El portazo de la puerta de entrada resonó en el piso de arriba
y una voz gritó:
—¡Eh, tú!
Como hacía dieciséis años que lo llamaban así cuando
querían hablar con él, Harry no tuvo ninguna duda de que
su tío lo requería; con todo, no respondió inmediatamente.
Siguió contemplando el fragmento de espejo en que, por una
milésima de segundo, le había parecido ver un ojo de Dum-
bledore. Sólo cuando su tío bramó «¡MUCHACHO!», se levantó
poco a poco y fue hacia la puerta de su dormitorio, detenién-
dose para meter el trozo de espejo roto en la mochila, donde
había guardado las otras cosas que deseaba llevarse.
—Te ha costado, ¿eh? —rugió Vernon Dursley cuando
el muchacho apareció en lo alto de la escalera—. Ven aquí,
quiero hablar contigo.
Bajó despacio los escalones, con las manos en los bolsi-
llos de los vaqueros. Cuando llegó al salón, vio que los tres
Dursley se hallaban allí. Iban vestidos como si fueran a
marcharse de viaje: tío Vernon llevaba una cazadora beis
con cremallera; tía Petunia, una pulcra chaqueta de color
salmón, y Dudley, su corpulento, rubio y musculoso primo,
la cazadora de piel.
—¿Qué ocurre? —preguntó Harry.
—¡Siéntate! —ordenó tío Vernon, y su sobrino enarcó
las cejas—. Por favor —añadió e hizo una mueca, como si
esas dos palabras le lastimaran la garganta.
Harry se sentó; creía saber lo que iba a pasar. Su tío em-
pezó a pasearse por el salón; tía Petunia y Dudley seguían
sus movimientos con expresión de angustia. Por fin Vernon
Dursley, cuya enorme y morada cara se contraía en un gesto
de concentración, se detuvo delante del muchacho y anun-
ció:
—He cambiado de idea.
—Qué sorpresa —replicó Harry.
—No permitas que te hable con ese tono... —chilló tía
Petunia, pero su esposo la acalló con un ademán.
—Todo esto es un cuento chino —continuó Vernon, ful-
minando al muchacho con sus ojillos porcinos—. He decidi-
do que no me creo ni una sola palabra. Nos quedamos aquí;
no vamos a ninguna parte.
Harry sintió una mezcla de regodeo y exasperación.
Vernon Dursley llevaba cuatro semanas cambiando de idea
cada veinticuatro horas: cargaba el coche, lo descargaba y
volvía a cargarlo cada vez que alteraba sus planes. El mo-
mento más divertido para Harry había sido cuando su tío,
que no sabía que Dudley había puesto las pesas en su maleta
después de la última vez que su padre descargara el coche,
intentó levantarla para meterla en el maletero y se cayó de
golpe; había soltado una buena retahila de gritos e impro-
perios.
—Según tú —prosiguió Vernon, reiniciando sus pa-
seos por el salón—, Petunia, Dudley y yo estamos amena-
zados por... por...
—Algunos «de los míos», sí —afirmó Harry.
—Pues no te creo —le espetó su tío, y volvió a detenerse
delante de él—. Me he pasado la noche en vela dándole vuel-
tas, y opino que es una estratagema para quedarte la casa.
—¿La casa, dices? —repitió Harry—. ¿Qué casa?
—¡Esta casa! —chilló Vernon, y la vena de la frente le
latió—. ¡Nuestra casa! En este barrio, el precio de la vivien-
da se está disparando. Lo que quieres es quitarnos de en
medio para poder hacer tus trapícheos y antes de que nos
demos cuenta la escritura esté a tu nombre y...
—¿Te has vuelto loco? —replicó Harry—. ¿Una estrata-
gema para quedarme esta casa? ¿De verdad eres tan estúpi-
do como pareces?
—¡Cómo te atreves! —saltó tía Petunia, pero Vernon la
hizo callar de nuevo con un ademán. Al parecer, el escarnio
de su aspecto personal no era nada comparado con el peli-
gro que había detectado.
—Por si no te acuerdas —dijo Harry—, yo ya tengo una
casa: la que me dejó mi padrino. ¿Para qué iba a querer
ésta? ¿Por los recuerdos felices?
Se produjo un silencio y Harry creyó que había impre-
sionado a su tío con ese razonamiento.
—Dices que ese lord como se llame... —retomó Vernon
su argumentación.
—Voldemort —aclaró su sobrino, impaciente—, y ya he-
mos hablado de esto cientos de veces. Y no lo digo yo: es la
verdad; Dumbledore te lo explicó el año pasado, y Kingsley
y el señor Weasley...
Vernon Dursley encorvó los hombros, furioso, y Harry
dedujo que intentaba ahuyentar los recuerdos de la inespe-
rada visita, recién empezadas sus vacaciones de verano, de
dos magos. En efecto, cuando abrieron la puerta y vieron a
Kingsley Shacklebolt y Arthur Weasley, los Dursley se ha-
bían llevado una desagradable sorpresa. Pero Harry reco-
nocía que, dado que en una ocasión el señor Weasley había
destrozado la mitad del salón de aquella casa, era lógico
que su reaparición no causara demasiado placer a tío Ver-
non.
—... Kingsley y el señor Weasley también te lo explica-
ron —repitió Harry, implacable—. En cuanto cumpla dieci-
siete años, el encantamiento protector que me mantiene a
salvo se romperá, y eso os expondrá al peligro tanto como
a mí. La Orden está segura de que Voldemort vendrá por
vosotros, ya sea para torturaros e intentar averiguar mi
paradero, o porque crea que si os toma como rehenes yo vol-
veré para rescataros.
Las miradas de tío y sobrino se cruzaron, y Harry tuvo
la certeza de que en ese instante ambos se preguntaban lo
mismo. Entonces Vernon arrancó de nuevo a pasearse y el
muchacho continuó:
—Tenéis que esconderos, y la Orden quiere ayudaros.
Os están ofreciendo una protección excelente, la mejor que
puede haber.
Su tío no dijo nada y siguió dando vueltas por el salón.
Kuera, el sol estaba a punto de ocultarse detrás de los setos
de alheña y el cortacésped del vecino volvió a calarse.
—Pero ¿no existe un Ministerio de Magia? —preguntó
de pronto Vernon Dursley.
—Sí, claro que sí —contestó Harry, sorprendido.
—Pues entonces, ¿por qué no nos protege el tal minis-
terio? Me parece a mí que, como víctimas inocentes que so-
mos, cuyo único delito ha sido hospedar a un individuo
fichado, deberíamos tener derecho a recibir protección del
Gobierno.
Harry no logró contener la risa. Era típico de su tío de-
positar sus esperanzas en el Gobierno, incluso en el de ese
mundo que tanto despreciaba y del que tanto desconfiaba.
—Ya oíste lo que dijeron el señor Weasley y Kingsley
—repuso—. Creemos que se han infiltrado en el ministerio.
Vernon fue hasta la chimenea y regresó; respiraba tan
hondo que se le movía el espeso bigote negro, y todavía te-
nía la cara morada por el esfuerzo de concentración.
—Está bien —dijo deteniéndose una vez más frente a
su sobrino—. Está bien, pongamos por caso que aceptamos
esa protección, pero sigo sin entender por qué no pueden
asignarnos a ese tal Kingsley.
Harry se esforzó por no poner los ojos en blanco. Esa
pregunta se la habían formulado muchas veces.
—Como ya te he dicho —respondió apretando los dien-
tes—, Kingsley se encarga de proteger al ministro mug...
quiero decir, a vuestro primer ministro.
—¡Exacto! ¡Porque es el mejor! —bramó tío Vernon se-
ñalando la pantalla del televisor. Los Dursley habían visto
a Kingsley en el telediario, caminando discretamente de-
trás del primer ministro muggle mientras éste visitaba un
hospital. Esa imagen, y el hecho de que Kingsley tuviera
una habilidad especial para vestirse como un muggle, por
no mencionar el efecto tranquilizador de su grave y pausa-
da voz, consiguió que los Dursley confiaran en él como ja-
más habían confiado en ningún mago, aunque era cierto
que nunca lo habían visto con el pendiente puesto.
—Sí, pero resulta que él está ocupado —aclaró Ha-
rry—. Y Hestia Jones y Dedalus Diggle están perfectamen-
te capacitados para realizar este trabajo.
—Si al menos hubiéramos leído sus currículos... —re-
zongó Vernon.
Entonces Harry perdió la paciencia. Se levantó y se
aproximó a su tío señalando el televisor.
—Esos accidentes (aviones estrellados, explosiones, des-
carrilamientos), así como cualquier otra desgracia que haya
sucedido desde que vimos las últimas noticias, no son acci-
(lentes. Está desapareciendo y muriendo gente, y Volde-
mort se encuentra detrás de todo esto. Ya te lo he dicho cien
veces: Voldemort mata muggles por pura diversión. Hasta
La niebla está producida por los dementores, y si no te acuer-
das de quiénes son, pregúntaselo a tu hijo.
Dudley levantó automáticamente ambas manos y se
tapó la boca. Sus padres y Harry lo miraron; el chico bajó
lentamente las manos y preguntó:
—¿Hay... hay más?
—¿Más qué? —rió Harry—. ¿Quieres decir más demen-
tores, aparte de los dos que nos atacaron? Pues claro que hay
más, cientos de ellos, quizá miles a estas alturas, porque se
alimentan del miedo y la desesperanza.
—Está bien, está bien —bramó Vernon Dursley—. Ya
has dicho lo que querías decir...
—Eso espero, porque cuando cumpla diecisiete años to-
dos ellos, los mortífagos, los dementores, quizá incluso los
inferí, que son cadáveres embrujados por magos tenebro-
sos, podrán salir en vuestra busca, os encontrarán y ataca-
rán. Y si te acuerdas de la última vez que intentaste huir de
un mago, creo que me concederás que necesitáis ayuda.
Hubo un breve silencio durante el cual el lejano eco de
los golpes de Hagrid en una puerta de madera resonó como
si no hubieran pasado los años. Tía Petunia miraba a su es-
poso, y Dudley, a Harry. Por fin el señor Dursley dijo:
—¿Y qué pasará con mi trabajo? ¿Y el colegio de Dud-
ley? Supongo que esas cosas no les importan a un puñado
de magos holgazanes...
—¿Es que no lo entiendes? —le espetó Harry—. ¡Os tor-
turarán y matarán como hicieron con mis padres!
—Papá... —terció Dudley—. Papá, yo me voy con la Or-
den ésa.
—Por primera vez en tu vida dices algo con sentido co-
mún, Dudley —afirmó Harry, ahora seguro de que la batalla
estaba ganada. Si Dudley estaba lo bastante asustado para
aceptar la ayuda de la Orden, sus padres lo acompañarían,
porque nunca se plantearían separarse de su cachorrillo.
Miró el reloj de sobremesa que había en la repisa de la chi-
menea—. Llegarán dentro de cinco minutos —anunció, y
como nadie dijo nada, salió de la habitación.
La perspectiva de separarse —seguramente para siem-
pre— de sus tíos y su primo le producía una alegría consi-
derable, pero en la casa reinaba una atmósfera un tanto
violenta, ya que... ¿qué se dicen para despedirse las perso-
nas que llevan dieciséis años detestándose?
Una vez en su dormitorio, Harry repasó el contenido
de su mochila y luego metió entre los barrotes de la jaula de
Hedwig un par de chucherías lechuciles que cayeron con
un ruidito sordo, pero la lechuza las desdeñó olímpicamen-
te.
—No tardaremos en irnos —le dijo—. Y entonces po-
drás volver a volar.
De repente, sonó el timbre de la puerta. Harry vaciló
un momento, pero salió de su habitación y bajó la escalera;
era excesivo pretender que Hestia y Dedalus se las arregla-
ran solos con los Dursley
—¡Harry Potter! —chilló una emocionada voz en cuanto
el muchacho abrió la puerta; un individuo bajito con som-
brero de copa color malva le hizo una profunda reveren-
cia—. ¡Es un gran honor, como siempre!
—Gracias, Dedalus —repuso Harry dirigiéndole una
tímida y embarazosa sonrisa a la morena Hestia—. Os agra-
dezco que hagáis esto. Mirad, aquí están: mis tíos y mi pri-
mo...
—¡Buenas tardes, parientes de Harry Potter! —saludó
Dedalus alegremente al entrar con decisión en el salón.
A los Dursley no les gustó nada ese tratamiento, y Ha-
rry temió que volvieran a cambiar de idea. Al ver al mago y
la bruja, Dudley se acercó más a su madre.
—Veo que ya están listos para marchar. ¡Excelente! El
plan, como les ha explicado Harry, es muy sencillo —dijo
Dedalus mientras examinaba el enorme reloj que se sacó
del bolsillo—. Nos iremos antes que Harry. Debido al peli-
gro que conlleva emplear la magia en esta casa (puesto que
el muchacho todavía es menor de edad, si lo hiciéramos el
ministerio tendría una excusa para apresarlo), cogeremos
el coche y nos alejaremos unos quince kilómetros; luego nos
desapareceremos e iremos al lugar seguro que hemos elegi-
do para ustedes. Supongo que sabe conducir, ¿verdad? —le
preguntó a tío Vernon.
—¿Si sé condu...? ¡Pues claro que sé conducir! —farfu-
lló Vernon.
—Es usted muy inteligente, señor, muy inteligente. Re-
conozco que yo me haría un lío tremendo con todos esos bo-
tones y palancas —declaró Dedalus. Era evidente que creía
estar halagando a Vernon Dursley, pero éste iba perdiendo
confianza en el plan a cada palabra que pronunciaba el
mago.
—Ni siquiera sabe conducir —masculló, y el bigote se
le agitó con indignación, pero por suerte ni Dedalus ni Hes-
tia lo oyeron.
—Tú, Harry —continuó el mago—, esperarás aquí has-
ta que llegue tu escolta. Ha habido un pequeño cambio de
planes...
—¿Qué quieres decir? —saltó el chico—. Yo creía que iba
a venir Ojoloco y me llevaría mediante la Aparición Con-
junta.
—No ha podido ser —intervino Hestia, lacónica—. Ya
te lo explicará él mismo.
Los Dursley, que escuchaban la conversación con cara
de no entender nada, dieron un respingo cuando una fuerte
voz chilló: «¡Daos prisa!» Harry recorrió la habitación con la
mirada hasta que comprendió que la voz había salido del
reloj de bolsillo de Dedalus.
—Sí, es cierto; estamos operando con un margen de
tiempo muy ajustado —aclaró el mago asintiendo a su reloj
y guardándoselo en el bolsillo del chaleco—. Intentaremos
que tu salida de la casa coincida con la desaparición de tu
familia, Harry; de ese modo, el encantamiento se romperá
en el preciso instante en que todos vayáis hacia un lugar se-
guro. —Se dio la vuelta hacia los Dursley y añadió—: Bueno,
¿estamos listos para partir?
Nadie le contestó: tío Vernon seguía contemplando, ho-
rrorizado, el abultado bolsillo del chaleco del mago.
—Quizá deberíamos esperar en el recibidor, Dedalus
—murmuró Hestia, creyendo que demostrarían muy poco
tacto si se quedaban en el salón mientras Harry y los Durs-
ley intercambiaban afectuosas y quizá emotivas palabras
de despedida.
—No hace falta —murmuró Harry, pero su tío zanjó la
situación diciendo en voz alta:
—Bueno, chico, pues adiós.
Vernon Dursley levantó el brazo derecho para estre-
charle la mano, pero en el último momento debió de sentir-
se incapaz de ello, porque cerró la mano y balanceó el brazo
adelante y atrás como si fuera un metrónomo.
—¿Listo, Diddy? —preguntó tía Petunia comprobando,
nerviosa, el cierre de su bolso para no tener que mirar a Ha-
rry.
Dudley no contestó, pero se quedó allí plantado con la
boca entreabierta, y Harry se acordó de Grawp, el gigante.
—Pues... ¡nos vamos! —anunció tío Vernon, y ya había
llegado a la puerta del salón cuando su hijo masculló:
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes, Peoncita? —preguntó
tía Petunia mirándolo con extrañeza.
Dudley levantó una mano, enorme como un jamón, y
señalando a Harry preguntó:
—¿Por qué no viene con nosotros?
Sus padres se quedaron paralizados, mirándolo como
si acabara de expresar el deseo de ser bailarina.
—¿Qué dices? —tronó Vernon.
—¿Por qué él no viene con nosotros?
—Pues... porque no quiere —repuso Vernon; se dio la
vuelta, fulminó a Harry con la mirada y añadió—: No quie-
res venir, ¿verdad que no?
—No, claro que no.
—¿Lo ves? —le dijo Vernon a su hijo—. Y ahora, vamo-
nos.
Vernon Dursley salió al recibidor y oyeron cómo se abría
la puerta de entrada, pero Dudley no se movió; tras dar
unos pasos vacilantes, tía Petunia se detuvo también.
—Y ahora ¿qué pasa? —gruñó su marido, y volvió a plan-
tarse en el umbral.
Al parecer, Dudley lidiaba con conceptos demasiado di-
fíciles para expresarlos con palabras. Tras unos momentos
de dolorosa lucha interna, cuestionó:
—Pero ¿adonde va a ir?
Los tíos de Harry se miraron, de pronto asustados por
la pregunta de Dudley. Hestia Jones interrumpió el silen-
cio.
—Pero... ustedes saben adonde irá su sobrino, ¿verdad?
—preguntó desconcertada.
—Claro que lo sabemos —contestó Vernon Dursley—.
Se va con los de su calaña, ¿no? Métete en el coche, Dudley;
ya has oído a ese hombre: tenemos prisa.
Y volvió a ir hasta la puerta de entrada, pero su hijo no
lo siguió.
—¿Ha dicho que se va con los de su calaña? —Hestia
estaba escandalizada.
Harry ya había vivido otras veces esa reacción, pero los
magos y las brujas no entendían que los parientes más pró-
ximos del famoso Harry Potter se interesaran tan poco por
él.
—No pasa nada —la tranquilizó Harry—. No importa,
en serio.
—¿Que no importa? —repitió Hestia elevando la voz ame-
nazadoramente—. ¿Es que esta gente no se da cuenta de lo
que has llegado a sufrir, ni del peligro que has corrido, ni de
la excepcional posición que ocupas en el seno del movi-
miento antiVoldemort?
—Pues... no, la verdad es que no. Ellos creen que lo úni-
co que hago es ocupar espacio, pero estoy acostumbrado a...
—Yo no creo que lo único que hagas sea ocupar espacio.
Si Harry no hubiera visto cómo Dudley movía los labios,
quizá no lo habría creído. Miró a su primo unos segundos an-
tes de aceptar que era él quien había hablado, porque, para
empezar, Dudley se había sonrojado. Harry se quedó abo-
chornado y atónito.
—Bien... eh... gracias, Dudley.
Una vez más dio la impresión de que Dudley lidiaba
con pensamientos demasiado complicados para expresar,
hasta que logró balbucear:
—Tú me salvaste la vida.
—No exactamente —repuso Harry—. Lo que te hubie-
ra quitado aquel dementor habría sido el alma...
Miró con curiosidad a su primo. Durante ese verano y
el anterior apenas se habían relacionado, porque Harry ha-
bía pasado poco tiempo en Privet Drive y casi siempre se
encerraba en su habitación. Sin embargo, entonces com-
prendió que la taza de té frío con que había tropezado esa
mañana no era ninguna broma. Aunque estaba emociona-
do, le alivió que Dudley hubiera agotado su capacidad de
manifestar sus sentimientos. Tras despegar los labios un
par de veces más, su primo, rojo como un tomate, decidió
guardar silencio.
Tía Petunia rompió a llorar. Hestia Jones le dirigió una
mirada de comprensión que se transformó en indignación
al ver que la mujer corría a abrazar a Dudley en lugar de a
Harry.
—¡Qué tierno eres, Dudders! —sollozó Petunia hundien-
do la cabeza en el inmenso pecho de su hijo—. ¡Qué chico tan
encantador! ¡Mira que darle las gracias...!
—¡Pero si no le ha dado las gracias! —protestó Hestia,
ofendida—. ¡Sólo ha dicho que no creía que Harry únicamen-
te ocupara espacio!
—Ya, pero viniendo de Dudley, eso es como decir «te
quiero» —aclaró Harry, que se debatía entre el fastidio y las
ganas de echarse a reír, mientras su tía seguía abrazando a
Dudley como si éste acabara de salvar a su primo de un edi-
ficio en llamas.
—¿Nos vamos o no? —rugió tío Vernon, que había rea-
parecido en el umbral del salón—. ¡Creía que tenían un mar-
gen de tiempo muy ajustado!
—Sí, es verdad —confirmó Dedalus Diggle, que había
observado la escena con aire de desconcierto. Tras recobrar
la compostura, añadió—: Tenemos que irnos. Harry... —De-
cidido, fue hacia el muchacho y le estrechó la mano enérgica-
mente—. Buena suerte. Espero que volvamos a vernos. Todas
las esperanzas del mundo mágico están puestas en ti.
—¡Ah, vale! Gracias.
—Adiós, Harry —se despidió Hestia, y también le es-
trechó la mano—. Pensaremos en ti.
—Espero que todo salga bien —repuso el muchacho mi-
rando de soslayo a tía Petunia y Dudley.
—Sí, estoy seguro de que acabaremos siendo íntimos
amigos —vaticinó el mago alegremente, y al salir de la ha-
bitación agitó su sombrero. Hestia lo siguió.
Dudley se soltó con cuidado del abrazo de su madre, se
aproximó a Harry, que tuvo que dominar el impulso de ame-
nazarlo con magia, y le tendió una manaza rosada.
—Caray, Dudley —exclamó Harry mientras tía Petu-
nia sollozaba con renovado ímpetu—, ¿estás seguro de que
los dementores no te metieron dentro otra personalidad?
—No lo sé —farfulló el chico—. Hasta otra, Harry.
—Ya... —Harry le cogió la mano y se la estrechó—. Pue-
de ser. Cuídate, Big D.
Dudley casi compuso una sonrisa y salió de la habita-
ción con andares torpes. Harry oyó sus fuertes pisadas por
el camino de grava y cómo se cerraba la puerta del coche.
Tía Petunia, que tenía la cara hundida en un pañuelo,
alzó la cabeza al oír el ruido. Al parecer no había previsto
quedarse a solas con su sobrino, de modo que se guardó pre-
cipitadamente el pañuelo húmedo en el bolsillo y dijo:
—Bueno, adiós. —Y caminó hacia la puerta sin mirarlo.
—Adiós —repuso Harry.
Ella se detuvo y se dio la vuelta. Por un instante Harry
creyó que quería decirle algo, porque le lanzó una extraña
y trémula mirada y despegó los labios; pero entonces hizo
un gesto brusco con la cabeza y salió presurosa de la habi-
tación tras los pasos de su esposo y su hijo.
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