Harry abrió los ojos y lo deslumhró un resplandor verde y
dorado. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero era evi-
dente que se hallaba tendido sobre algo que semejaba hojas
y ramitas. Inspiró con dificultad para llenar de aire los pul-
mones, que notaba aplastados; parpadeó y comprendió que
el intenso brillo era la luz del sol filtrándose a través de un
toldo de hojas. Entonces algo se movió cerca de su cara y él
se puso a gatas, dispuesto a enfrentarse con alguna criatu-
ra pequeña pero feroz; no obstante, sólo se trataba de un
pie de Ron. De inmediato, echó una ojeada alrededor y com-
probó que sus dos amigos y él estaban tumbados en un bos-
que, al parecer solos.
Lo primero que le vino a la cabeza fue el Bosque Prohi-
bido y, aunque sabía lo peligroso y absurdo que habría sido
aparecerse en los terrenos de Hogwarts, le dio un vuelco el
corazón al pensar que desde allí, caminando a hurtadillas
entre los árboles, podrían llegar a la cabana de Hagrid. Sin
embargo, en los pocos instantes que tardó Ron en emitir un
débil gruñido y Harry en arrastrarse hasta él, comprendió
que no se trataba del bosque del colegio: los árboles pare-
cían más jóvenes y crecían más separados, y el suelo estaba
más limpio.
Hermione también se había puesto a cuatro patas y
acercado a la cabeza de Ron. En cuanto vio a su amigo, las
demás preocupaciones se le borraron, porque el muchacho
tenía todo el costado izquierdo manchado de sangre, y la
cara, pálida y grisácea, destacaba sobre la hojarasca del
suelo. Se estaba acabando el efecto de la poción multijugos:
Ron era mitad Cattermole y mitad él mismo, y el cabello se
le iba volviendo cada vez más pelirrojo a medida que el ros-
tro perdía el poco color que le quedaba.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha sufrido una despartición —contestó Hermione
mientras examinaba la manga de la camisa de Ron, la par-
te más manchada de sangre.
Harry se quedó mirando, horrorizado, cómo su amiga
le desgarraba la camisa. Siempre había pensado en la des-
partición como algo cómico, pero eso... Se le revolvió el estó-
mago cuando ella dejó al descubierto el brazo de Ron y vio
que le faltaba un gran trozo de carne, como si se lo hubie-
ran cortado limpiamente con un cuchillo.
—Rápido, Harry. En mi bolso hay una botellita con una
etiqueta que pone «Esencia de díctamo»... Tráemela.
—¿En tu...? ¡Ah,vale!
Fue corriendo al sitio donde Hermione había aterriza-
do, cogió el bolsito de cuentas y metió una mano dentro. Al
instante desfilaron bajo sus dedos unos objetos tras otros:
el lomo de cuero de varios libros, mangas de jerséis de lana,
tacones de zapatos...
—¡Date prisa!
Harry recogió su varita mágica del suelo y apuntó a las
profundidades del bolso mágico.
—¡Accio díctamo!
Una botellita marrón salió disparada del bolso; el chico
la atrapó y volvió rápidamente junto a Hermione y Ron,
que tenía los ojos entornados; entre sus párpados sólo se
veían dos estrechas franjas blancas de globo ocular.
—Se ha desmayado —afirmó Hermione, también muy
pálida; ya no tenía el físico de Mafalda, aunque todavía le
quedaban algunos mechones canosos en el pelo—. Destapa
la botella, Harry; a mí me tiemblan las manos.
Harry quitó el tapón de la botellita y Hermione la cogió
y vertió tres gotas de poción en la sangrante herida. Salió
un humo verdoso y, cuando se hubo disipado, Harry vio que
había dejado de sangrar. Ahora tenía el aspecto de una he-
rida de varios días, y una fina capa de piel nueva cubría lo
que momentos antes era carne viva.
—¡Uau! —exclamó Harry.
—Es lo único que me atrevo a hacer —dijo Hermione
con voz trémula—. Hay hechizos que lo curarían del todo,
pero tengo miedo de intentarlo por si los hago mal y le cau-
so más daño. Ya ha perdido mucha sangre.
—¿Cómo se lo ha hecho? —Harry trataba de compren-
der qué había ocurrido—. ¿Por qué estamos aquí? Creía
que íbamos a Grimmauld Place.
La chica respiró hondo, al borde de las lágrimas.
—Me parece que ya no podremos volver ahí, Harry.
—Pero ¿por qué...?
—Cuando nos desaparecimos, Yaxley me agarró y no
logré soltarme, porque él tenía demasiada fuerza; todavía
me sujetaba cuando llegamos a Grimmauld Place, y enton-
ces... Bueno, creo que debe de haber visto la puerta, y habrá
pensado que íbamos a quedarnos allí, porque aflojó un poco
la mano. Yo aproveché ese momento para desasirme y con-
seguí traeros aquí.
—Pero entonces... ¿dónde está Yaxley? No querrás de-
cir que se ha quedado en Grimmauld Place, ¿verdad? El no
puede entrar en la casa.
Hermione asintió. Las lágrimas que le anegaban los
ojos despedían destellos.
—Me parece que sí puede, Harry. Lo he obligado a sol-
tarme con un embrujo de repugnancia, pero ya había traspa-
sado conmigo el perímetro de protección del encantamiento
Fidelio. Como Dumbledore está muerto, los Guardianes de
los Secretos somos nosotros, de modo que le he revelado el
secreto, ¿no?
Harry no debía engañarse: Hermione tenía razón, y
era un golpe muy duro. Si Yaxley podía entrar en la casa, no
había forma de que ellos regresaran a ella. A lo mejor, en
ese mismo momento, el mago estaría llevando a otros mor-
tífagos a Grimmauld Place mediante Aparición. Por muy
siniestra y agobiante que fuera la casa, había sido su único
refugio seguro; y ahora que Kreacher estaba mucho más
contento y se mostraba tan amable, incluso se había conver-
tido para ellos en lo más parecido a un hogar. Con una pun-
zada de pesar que no tenía nada que ver con el hambre,
Harry imaginó al elfo doméstico preparando con ilusión el
pastel de carne y ríñones que ni sus amigos ni él llegarían a
comer jamás.
—Lo siento muchísimo, Harry.
—No seas tonta, no ha sido culpa tuya. Si alguien tiene
la culpa, ése soy yo...
Se metió una mano en el bolsillo y sacó el ojo de Ojolo-
co; Hermione retrocedió, impresionada.
—Umbridge lo había incrustado en la puerta de su des-
pacho para espiar a sus empleados. No fui capaz de dejarlo
allí, pero así es como se enteraron de que había intrusos.
Antes de que la chica replicara, Ron soltó un gruñido y
abrió los ojos. Todavía estaba pálido y el sudor le perlaba la
cara.
—¿Cómo te encuentras? —susurró Hermione.
—Fatal —respondió Ron con voz ronca, y compuso una
mueca de dolor al notar la herida del brazo—. ¿Dónde esta-
mos?
—En el bosque donde se celebró la Copa del Mundo de
quidditch —contestó Hermione—. Necesitábamos un espa-
cio cerrado, protegido, y este lugar fue...
—... lo primero que se te ocurrió —terminó Harry pa-
seando la mirada por el claro del bosque, aparentemente
desierto. Pero no pudo evitar recordar qué había sucedido
la última vez que se habían aparecido en el primer sitio que
se le ocurrió a Hermione, ni que los mortífagos sólo habían
tardado unos minutos en encontrarlos. ¿Habrían emplea-
do la Legeremancia en aquella ocasión para averiguarlo?
Y ahora, ¿acaso Voldemort o sus secuaces sabrían ya adon-
de los había llevado Hermione?
—¿Crees que deberíamos irnos de aquí? —preguntó
Ron a Harry, y éste comprendió, por la expresión de su ami-
go, que ambos estaban pensando lo mismo.
—No lo sé.
Ron continuaba pálido y sudoroso; no había intentado
incorporarse y parecía demasiado débil para hacerlo. La
perspectiva de sacarlo de allí resultaba desalentadora.
—Quedémonos aquí, de momento —propuso Harry.
Hermione se puso en pie, aliviada.
—¿Adonde vas? —le preguntó Ron.
—Si vamos a quedarnos, tenemos que poner sortilegios
protectores —respondió ella. Levantó la varita y caminó
describiendo un amplio círculo alrededor de los dos chicos,
sin parar de murmurar conjuros.
Harry notó pequeñas alteraciones en el aire; era como
si Hermione hubiera llenado el claro de calina.
—¡Salvio hexia!, ¡Protego totalum!, ¡Repello Muggletum!,
¡Muffliato!... Podrías ir sacando la tienda, Harry.
—¿La tienda? ¿Qué tienda?
—¡En mi bolso, hombre!
—¿En tu...? ¡Ah, claro!
Esta vez no se molestó en rebuscar dentro, sino que uti-
lizó directamente un encantamiento convocador. La tienda
surgió hecha un lío de lona, cuerdas y palos, y la reconoció
enseguida, en parte porque olía a gato: era la misma en que
habían dormido la noche de la Copa del Mundo de quid-
ditch.
—¿El dueño de esta tienda no era un tal Perkins del
ministerio? —preguntó mientras liberaba las piquetas.
—Sí, pero por lo visto ya no la quería, porque tiene
lumbago —explicó Hermione mientras trazaba complica-
dos movimientos en forma de ocho con la varita—, y el pa-
dre de Ron me dijo que podía quedármela prestada. ¡Erecto!
—añadió apuntando a la deforme lona, que con un único y
fluido movimiento se alzó en el aire para luego posarse en
el suelo, totalmente armada, enfrente de Harry.
Este se asombró al ver cómo una de las piquetas que
sostenía en la mano salía volando y se clavaba abrupta-
mente en el extremo de una cuerda tensora.
—¡Cave inimicum! —concluyó Hermione trazando un
floreo hacia el cielo—. Bueno, creo que ya no soy capaz de
hacer nada más. Al menos, si vienen nos enteraremos, pero
no puedo garantizar que todo esto ahuyente a Vol...
—¡No pronuncies su nombre! —la interrumpió Ron con
aspereza. Harry y Hermione se miraron—. Perdona —se
disculpó Ron, y gimió un poco al incorporarse—, pero es
que... no sé, es como un embrujo o algo así. ¿Os importaría
llamarlo Quien-vosotros-sabéis, por favor?
—Dumbledore decía que temer un nombre... —comen-
tó Harry.
—Por si no te habías fijado, colega, a la hora de la ver-
dad a Dumbledore no le sirvió de mucho llamar a Quien-vo-
sotros-sabéis por su nombre —le espetó Ron—. Sólo os pido
que... que le mostréis un poco de respeto a Quien-vosotros-
sabéis.
—¿Has dicho «respeto»? —gruñó Harry, pero Hermio-
ne le lanzó una mirada de advertencia: no debía discutir
con Ron mientras estuviera tan débil.
Así pues, ambos metieron a su amigo, mitad en brazos
y mitad a rastras, en la tienda. El interior era exactamen-
te como Harry lo recordaba: una estancia pequeña, con su
retrete y su cocinita. Apartó una vieja butaca y con cuida-
do puso a Ron en la cama inferior de una litera. Ese cortí-
simo desplazamiento hizo que palideciera aún más y, una
vez sobre el colchón, cerró los ojos y permaneció un rato
callado.
—Voy a preparar té —dijo Hermione con voz acongoja-
da; sacó un hervidor y unas tazas de las profundidades de
su bolso y fue a la cocina.
A Harry le sentó tan bien aquella taza de té caliente
como el whisky de fuego que había bebido la noche que mu-
rió Ojoloco; era como si así quemara un poco el miedo que
palpitaba en su pecho. Al cabo de un par de minutos, Ron
interrumpió el silencio.
—¿Qué habrá sido de los Cattermole?
—Con un poco de suerte, habrán escapado —contestó
Hermione asiendo su taza con ambas manos para calentár-
selas—. Si el señor Cattermole estaba atento, habrá trans-
portado a su esposa mediante Aparición Conjunta y ahora
estarán abandonando el país con sus hijos. Al menos eso le
aconsejó Harry a ella.
—Espero que hayan conseguido huir —dijo Ron recos-
tándose en las almohadas. El té también le estaba sentando
de maravilla y había recobrado un poco el color—. Aunque,
por cómo la gente me hablaba mientras lo suplantaba, no
me dio la impresión de que Reg Cattermole fuera muy inge-
nioso. En fin, espero que lo hayan logrado. Si acaban los dos
en Azkaban por nuestra culpa...
Harry echó un vistazo a Hermione, pero no llegó a for-
mular la pregunta que tenía en la punta de la lengua: si el
hecho de que la señora Cattermole no llevara encima una
varita mágica le habría impedido aparecerse junto con su
esposo. A Hermione la conmovió que Ron se preocupara por
el destino de los Cattermole, y había tanta ternura en su
expresión que Harry casi sintió como si la hubiera sorpren-
dido besando a su amigo.
—Bueno, lo tienes, ¿no? —preguntó, en parte para re-
cordarle a Hermione que él estaba presente.
—Si tengo ¿qué? —preguntó ella, un poco sobresalta-
da.
—¿Para qué hemos montado todo este tinglado, Her-
mione? ¡Me refiero al guardapelo! ¿Dónde está?
—¿Que tienes el guardapelo? —exclamó Ron incorpo-
rándose un poco—. ¡A mí nadie me cuenta nada! ¡Jo, po-
dríais habérmelo dicho!
—Oye, que nos perseguían los dementores, ¿eh? —re-
puso Hermione—. Aquí está. —Lo sacó del bolsillo de su tú-
nica y se lo dio a Ron.
Era más o menos del tamaño de un huevo de gallina.
Una ornamentada «S», con piedrecitas verdes incrustadas,
brillaba un poco bajo la difuminada luz que se filtraba por
la lona de la tienda.
—¿No hay ninguna probabilidad de que alguien lo des-
truyera después de que se lo robaran a Kreacher? —pre-
guntó Ron con optimismo—. O sea, ¿estamos seguros de que
todavía es un Horrocrux?
—Creo que sí —respondió Hermione; lo cogió y lo exa-
minó de cerca—. Si lo hubieran destruido mediante magia,
se apreciaría alguna señal.
Se lo pasó a Harry que lo hizo girar entre los dedos. El
guardapelo estaba perfecto, intacto. El muchacho recordó
lo destrozado que había quedado el diario, y la piedra del
anillo que también era un Horrocrux se había partido cuan-
do Dumbledore lo destruyó.
—Supongo que Kreacher tiene razón —comentó Ha-
rry—: para destruir este chisme, primero tendremos que
averiguar cómo se abre.
De pronto, mientras hablaba, tomó conciencia de lo que
tenía en las manos y de lo que vivía tras aquellas puertecitas
doradas, y, a pesar de lo mucho que les había costado encon-
trarlo, sintió un súbito impulso de lanzarlo lejos. Pero se do-
minó e intentó abrirlo con los dedos, y luego probó con el
encantamiento que Hermione había utilizado para abrir la
puerta del dormitorio de Regulus, aunque nada dio resulta-
do. Se lo devolvió a sus amigos, y ambos hicieron todo cuanto
se les ocurrió para abrirlo, pero con tan poco éxito como él.
—Pero ¿lo sentís? —preguntó Ron en voz baja, con el
guardapelo encerrado en el puño.
—¿Qué quieres decir?
Ron le entregó el Horrocrux a Harry, que segundos des-
pués creyó comprender a qué se refería. ¿Era su propia san-
gre latiendo en sus venas lo que notaba, o algo que palpitaba
en el interior del guardapelo, como una especie de pequeño
corazón metálico?
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hermione.
—Conservarlo hasta que averigüemos cómo destruirlo
—contestó Harry y, muy a su pesar, se colgó la cadena del
cuello y ocultó el guardapelo bajo la túnica, junto con el mo-
nedero que le había regalado Hagrid. A continuación se puso
en pie, se desperezó y le dijo a Hermione—: Creo que debe-
ríamos turnarnos para montar guardia fuera de la tienda, y
también tendremos que conseguir comida. Tú no te muevas
—se apresuró a añadir al ver que Ron intentaba incorporar-
se y su rostro adquiría un desagradable tono verdoso.
Tras colocar estratégicamente encima de la mesa el chi-
vatoscopio que Hermione le había regalado por su cumplea-
ños, Harry y la joven pasaron el resto del día turnándose
para vigilar el campamento. Sin embargo, el instrumento
estuvo todo el rato quieto y silencioso, y ya fuera por los sor-
tilegios protectores y los repelentes mágicos de muggles
que Hermione había repartido por el claro del bosque, o
porque la gente no solía ir por allí, la zona en que se habían
instalado se mantuvo solitaria; lo único que vieron fueron
algunos pájaros y varias ardillas. Al anochecer todo seguía
igual; a las diez, cuando Harry fue a relevar a su compañe-
ra, encendió la varita y contempló un panorama desierto
donde sólo unos murciélagos revoloteaban muy alto, cru-
zando el único trozo de cielo estrellado que se conseguía ver
desde el protegido claro.
Harry tenía hambre y estaba un poco mareado. Her-
mione no llevaba nada para comer en su bolso mágico, por-
que dio por sentado que volverían a Grimmauld Place esa
noche, así que sólo consiguieron cenar unas setas que ella
había recogido entre los árboles más cercanos y cocinado en
un cazo. Ron apenas las probó, pues tenía el estómago re-
vuelto; en cambio, Harry se las acabó, pero únicamente para
no desairar a su amiga.
El silencio que los rodeaba sólo era interrumpido de vez
en cuando por extraños susurros y sonidos semejantes a
crujidos de ramitas; Harry pensó que no los provocaban per-
sonas, sino animales, pero aun así aferraba la varita, prepa-
rado para cualquier eventualidad. Tenía el vientre revuelto
por culpa de las correosas setas, y el nerviosismo no lo ayu-
daba a sentirse mejor.
Siempre había supuesto que cuando consiguieran re-
cuperar el Horrocrux estaría eufórico, pero no era así. Lo
único que experimentaba mientras escudriñaba la oscuri-
dad, de la que su varita sólo iluminaba una pequeña parte,
era preocupación por el futuro inmediato. Era como si lle-
vara semanas, meses, quizá incluso años precipitándose
hacia esa situación, y hubiera tenido que detenerse en seco
porque se había terminado el camino.
Había otros Horrocruxes en algún sitio, pero él no te-
nía idea de dónde, ni siquiera conocía la forma de algunos
de ellos. Entretanto, no sabía qué hacer para destruir el
único que habían encontrado, el Horrocrux que en ese mo-
mento reposaba contra su pecho. Curiosamente, el guarda-
pelo no le había absorbido el calor del cuerpo, y lo notaba
tan frío como si acabara de sacarlo del agua helada. De vez
en cuando pensaba, o quizá imaginaba, que percibía otro dé-
bil e irregular latido además del de su corazón.
Mientras montaba guardia a oscuras le pasaban indes-
criptibles premoniciones por la cabeza; intentó ahuyentar-
las, alejarlas de sí, pero volvían, implacables. «Ninguno de
los dos podrá vivir mientras el otro siga con vida.» Ron y
Hermione, que hablaban en voz baja en la tienda, podían
marcharse si querían, pero él no. Y tuvo la sensación, mien-
tras intentaba dominar su miedo y agotamiento, de que el
Horrocrux que le colgaba del cuello marcaba el tiempo que
le quedaba...
«Qué idea tan estúpida —se dijo—; no pienses eso...»
Volvía a molestarle la cicatriz y temió que fuera por pen-
sar esas cosas; intentó cambiar de canal y dirigir su mente
por otros derroteros. Entonces se acordó del pobre Kreacher,
que estaba esperándolos en la casa pero, en lugar de recibir-
los a ellos, se habría topado con Yaxley. ¿Sabría permanecer
callado o le contaría al mortífago todo lo que sabía? Harry
quería creer que el concepto que el elfo tenía de él había
cambiado en el último mes, y que a partir de entonces le se-
ría fiel, pero ¿cómo asegurarlo? ¿Y si los mortífagos lo tor-
turaban? Unas imágenes repugnantes se le colaron en la
mente, e intentó apartarlas también, porque le era imposi-
ble ayudar a Kreacher. Hermione y él ya habían decidido no
intentar llamarlo, porque ¿y si llegaba acompañado de al-
guien del ministerio? No estaban seguros de que a un elfo
que se trasladara mediante Aparición no le pasara lo mis-
mo que había provocado que Yaxley llegara a Grimmauld
Place agarrado al dobladillo de la manga de Hermione.
Cada vez le dolía más la cicatriz. Lo abrumaba pensar
cuántas cosas desconocían; Lupin tenía razón cuando les
dijo que se enfrentaban a una magia inimaginable con la
que jamás se habían encontrado. ¿Por qué Dumbledore no
les había dado más explicaciones? ¿Tal vez creía que ten-
dría tiempo, que viviría años, quizá siglos, como su amigo
Nicolás Flamel? Si así era, se equivocaba: Snape se había
encargado de ello; Snape, la serpiente dormida, que se ha-
bía abalanzado sobre su presa en lo alto de la torre...
Y Dumbledore se había precipitado al vacío...
—Dámela, Gregorovitch.
Harry habló con una voz aguda, clara y fría mientras
mantenía la varita en alto, sujeta por una mano blanca de
largos dedos. El hombre al que apuntaba estaba suspendi-
do en el aire cabeza abajo, sin cuerdas que lo amarraran,
oscilando de un lado a otro, misteriosamente colgado y su-
jetándose el cuerpo con los brazos; la cara, deformada por el
terror y congestionada por la sangre que le bajaba a la ca-
beza, quedaba a la misma altura que la de Harry; el pelo
completamente blanco y la poblada barba le conferían el
aspecto de un Papá Noel cautivo.
—¡No la tengo! ¡Ya no la tengo! ¡Me la robaron hace
muchos años!
—No le mientas a lord Voldemort, Gregorovitch. Él lo
sabe. El siempre lo sabe.
El hombre tenía las pupilas dilatadas de miedo, y se
fueron agrandando aún más hasta que su negrura engulló
por completo a Harry...
Y a continuación el muchacho corría por un oscuro pasi-
llo detrás del robusto y bajito Gregorovitch, que sostenía en
alto un farol. El hombre irrumpió en una habitación al final
del pasillo e iluminó lo que parecía un taller. Había virutas
de madera y oro que brillaron en el oscilante charco de luz,
mientras que un joven rubio estaba encaramado en el alféi-
zar de la ventana, como un pájaro gigantesco. En el brevísimo
instante en que el farol lo iluminó, Harry vio el gozo que refle-
jaba su atractivo rostro; entonces el joven lanzó un hechizo
aturdidor con su varita y saltó ágilmente hacia atrás, fuera
de la ventana, al mismo tiempo que soltaba una carcajada.
Y de nuevo Harry salió de aquellas pupilas negras como
túneles, y vio la cara de Gregorovitch desencajada por el pá-
nico.
—¿Quién era el ladrón, Gregorovitch? —preguntó la
voz fría y aguda.
—¡No lo sé, nunca lo supe, era un muchacho... no... por
favor... POR FAVOR!
Se oyó un grito que se prolongó y se prolongó, y luego
hubo un destello de luz verde.
—¡Harry!
El muchacho abrió los ojos jadeando y con un dolor
punzante en la frente. Se había desmayado y caído contra
el lateral de la tienda; y al resbalar por la lona, había que-
dado despatarrado en el suelo. Alzó la vista y se encontró
con Hermione, cuya espesa melena tapaba el trocito de cie-
lo que se vislumbraba entre el follaje de los árboles.
—Estaba soñando —dijo incorporándose a toda prisa e
intentando afrontar la fulminante mirada de su amiga, po-
niendo cara de inocencia—. Lo siento, me he quedado dor-
mido.
—¡Sé que ha sido la cicatriz! ¡Se te nota en la cara!
¡Estabas dentro de la mente de Vol...!
—¡No lo llames por su nombre! —gritó Ron desde el in-
terior de la tienda.
—¡Vale! —replicó Hermione—. ¡Pues de Quien-tú-sabes!
—¡Yo no quería que sucediera! ¡Ha sido un sueño! ¿Tú
controlas lo que sueñas, Hermione?
—Si hubieras aprendido a aplicar la Oclumancia...
Pero Harry no estaba para que lo riñeran; lo único que
quería era comentar con alguien lo que acababa de ver.
—Ha encontrado a Gregorovitch, Hermione, y creo que
lo ha matado, pero antes de matarlo le leyó la mente, y he
visto que...
—Si tan cansado estás que te quedas dormido, será me-
jor que te releve —lo interrumpió ella con frialdad.
—¡Puedo terminar mi guardia!
—No, no puedes. Es evidente que estás agotado. Ve y
échate un rato.
La chica, testaruda, se sentó en la entrada de la tienda
y Harry, enfadado, se metió dentro para evitar una pelea.
Ron, todavía pálido, se asomó por el hueco de la litera
inferior. Harry subió a la de arriba, se tumbó y se quedó
contemplando el oscuro techo de lona. Al cabo de un rato,
Ron, susurrando para que no lo oyera Hermione, acurruca-
da en la entrada, le preguntó:
—¿Qué estaba haciendo Quien-tú-sabes?
Harry entornó los ojos en un intento de recordar todos
los detalles, y murmuró en la oscuridad:
—Ha encontrado a Gregorovitch; lo tenía atado y lo tor-
turaba.
—¿Cómo va a hacerle Gregorovitch una varita nueva si
está atado?
—No lo sé. Es muy raro, sí.
Cerró los ojos y pensó en lo que había visto y oído.
Cuantas más cosas recordaba, menos sentido tenían. Vol-
demort no había mencionado la varita de Harry, ni el hecho
de que la suya propia y la del muchacho poseyeran idénti-
cos núcleos centrales; tampoco había dicho nada de que
Gregorovitch tuviera que hacerle una varita nueva y más
poderosa, capaz de vencer a la de Harry...
—Quería algo de Gregorovitch —continuó, sin abrir los
ojos—, y le pidió que se lo diera, pero Gregorovitch dijo que
se lo habían robado, y entonces... entonces... —Recordó
cómo, desde la mente de Voldemort, había penetrado por
los ojos de Gregorovitch hasta sus recuerdos—. Le leyó el
pensamiento a Gregorovitch y vio cómo un tipo joven que
estaba encaramado en el alféizar de una ventana le lanza-
ba una maldición y saltaba, perdiéndose de vista. Ese jo-
ven lo robó, él robó eso que Quien-tú-sabes anda buscando.
Y... creo que he visto a ese tipo en algún sitio...
A Harry le habría gustado volver a ver, aunque sólo fue-
ra brevemente, la risueña cara de aquel chico. Según Grego-
rovitch, el robo se había producido muchos años atrás. Así
pues, ¿por qué le resultaba tan familiar el rostro del joven
ladrón?
Los ruidos del bosque llegaban muy amortiguados al
interior de la tienda; lo único que oía Harry era la respira-
ción de Ron. Pasados unos minutos, éste susurró:
—¿No has visto qué tenía en la mano el ladrón?
—No... Debía de ser un objeto pequeño.
—Harry... —Los listones de la cama crujieron cuando
Ron cambió de postura—. Oye, ¿crees que Quien-tú-sabes
está buscando otro objeto para convertirlo en un nuevo Ho-
rrocrux?
—No lo sé; es posible. Pero ¿no sería demasiado arries-
gado? Además, ¿no dijo Hermione que ya había manipulado
su alma hasta el límite?
—Sí, pero a lo mejor él no lo sabe.
—Ya. Quizá tengas razón.
Harry estaba convencido de que Voldemort andaba bus-
cando una forma de solventar el problema de los núcleos
centrales idénticos, y había ido a ver al anciano fabricante
de varitas para que le diera una solución... Sin embargo, lo
había matado, al parecer sin hacerle ninguna pregunta so-
bre varitas mágicas.
¿Qué buscaba Voldemort? ¿Por qué se marchaba ahora
que controlaba el Ministerio de Magia y tenía a todo el mun-
do mágico a sus pies, decidido a encontrar ese objeto que
Gregorovitch había poseído y que aquel ladrón anónimo le
robó?
Harry todavía podía visualizar la cara de aquel joven
rubio, un rostro alegre y entusiasta, con un aire triunfante
y travieso similar al de Fred o George. Había saltado desde
el alféizar de la ventana como un pájaro, y Harry creía que
lo había visto antes en algún sitio, pero no recordaba dón-
de...
Ahora que Gregorovitch estaba muerto, era aquel ri-
sueño ladrón quien corría peligro, y Harry se quedó pen-
sando en él mientras los ronquidos de Ron resonaban en la
cama de abajo, hasta que, poco a poco, él también fue que-
dándose dormido otra vez.
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