miércoles, 21 de marzo de 2018

Capitulo 9. Un sitio donde esconderse

Fueron momentos muy confusos, de una extraña lentitud.
Harry y Hermione se levantaron y sacaron sus varitas má-
gicas. Muchos magos y brujas se iban percatando de que
había pasado algo raro; algunos todavía no habían aparta-
do la vista de donde poco antes se había esfumado el felino
plateado. El silencio se propagaba en fríos círculos concén-
tricos desde el punto en que se había posado el patronus.
Entonces alguien gritó y cundió el pánico.

Harry y Hermione se lanzaron hacia la atemorizada mul-
titud. Los invitados corrían en todas direcciones y muchos se
desaparecían. Los sortilegios protectores que defendían La
Madriguera se habían roto.

—¡Ron! —chilló Hermione—. ¿Dónde estás, Ron?

Se abrieron paso a empujones por la pista de baile, y Ha-
rry vio que entre el gentío aparecían figuras con capa y más-
cara; entonces distinguió a Lupin y Tonks blandiendo sus
varitas, y los oyó gritar: «¡Protego!», un grito que resonó por
todas partes.

—¡Ron! ¡Ron! —vociferaba Hermione, casi sollozando,
mientras los aterrados invitados los zarandeaban.

Harry la cogió de la mano para impedir que los separa-
ran, y en ese instante un rayo de luz pasó zumbando por
encima de sus cabezas; él no supo si se trataba de un encan-
tamiento protector o de algo más siniestro...

De pronto apareció Ron. Cogió por el otro brazo a Her-
mione y Harry notó cómo ella giraba sobre sí misma; no se
veía ni se oía nada: alrededor todo estaba oscuro, lo único
que notaba era la mano de Hermione, que apretaba la suya,


mientras los tres surcaban el espacio y el tiempo alejándo-
se de La Madriguera, de los mortífagos que se cernían so-
bre ellos y quizá del propio Voldemort.

—¿Dónde estamos? —se oyó la voz de Ron.

Harry abrió los ojos. Por un instante creyó que no ha-
bían salido de la carpa, porque seguían rodeados de gente.

—En Tottenham Court Road —resolló Hermione—. Se-
guid caminando. Hemos de encontrar un sitio donde podáis
cambiaros.

De modo que, bajo un cielo estrellado, echaron a andar
—y a ratos corrieron— por una calle ancha y oscura, reple-
ta de trasnochadores; las tiendas en ambas aceras estaban
cerradas. Un autobús de dos pisos pasó rugiendo y un gru-
po de gente que salía de un pub miró a los tres jóvenes con
extrañeza, porque Harry y Ron todavía llevaban las túni-
cas de gala.

—No tenemos nada que ponernos, Hermione —dijo Ron
cuando una chica se echó a reír al fijarse en su atuendo.

—¡Qué descuido no haber traído la capa invisible! —se
lamentó Harry—. El año pasado la llevaba siempre conmi-
go, y...

—Tranquilo, tengo tu capa. Y también he traído ropa
para los dos —dijo Hermione—. Procurad disimular hasta
que... Sí, ahí mismo.

Los guió por una calle secundaria hasta un oscuro ca-
llejón.

—Dices que tienes la capa y ropa, pero... —musitó Ha-
rry mirando ceñudo a Hermione, que sólo llevaba el bolsito
bordado con cuentas, en el que se había puesto a rebus-
car.

—Sí, sí, aquí están —afirmó ella y, para gran asombro
de ambos chicos, sacó del bolsito unos vaqueros, una cami-
seta, unos calcetines granates y, por último, la capa invisi-
ble.

—Pero ¿cómo diantre...?

—Encantamiento de extensión indetectable —recitó
Hermione—. Dificilillo, pero creo que lo he hecho bien. Bue-
no, el caso es que conseguí meter aquí dentro todo lo que ne-
cesitábamos. —Y le dio una pequeña sacudida al bolsito, de
aspecto frágil; varios objetos pesados rodaron en su interior
y se oyó un eco, como el que habría resonado en la bodega
de un carguero—. ¡Ay, porras! Eso son los libros —musitó


mirando dentro—, y los había ordenado todos por temas.
Bueno... Harry, será mejor que cojas la capa invisible. Ron,
date prisa y cambíate.

—¿Cuándo has hecho todo esto? —preguntó Harry mien-
tras Ron se quitaba la túnica.

—Ya os lo dije en La Madriguera. Hacía días que tenía
preparado lo imprescindible, por si había que salir huyen-
do. Esta mañana, después de que te cambiaras, cogí tu mo-
chila, Harry, y la metí aquí. Tenía el presentimiento...

—Eres increíble, de verdad —se admiró Ron. Dobló su
túnica y se la dio.

—Gracias —contestó ella y, esbozando una sonrisa, me-
tió la túnica en el bolso—. ¡Por favor, Harry, ponte la capa!

El se echó la capa invisible sobre los hombros, se tapó
la cabeza y desapareció al instante. Apenas empezaba a en-
tender qué había pasado.

—Pero los demás... toda la gente que estaba en la bo-
da...

—Ahora no podemos preocuparnos por ellos —susurró
Hermione—. Es a ti a quien buscan, Harry, y si volvemos, lo
único que conseguiremos será exponerlos aún más al peli-
gro.

—Tiene razón —coincidió Ron, sabiendo que su amigo
intentaría discutir, aunque no le veía la cara—. Casi toda la
Orden estaba allí; ellos se encargarán de protegerlos.

Harry asintió con la cabeza, aunque al reparar en que
sus amigos no lo veían, dijo:

—Está bien, de acuerdo.

Pero pensó en Ginny, y el miedo le borboteó como un
ácido en el estómago.

—¡Vamos! Debemos ponernos en marcha —instó Her-
mione.

Volvieron por la calle secundaria hasta la principal,
donde varios hombres cantaban y zigzagueaban por la ace-
ra de enfrente.

—Oye, sólo por curiosidad: ¿por qué hemos venido a To-
ttenham Court Road? —preguntó Ron a Hermione.

-—Ni idea. Me vino a la cabeza, sin más, pero creí que
estaríamos más seguros en el mundo de los muggles, por-
que aquí no se les ocurrirá buscarnos.

—Es verdad —admitió Ron mirando alrededor—, pero
¿no te sientes un poco... expuesta?


—¿Adonde quieres que vayamos, pues? —replicó Her-
mione, e hizo una mueca de aprensión cuando los tipos que
estaban en la otra acera se pusieron a silbarle—. No alquila-
remos una habitación en el Caldero Chorreante, ¿verdad?,
ni nos instalaremos en Grimmauld Place, porque Snape tie-
ne acceso a la casa. Supongo que podríamos ir a casa de mis
padres, aunque cabe la posibilidad de que nos busquen
ahí... ¡Ay! ¿Por qué no se callarán?

—¿Todo bien, preciosa? —vociferó el más ebrio de los
individuos—. ¿Te apetece un trago? Deja al pelirrojo ése y
ven a tomarte una pinta con nosotros.

—Vayamos a algún local —urgió Hermione al ver que
Ron iba a contestar a los borrachos—. Mira, ahí mismo.

Era una pequeña y cochambrosa cafetería que perma-
necía abierta por la noche. Una fina capa de grasa cubría
todas las mesas de tablero de fórmica, pero al menos el lo-
cal estaba vacío. Harry se sentó a una mesa y Ron se quedó
a su lado, enfrente de Hermione, que se sentía incómoda al
estar de espaldas a la entrada, de manera que giraba la ca-
beza con tanta frecuencia que parecía aquejada de un tic
nervioso. A Harry no le hacía ninguna gracia quedarse sen-
tado, pues mientras andaban al menos mantenía la ilusión
de tener un objetivo. Bajo la capa notó que los últimos ves-
tigios de la poción multijugos dejaban de actuar y que sus
manos recuperaban el tamaño y la forma habituales. Así
que sacó las gafas del bolsillo y se las puso.

Pasados uno o dos minutos, Ron dijo:

—Pues el Caldero Chorreante no queda muy lejos. Está
en Charing Cross.

—¡No podemos ir, Ron! —saltó Hermione.

—No propongo que nos quedemos allí, sólo que vaya-
mos para enterarnos de qué está pasando.

—¡Ya sabemos qué está pasando! Voldemort se ha apo-
derado del ministerio, ¿qué más necesitamos que nos di-
gan?

—¡Vale, vale! Sólo era una idea.

Volvieron a sumirse en un incómodo silencio. La cama-
rera, que mascaba chicle sin parar, se acercó a la mesa y
Hermione pidió dos capuchinos; como Harry era invisible,
habría resultado extraño pedir tres. Un par de fornidos
obreros entraron en la cafetería y se sentaron a la mesa de
al lado. Hermione bajó la voz y dijo:


—Propongo que busquemos un sitio tranquilo donde
desaparecernos y nos vayamos al campo. Entonces podre-
mos enviarle un mensaje a la Orden.

—Pero ¿tú sabes hacer eso del patronus que habla? —pre-
guntó Ron.

—He estado practicando y creo que sí —respondió Her-
mione.

—Bueno, mientras eso no les cause problemas... Aun-
que quizá ya los hayan detenido. Vaya, esto es asqueroso
—masculló Ron tras beber un sorbo de aquel café espumo-
so y grisáceo.

La camarera, que lo oyó, le lanzó una mirada de repro-
bación y fue a atender la otra mesa, pero el obrero más cor-
pulento —rubio y muy musculoso— le hizo un ademán para
que se marchara. La camarera se quedó mirándolo fijamen-
te, ofendida.

—¿Por qué no nos vamos? No quiero beberme esta por-
quería —dijo Ron—. ¿Tienes dinero muggle para pagar, Her-
mione?

—Sí, cogí todos mis ahorros antes de ir a La Madrigue-
ra. Supongo que las monedas estarán en el fondo. —Y me-
tió una mano en su bolsito de cuentas.

Entonces, los dos obreros hicieron el mismo movimiento
a la vez, y Harry los imitó sin darse cuenta. Un instante des-
pués, los tres enarbolaban sus varitas mágicas. Ron, que
tardó unos segundos en comprender qué estaba ocurrien-
do, se lanzó por encima de la mesa y, de un empujón, tumbó
a Hermione en el banco donde se sentaba. La potencia de
los hechizos de los mortífagos destrozó la pared alicatada
en el mismo punto en que un momento antes se hallaba la
cabeza de Ron, y Harry, todavía invisible, chilló:

—¡Desmaius!

Un gran chorro de luz roja golpeó en la cara al mortífa-
go rubio, que se desplomó inconsciente. Su compañero, sin
saber quién lanzaba el hechizo, disparó contra Ron: unas
relucientes cuerdas negras salieron de la punta de su vari-
ta y maniataron al chico de pies a cabeza. La camarera gri-
tó y echó a correr hacia la puerta. Entonces Harry le lanzó
el mismo hechizo aturdidor a aquel mortífago de cara de-
forme, pero no apuntó bien y el hechizo rebotó en la venta-
na, dándole a la camarera, que cayó al suelo delante de la
puerta.


—¡Expulso! —bramó el mortífago, y la mesa que había
detrás de Harry saltó por los aires. La onda expansiva lan-
zó al chico contra la pared, y notó cómo la varita se le iba de
la mano al mismo tiempo que se le resbalaba la capa.

—¡Petrificus totalus! —gritó Hermione, escondida en un
rincón, y el mortífago cayó hacia delante como una estatua
derribada, dando un fuerte golpe sobre el revoltijo de porce-
lana rota, madera y café. Ella salió arrastrándose de debajo
del banco, sacudiéndose trocitos de un cenicero de cristal del
pelo y temblando de pies a cabeza—. ¡Di... diffindo! —bal-
buceó apuntando con la varita a Ron, que aulló de dolor
cuando ella le provocó un corte en la rodilla—. ¡Ay! ¡Perdo-
na, Ron! Es que me tiembla la mano. ¡Diffindo!

Las cuerdas, una vez cortadas, se desprendieron. Ron
se levantó y agitó los brazos para recobrar la sensibilidad.
Harry recogió su varita y se abrió paso entre aquel estropi-
cio hasta donde yacía el mortífago rubio y corpulento, ten-
dido sobre el banco.

—Debí haberlo reconocido; estaba en el castillo la no-
che en que murió Dumbledore —comentó, y acto seguido le
dio la vuelta al otro con el pie; el mortífago miró con nervio-
sismo a los tres.

—Este es Dolohov —dijo Ron—. Vi su fotografía en unos
antiguos carteles de busca y captura que difundió el minis-
terio. Creo que el otro es Thorfinn Rowle.

—¡Qué más da cómo se llamen! —chilló Hermione—.
Lo que importa es cómo nos han encontrado y qué vamos a
hacer ahora.

Curiosamente, el pánico de la chica le despejó la cabeza
a Harry.

—Echa el cerrojo de la puerta —ordenó—. Y tú, Ron,
apaga las luces.

Sin dejar de pensar a toda prisa, Harry miró al parali-
zado Dolohov mientras Hermione cerraba la puerta y Ron
utilizaba el desiluminador para dejar la cafetería a oscu-
ras. En la calle, oyó a los hombres que poco antes se habían
metido con Hermione, ahora molestando a otra chica.

—¿Qué hacemos con ellos? —le susurró Ron en la oscu-
ridad y, bajando más la voz, agregó—: ¿Matarlos? Ellos nos
matarían si pudieran; casi lo consiguen.

Estremeciéndose, Hermione dio un paso atrás y Harry
negó con la cabeza.


—Les borraremos la memoria —decidió—. Eso es lo
mejor; así nos perderán el rastro. Si los matamos, quedará
claro que hemos estado aquí.

—Tú mandas —aceptó Ron con alivio—. Pero yo nunca
he hecho un encantamiento desmemorizante.

—Yo tampoco —terció Hermione—, pero sé la teoría.
—Inspiró hondo para tranquilizarse, apuntó a la frente de
Dolohov con la varita y dijo—: ¡Obliviate!

En el acto, Dolohov se quedó como atontado, sin poder
enfocar la mirada.

—¡Fantástico! —exclamó Harry y palmeó en la espal-
da a su amiga—. Ocúpate del otro y de la camarera mien-
tras Ron y yo recogemos un poco todo esto.

—¿Recoger, dices? —se extrañó Ron mirando alrede-
dor. La cafetería había quedado parcialmente destroza-
da—. ¿Por qué?

—¿No crees que si al despertar se encuentran en un lo-
cal donde parece haber caído una bomba se preguntarán
qué ha pasado?

—Ya. Sí, claro. —Tuvo dificultades para sacar la varita
del bolsillo—. No me extraña que me cueste tanto, Hermio-
ne. Metiste mis vaqueros viejos en el bolso. ¡Me aprietan
mucho!

—Vaya, lo siento —se disculpó ella, y mientras arrastra-
ba a la camarera lejos de las ventanas, Harry la oyó murmu-
rar una sugerencia de dónde podía meterse Ron la varita.

Una vez que la cafetería hubo recuperado su aspecto
habitual, los tres amigos pusieron a los mortífagos en la
mesa donde se habían sentado al entrar, uno frente al otro.

—¿Cómo nos habrán encontrado? —preguntó Hermione
contemplando a los dos individuos inconscientes—. ¿Quién
les dijo que estábamos aquí? —Y mirando a Harry, aña-
dió—: No será que todavía llevas el Detector, ¿verdad?

—No, no puede ser —intervino Ron—. El Detector se
desactiva cuando cumples diecisiete años. Lo prescribe la
ley mágica: no se lo pueden poner a un adulto.

—No que tú sepas —replicó Hermione—. ¿Y si los mor-
tífagos han encontrado la manera de ponérselo a alguien
aunque sea mayor de edad?

—Pero Harry no se ha acercado a ningún mortífago en
las últimas veinticuatro horas. ¿Quién podría haberle reac-
tivado el Detector?


Hermione no contestó. Harry se sentía contaminado,
mancillado... ¿Y si en efecto los mortífagos los habían en-
contrado mediante esa argucia?

—Si yo no puedo emplear la magia, y vosotros tampoco
si estáis cerca de mí, sin que delatemos nuestra posición...
—musitó.

—¡No vamos a separarnos! —le espetó Hermione.

—Necesitamos un sitio seguro donde escondernos —dijo
Ron—. Déjanos pensar.

—Grimmauld Place —propuso Harry.

Los otros dos lo miraron boquiabiertos.

—¡No seas tonto, Harry! ¡Snape puede entrar ahí!

—El padre de Ron dijo que han hecho embrujos contra
Snape. Y aunque haya logrado burlarlos —insistió, vista la
vehemencia con que Hermione había rechazado su pro-
puesta—, ¿qué importa? ¡Os juro que me encantaría encon-
trármelo!

—Pero...

—¿De qué otro sitio disponemos, Hermione? Es nues-
tra mejor alternativa. Snape sólo es un mortífago, pero si
todavía llevo el Detector, montones de esos indeseables nos
perseguirán allá donde vayamos.

Hermione no pudo rebatir tales argumentos, aunque le
habría gustado hacerlo. Mientras ella descorría el cerrojo
de la puerta de la cafetería, Ron accionó el desiluminador
para volver a iluminar el local. Entonces Harry contó hasta
tres y anularon los hechizos que les habían hecho a sus víc-
timas, y antes de que la camarera o los mortífagos se recu-
peraran de su sopor, los tres jóvenes se sumieron de nuevo
en una opresiva oscuridad. Pasados unos segundos, los pul-
mones de Harry se expandieron por fin. El chico abrió los
ojos y vio que se hallaban de pie en medio de una placita
bastante fea que le resultaba familiar. Rodeados de casas al-
tas y descuidadas, distinguieron el número 12, porque Dum-
bledore —el Guardián de los Secretos— les había revelado
su existencia; corrieron hacia allí comprobando cada poco
que nadie los perseguía ni observaba. Subieron a toda prisa
los escalones de piedra y Harry golpeó la puerta una sola
vez con la varita. Enseguida oyeron una serie de sonidos
metálicos y el ruido de una cadena. Entonces la puerta se
abrió de par en par con un chirrido, y los tres amigos tras-
pusieron el umbral.


Cuando Harry cerró la puerta tras ellos, las anticuadas
lámparas de gas se iluminaron, arrojando una luz parpa-
deante en todo el largo vestíbulo. La casa continuaba tan té-
trica como Harry la recordaba; había telarañas por todas
partes y las cabezas de los elfos domésticos, colgadas en la
pared, proyectaban extrañas sombras en la escalera. Unas
largas y oscuras cortinas tapaban el retrato de la madre de
Sirius, y lo único que no se mantenía en su sitio era el para-
güero, con forma de pierna de trol, que estaba tumbado como
si Tonks acabara de derribarlo otra vez.

—Creo que alguien ha estado aquí —susurró Hermio-
ne señalando el paragüero.

—Quizá se quedó así cuando la Orden se marchó —con-
testó Ron.

—¿Y dónde están esos embrujos que pusieron contra
Snape? —preguntó Harry.

—Quizá sólo se activan si entra él —especuló Ron.

Sin embargo, se quedaron sobre el felpudo que había
dentro, de espaldas a la puerta, sin atreverse a adentrarse
más en la casa.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre
—decidió Harry, y avanzó un paso.

—¿Severus Snape?

La susurrante voz de Ojoloco Moody surgió de la oscu-
ridad y los tres chicos retrocedieron asustados.

—¡No somos Snape! —replicó Harry con voz ronca, y de
pronto una especie de corriente de aire le pasó zumbando
por encima de la cabeza y la lengua se le enrolló, impidién-
dole hablar. Pero ni siquiera tuvo tiempo de tocarse la boca
para ver qué le estaba ocurriendo, pues al punto la lengua
se le desenrolló.

Los otros dos parecían haber experimentado lo mismo
y, mientras Ron daba arcadas, Hermione balbuceó:

—¡Eso ha de... debido de ser la ma... maldición lengua
atada que Ojoloco puso contra Snape!

Harry dio otro paso cauteloso y algo se movió en la os-
curidad al fondo del vestíbulo. Antes de que alguno de los
tres pudiera decir algo, una figura alta, grisácea y terrible
surgió de la alfombra. Hermione dio un chillido y la señora
Black la imitó al abrirse las cortinas que tapaban su retra-
to. La figura gris —de rostro descarnado, mejillas hundidas
y cuencas vacías— se deslizaba hacia ellos, cada vez más


deprisa, con la larga cabellera y la barba notándole hacia
atrás. Era un rostro espantosamente familiar, aunque alte-
rado de forma grotesca. La criatura levantó un consumido
brazo y señaló a Harry.

—-¡No! —gritó el chico pero, aunque levantó la varita,
no se le ocurrió ningún hechizo—. ¡No, no! ¡No fuimos noso-
tros! ¡Nosotros no lo matamos!

Al pronunciar la palabra «matamos», la figura estalló
formando una gran nube de polvo. Harry, tosiendo y con los
ojos llorosos, miró alrededor y vio a Hermione acurrucada
en el suelo, junto a la puerta, cubriéndose la cabeza con los
brazos, y a Ron, que temblaba de pies a cabeza, dándole unas
palmaditas en el hombro mientras le decía:

—No pasa na... nada, ya se ha i... ido.

El polvo se arremolinó alrededor de Harry como una
neblina, atrapando la luz azulada de la lámpara de gas,
mientras la señora Black seguía chillando:

—¡Sangre sucia, inmundicia, manchas de deshonra man-
cillando la casa de mis padres...!

—¡CÁLLESE! —bramó Harry apuntando al cuadro con
la varita. Tras un fogonazo y una lluvia de chispas rojas,
las cortinas volvieron a cerrarse y silenciaron a la señora
Black.

—Pero si era... era... —gimoteó Hermione mientras
Ron la ayudaba a levantarse.

—Sí —afirmó Harry—, pero no era él. Sólo se trataba
de un truco para asustar a Snape.

«¿Habría funcionado —se preguntó Harry—, o Snape
habría destruido aquella horrorosa figura con la misma
facilidad con que había matado al Dumbledore auténti-
co?»

Todavía notaba un cosquilleo de nerviosismo cuando
echó a andar por el pasillo precediendo a sus dos amigos,
preparado por si aparecía otra figura aterradora; pero no se
movió nada, excepto un ratón que correteó por el zócalo.

—Antes de continuar, creo que tendríamos que asegu-
rarnos —susurró Hermione, de modo que levantó su varita
y dijo—: ¡Homenum revelio!

No pasó nada.

—Bueno, ten en cuenta que acabas de llevarte un susto
de muerte —observó Ron, amable—. ¿Qué se supone que
tenía que demostrar ese hechizo?


—¡Ha hecho precisamente lo que yo pretendía! —re-
funfuñó Hermione—. ¡Es un hechizo para revelar la pre-
sencia de humanos, y aquí sólo estamos nosotros!

—Nosotros... y el apolillado ése —soltó Ron, y le echó
un vistazo a la parte de la alfombra de donde había salido
aquella figura con apariencia de cadáver.

—Subamos —sugirió Hermione mirando con apren-
sión la alfombra, y empezó a subir la rechinante escalera
que llevaba al salón del primer piso.

La joven sacudió su varita para encender las viejas
lámparas de gas, y luego, temblando ligeramente a causa
del frío que hacía en la estancia, se sentó en el borde del
sofá y se abrazó el cuerpo. Ron fue hasta la ventana y apar-
tó un poco la pesada cortina de terciopelo.

—Ahí fuera no se ve a nadie —informó—. Y supongo
que si Harry todavía llevara el Detector nos habrían segui-
do hasta aquí. Ya sé que no pueden entrar en la casa, pero...
¿Qué sucede, Harry?

Éste acababa de proferir un grito de dolor al sentir una
nueva punzada en la cicatriz, así como un fugaz destello
que le cruzó la cabeza, semejante a la brillante luz de un
faro iluminando el agua. Percibió una gran sombra y notó
que una ira ajena palpitaba en su interior, violenta y breve
como una descarga eléctrica.

—¿Qué era? —preguntó Ron acercándose a él—. ¿Lo
has visto en mi casa?

—No; sólo he sentido su cólera. Está furioso...

—Pero podría estar en La Madriguera —insistió Ron,
preocupado—. ¿Y qué más? ¿No has visto nada? ¿Has visto
si atacaba a alguien?

—No, no; sólo he notado la rabia que siente. No sabría
decir...

Harry estaba fastidiado y confuso, y Hermione no lo
ayudó mucho cuando dijo con voz de susto:

—¿Otra vez la cicatriz? Pero ¿qué está pasando? ¡Creía
que esa conexión se había cerrado!

—Se cerró algún tiempo —masculló Harry; todavía le
dolía y eso le impedía concentrarse—. Creo que... que se
abre otra vez cuando él pierde el control. Así fue como...

—¡Pues tienes que cerrar la mente! —chilló Hermione,
histérica—. ¡Dumbledore no quería que usaras esa cone-
xión, quería que la cerraras, por eso te hizo estudiar Oclu-


mancia! ¡Si no, Voldemort puede ponerte imágenes falsas
en la mente, acuérdate...!

—Sí, me acuerdo, gracias —masculló Harry; no necesi-
taba que le recordara que en cierta ocasión Voldemort ha-
bía utilizado la conexión entre ellos para conducirlo hasta
una trampa, ni que eso había tenido como resultado la muer-
te de Sirius. Se arrepentía de haberles contado a sus ami-
gos lo que había visto y sentido, porque esas experiencias
hacían que Voldemort pareciera más amenazador, como si
estuviera detrás de una ventana con la cara pegada al cris-
tal; sin embargo, el dolor de la cicatriz aumentaba y él no
sabía cómo combatirlo. Era como resistirse a la necesidad
de vomitar.

Dio la espalda a sus amigos fingiendo que examinaba
el viejo tapiz del árbol genealógico de la familia Black, col-
gado en la pared. Pero de pronto Hermione soltó un chilli-
do. Harry sacó rápidamente su varita mágica y al volverse
vio un patronus plateado que entraba volando por la venta-
na del salón y se posaba en el suelo delante de ellos, donde
se solidificó y adoptó la forma de la comadreja que hablaba
con la voz del padre de Ron.

—Familia a salvo, no contestéis, nos vigilan.

Acto seguido, el patronus se disolvió por completo. Ron
emitió un sonido entre gimoteo y gruñido y se dejó caer en
el sofá; Hermione se sentó a su lado y le cogió un brazo.

—¡Tranquilo, Ron, están bien! —susurró, y él la abra-
zó, casi riendo de alivio.

—Harry —quiso disculparse Ron por encima del hom-
bro de Hermione—, yo...

—Tranquilo, no te preocupes —repuso Harry, mareado
por el dolor de la frente—. Se trata de tu familia; es lógico
que estés inquieto por ellos. A mí me pasaría lo mismo.
—Pero entonces se acordó de Ginny y rectificó—: A mí me
pasa lo mismo.

El dolor que le producía la cicatriz estaba alcanzando
una intensidad insoportable; le ardía la frente como le ha-
bía ocurrido en el jardín de La Madriguera. Oyó débilmen-
te que Hermione decía:

—No quiero estar sola. ¿Podemos coger los sacos de
dormir que he traído y pasar la noche aquí?

Ron le dijo que sí. Harry ya no aguantaba el dolor; te-
nía que rendirse.


—Voy al lavabo —musitó, y salió del salón tan deprisa
como pudo, aunque sin correr.

Casi no llegó a tiempo. Una vez dentro, echó el pestillo
con manos temblorosas, se sujetó la palpitante cabeza y
cayó al suelo. Entonces, en un estallido de agonía, sintió
cómo aquella cólera que no era suya se apoderaba de su
alma, y vio una habitación alargada, iluminada sólo por el
fuego de una chimenea, al mortífago rubio y corpulento chi-
llando y retorciéndose en el suelo, y a un individuo más del-
gado, de pie ante él y apuntándolo con la varita, y se oyó a sí
mismo decir con voz aguda, fría y despiadada:

—Más, Rowle, ¿o prefieres que lo dejemos y que te en-
tregue a Nagini para que te devore? Lord Voldemort no está
seguro de poder perdonarte esta vez. ¿Me has llamado sólo
para esto, para decirme que Harry Potter ha vuelto a esca-
par? Draco, demuéstrale a Rowle lo contrariados que esta-
mos. ¡Hazlo, o descargaré mi ira sobre ti!

Un tronco rodó en la chimenea; las llamas se reaviva-
ron y su luz iluminó un rostro aterrorizado, pálido y angu-
loso. Harry abrió los ojos y boqueó agitadamente, como si
hubiera buceado desde gran profundidad para alcanzar la
superficie.

Estaba tumbado en el frío suelo de mármol negro, con
los brazos y las piernas extendidos, la nariz a sólo unos cen-
tímetros de una de las serpientes de plata que sostenían la
enorme bañera. Se incorporó. El consumido y desencajado
rostro de Malfoy le había quedado grabado en la retina. Le
asqueó lo que acababa de ver, así como comprobar el modo
en que Voldemort utilizaba a Draco.

Dio un respingo al oír unos golpes en la puerta y la voz
de Hermione:

—¿Buscas tu cepillo de dientes, Harry? ¡Lo tengo yo!

—Sí, gracias —contestó procurando aparentar norma-
lidad, y se levantó para abrir la puerta.

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