miércoles, 21 de marzo de 2018

Capitulo 11. El soborno

Si Kreacher había sido capaz de escapar de un lago lleno de
inferí, Harry tenía la seguridad de que la captura de Mun-
dungus le llevaría unas horas a lo sumo, pero aun así pasó
toda la mañana rondando impaciente por la casa. Sin em-
bargo, el elfo no volvió esa mañana, y tampoco por la tarde.
Al anochecer, Harry estaba desanimado y nervioso, y la
cena, que consistió en un pan mohoso al que Hermione in-
tentó sin éxito hacer diversas transformaciones, no logró
mejorar su estado de ánimo.

Kreacher tampoco regresó al día siguiente, ni al otro.
En cambio, dos hombres ataviados con capa aparecieron
en la plaza frente al número 12, y allí se quedaron hasta
el anochecer, sin apartar la mirada de la fachada que no
veían.

—Mortífagos, seguro —dictaminó Ron, mientras los
tres amigos los espiaban desde las ventanas del salón—.
¿Creéis que saben que estamos aquí?

—Lo dudo —respondió Hermione, aunque parecía asus-
tada—. Si lo supieran, habrían enviado a Snape a capturar-
nos, ¿no?

—¿Creéis que Snape entró en la casa y la maldición de
Moody le ató la lengua? —preguntó Ron.

—Me parece que sí —contestó Hermione—; de lo con-
trario, habría podido decirles a sus compinches cómo se en-
tra, ¿no opináis lo mismo? Seguro que están vigilando por
si aparecemos. Al fin y al cabo, saben que la casa es de Ha-
rry.

—¿Cómo lo...? —se extrañó Harry.


—El ministerio examina los testamentos de los magos,
¿recuerdas? Por tanto, deben de saber que Sirius te dejó esta
casa en herencia.

La presencia de aquellos mortífagos incrementó la at-
mósfera de amenaza en la casa. Además, los chicos no habían
tenido noticias de nadie que estuviera fuera de Grimmauld
Place desde que vieran el patronus del señor Weasley, y la
tensión empezaba a notarse. Ron, inquieto e irritable, se de-
dicó al fastidioso ejercicio de jugar con el desiluminador
que llevaba en el bolsillo; eso enfurecía sobre todo a Hermio-
ne, que mataba el tiempo estudiando los Cuentos de Beedle
el Bardo y a quien no le hacía ninguna gracia que las luces
se apagaran y encendieran continuamente.

—¿Quieres estarte quieto? —gritó la tercera noche de
aquella larga espera cuando, por enésima vez, se apagaron
las luces del salón.

—¡Perdón! ¡Perdón! —se disculpó Ron, y volvió a en-
cenderlas—. ¡Lo hago sin darme cuenta!

—¿Y no se te ocurre nada más útil con que entretener-
te?

—¿Como qué? ¿Acaso leer cuentos infantiles?

—Dumbledore me legó este libro, Ron...

—Y a mí me legó el desiluminador. ¡Le habría gustado
que lo utilizara!

Harry, harto de sus constantes discusiones, salió de la
habitación sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Se
dirigió a la escalera con intención de bajar a la cocina, adon-
de acudía de vez en cuando porque estaba convencido de
que sería allí donde Kreacher se aparecería. Pero cuando
llegó hacia la mitad de la escalera que daba al vestíbulo,
oyó un golpecito en la puerta de la calle, y a continuación
unos ruidos metálicos y el rechinar de la cadenilla.

Con los nervios de punta, sacó su varita mágica, se es-
condió entre las sombras (al lado de las cabezas de los elfos
decapitados) y esperó. Por fin se abrió la puerta y, por la ren-
dija, distinguió la plaza iluminada; entonces una persona
provista de capa entró despacio y cerró la puerta. El intruso
avanzó un paso y la voz de Moody preguntó: «¿Severus Sna-
pe?» De inmediato la figura de polvo se alzó desde el fondo
del vestíbulo y se abalanzó sobre él levantando una mano
cadavérica.

—No fui yo quien te mató, Albus —dijo una voz serena.


El embrujo se rompió y, de nuevo, la figura de polvo se
descompuso, lo que hizo imposible distinguir al recién lle-
gado a través de la densa nube gris que se formó.

Harry apuntó con su varita al centro de la nube y gri-
tó:

—¡No se mueva!

Pero no tuvo en cuenta la reacción del retrato de la seño-
ra Black, pues, al oír la orden, las cortinas que lo ocultaban
se abrieron de golpe y la bruja se puso a chillar: «¡Sangre su-
cia y escoria que deshonran mi casa...!»

Ron y Hermione llegaron a todo correr hasta donde es-
taba Harry y también apuntaron con las varitas al descono-
cido, que permanecía plantado en la entrada con los brazos
en alto.

—¡No disparéis! ¡Soy yo, Remus!

—¡Ay, menos mal! —dijo Hermione con un hilo de voz
al tiempo que desviaba la varita hacia la señora Black. Con
un estallido, las cortinas volvieron a cerrarse y se produjo un
silencio.
Ron también bajó su varita, pero Harry no.
—¡Ponte donde podamos verte! —ordenó.
Lupin se acercó a la lámpara, todavía con las manos en
alto.

—Soy Remus John Lupin, hombre lobo, apodado Luná-
tico, uno de los cuatro creadores del mapa del merodeador,
casado con Nymphadora (también conocida como Tonks), y
yo te enseñé a hacer un patronus que adopta la forma de
ciervo.

—Uf, bueno —masculló Harry, y bajó la varita—, pero
tenía que comprobarlo, ¿no?

—Como tu ex profesor de Defensa Contra las Artes Os-
curas, estoy de acuerdo en que tenías que hacerlo. En cam-
bio vosotros, Ron y Hermione, no deberíais haber bajado la
guardia tan deprisa.

Los chicos descendieron hasta el vestíbulo; Lupin, en-
vuelto en una gruesa capa de viaje negra, parecía agotado
pero contento de verlos.

—Así pues, ¿no hay señales de Severas? —preguntó.

—No, ninguna —contestó Harry—. ¿Qué ha sucedido?
¿Están todos bien?

—Sí, sí —asintió Lupin—, pero nos vigilan. Ahí fuera,
en la plaza, hay un par de mortífagos...


—Ya lo sabemos...

—He tenido que aparecerme justo en el escalón de la
puerta para que no me vieran. No deben de saber que es-
táis aquí, ya que si lo supieran habrían venido más compin-
ches. Mantienen vigilados todos los lugares que guardan
alguna relación contigo, Harry. Vamos abajo. Tengo muchas
cosas que contaros y quiero saber qué ocurrió cuando os
marchasteis de La Madriguera.

Bajaron, pues, a la cocina, y Hermione apuntó la varita
hacia la chimenea. El fuego prendió al instante y su luz
suavizó la austeridad de las paredes de piedra y se reflejó
en la larga mesa de madera. Lupin sacó varias cervezas de
mantequilla de su capa y todos se sentaron.

—Habría llegado hace tres días, pero tuve que deshacer-
me del mortífago que me seguía la pista —explicó Lupin—¦.
Bueno, decidme, ¿vinisteis directamente aquí después de la
boda?

—No —respondió Harry—, primero nos tropezamos
con un par de mortífagos en una cafetería de Tottenham
Court Road.

A Lupin se le derramó casi toda la cerveza que estaba
bebiendo.

—¿Qué has dicho?

Le contaron lo que había ocurrido y Lupin se quedó
perplejo.

—Pero ¿cómo os encontraron tan deprisa? ¡Es imposi-
ble seguirle el rastro a alguien que se traslada mediante
Aparición, a menos que te agarres a él en el preciso instan-
te en que se desaparece!

—Pues no es muy probable que estuvieran paseando
por Tottenham Court Road por casualidad, ¿verdad? —ob-
servó Harry.

—Hemos pensado que quizá Harry todavía lleve acti-
vado el Detector —comentó Hermione.

—Eso es imposible —dijo Lupin; Ron sonrió con sufi-
ciencia y Harry sintió un profundo alivio—. Dejando aparte
otras cosas, si Harry aún llevara el Detector, ellos habrían
sabido a ciencia cierta que estaba aquí. Pero no entiendo
cómo consiguieron seguiros hasta Tottenham Court Road.
Eso sí es preocupante, muy preocupante.

Lupin parecía desolado, pero Harry opinaba que esa
cuestión podía esperar, de modo que preguntó:


—Dinos qué pasó cuando nos marchamos. No hemos
sabido nada desde que el padre de Ron nos dijo que su fami-
lia estaba a salvo.

—Bueno, Kingsley nos salvó —explicó Lupin—. Gra-
cias a su aviso, la mayoría de los invitados de la boda pudie-
ron desaparecerse antes de que llegaran ellos.

—¿Eran mortífagos o gente del ministerio? —preguntó
Hermione.

—Un poco de todo, pero a efectos prácticos ahora son
la misma cosa. Eran aproximadamente una docena, aun-
que no sabían que estabas allí, Harry. Arthur oyó el rumor
de que habían torturado a Scrimgeour antes de matarlo
para que les revelara tu paradero; si eso es cierto, el minis-
tro no te delató.

Harry miró a sus amigos y vio en sus rostros la mezcla
de conmoción y gratitud que él mismo sintió. Scrimgeour
nunca le había caído bien, pero, si ese rumor era verdad, en
el último momento el ministro había intentado protegerlo.

—Los mortífagos registraron La Madriguera de arri-
ba abajo —prosiguió Lupin—. Encontraron al ghoul, pero
no se atrevieron a acercársele mucho. Y luego interroga-
ron a los que quedábamos durante horas; trataban de ob-
tener información sobre ti, Harry, pero naturalmente sólo
los miembros de la Orden sabíamos que habías estado en
la casa.

»A1 mismo tiempo que arruinaban la boda, otros mortí-
fagos allanaban todas las casas del país relacionadas con la
Orden. No hubo víctimas mortales —se apresuró a precisar
anticipándose a la pregunta—, pero emplearon métodos
muy crueles: quemaron la casa de Dedalus Diggle, aunque,
como ya sabéis, él no estaba allí, y utilizaron la maldición
cruciatus contra la familia de Tonks. Querían saber adonde
habías ido después de visitarlos. No obstante, están todos
bien; muy impresionados, desde luego, pero, por lo demás,
bien.

—¿Y los mortífagos lograron superar todos los encanta-
mientos protectores? —preguntó Harry al recordar lo bien
que habían funcionado la noche que se estrelló en el jardín
de los padres de Tonks.

—Considera, Harry, que ahora cuentan con toda la po-
tencia del ministerio —aclaró Lupin—, y tienen permiso
para realizar hechizos brutales sin temor a que los identifi-


quen ni los detengan. Así que lograron traspasar los hechi-
zos defensivos que habíamos puesto para protegernos de
ellos, y una vez dentro no ocultaron a qué habían ido.

—¿Y al menos se han molestado en ofrecer una excusa
por torturar a quienquiera que se haya acercado alguna vez
a Harry? —preguntó Hermione, indignada.

—Bueno... —repuso Lupin. Vaciló un momento y sacó
un ejemplar de El Profeta que llevaba doblado—. Mirad
esto. —Y empujó el periódico sobre la mesa hacia Harry—.
Tarde o temprano te ibas a enterar. Ese es su pretexto para
perseguirte.

Harry alisó el periódico, cuya primera plana incluía
una gran fotografía de su cara, y leyó el titular:

SE BUSCA PARA INTERROGARLO SOBRE
LA MUERTE DE ALBUS DUMBLEDORE

Ron y Hermione prorrumpieron en exclamaciones, ofen-
didos, pero Harry no dijo nada y apartó el periódico; no que-
ría seguir leyendo, porque ya se imaginaba lo que diría.
Sólo los que habían estado presentes en lo alto de la torre
cuando murió Dumbledore sabían quién lo había matado, y,
como Rita Skeeter ya le había explicado al mundo mágico,
a Harry lo habían visto huir de allí momentos después de
que el director de Hogwarts se precipitara al vacío.

—Lo siento, Harry —murmuró Lupin.

—Entonces, ¿los mortífagos también se han apoderado
de El Profeta? —preguntó Hermione, furiosa. Lupin asintió
con la cabeza—. Pero seguro que la gente sabe lo que está
pasando, ¿no?

—El golpe ha sido discreto y prácticamente silencioso
—repuso Lupin—. La versión oficial del asesinato de Scrim-
geour es que ha dimitido; lo ha sustituido Pius Thicknesse,
que está bajo la maldición imperius.

—¿Y por qué Voldemort no se ha proclamado ministro
de Magia? —preguntó Ron.

Lupin se echó a reír antes de contestar:

—Porque no lo necesita, Ron. De hecho, él es el minis-
tro, pero ¿por qué iba a ocupar una mesa en el despacho del
ministerio? Su títere, Thicknesse, se encarga de los asun-
tos cotidianos, y así él tiene libertad para extender su poder
por donde le venga en gana.


»Como es lógico, la gente ha deducido lo que ha pasado,
porque la política del ministerio ha experimentado un cambio
drástico en los últimos días, y muchas personas sospechan
que Voldemort debe de ser el responsable de tal cambio. Sin
embargo, ésa es la clave: sólo lo sospechan. Pero no se atre-
ven a confiar en nadie, porque no saben de quiénes pueden
fiarse y les da miedo expresar sus opiniones, por si sus conje-
turas son ciertas y el ministerio toma represalias contra sus
familias. Sí, Voldemort juega a un juego muy inteligente. Si
se hubiera proclamado ministro, habría podido provocar una
rebelión; en cambio, permaneciendo enmascarado, ha logra-
do sembrar la confusión, la incertidumbre y el temor.

—Y ese cambio drástico de la política del ministerio
—terció Harry— ¿implica prevenir al mundo mágico con-
tra mí en lugar de contra Voldemort?

—Sí, desde luego —confirmó Lupin—, y es un golpe
maestro. Ahora que Dumbledore está muerto, tú, el niño
que sobrevivió, podrías convertirte en el símbolo y el aglu-
tinante del movimiento antiVoldemort. Pero insinuando
que participaste en la muerte del antiguo héroe, el Señor
Tenebroso no sólo le ha puesto precio a tu cabeza, sino que
además ha sembrado la duda y el miedo entre mucha gente
que te habría defendido.

»Entretanto, el ministerio ha empezado a actuar con-
tra los hijos de muggles. —Lupin señaló El Profeta y aña-
dió—: Mirad en la página dos.

Hermione pasó las páginas con la misma expresión de
desagrado que había adoptado cuando tenía en las manos
Los secretos de las artes más oscuras, y leyó en voz alta:

Registro de «hijos de muggles»: el Ministerio de Ma-
gia está llevando a cabo un estudio sobre los que
atienden a esa denominación para entender mejor
cómo llegaron a poseer secretos mágicos.

Una investigación reciente realizada por el De-
partamento de Misterios revela que la magia sólo
puede transmitirse entre magos mediante la re-
producción. Por lo tanto, si no existen antepasados
mágicos comprobados, es posible que los llamados
«hijos de muggles» hayan obtenido sus poderes má-
gicos por medios ilícitos, como el robo o el empleo
de la fuerza.


El ministerio está decidido, pues, a acabar con
esos usurpadores de los poderes mágicos, y a tal fin
ha invitado a todos ellos a presentarse para ser in-
terrogados por la Comisión de Registro de Hijos de
Muggles, de reciente creación.

—La gente no permitirá que esto pase —opinó Ron.

—Ya está pasando —lo desengañó Lupin—. Mientras
nosotros estamos aquí hablando, ya están deteniendo a hi-
jos de muggles.

—Pero ¿cómo van a tener magia «robada»? —se extra-
ñó Ron—. La magia es mental; si pudiera robarse, no ha-
bría squibs, ¿verdad?

—Así es —repuso Lupin—. Pero a menos que demues-
tres que tienes, como mínimo, un pariente cercano mágico,
se considera que has obtenido tus poderes mágicos de for-
ma ilegal y debes ser castigado.

Ron echó un vistazo a Hermione y planteó:

—¿Y qué pasaría si los sangre limpia o los sangre mes-
tiza juran que un hijo de muggles forma parte de su fami-
lia? Porque pienso decirle a todo el mundo que Hermione es
prima mía...

—Gracias, Ron, pero yo no te permitiría... —musitó
ella dándole un apretón de manos.

—No tienes alternativa —replicó él con fiereza, asién-
dole también la mano—. Te enseñaré mi árbol genealógico
para que puedas contestar a cualquier pregunta que te ha-
gan.

—No creo que eso importe mucho —repuso ella soltando
una risita nerviosa—, mientras estemos huyendo con Harry
Potter, la persona más buscada del país, Ron. Si tuviera que
volver al colegio, sería diferente. Por cierto, ¿qué piensa ha-
cer Voldemort con Hogwarts? —le preguntó a Lupin.

—Ahora la asistencia es obligatoria para todos los ma-
gos y las brujas en edad escolar. Lo anunciaron ayer, y eso
también representa un cambio, porque hasta ahora nunca
había sido obligatorio estudiar en Hogwarts. Casi todos los
magos y las brujas de Gran Bretaña se han educado allí,
por supuesto, pero sus padres tenían la posibilidad de ense-
ñarles en casa o enviarlos al extranjero si lo preferían. De
este modo, Voldemort tendrá a toda la población mágica con-
trolada desde edad muy temprana. Y, asimismo, es otra ma-


ñera de evitar que asistan los hijos de muggles, porque, para
matricularse, los alumnos deben presentar un Estatus de
Sangre, un documento que certifica que le han demostrado
al ministerio que son descendientes de magos.

Harry estaba asqueado y furioso. Le daba rabia pensar
que en ese mismo momento unos emocionados niños de
once años estarían estudiando minuciosamente montañas
de libros de hechizos recién comprados, sin saber que nun-
ca llegarían a ver Hogwarts, y quizá tampoco volvieran a
ver a sus familias.

—Es... es... —masculló, buscando las palabras para ex-
presar el horror de sus pensamientos, pero Lupin dijo en
voz baja:

—Lo sé, muchacho, lo sé. —Vaciló un momento y agre-
gó—: Si no puedes confirmármelo, Harry, lo entenderé, pero
la Orden tiene la impresión de que Dumbledore te enco-
mendó una misión.

—Es verdad, y Ron y Hermione también están implica-
dos y me acompañarán.

—¿Puedes decirme en qué consiste esa misión?

Harry le escrutó el rostro, plagado de arrugas prema-
turas y enmarcado por una mata de pelo tupido pero cano-
so, y lamentó no poder dar otra respuesta:

—No, Remus, lo siento. Si no te lo contó Dumbledore,
creo que yo tampoco debo hacerlo.

—Ya me esperaba esa respuesta —dijo Lupin, decepcio-
nado—. Pero yo podría serte útil. Ya sabes qué soy y lo que
puedo hacer, de manera que sería un ventaja que os acompa-
ñara y os proporcionara protección, aunque no haría falta
que me contarais exactamente qué os traéis entre manos.

Harry titubeó. Era una oferta muy tentadora, aunque
no veía claro cómo iban a mantener en secreto su misión si
Lupin estaba siempre con ellos. En cambio, Hermione se
extrañó y dijo:

—Pero ¿y Tonks?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lupin.

—Bueno... ¡estáis casados! ¿Qué opina ella de que cola-
bores con nosotros?

—Tonks no correrá ningún peligro; se quedará en casa
de sus padres.

Había algo raro en la frialdad de Lupin, así como en la
idea de que Tonks se escondiera en la casa paterna, porque


ella, al fin y al cabo, era miembro de la Orden. Harry creía
conocer a la bruja y le sorprendía que no optara por estar
en primera línea.

—¿Va todo bien, Remus? —preguntó Hermione con va-
cilación—. Ya me entiendes, entre tú y...

—Va todo muy bien, gracias —repuso Lupin, cortante.

Hermione se ruborizó. Hubo otra pausa, que los hizo
sentirse incómodos a los cuatro, y entonces Lupin, como si
se viese obligado a reconocer algo desagradable, dijo:

—Tonks va a tener un hijo.

—¡Oh! ¡Qué bien! —exclamó Hermione.

—¡Sí, qué alegría! —corroboró Ron con entusiasmo.

—Enhorabuena —dijo Harry.

Lupin compuso una sonrisa forzada que más bien pa-
recía una mueca, y añadió:

—Entonces... ¿aceptáis mi oferta? ¿Iremos los cuatro
juntos? Estoy seguro de que Dumbledore lo habría aproba-
do; a fin de cuentas, me nombró vuestro profesor de Defen-
sa Contra las Artes Oscuras. Y os advierto que creo que nos
enfrentamos a una magia con la que muchos de nosotros ja-
más nos hemos topado ni llegado a imaginar.

Los tres amigos cruzaron miradas.

—A ver si lo he entendido bien —recapituló Harry—:
¿quieres dejar a Tonks con sus padres y venir con nosotros?

—Allí no corre ningún peligro; sus padres cuidarán de
ella —afirmó Lupin con una determinación rayana en la
indiferencia—. Estoy seguro de que a James le habría gus-
tado que me quedara contigo, Harry.

—Pues yo no —replicó el muchacho—. Yo estoy seguro
de que a mi padre le habría gustado saber por qué no te
quedas con tu hijo.

Lupin palideció, y la temperatura de la cocina pareció
descender unos diez grados. Ron se dedicó a observar la
estancia como si tratara de memorizar todos los detalles,
mientras que Hermione miraba alternativamente a Harry
y Remus.

—Veo que no lo entiendes —dijo Lupin por fin.

—Pues explícamelo.

Lupin tragó saliva y alegó:

—Cometí un grave error al casarme con Tonks. Lo hice
contra lo que me aconsejaba mi instinto, y desde entonces
me he arrepentido mucho.


—Ya —dijo Harry—. Y por eso vas a dejarlos colgados a
ella y al niño y vas a acompañarnos a nosotros, ¿no?

Lupin se levantó de un brinco, derribando la silla en
que estaba sentado, y miró a los tres jóvenes con tanta fie-
reza que Harry vio, por primera vez, la sombra del lobo que
se ocultaba tras aquel rostro humano.

—¿No entiendes lo que les he hecho a mi esposa y a ese
futuro hijo? ¡Nunca debí casarme con ella! ¡La he convertido
en una marginada! —Y le dio una patada a la silla que había
derribado—. ¡Tú sólo me has visto rodeado de miembros de
la Orden, o en Hogwarts, bajo la protección de Dumbledore!
¡Pero no sabes qué piensa la mayoría del mundo mágico de
las criaturas como yo! ¡Los que conocen mi condición apenas
me dirigen la palabra! ¿No te das cuenta de lo que he hecho?
Hasta la familia de Tonks está molesta por nuestra boda.
¿A qué padres les gustaría que su única hija se casara con
un hombre lobo? Y el niño... el niño...

Lupin se mesó unos mechones de cabello con ambas
manos; estaba trastornado.

—¡Los de mi clase no suelen reproducirse! Ese niño se-
rá como yo, estoy seguro. ¿Cómo puedo perdonarme si me
arriesgué a transmitirle mi condición a un niño inocente, a
sabiendas de lo que hacía? ¡Y si, por obra de algún milagro,
el niño no es como yo, estará muchísimo mejor sin un padre
del que se avergonzará toda la vida!

—¡Remus! —susurró Hermione con lágrimas en los
ojos—. No digas eso. ¿Cómo iba a avergonzarse tu hijo de ti?

—No creas, Hermione —intervino Harry—. Yo me aver-
gonzaría. —No sabía de dónde le salía la ira, pero lo había
obligado a levantarse también. Lupin encajó sus palabras
como un bofetón—. Si el nuevo régimen piensa que los hijos
de muggles son inferiores —continuó—, ¿qué le harán a un
semihombre lobo cuyo padre pertenece a la Orden? Mi padre
murió intentando protegernos a mi madre y a mí, de modo
que ¿tú crees que él aprobaría que abandonaras a tu propio
hijo para emprender una aventura con nosotros?

—¿Cómo... cómo te atreves? —replicó Lupin—. Esto no lo
hago movido por ansias de... de peligro ni de gloria personal.
¿Cómo te atreves a insinuar que...?

—Me parece que lo que quieres es demostrar tu coraje
—repuso Harry—. Y opino que te encanta la idea de pasar
a ocupar el puesto de Sirius.


—¡Calla, Harry! —suplicó Hermione, pero él siguió mi-
rando con desprecio el pálido rostro de Lupin.

—Nunca lo habría dicho de ti —le soltó—. El hombre
que me enseñó a combatir a los dementores... ¡convertido
en un cobarde!

Lupin sacudió su varita tan deprisa que Harry apenas
tuvo tiempo de sacar la suya. Se oyó un fuerte estallido y el
chico, como si hubiera recibido un puñetazo, salió despedi-
do hacia atrás y chocó contra la pared de la cocina. Mien-
tras resbalaba hasta el suelo, vio los faldones de la capa de
Lupin desaparecer por la puerta.

—¡Remus! ¡Vuelve, Remus! —gritó Hermione, pero Lu-
pin no contestó. Un instante después oyeron cerrarse la
puerta de la calle—. ¡Harry! —gimoteó—. ¿Cómo has podi-
do...?

—Ha sido fácil. —Se levantó y notó que estaba salién-
dole un chichón en la cabeza, donde se había golpeado con-
tra la pared. Todavía temblaba de rabia—. ¡No me mires
así! —le espetó.

—¡No te metas con ella! —gruñó Ron.

—¡No, no, callaos! ¡No tenemos que pelearnos! —exigió
Hermione interponiéndose entre ambos.

—No debiste hablarle así a Lupin —reprochó Ron a Ha-
rry.

—El se lo ha buscado. —Por la mente le pasaban imá-
genes rápidas e inconexas: Sirius cayendo a través del velo;
Dumbledore herido de muerte, suspendido en el aire; un
destello de luz verde y la voz de su madre suplicando pie-
dad...—. Los padres —sentencie)— no deben abandonar a
sus hijos a menos... a menos que no tengan más remedio.

—Harry —musitó Hermione, y le tendió una mano
para consolarlo, pero él la rechazó y, apartándose, se quedó
mirando el fuego que ella había hecho aparecer en la chi-
menea.

Una vez había hablado con Lupin por aquella chimenea;
en esa ocasión se sentía muy confuso respecto a su padre, y
las tranquilizadoras palabras de Lupin lo habían consolado.
Pero en este momento, el pálido y torturado rostro de Lupin
parecía flotar ante él, y experimentó una repulsiva oleada
de remordimiento. Ni Ron ni Hermione dijeron nada, pero él
estaba seguro de que se miraban, a sus espaldas, comuni-
cándose en silencio.


Se dio la vuelta y los sorprendió apartándose precipita-
damente uno de otro.

—Ya sé que no debí llamarlo cobarde.

—No, no debiste hacerlo —refunfuñó Ron.

—Pero se comporta como tal.

—Aunque así fuera... —intervino Hermione.

—Ya lo sé. Pero si eso hace que vuelva junto a Tonks,
habrá valido la pena, ¿no? —Harry no pudo evitar el deje
de súplica de su voz.

Hermione lo miró con indulgencia y Ron, vacilante. Ha-
rry se miró los pies; pensaba en su padre. ¿Habría defendi-
do James la postura de su hijo, o se habría enfadado por
cómo había tratado a su amigo?

La cocina estaba en silencio, pero casi se oía el zumbido
de
la reciente conmoción y el de los reproches no expresados
de Ron y Hermione. El Profeta que Lupin les había llevado
seguía encima de la mesa, y la cara de Harry contemplaba el
techo desde la primera plana. El chico se aproximó a la mesa
y se sentó. Levantó el periódico, lo abrió al azar y fingió leer.
Pero no lograba concentrarse, porque sólo pensaba en su en-
contronazo con Lupin. Sin duda sus dos amigos, tapados por
el periódico, habían retomado sus silenciosas comunicacio-
nes. Pasó una página, haciendo mucho ruido, y entonces des-
cubrió el nombre de Dumbledore. Tardó unos instantes en
comprender el significado de la fotografía, en la que apare-
cía un retrato de familia. El pie de foto rezaba: «La familia
Dumbledore. De izquierda a derecha, Albus, Percival, con la
recién nacida Ariana en brazos, Kendra y Aberforth.»

Intrigado, examinó la imagen con detenimiento. Perci-
val, el padre de Dumbledore, era un hombre atractivo y sus
ojos parecían brillar incluso en aquella fotografía vieja y
deslucida. La pequeña Ariana era un indefinido bulto no
más largo que una barra de pan. Kendra, la madre, de cabe-
llo negro azabache recogido en un moño alto, tenía un ros-
tro esculpido con cincel y, pese a su vestido de seda de cuello
alto, a Harry le recordó a los indios americanos: ojos oscu-
ros, pómulos prominentes y nariz recta. Albus y Aberforth
lucían sendas chaquetas con cuello de encaje e idénticas me-
lenas cortas; Albus aparentaba ser unos años mayor que su
hermano, pero, por lo demás, los dos niños se parecían bas-
tante, porque la fotografía se había tomado antes de que a
Albus le rompieran la nariz y usara gafas.


Ofrecían el aspecto de una familia feliz y normal que
sonreía con serenidad en el periódico. La pequeña Ariana
tenía un brazo fuera del chai que la envolvía, y de vez en
cuando lo agitaba. Harry leyó el titular del artículo ilustra-
do con esa fotografía:

EXTRACTO DE LA BIOGRAFÍA DE
ALBUS DUMBLEDORE, DE PRÓXIMA APARICIÓN
Rita Skeeter

Harry se dijo que aquel texto no empeoraría mucho
más su estado de ánimo, así que inició la lectura:

La orgullosa y altanera Kendra Dumbledore no so-
portó seguir viviendo en Mould-on-the-Wold des-
pués del arresto y el confinamiento en Azkaban de
su esposo Percival. Por eso decidió llevarse a su
familia de allí y trasladarse a Godric's Hollow, el
pueblo que más tarde se haría famoso por ser el es-
cenario donde Harry Potter se libró —de forma muy
extraña— de Quien-ustedes-saben.

En Godric's Hollow, igual que en Mould-on-
the-Wold, residían muchas familias de magos, pero
como Kendra no conocía a nadie allí, no sería obje-
to de la curiosidad que despertaba el delito de su
esposo, como le había ocurrido en su anterior lugar
de residencia. Sin embargo, rechazó repetidamen-
te las muestras de simpatía de sus nuevos vecinos
magos, y de ese modo pronto se aseguró de que de-
jarían en paz a su familia.

«Me cerró la puerta en las narices cuando fui
a darle la bienvenida llevándole una hornada de
pasteles, con forma de caldero, hechos por mí —re-
cuerda Bathilda Bagshot—. El primer año que vi-
vieron ahí sólo vi a los dos chicos, y no habría sabido
que también existía una niña si, en una ocasión (el
invierno después de su llegada), no hubiera estado
yo recogiendo plangentinas a la luz de la luna y la
hubiera visto salir con Ariana al jardín trasero.
Kendra le hizo dar a la niña una vuelta al jardín,
sujetándola con fuerza por el brazo, y luego se la
llevó dentro. No supe qué pensar.»


Al parecer, Kendra creyó que el traslado a Go-
dric's Hollow era una oportunidad perfecta para
esconder a Ariana de una vez por todas, algo que
probablemente llevaba años planeando. Era el mo-
mento más oportuno. La niña sólo tenía siete años
cuando se la perdió de vista, y, según la mayoría de
los expertos, a esa edad es cuando se habría revela-
do su magia, si la hubiera tenido. Nadie que toda-
vía viva recuerda que Ariana mostrara jamás la
más leve señal de poseer aptitudes mágicas. Por
tanto, parece evidente que Kendra decidió ocultar
la existencia de su hija para no sufrir la vergüenza
de reconocer que había alumbrado a una squib.
Alejarse de los amigos y los vecinos que conocían a
Ariana facilitaría mucho su confinamiento, por su-
puesto. Y podía confiar en que las pocas personas
que a partir de entonces conocieran la existencia
de la niña guardarían el secreto, incluidos sus dos
hermanos; ellos desviaban las preguntas inoportu-
nas con la respuesta que les había enseñado su
madre: «Mi hermana está demasiado débil para ir
al colegio.»

La próxima semana: «Albus Dumbledore en Hog-
warts: los premios y las falsedades.»

Harry se había equivocado: el extracto de la obra de Rita
Skeeter que acababa de leer le hizo sentirse peor. Volvió a
mirar la fotografía de la familia aparentemente feliz. ¿Era
verdad lo que había leído? ¿Cómo lo averiguaría? Quería ir
a Godric's Hollow, aunque Bathilda no estuviera en condi-
ciones de explicarle nada, y quería visitar el lugar donde
Dumbledore y él habían perdido a sus seres queridos. Cuan-
do estaba a punto de bajar el periódico para pedirles su opi-
nión a Ron y Hermione, un «¡crac!» ensordecedor resonó en
la cocina.

Por primera vez en tres días, Harry se había olvidado
por completo de Kreacher. Al principio pensó que Lupin ha-
bía vuelto a irrumpir en la habitación, pero no entendía
qué era la maraña de agitadas extremidades que había
aparecido de la nada justo al lado de su silla. Se puso rápi-
damente en pie al mismo tiempo que Kreacher se desenre-


daba y, haciendo una reverencia a Harry anunciaba con su
ronca voz:

—Kreacher ha vuelto con el ladrón Mundungus Flet-
cher, mi amo.
Mundungus se levantó con dificultad y sacó su varita;
pero Hermione fue más rápida que él y gritó:
—¡Expelliarmus!

La varita mágica de Mundungus saltó por los aires y
ella la atrapó. Mundungus, despavorido, echó a correr ha-
cia la escalera; sin embargo, Ron le hizo un placaje y lo de-
rribó sobre el suelo de piedra con un amortiguado crujido.

—Pero ¿qué pasa aquí? —bramó retorciéndose para sol-
tarse de los brazos de Ron—. ¿Qué he hecho? ¿Por qué en-
viáis a un maldito elfo doméstico a buscarme? ¿A qué jugáis?
¿Qué he hecho? ¡Suéltame! ¡Suéltame o...!

—No estás en posición de amenazarnos —dijo Harry.
Apartó el periódico, cruzó la cocina en pocas zancadas y se
arrodilló al lado de Mundungus, que dejó de forcejear y lo
miró aterrado.

Ron se levantó jadeando y observó cómo Harry apunta-
ba su varita a la nariz de Mundungus. Este apestaba a su-
dor y humo de tabaco; tenía el pelo enmarañado y la túnica
manchada.

—Kreacher pide disculpas por el retraso en traer al la-
drón, mi amo. Fletcher sabe cómo evitar que lo capturen,
tiene muchos escondrijos y muchos cómplices. Sin embar-
go, al fin Kreacher consiguió acorralar al ladrón.

—Lo has hecho muy bien —lo felicitó Harry, y el elfo
hizo una reverencia—. Bien, tenemos varias preguntas que
hacerte —le dijo a Mundungus, que se apresuró a farfullar:

—Me entró pánico, ¿vale? Yo no quería ir, lo dije desde el
principio; no te ofendas, chico, pero nunca me ofrecí como vo-
luntario para morir por ti, y el maldito Quien-tú-sabes venía
volando hacia mí... cualquiera se habría largado. Ya advertí
que no quería hacerlo...

—Para que te enteres, nadie más se desapareció —le
informó Hermione.

—Bueno, pues sois una pandilla de malditos héroes,
¿vale?, pero yo nunca dije que estuviera dispuesto a dar la
vida por...

—No nos interesa saber por qué dejaste plantado a
Ojoloco —lo interrumpió Harry, y le acercó un poco más la


varita a los ojos, con bolsas e inyectados en sangre—. Ya sa-
bíamos que eras un canalla y que no se podía confiar en ti.

—Entonces, ¿por qué demonios me ha traído aquí ese
elfo doméstico? ¿Es otra vez por lo de las copas ésas? No me
queda ni una; si las tuviera os las daría...

—No, no se trata de las copas, pero te estás acercando
—dijo Harry—. Y ahora calla y escucha.

Era maravilloso tener algo que hacer, alguien a quien
poder extraerle una pequeña parte de la verdad. La varita
de Harry estaba tan cerca de la nariz de Mundungus que
éste se había puesto bizco intentando no perderla de vista.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de
valor... —empezó Harry, pero Mundungus volvió a interrum-
pirlo:

—Sirius nunca le dio ningún valor a la chatarra que...

Hubo un correteo, un destello de cobre, un resonante
golpazo y un chillido de dolor: Kreacher se había abalanzado
sobre Mundungus para golpearle la cabeza con una sartén.

—¡Sacádmelo de encima! ¡Sacádmelo! ¡Este bicho ten-
dría que estar encerrado! —vociferó Mundungus cubrién-
dose la cabeza con ambos brazos al ver que el elfo volvía a
levantar la enorme sartén.

—¡Kreacher, no lo hagas! —ordenó Harry.

Los delgados brazos de Kreacher temblaban bajo el
peso de la sartén que sostenía en alto.

—Una vez más, amo Harry, por si acaso.

Ron se echó a reír.

—Nos interesa que esté consciente, Kreacher, pero si
necesita que se le persuada un poco, podrás hacer los hono-
res —prometió Harry.

—Gracias, amo —replicó el elfo inclinando la cabeza;
se retiró un poco y se quedó a escasa distancia vigilando a
Mundungus con sus enormes y pálidos ojos, cargados de
odio.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de
valor que encontraste —volvió a decir Harry—, cogiste unas
cosas que estaban en el armario de la cocina. Entre ellas
había un guardapelo... —De pronto se le secó la boca y tam-
bién notó la tensión y la emoción de Ron y Hermione—.
¿Qué hiciste con él?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tiene algún valor?

—¡Todavía lo tienes! —acusó Hermione.


—No, ya no lo tiene —dijo Ron con astucia—. Se está
preguntando si habría podido pedir más dinero por él.

—¿Más dinero? —se extrañó Mundungus—. Eso no ha-
bría sido difícil, porque puede decirse que lo regalé. No tuve
alternativa.

—¿Qué quieres decir?

—Estaba vendiendo en el callejón Diagon cuando una
tipa se me acercó y me preguntó si tenía permiso para co-
merciar con artilugios mágicos. Una fisgona asquerosa.
Quería multarme, pero le gustó el guardapelo y me dijo que
se lo quedaba y que por esa vez me perdonaba, y... y que po-
día considerarme afortunado.

—¿Quién era? —preguntó Harry.

—No lo sé, una arpía del ministerio. —Caviló un mo-
mento, frunciendo el entrecejo, y añadió—. Era bajita y lle-
vaba un lazo en la cabeza. Ah, y tenía cara de sapo.

Harry bajó la varita y, sin querer, golpeó a Mundungus
en la nariz. Saltaron unas chispas rojas que le prendieron
fuego a las cejas.

—¡Aguamenti! —gritó Hermione, y un chorro de agua
salió del extremo de su varita y roció a Mundungus, que,
atragantándose, se puso a farfullar como un enloquecido.

Harry alzó la vista y percibió su propia sorpresa refle-
jada en las caras de sus amigos, al tiempo que notaba un
hormigueo en las cicatrices del dorso de la mano derecha.

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