, dices? —repitió Charlie, muerto de risa—.
¿Te refieres al ridgeback noruego? ¡Pues querrás decir Norbertal


—¿Cómooo? ¿Que Norberto es una hembra?

—Ni más ni menos -—confirmó Charlie.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hermione.

—Las hembras son mucho más feroces —explicó Char-
lie. Miró hacia atrás y, bajando la voz, añadió—: A ver si lle-
ga pronto nuestro padre, porque mamá se está poniendo
nerviosa.

Al mirar a la señora Weasley comprobaron, en efecto,
que intentaba conversar con madame Delacour mientras
echaba vistazos una y otra vez a la verja.

—Creo que será mejor que empecemos sin Arthur
—anunció Molly al cabo de un momento a los invitados en
general—. Deben de haberlo entretenido en... ¡Oh!

Todo el mundo lo vio al mismo tiempo: un rayo de luz
cruzó el jardín y fue a parar sobre la mesa, donde se des-
compuso y formó una comadreja plateada que se sentó so-
bre las patas traseras y habló con la voz del señor Weasley:

—«El ministro de Magia me acompaña.»

Acto seguido, el patronus se esfumó. La familia de Fleur
se quedó contemplando con perplejidad el sitio donde se
había desvanecido.

—No quiero que nos encuentre aquí —dijo de inmedia-
to Lupin—. Lo siento, Harry; ya te lo explicaré en otro mo-
mento. —Cogió a Tonks por la muñeca y se la llevó de allí;
llegaron a la valla, la saltaron y enseguida se perdieron de
vista.

—¿Que el ministro viene...? —balbuceó la señora Weas-
ley, desconcertada—. Pero... ¿por qué? No lo entiendo.

Pero no había tiempo para conjeturas; un segundo más
tarde, Arthur Weasley apareció de la nada junto a la verja,


en compañía de Rufus Scrimgeour, a quien era fácil recono-
cer por su melena entrecana.

Los recién llegados atravesaron el patio y se encami-
naron hacia el jardín, donde se hallaba la mesa iluminada
por los farolillos. Los comensales guardaban silencio mien-
tras los veían acercarse. Cuando la luz alcanzó a Scrim-
geour, Harry comprobó que el ministro estaba flaco, ceñudo
y mucho más viejo que la última vez que se habían visto.

—Lamento esta intromisión —se disculpó Scrimgeour
al detenerse cojeando junto a la mesa—. Y más ahora que
veo que me he colado en una fiesta. —Clavó la vista en el
enorme pastel con forma de snitch y musitó—: Muchas feli-
cidades.

—Gracias —dijo Harry.

—Quiero hablar en privado contigo —añadió el minis-
tro—. Y también con Ronald Weasley y Hermione Granger.

—¿Con nosotros? —se extrañó Ron—. ¿Por qué?

—Os lo explicaré cuando estemos en un sitio menos
concurrido. ¿Algún lugar para conversar a solas? —le pre-
guntó al señor Weasley

—Sí, por supuesto —respondió Arthur, que parecía ner-
vioso—. Pueden ir al salón.

—Condúcenos, por favor —pidió el ministro a Ron—. No
es necesario que nos acompañes, Arthur.

Harry advirtió que éste le dirigía una mirada de preocu-
pación a su esposa cuando Ron, Hermione y él se levantaron
de la mesa. Y mientras guiaban en silencio a Scrimgeour
hacia la casa, intuyó que sus amigos estaban pensando lo
mismo que él: de algún modo, el ministro debía de haberse
enterado de que planeaban no asistir a Hogwarts ese año.

Scrimgeour no dijo nada mientras cruzaban la desorde-
nada cocina y entraban en el salón. Aunque la débil y dorada
luz del crepúsculo todavía bañaba el jardín, allí dentro ya es-
taba oscuro. Al entrar, Harry apuntó con su varita hacia las
lámparas de aceite, que iluminaron la acogedora aunque
deslucida estancia. El ministro se acomodó en la hundida
butaca que solía ocupar el señor Weasley y los tres jóvenes
se apretujaron en el sofá. Una vez que los cuatro se hubie-
ron sentado, Scrimgeour tomó la palabra.

—Quiero haceros unas preguntas, y creo que será mejor
que lo haga individualmente. Vosotros —señaló a Harry y
Hermione— podéis esperar arriba. Empezaré con Ronald.


—No pensamos ir a ninguna parte —le espetó Harry
mientras Hermione lo apoyaba asintiendo enérgicamente
con la cabeza—. Puede interrogarnos a los tres juntos, o a
ninguno.

Scrimgeour le lanzó una fría mirada. Harry tuvo la im-
presión de que el ministro trataba de decidir si valía la pena
iniciar tan pronto las hostilidades.

—Está bien. Los tres a la vez, pues —concedió, y ca-
rraspeó antes de proseguir—: Como seguramente supo-
néis, estoy aquí para hablar con vosotros del testamento de
Albus Dumbledore. —Los chicos se miraron perplejos—.
¡Vaya, os he dado una sorpresa! ¿He de deducir, entonces,
que no sabíais que Dumbledore os ha dejado algo en heren-
cia?

—¿A todos? —preguntó Ron—. ¿A Hermione y a mí
también?

—Sí, a los...

Pero Harry lo interrumpió:

—Dumbledore murió hace más de un mes. ¿Por qué
han tardado tanto en entregarnos lo que nos legó?

—Eso es obvio —intervino Hermione—. Querían exa-
minarlo. ¡Pero no tenían derecho a hacerlo! —protestó, y le
tembló un poco la voz.

—Tengo todo el derecho del mundo —se defendió Scrim-
geour con menosprecio—. El Decreto para la confiscación
justificable concede al ministerio poderes para incautar el
contenido de un testamento...

—¡Esa ley se creó para impedir que los magos dejaran
en herencia artilugios tenebrosos —argumentó Hermio-
ne—, y el ministerio ha de tener pruebas sólidas de que las
pertenencias del difunto son ilegales antes de decomisar-
las! ¿Insinúa que creyó que Dumbledore intentaba legar-
nos algún objeto maldito?

—¿Tiene intención de cursar la carrera de Derecho Má-
gico, señorita Granger? —ironizó Scrimgeour.

—No, no es mi propósito. ¡Pero espero hacer algo positi-
vo en la vida!

Ron se echó a reír y Scrimgeour le lanzó un vistazo rá-
pido, pero volvió a prestar atención a Harry, que le pregun-
taba:

—¿Y por qué ahora ha decidido darnos lo que nos per-
tenece? ¿Ya no se le ocurre ningún pretexto para retenerlo?


—Debe de ser porque ya han pasado los treinta y un días
que marca la ley —respondió Hermione en lugar del minis-
tro—. No es lícito retener los objetos más días, a menos que el
ministerio logre demostrar que son peligrosos. ¿No es así?

—¿Opinas que tenías una estrecha relación con Dum-
bledore, Ronald? —preguntó Scrimgeour, haciendo oídos sor-
dos a la pregunta de Hermione.

Ron se sorprendió.

—¿Yo? No... Bueno, no mucho. Siempre era Harry
quien...
—Echó una ojeada a sus amigos, y vio que Hermione le lan-
zaba una mirada de advertencia: «¡No digas ni una palabra
más!»; pero el mal ya estaba hecho. Por lo visto, el ministro
acababa de oír exactamente lo que quería, de manera que
se abatió sobre la respuesta de Ron como un ave de presa.

—Si no tenías una relación muy estrecha con él, ¿cómo
explicas que te recordara en su testamento? Hizo poquísi-
mos legados personales, ya que la mayoría de sus posesio-
nes (la biblioteca privada, los instrumentos mágicos y otros
efectos personales) se las legó a Hogwarts. ¿Por qué crees
que te eligió a ti?

—Pues... no lo sé. Yo... Cuando digo que no teníamos una
relación muy estrecha... Es decir, creo que yo le caía bien...

—No seas tan modesto, Ron —terció Hermione—. Dum-
bledore te tenía mucho cariño.

Esa afirmación significaba estirar al máximo la verdad;
que Harry supiera, Dumbledore y Ron nunca hablaron a so-
las, y el contacto directo entre los dos fue insignificante. Sin
embargo, Scrimgeour no parecía escucharlos; metió una
mano en su capa y sacó una bolsita no mucho más grande
que el monedero que Hagrid le había regalado a Harry.
Extrajo un rollo de pergamino, lo desenrolló y leyó en voz
alta:

—«Ultima voluntad y testamento de Albus Percival Wul-
fric Brian Dumbledore...» Sí, aquí está: «... a Ronald Bilius
Weasley le lego mi desiluminador, con la esperanza de que
me recuerde cuando lo utilice».

El ministro sacó de la bolsa un objeto que Harry ya co-
nocía; era parecido a un encendedor plateado, pero poseía
el poder de absorber toda la luz de un lugar, y el de devol-
verla mediante un simple clic. Inclinándose hacia delante,
el ministro le entregó el desiluminador a Ron, que lo cogió y
lo hizo girar entre los dedos, atónito.


—Es un objeto muy valioso —comentó Scrimgeour sin
dejar de observar al muchacho—, y es posible que sea úni-
co. Lo diseñó el propio Dumbledore, desde luego. ¿Por qué
crees que te dejó un artículo tan exclusivo? —Ron negó con
la cabeza, apabullado—. El antiguo director de Hogwarts
tuvo a su cargo a miles de alumnos... Sin embargo, vosotros
tres sois los únicos a quienes tuvo en cuenta en su testa-
mento. ¿A qué se debe eso? ¿Para qué debió de pensar que
usarías ese desiluminador, Weasley?

—Para apagar luces, supongo —musitó Ron—. ¿Qué
otra cosa podría hacer con él?

El ministro no tenía ninguna otra sugerencia. Tras mi-
rar a Ron con los ojos entornados, siguió leyendo:

—«A la señorita Hermione Jean Granger le lego mi ejem-
plar de los Cuentos de Beedle el Bardo, con la esperanza de
que lo encuentre ameno e instructivo.»

Scrimgeour sacó de la bolsa un librito que parecía tan
antiguo como el ejemplar de Los secretos de las artes más oscuras
que Hermione conservaba en el piso de arriba; la tapa
estaba manchada y en algunos puntos despegada. Ella lo
cogió sin decir nada, se lo puso en el regazo y se quedó obser-
vándolo. Harry se fijó en que el título estaba escrito con ru-
nas, pero él nunca había aprendido a leerlas. Mientras hacía
estas consideraciones, percibió que una lágrima caía sobre
los símbolos grabados.

—¿Por qué crees que te dejó Dumbledore este libro,
Granger? —Era más o menos la misma pregunta que le ha-
bía hecho a Ron.

—Porque... porque sabía que me encantan los libros
—respondió Hermione con voz sorda, y se enjugó las lágri-
mas con la manga.

—Pero ¿por qué este libro en particular?

—No lo sé. Debió de pensar que me gustaría.

—¿Alguna vez hablaste con él de códigos, o de cualquier
otra forma de transmitir mensajes secretos?

—No, nunca —contestó Hermione, que seguía enjugán-
dose las lágrimas—. Y si el ministerio no ha encontrado nin-
gún código oculto en este libro en treinta y un días, dudo que
lo encuentre yo.

La chica reprimió un sollozo; estaban tan apretujados
en el sofá que Ron tuvo dificultades para abrazarla. Scrim-
geour siguió leyendo el testamento:


—«A Harry James Potter —dijo, y a Harry la emoción
le cerró de golpe el estómago— le lego la snitch que atrapó
en su primer partido de quidditch en Hogwarts, como re-
cordatorio de las recompensas que se obtienen mediante la
perseverancia y la pericia.»

Cuando el ministro extrajo la diminuta pelota dorada,
del tamaño de una nuez y cuyas alas plateadas se agitaban
débilmente, Harry no pudo evitar sentirse decepcionado.

—¿Por qué te dejaría Dumbledore esta snitch, Potter?

—Ni idea. Por las razones que usted acaba de leer, ima-
gino: para recordarme lo que puedes conseguir si... perse-
veras y no sé qué más.

—Entonces, ¿crees que esto no es más que un obsequio
simbólico?

—Supongo. ¿Qué otra cosa podría ser?

—Aquí el que hace las preguntas soy yo —le recordó
Scrimgeour arrimando un poco más la butaca al sofá. Fue-
ra anochecía, y por las ventanas se veía la carpa que se al-
zaba, fantasmagórica, detrás del seto—. He observado que
tu pastel de cumpleaños tiene forma de snitch. ¿A qué se
debe?

—Uy, no puede ser una referencia a que Harry sea un
gran buscador, porque resultaría demasiado obvio —iro-
nizó Hermione—. ¡Debe de haber un mensaje secreto de
Dumbledore escondido en el recubrimiento de azúcar gla-
sé!

—No creo que haya algo oculto en el glaseado —replicó
Scrimgeour—, pero una snitch sería muy buen sitio para
guardar un objeto pequeño. Ya sabéis por qué, ¿verdad?

Harry se encogió de hombros; Hermione, sin embargo,
contestó, y él pensó que su amiga no había conseguido con-
trolarse debido a lo arraigado que tenía el hábito de res-
ponder correctamente a cualquier pregunta.

—Porque las snitches tienen memoria táctil —dijo
ella.

—¿Quéeee? —saltaron Ron y Harry a la vez, extraña-
dos, pues ambos consideraban que Hermione no sabía nada
de quidditch.

—Correcto —confirmó el ministro—. Nadie toca una
snitch hasta que la sueltan; ni siquiera el fabricante, que uti-
liza guantes. Ese tipo de pelotas lleva incorporado un sorti-
legio mediante el cual identifican al primer ser humano que


las coge; facultad que resulta útil en caso de que se produzca
una captura controvertida. Esta snitch —especificó soste-
niendo en alto la diminuta pelota dorada—: recordará tu tac-
to, Potter. Se me ha ocurrido que quizá Dumbledore, que pese
a sus muchos defectos poseía una prodigiosa habilidad má-
gica, encantó la snitch para que sólo pudieras abrirla tú.

A Harry se le aceleró el corazón, porque creía que Scrim-
geour tenía razón. ¿Cómo podía evitar tocar la bola con la
mano desnuda delante de él?

—No haces ningún comentario —observó Scrimgeour—.
¿No será que ya sabes qué contiene?

—No, no lo sé —contestó Harry, sin dejar de pensar en
cómo se las ingeniaría para engañar al ministro y coger la
snitch sin tocarla. Si hubiera dominado la Legeremancia,
lo sabría y le habría leído el pensamiento a Hermione, a
quien casi le detectaba los zumbidos del cerebro.

—Cógela —le ordenó Scrimgeour con serenidad.

Harry clavó la mirada en los amarillentos ojos del mi-
nistro y comprendió que no tenía opción. Así que tendió,
una mano con la palma hacia arriba. Scrimgeour volvió a
inclinarse y, con mucha parsimonia, se la puso encima.

Pero no pasó nada. Cuando Harry aferró la snitch, las
cansadas alas de ésta se agitaron un poco y luego se que-
daron quietas. Scrimgeour, Ron y Hermione siguieron ob-
servando la pelota con avidez, ahora parcialmente oculta,
como si todavía esperaran que sufriera alguna transforma-
ción.

—Ha sido muy teatral —comentó Harry con frialdad, y
sus amigos rieron.

—Bueno, ya está, ¿no? —dijo Hermione, e intentó le-
vantarse del sofá.

—No del todo —replicó Scrimgeour con gesto de eno-
jo—. Dumbledore te dejó un segundo legado, Potter.

—¿Qué es? —La emoción de Harry se reavivó.

Esta vez, el ministro no tuvo que leer el testamento,
sino que dijo:

—La espada de Godric Gryffindor.

Hermione y Ron se pusieron en tensión. Harry miró al-
rededor en busca de la empuñadura con rubíes incrusta-
dos, pero Scrimgeour no sacó la espada de la bolsita de piel
que, de cualquier forma, era demasiado pequeña para con-
tenerla.


—¿Dónde está? —preguntó el muchacho con recelo.

—Por desgracia —replicó Scrimgeour—, Dumbledore
no podía disponer de esa espada a su gusto, puesto que es
una importante joya histórica y, como tal, pertenece...

—¡Le pertenece a Harry! —saltó Hermione—. La espa-
da lo eligió, él fue quien la encontró, salió del Sombrero Se-
leccionador y fue...

—Según fuentes históricas fidedignas, la espada puede
presentarse ante cualquier miembro respetable de Gryffin-
dor —aclaró Scrimgeour—. Pero eso no la convierte en pro-
piedad exclusiva de Potter, independientemente de lo que
decidiera Dumbledore. —Se rascó la mal afeitada mejilla es-
cudriñando el rostro de Harry—. ¿Por qué crees que...?

—¿... que Dumbledore quería regalarme la espada?
—completó Harry, esforzándose por controlar su genio—.
No sé, quizá imaginó que quedaría bien colgada en la pared
de mi habitación.

—¡Esto no es ninguna broma, Potter! ¿No sería porque
él creía que sólo la espada de Godric Gryffindor lograría de-
rrotar al heredero de Slytherin? ¿Quería darte esa espada,
Potter, porque estaba convencido, como creen muchos, de
que estás destinado a ser quien destruya a El-que-no-debe-
ser-nombrado?

—Es una teoría interesante —repuso Harry—. ¿Ha in-
tentado alguien alguna vez clavarle una espada a Voldemort?
Quizá el ministerio debería enviar a alguien a probarlo, en
lugar de perder el tiempo desmontando desiluminadores o
tratar de que no se sepa nada de las fugas de Azkaban. ¿De
modo que eso hacía usted, señor ministro, encerrado en su
despacho: intentar abrir una snitch? Ha muerto gente, ¿sa-
be?; yo mismo estuve a punto de morir porque Voldemort
me persiguió por tres condados y asesinó a Ojoloco Moody...
Pero de eso el ministerio no ha dicho ni una palabra, ¿ver-
dad que no? ¡Y encima espera que cooperemos con usted!

—¡Te estás pasando, chico! —gritó Scrimgeour levan-
tándose de la butaca.

Harry también se puso en pie. El ministro se le aproxi-
mó cojeando y, al hincarle la punta de la varita en el pecho,
le hizo un agujero en la camiseta, como quemada con un ci-
garrillo encendido.

—¡Eh! —exclamó Ron, levantándose asimismo y sacan-
do su varita mágica, pero Harry gritó:


—¡Quieto, Ron! No le des una excusa para detenernos.

—Has recordado que ya no estás en el colegio, ¿verdad?
—le espetó Scrimgeour, resollando y con la cara muy próxima
a la de Harry—. Has recordado que yo no soy Dumbledore,
que siempre perdonaba tu insolencia e insubordinación, ¿ver-
dad? ¡Quizá lleves esa cicatriz como si fuera una corona, Pot-
ter, pero ningún bribonzuelo de diecisiete años me dirá cómo
tengo que trabajar! ¡Ya va siendo hora de que aprendas a te-
ner un poco de respeto!

—Ya va siendo hora de que usted haga algo para mere-
cerlo —repuso Harry.

De repente, el suelo tembló, se notó que alguien corría
por la casa, y la puerta del salón se abrió de par en par. Eran
los Weasley

—Nos ha... parecido oír... —balbuceó Arthur, alarmado
al ver a Harry y el ministro con las narices tan juntas.

—... gritos —completó su esposa jadeando.

Scrimgeour retrocedió un par de pasos y observó el agu-
jero que le había hecho en la camiseta a Harry. Dio la impre-
sión de que lamentaba haber perdido los estribos.

—No pasa nada —gruñó—. Siento mucho... tu actitud
—masculló mirando a Harry una vez más—. Por lo visto,
piensas que el ministerio no persigue el mismo objetivo que
tú o que Dumbledore. ¿Cuándo entenderás que deberíamos
trabajar juntos?

—No me gustan sus métodos, señor ministro —replicó
Harry—. ¿Ya no se acuerda?

Como había hecho en una ocasión el año anterior, Harry
levantó el puño derecho y le mostró al ministro las cicatrices
que conservaba en el dorso de la mano: «No debo decir men-
tiras.» El semblante de Scrimgeour se endureció y, tras darse
la vuelta sin decir palabra, salió cojeando de la habitación.
La señora Weasley lo siguió; Harry la oyó detenerse en la
puerta trasera. Al cabo de un minuto, ella anunció:

—¡Ya se ha ido!

—¿Qué quería? —preguntó el padre de Ron mirando a
los tres amigos mientras su esposa volvía a toda prisa.

—Darnos lo que nos dejó en herencia Dumbledore —con-
testó Harry—. Acaba de revelarnos el contenido del testa-
mento.

Fuera, en el jardín, los tres objetos que Scrimgeour ha-
bía llevado a los chicos pasaron de mano en mano alrededor


de la mesa. Todos prorrumpieron en exclamaciones de ad-
miración ante el desiluminador y los Cuentos de Beedle el
Bardo, y lamentaron que Scrimgeour se hubiera negado a
entregarle la espada a Harry; sin embargo, nadie se expli-
caba por qué Dumbledore le había legado a Harry una vieja
snitch. Mientras el señor Weasley examinaba el desilumi-
nador por tercera o cuarta vez, su esposa dijo:

—Harry, cielo, están todos muertos de hambre, pero no
queríamos empezar sin ti. ¿Puedo ir sirviendo la cena?

Comieron con prisas y después, tras entonar a coro un
rápido «Cumpleaños feliz» y engullir cada uno su trozo de
pastel, dieron por terminada la fiesta. Hagrid, que estaba
invitado a la boda del día siguiente pero cuya corpulencia
le impedía dormir en la abarrotada Madriguera, fue a mon-
tar una tienda en un campo cercano.

—Sube a la habitación de Ron cuando los demás se ha-
yan acostado —le susurró Harry a Hermione mientras ayu-
daban a la señora Weasley a dejar el jardín como estaba
antes de la cena.

Arriba, en la habitación del desván, Ron examinó su de-
siluminador y Harry llenó el monedero de piel de moke; lo
que metió dentro no fueron monedas, sino los artículos que
él consideraba más valiosos, aunque algunos parecieran
inútiles: el mapa del merodeador, el fragmento del espejo
encantado de Sirius y el guardapelo de «R.A.B.». Cerró el
monedero tirando del cordón y se lo colgó del cuello; a conti-
nuación cogió la vieja snitch y se sentó a observar cómo ale-
teaba débilmente. Por fin, Hermione llamó a la puerta y
entró de puntillas.

—¡Muffliato! —susurró la chica apuntando con la vari-
ta hacia la escalera.

—Creía que no aprobabas ese hechizo —comentó Ron.

—Los tiempos cambian. A ver, enséñame ese desilumi-
nador.

Ron no se hizo de rogar. Lo sostuvo en alto ante sí y lo
accionó: la única lámpara que habían encendido se apagó
de inmediato.

—El caso es que podríamos haber conseguido lo mismo
con el polvo peruano de oscuridad instantánea —observó
Hermione.

Entonces se oyó un débil clic y la esfera de luz de la lám-
para subió hasta el techo y volvió a iluminar la estancia.


—Ya, pero mola —exclamó Ron un poco a la defensi-
va—. Y según dicen, lo inventó el propio Dumbledore.

—Ya lo sé, pero no creo que te nombrara en su testa-
mento sólo para que nos ayudes a apagar las luces.

—¿Crees que él suponía que el ministerio confiscaría
sus últimas voluntades y examinaría todo lo que nos lega-
ba? —preguntó Harry.

—Sí, sin duda —respondió Hermione—. En el docu-
mento no podía aclararnos por qué nos lo dejaba, pero eso
sigue sin justificar...

—... ¿que no nos lo explicara en vida? —completó la fra-
se Ron.

—Eso es, ni más ni menos —afirmó Hermione, y se puso
a hojear los Cuentos de Beedle el Bardo—. Si estas cosas son
lo bastante importantes para dárnoslas ante las mismísi-
mas narices del ministerio, lo lógico es que nos dijera por
qué... A menos que creyera que era obvio, ¿no?

—Pues está claro que se equivocaba —concluyó Ron—.
Siempre dije que estaba chiflado; era muy inteligente, de
acuerdo, pero estaba como un cencerro. Mira que dejarle a
Harry una vieja snitch... ¿Qué demonios significa?

—No tengo ni idea —admitió Hermione—. Cuando
Scrim-
geour te obligó a cogerla, Harry, tuve la certeza de que pasa-
ría algo.

—Ya —dijo Harry, y el pulso se le aceleró al levantar la
snitch—. Pero no iba a esforzarme mucho delante del mi-
nistro, ¿no?

—¿Qué insinúas? —preguntó Hermione.

—Esta es la snitch que atrapé en mi primer partido de
quidditch. ¿No te acuerdas?

Hermione puso cara de desconcierto. Ron, en cambio,
dio un grito ahogado, señalando alternativamente a su
amigo y la snitch, hasta que recuperó el habla.

—¡Es la pelota que casi te tragas!

—Exacto —confirmó Harry y, con el corazón acelerado,
se la llevó a los labios.

Sin embargo, la pelota no se abrió. Harry sintió frus-
tración; pero, al apartar la esfera dorada de la boca, Her-
mione exclamó:

—¡Letras! ¡Han salido unas letras! ¡Mira, mira!

La sorpresa y la emoción estuvieron a punto de hacérse-
la soltar. Hermione tenía razón: grabadas en la lisa superfi-


cié dorada, donde segundos antes no había nada, destacaban
ahora cuatro palabras escritas con la pulcra y estilizada ca-
ligrafía de Dumbledore.
«Me abro al cierre.»

Apenas las hubo leído, las palabras se borraron.

—«Me abro al cierre.» ¿Qué querrá decir?

Hermione y Ron negaron con la cabeza, perplejos.

—Me abro al cierre... Al cierre... Me abro al cierre...

Pero, por mucho que repitieron esas palabras, dándo-
les diferentes entonaciones, no lograron arrancarles nin-
gún significado.

—Y la espada... —dijo Ron al fin, cuando ya habían
abandonado sus intentos de adivinar el sentido de la ins-
cripción—. ¿Por qué querría Dumbledore que Harry tuvie-
ra la espada?

—¿Y por qué no me lo dijo directamente? —se preguntó
Harry en voz baja—. Estaba allí mismo, colgada en la pa-
red de su despacho, durante todas las charlas que mantuvi-
mos el año pasado. Si quería que la tuviera yo, ¿por qué no
me la dio entonces?

Era como estar en un examen ante una pregunta que
tendría que saber contestar pero su cerebro funcionara con
angustiosa lentitud. ¿Acaso se le había escapado algún deta-
lle de las largas conversaciones sostenidas con Dumbledore
el año anterior? ¿Debía conocer el significado de todo aque-
llo, o tal vez Dumbledore confiaba en que lo entendiera?

—Y respecto a este libro —terció Hermione—, los Cuentos
de Beedle el Bardo... ¡Nunca había oído hablar de esos
cuentos!

—¿Que nunca habías oído hablar de los Cuentos de Beed-
le el Bardo? —repuso Ron con incredulidad—. Bromeas, ¿no?

—¡No, lo digo en serio! —exclamó Hermione, sorpren-
dida—. ¿Tú los conoces?

—¡Pues claro!

Alzando la cabeza, Harry salió de su ensimismamien-
to. El hecho de que Ron hubiera leído un libro que Hermione
ni siquiera conocía no tenía precedentes. Ron, sin embargo,
no entendía la sorpresa de sus amigos.

—¡Venga ya! Pero si, según dicen, todos los cuentos in-
fantiles los escribió Beedle, ¿no? Por ejemplo, «La fuente de
la buena fortuna», «El mago y el cazo saltarín», «Babbitty
Rabbitty y su cepa cacareante»...


—¿Cómo dices? —preguntó Hermione con una risita—.
¿Cuál es ese último título?

—¡Me tomáis el pelo! —protestó Ron, incrédulo—. Te-
néis que haber oído hablar de Babbitty Rabbitty.

—¡Sabes perfectamente que Harry y yo nos hemos cria-
do con muggles, Ron! —le recordó Hermione—. A nosotros
no nos contaban esos cuentos cuando éramos pequeños.
Nos contaban «Blancanieves y los siete enanitos», «La Ce-
nicienta»...

—¿«La Cenicienta»? ¿Qué es eso, una enfermedad? —pre-
guntó Ron.

—¡Anda ya! Entonces ¿son cuentos infantiles? —quiso
saber Hermione inclinándose de nuevo sobre las runas gra-
badas en la tapa del libro.

—Sí... Bueno, mira, al menos la gente asegura que to-
das esas historias las escribió Beedle. Yo no conozco las ver-
siones originales.

—Pero ¿por qué querría Dumbledore que las leyera?

En ese instante se oyó un crujido proveniente del piso
de abajo.

—Debe de ser Charlie; estará intentando que vuelva a
crecerle el pelo, ahora que mi madre duerme —dijo Ron, in-
quieto.

—En fin, tendríamos que acostarnos —susurró Her-
mione—. Mañana no podemos dormirnos.

—No —coincidió Ron—. Un brutal triple asesinato co-
metido por la madre del novio estropearía un poco la boda.
Ya apago yo la luz.

Volvió a accionar el desiluminador y Hermione salió
del dormitorio.

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