jueves, 15 de marzo de 2018

Capitulo 2. In Memoriam

Harry sangraba. Mientras se apretaba la mano derecha con
la izquierda y maldecía por lo bajo, abrió la puerta de su dor-
mitorio empujándola con el hombro. De inmediato se oyó
un crujido de porcelana al romperse, pues le había dado un
puntapié a una taza de té que había en el suelo, delante mis-
mo de la puerta.
—Pero ¿qué...?

Echó un vistazo alrededor: el rellano del número 4 de
Privet Drive se hallaba desierto. Seguramente, Dudley ha-
bía dejado allí la taza, convencido de que estaba haciendo
una broma ingeniosa. Manteniendo la mano que le sangra-
ba en alto, Harry recogió los fragmentos de porcelana con
la otra y los arrojó a la papelera, ya rebosante, que había
justo al lado de su dormitorio. Luego fue al cuarto de baño a
poner el dedo bajo el grifo.

Era estúpido, absurdo y sumamente irritante que to-
davía faltaran cuatro días para que se le permitiera practi-
car magia. Pero tenía que admitir que no habría sabido qué
hacer con aquel corte irregular en el dedo. Todavía no había
aprendido a curar heridas y, pensándolo bien —sobre todo a
la luz de sus planes inmediatos—, eso era un grave fallo de
su educación mágica. Se dijo que debía pedirle a Hermione
que le enseñara y a continuación, con un gran puñado de pa-
pel higiénico, limpió el té derramado antes de volver a su
dormitorio y cerrar de un portazo.

Había pasado la mañana vaciando por completo su baúl
del colegio por primera vez desde que lo llenara seis años
atrás. Al principio de cada curso escolar se limitaba a sacar
de él las tres cuartas partes de su contenido y sustituirlas o
ponerlas al día, pero dejaba una capa de residuos en el fon-
do: plumas viejas, ojos de escarabajo disecados, calcetines
desparejados... Unos minutos antes, al meter la mano en ese
mantillo, había experimentado un agudo dolor en el dedo
anular de la mano derecha y, al retirarla, vio la sangre.

Esta vez tuvo más cuidado. Volvió a arrodillarse junto
al baúl, buscó a tientas en el fondo y, tras sacar una vieja
insignia donde se leía alternativamente «Apoya a CEDRIC
DIGGORY» y «POTTER APESTA», un chivatoscopio rajado y
gastado y un guardapelo de oro que contenía una nota fir-
mada «R.A.B.», encontró por fin el borde afilado que le ha-
bía producido la herida. Lo reconoció de inmediato: era un
trozo de unos cinco centímetros del espejo encantado que le
había regalado Sirius, su difunto padrino. Lo puso aparte y
siguió tanteando con precaución en el baúl en busca de la
parte restante, pero del último regalo de su padrino no que-
daba más que un poco de vidrio pulverizado que, como bri-
llante arenilla, se había adherido a la capa más profunda
de residuos.

Se incorporó y examinó el trozo de bordes irregulares
con que se había cortado, pero lo único que vio reflejado fue
su propio ojo, de un verde vivo. Dejó el fragmento encima de
El Profeta de esa mañana (todavía por leer), que estaba so-
bre la cama, y, para detener el repentino torrente de amargos
recuerdos y punzadas de remordimiento y nostalgia origi-
nados por el hallazgo del espejo roto, arremetió contra el res-
to de los cachivaches que quedaban en el baúl.

Tardó otra hora en vaciarlo por completo, tirar los bár-
tulos inservibles y separar los demás en dos montones,
según fuera a necesitarlos o no. Acumuló en un rincón la
túnica del colegio y la de quidditch, el caldero, las hojas de
pergamino, las plumas y la mayoría de los libros de texto,
porque no tenía intención de llevárselos. Entonces se pre-
guntó qué harían sus tíos con ellos; seguramente quemar-
los a altas horas de la noche, como si fueran la prueba de
algún espantoso crimen. En cambio, metió en una mochila
vieja la ropa de muggle, la capa invisible, el equipo de pre-
parar pociones, algunos libros, el álbum de fotografías que
le había regalado Hagrid, un atado de cartas y su varita
mágica. En un bolsillo delantero de la mochila guardó el
mapa del merodeador y el guardapelo con la nota firmada
«R.A.B.». Al guardapelo le había concedido ese lugar de ho-
nor no porque fuera valioso —no valía nada, al menos a
efectos prácticos—, sino por lo que le había costado obte-
nerlo.

Encima del escritorio, junto a Hedwig —su lechuza
blanca como la nieve—, aún quedaba un buen montón de
periódicos: uno por cada día pasado en Privet Drive ese ve-
rano.

Al cabo de un rato se puso en pie, se estiró y se acercó al
escritorio. Hedwig no se movió mientras él se ocupaba de
hojear los periódicos antes de tirarlos al montón de basura
uno tras otro; la lechuza dormía o fingía hacerlo, ya que es-
taba enfadada con Harry por el poco tiempo que le permitía
salir de la jaula.

A medida que llegaba al final de los periódicos, fue pa-
sándolos más despacio, intentando recuperar uno que ha-
bía llegado poco después de que él regresara a Privet Drive
a principios del verano; recordaba que la primera plana de
ese ejemplar incluía un breve comentario sobre la dimi-
sión de Charity Burbage, la profesora de Estudios Muggles
de Hogwarts. Por fin lo encontró. Buscó la página 10, se
dejó caer en la silla del escritorio y releyó el artículo que
buscaba.

REMEMBRANZA DE ALBUS DUMBLEDORE
Elphias Doge

Conocí a Albus Dumbledore cuando tenía once años;
era nuestro primer día en Hogwarts. La atracción
mutua que experimentamos se debió sin duda al
hecho de que ambos nos sentíamos como intrusos
allí. Yo había contraído viruela de dragón poco an-
tes de instalarme en el colegio y, aunque ya no con-
tagiaba, mi cara —picada y de un desagradable
tono verdoso— no animaba a nadie a acercárseme.
Albus, por su parte, había llegado a Hogwarts bajo
la carga de una notoriedad en absoluto deseada.
Apenas un año atrás, su padre, Percival, había sido
condenado por una brutal agresión, muy divulga-
da, contra tres jóvenes muggles.

El nunca intentó negar que su progenitor (que
moriría en Azkaban) hubiera cometido ese crimen;
es más, cuando reuní el valor suficiente para pre-
guntárselo, me aseguró que sabía que su padre era
culpable. Aparte de eso, se negó a seguir hablando
de tan lamentable asunto, aunque muchos intenta-
ron tirarle de la lengua. Algunos incluso elogiaban el
acto de Percival y daban por sentado que su hijo tam-
bién odiaba a los muggles. Pero estaban muy equi-
vocados, como podría atestiguar cualquiera que lo
conociera; él nunca manifestó ni la más remota ten-
dencia antimuggle. De hecho, con su decidido apoyo
a los derechos de los no magos, se ganaría muchos
enemigos en los años posteriores.

Sin embargo, en cuestión de meses la fama que
iba adquiriendo empezó a eclipsar la de su padre.
Hacia finales de su primer curso, ya nadie lo cono-
cía como el hijo de un criminal antimuggles, sino
como —nada más y nada menos— el alumno más
brillante que jamás había pasado por el colegio.
Quienes tuvimos el privilegio de contarnos entre
sus amigos nos beneficiamos de su ejemplo, así
como de su ayuda y sus palabras de ánimo, con las
que siempre fue generoso. Años después me con-
fió que ya entonces sabía que lo que más le gustaba
era enseñar.

No sólo ganó todos los premios importantes del
colegio, sino que pronto estableció una correspon-
dencia regular con los personajes del mundo mági-
co más destacados de la época, entre ellos Nicolás
Flamel, el famoso alquimista; Bathilda Bagshot, la
renombrada historiadora, y Adalbert Waffling, el
teórico de la magia. Asimismo, varios trabajos su-
yos fueron incluidos en publicaciones especializa-
das como La transformación moderna, Desafíos en
encantamientos y El elaborador de pociones práctico,
lúa. carrera de Dumbledore prometía ser meteó-
rica, y lo único que quedaba por saber era cuándo
se convertiría en ministro de Magia. Sin embargo,
pese a que en los años siguientes a menudo se pre-
dijo que estaba a punto de asumir el cargo, nunca
tuvo ambiciones políticas.

Tres años después de nuestro ingreso en Hog-
warts llegó al colegio su hermano Aberforth. No se
parecían mucho, pues éste nunca fue buen estu-
diante y, a diferencia de mi amigo, prefería resol-
ver las disputas mediante duelos en lugar de con
discusiones razonadas. Con todo, no es correcto in-
sinuar, como han hecho algunos, que ambos her-
manos estuvieran enemistados. Se llevaban tan
bien como podían llevarse dos chicos tan diferentes.
Para ser justos con Aberforth, hay que reconocer
que vivir a la sombra de Albus no era una expe-
riencia agradable. Sus amigos teníamos que sobre-
llevar el hecho de quedar siempre eclipsados por
él, y para su hermano debía de resultar aún más
difícil.

Cuando Dumbledore y yo terminamos los es-
tudios en Hogwarts, planeamos hacer juntos la
entonces tradicional vuelta al mundo, visitando y
observando a los magos de otros países, antes de
emprender nuestras respectivas carreras. Pero se
produjo una tragedia: la víspera del inicio de nues-
tro viaje murió la madre de mi amigo, Kendra, y él
se convirtió en el cabeza de familia y su único sos-
tén. Aplacé mi partida el tiempo suficiente para
asistir al funeral y ofrecer mi pésame a la familia,
pero luego emprendí el viaje en solitario. Como Al-
bus tenía un hermano y una hermana menores a
su cargo y, además, les habían dejado muy poco di-
nero, no podía plantearse acompañarme.

Ese fue el periodo de nuestras vidas en que tu-
vimos menos contacto. A pesar de todo, me cartea-
ba con él y le describía, quizá con escaso tacto, las
maravillas de mi viaje, desde cómo me salvé por
muy poco de las quimeras en Grecia hasta los ex-
perimentos de los alquimistas egipcios. En sus car-
tas, él apenas me hablaba de su vida cotidiana, que
a mí se me antojaba frustrante y aburrida para un
mago tan brillante. Inmerso en mis propias expe-
riencias, cuando mi año sabático tocaba ya a su fin,
me enteré horrorizado de que otra tragedia había
golpeado a los Dumbledore: la muerte de su her-
mana Ariana.

Pese a que ésta tenía problemas de salud desde
hacía mucho tiempo, el infortunio, acaecido poco
después de la pérdida de la madre, afectó mucho a
los dos hermanos. Todos los que teníamos una rela-
ción estrecha con Albus (y me cuento entre esos afor-
tunados) coincidimos en que la muerte de Ariana y
el sentimiento de culpa que lo embargó (aunque él
no tuvo ninguna responsabilidad en lo ocurrido, por
supuesto) lo marcaron para siempre.

A mi regreso encontré a un joven que había so-
portado un sufrimiento desproporcionado para su
edad; se mostraba más reservado que antes y mu-
cho menos alegre. Por si fuera poca su desgracia, la
muerte de Ariana no propició el acercamiento entre
él y Aberforth, sino que acentuó su distanciamien-
to. (Con el tiempo, esa situación se resolvió, pues
ambos hermanos recuperaron, si no una estrecha
amistad, al menos una relación cordial.) Sin embar-
go, a partir de entonces Albus raramente hablaba
de sus padres ni de Ariana, y sus amigos aprendi-
mos a no mencionarlos.

Otras plumas se ocuparán de describir los éxi-
tos de los años siguientes. Las innumerables contri-
buciones de Dumbledore al acervo del conocimiento
mágico, entre ellas el descubrimiento de los doce
usos de la sangre de dragón, beneficiarán a gene-
raciones venideras, igual que la sabiduría de que
hizo gala en las numerosas sentencias que dictó
mientras fue Jefe de Magos del Wizengamot. Di-
cen, todavía hoy, que ningún duelo mágico puede
compararse con el que protagonizaron él y Grin-
delwald en 1945. Aquellos que lo presenciaron han
descrito el terror y el sobrecogimiento que sintie-
ron al ver combatir a esos dos extraordinarios ma-
gos. La victoria de Dumbledore y sus consecuencias
para el mundo mágico se consideran un punto de
inflexión en la historia de la magia, semejante al
de la introducción del Estatuto Internacional del
Secreto o a la caída de El-que-no-debe-ser-nombra-
do.

Albus Dumbledore nunca fue orgulloso ni pe-
dante; sabía encontrar algo meritorio en cada perso-
na, por insignificante o desgraciada que pareciera,
y creo que sus tempranas pérdidas lo dotaron de una
gran humanidad y una enorme compasión. No ten-
go palabras para expresar cuánto echaré de menos
su amistad, pero mi dolor no es nada comparado
con el del mundo mágico. Nadie puede poner en
duda que Dumbledore fue el más ejemplar y el más
querido de todos los directores de Hogwarts. Murió
como había vivido: siempre trabajando por el triun-
fo del bien y, hasta el último momento, tan dispues-
to a tenderle una mano a un niño con viruela de
dragón como lo estaba el día que lo conocí.

Harry terminó de leer, pero siguió contemplando la fo-
tografía que acompañaba la nota necrológica: Dumbledore
exhibía su habitual y bondadosa sonrisa, y como miraba el
objetivo por encima de sus gafas de media luna, al mucha-
cho le dio la sensación, incluso en el papel de prensa, de que
lo traspasaba con rayos X. Y la tristeza se le mezcló con un
sentimiento de humillación.

Siempre había creído que conocía bien a Dumbledore,
pero tras leer esa nota necrológica se vio obligado a recono-
cer que apenas sabía nada de él. Jamás había imaginado su
infancia ni su juventud; era como si siempre hubiera sido
como él lo conoció: un venerable anciano de cabello platea-
do. La idea de un Dumbledore adolescente se le antojaba
rara; era como tratar de pensar en una Hermione estúpida
0en un escreguto de cola explosiva bonachón.

Nunca se le ocurrió preguntarle acerca de su pasado
(sin duda habría resultado extraño, incluso impertinente,
pues al fin y al cabo todos sabían que había participado en
aquel legendario duelo con Grindelwald), ni le había pasa-
do por la cabeza pedirle detalles de ése ni de ningún otro de
sus famosos logros. No, siempre habían hablado de Harry,
del pasado de Harry, del futuro de Harry, de los planes de
1larry... y ahora éste tenía la impresión, pese a lo peligroso
e incierto que era su futuro, de que había desperdiciado
oportunidades irrepetibles al no preguntarle más cosas so-
bre su vida, aunque la única pregunta personal que le ha-
bía formulado era también la única que sospechaba que el
director del colegio no había contestado con sinceridad:
«¿Qué es lo que ve cuando se mira en el espejo?»
«¿Yo? Me veo sosteniendo un par de gruesos calcetines
de lana.»

Harry permaneció pensativo unos minutos; luego re-
cortó la nota necrológica de El Profeta, la dobló con cuidado
y la guardó dentro del primer volumen de Magia defensiva
práctica y cómo utilizarla contra las artes oscuras.

Entonces tiró el resto del periódico al montón de basura y
contempló la habitación: estaba mucho más ordenada. Lo
único que seguía fuera de su sitio era el periódico de ese
día, sobre la cama y con el fragmento del espejo roto enci-
ma.

Harry cruzó el dormitorio, cogió El Profeta, dejando
que el fragmento de espejo resbalara y cayera a la cama, y lo
abrió. Cuando la lechuza del correo se lo entregó enrollado
por la mañana, no había hecho más que echarle un vistazo
al titular y dejarlo por ahí, tras comprobar que no menciona-
ba a Voldemort. Estaba seguro de que el ministerio se valía
de El Profeta para ocultar las noticias sobre el Señor Tene-
broso. Por eso no vio hasta ese momento lo que había pasa-
do por alto.

En la mitad inferior de la primera plana había un titu-
lar más pequeño sobre una fotografía de Dumbledore cami-
nando a grandes zancadas, al parecer con prisa:

DUMBLEDORE, ¿LA VERDAD, POR FIN?

La semana que viene se publicará la asombrosa
historia del imperfecto genio, considerado por mu-
chos el mago más grande de su generación. Rita
Skeeter echa por tierra la popular imagen del sa-
bio sereno de barba plateada y revela la proble-
mática infancia, la descontrolada juventud, las
eternas enemistades y los vergonzosos secretos
que Dumbledore se llevó a la tumba. ¿Por qué un
hombre destinado a ser ministro de Magia se con-
tentó con dirigir un colegio? ¿Cuál era el verdadero
propósito de la organización secreta conocida como
Orden del Fénix? ¿Cómo murió realmente Dum-
bledore?

Estas y muchas otras preguntas se investi-
gan en la explosiva biografía Vida y mentiras de
Albus Dumbledore, de Rita Skeeter, entrevistada
en exclusiva por Betty Braithwaite (véase pági-
na 13).

Harry abrió el periódico con brusquedad y buscó la pá-
gina 13. El artículo iba acompañado de una fotografía de
otra cara que también le resultó familiar: una mujer de ga-
las con joyas incrustadas en la montura y de rubio cabello
rizado artificialmente; dejando entrever los dientes, esbo-
zaba una sonrisa que sin duda pretendía ser encantadora y
saludaba agitando los dedos. Harry hizo todo lo posible por
ignorar esa desagradable imagen y leyó:

En persona, Rita Skeeter es más dulce y afectuosa
de lo que sugieren sus famosas y despiadadas sem-
blanzas. Tras recibirme en el vestíbulo de su aco-
gedora casa, me lleva directamente a la cocina para
ofrecerme una taza de té, un trozo de bizcocho y,
huelga decirlo, una buena hornada de cotilleos.

«Sí, desde luego, Dumbledore es el sueño de
todo biógrafo —afirma—. Tuvo una vida larga y ple-
na. Estoy segura de que mi libro será el primero de
una larga serie.»

Skeeter no ha perdido el tiempo, pues terminó
su libro —de novecientas páginas— tan sólo cua-
tro semanas después de la misteriosa muerte de
Dumbledore, acaecida en junio. Le pregunto cómo
consiguió esa hazaña.

«Bueno, verás, cuando llevas tantos años como
yo ejerciendo el periodismo te acostumbras a tra-
bajar con un plazo determinado. Era consciente de
que el mundo mágico estaba pidiendo a gritos la
historia completa, y quería ser la primera en satis-
facer esa necesidad.»

Menciono los recientes comentarios, ampliamen-
te divulgados, de Elphias Doge, consejero especial
del Wizengamot y gran amigo de Albus Dumbledo-
re, según los cuales «el libro de Skeeter contiene me-
nos hechos reales que los cromos de las ranas de
chocolate».

Skeeter echa la cabeza atrás y ríe.

«¡El bueno de Dodgy! Recuerdo que hace unos
años lo entrevisté acerca de los derechos de la gen-
te del agua. ¡Pobre hombre! Estaba completamente
ido; al parecer creía que nos hallábamos sentados
en el fondo del lago Windermere, y no paraba de
decirme que estuviera atenta por si veía alguna
trucha.»

Sin embargo, otras personas se han hecho eco
de las acusaciones de inexactitud formuladas por
Elphias Doge. De modo que le planteo a Skeeter si
cree que un tiempo tan breve —cuatro semanas—
le ha bastado para hacerse una idea completa de la
larga y extraordinaria vida de Dumbledore.

«¡Ay, querida! —replica componiendo una sonri-
sa, y me da unas afectuosas palmaditas en la
mano—.
Tú sabes tan bien como yo la cantidad de informa-
ción que puede obtenerse con una bolsa llena de ga-
leones, con la determinación de no aceptar un no
por respuesta y provista de una buena pluma a
vuelapluma. Además, la gente hacía cola para cri-
ticar a Dumbledore. Verás, no todo el mundo lo
consideraba tan maravilloso, puesto que molestó a
más de un personaje importante. Pero el bueno de
Dodgy Doge ya puede ir apeándose de su hipogrifo,
porque yo he tenido acceso a una fuente por la que
muchos periodistas cambiarían su varita, alguien
que hasta ahora nunca había hablado en público
y que estuvo cerca de Dumbledore durante la eta-
pa más turbulenta e inquietante de su juventud.»

En efecto, los avances publicitarios de la bio-
grafía redactada por Skeeter sugieren que ésta de-
parará sorpresas a los que creen que Dumbledore
llevó una vida sin tacha. Le pregunto cuáles son
las sorpresas más relevantes que incluye.

«Vamos, Betty, no creerás que voy a desvelar
lo más destacado antes de que la gente haya com-
prado el libro, ¿verdad? —bromea la periodista—.
Pero puedo adelantar que quien siga creyendo que
Dumbledore era tan inmaculado como su barba se
va a llevar un chasco. Me limitaré a decir que nadie
que alguna vez lo oyera despotricar contra Quien-
tú-sabes habrá podido imaginar que tuvo sus escar-
ceos con las artes oscuras en su juventud. Y para
tratarse de un mago que pasó los últimos años de
su vida exigiendo tolerancia, de joven no era muy
tolerante que digamos. Sí, Albus Dumbledore tuvo
un pasado sumamente turbio, por no mencionar al


resto de esa sospechosa familia a la que tanto tra-
bajo le costó mantener a raya.»

Le pregunto a Skeeter si se refiere al hermano
de Dumbledore, Aberforth, cuya condena por parte
del Wizengamot por uso indebido de la magia pro-
vocó un pequeño escándalo hace quince años.

«Bueno, Aberforth sólo es la punta del iceberg
—responde Skeeter riendo—. No, no; me refiero a
algo mucho peor que un hermano aficionado a ju-
gar con cabras, o peor incluso que un padre que iba
por ahí agrediendo a muggles. Además, Dumbledo-
re no consiguió que se moderaran, y el Wizengamot
los inculpó a ambos. En realidad, las que me intri-
gaban eran la madre y la hermana, así que me puse
a indagar y no tardé en descubrir un verdadero
nido de infamias. Pero, como ya he dicho, tendréis
que leer del capítulo nueve al doce para saber to-
dos los detalles. Lo único que puedo adelantar aho-
ra es que no me extraña que Dumbledore nunca
explicara cómo se rompió la nariz.»

Le comento a Skeeter si, a pesar de esos trapos
sucios que la familia intentaba ocultar, niega la ge-
nialidad que permitió a Dumbledore hacer tantos
descubrimientos mágicos.

«Era listo —admite—, aunque ahora muchos
ponen en duda si realmente merecía que se le reco-
nociera la autoría de todos sus presuntos logros.
Como revelo en el capítulo dieciséis, Ivor Dillonsby
afirma que él ya había descubierto ocho usos de la
sangre de dragón cuando Dumbledore "tomó pres-
tados" sus trabajos.»

No obstante, insisto en que la importancia de
algunos logros de Dumbledore no puede negarse.
Así pues, ¿qué opina de la famosa derrota de Grin-
delwald?

«Mira, me alegro de que menciones a Grindel-
wald —responde Skeeter con una seductora sonri-
sa—. Me temo que aquellos cuyos ojos se humedecen
con la historia de la espectacular victoria de Dum-
bledore deberían prepararse para recibir un bom-
bazo, o quizá una bomba fétida. Fue un asunto muy
sucio, ¿sabes? Lo único que voy a decir es que no de-


béis estar tan seguros de que sea verdad que hubo
un espectacular duelo digno de una leyenda. Cuando
la gente haya leído mi libro, quizá se vea obligada
a concluir que Grindelwald se limitó a hacer apa-
recer un pañuelo blanco en el extremo de su varita
mágica y entregarse sin oponer resistencia.»

Skeeter se niega a dar más detalles sobre ese
intrigante tema, así que pasamos a hablar de la re-
lación amistosa que sin duda más fascinará a sus
lectores.

«¡Ah, sí, sí —dice Skeeter asintiendo enérgica-
mente—, le dedico un capítulo entero a la relación
de Dumbledore con Potter! Hay quien la ha califi-
cado de morbosa, incluso siniestra. Una vez más
insisto en que los lectores tendrán que comprar mi
libro para conocer toda la historia, pero no cabe
duda de que el director de Hogwarts desarrolló un
interés poco natural por Potter desde el principio.
Ya veremos si lo hizo realmente por el interés del
chico. Desde luego, es un secreto a voces que éste
ha tenido una adolescencia muy turbulenta.»

Le pregunto si todavía sigue en contacto con
Harry Potter, a quien entrevistó divinamente el año
pasado y sobre quien publicó un revelador artículo
en el que él hablaba en exclusiva de su convicción
de que Quien-ustedes-saben había regresado.

«Sí, claro, hemos desarrollado un fuerte vínculo.
El pobre Potter tiene muy pocos amigos auténticos,
y nosotros nos conocimos en uno de los momentos
más difíciles de su vida: el Torneo de los Tres Ma-
gos. Seguramente soy una de las pocas personas
con vida que pueden jactarse de conocer al verdade-
ro Harry Potter.»

Esa afirmación nos lleva a hablar de los nu-
merosos rumores que todavía circulan acerca de
las horas finales de Dumbledore. ¿Cree Skeeter
que Potter estaba presente cuando murió el profe-
sor?

«Verás, no quiero hablar demasiado (está todo
en el libro), pero hay testigos oculares del castillo
de Hogwarts que vieron a Potter huyendo del lugar
momentos después de que el director del colegio
cayera, saltara o fuera empujado desde la torre.
Más tarde, Potter acusó a Severus Snape, a quien
guarda un profundo rencor. ¿Ocurrió todo como pa-
rece? Eso tendrá que decidirlo la comunidad mági-
ca... después de leer mi libro.»

Dejamos esa intrigante frase en el aire. No cabe
duda de que Skeeter ha escrito un auténtico super-
venías. Entretanto, las legiones de admiradores
de Dumbledore quizá estén temblando por lo que
pronto descubrirán sobre su héroe.

Harry llegó al final del artículo y se quedó contemplan-
do la página como embobado. La rabia y el asco surgían en
su interior como vómito; arrugó el periódico y lo lanzó con
todas sus fuerzas contra la pared, donde se unió al resto
de la basura amontonada alrededor de la rebosante pape-
lera.

A continuación se paseó abstraído por la habitación,
abriendo cajones vacíos y cogiendo libros para luego dejarlos
en los mismos montones, apenas consciente de lo que hacía.
Algunas frases del artículo le resonaban en la cabeza: «[...]
dedico un capítulo entero a la relación de Dumbledore con
Potter [...] hay quien la ha calificado de morbosa, incluso si-
niestra [...] tuvo sus escarceos con las artes oscuras en su
juventud [...] he tenido acceso a una fuente por la que mu-
chos periodistas cambiarían su varita [...]».

—¡Mentiras! —gritó Harry, y por la ventana vio al veci-
no de al lado que, mirándolo con nerviosismo, se había de-
tenido para volver a poner en marcha el cortacésped.

Se dejó caer con frustración en la cama, haciendo sal-
tar el trozo de espejo; lo cogió y lo giró entre los dedos, al
tiempo que pensaba en Dumbledore y en los embustes con
que Rita Skeeter lo estaba difamando.

De pronto percibió un intenso destello azul. Se quedó
paralizado, y el dedo que se había cortado se le deslizó otra
vez por el borde irregular del espejo. Eran imaginaciones
suyas, no había otra explicación. Miró hacia atrás, pero la
pared lucía aquel asqueroso tono melocotón elegido por tía
Petunia: allí no había nada de color azul que pudiera ha-
berse reflejado en el espejo. Volvió a mirarse en éste y no
vio más que su ojo, de un verde vivo, devolviéndole la mira-
da.


Se lo había imaginado, era evidente; se lo había ima-
ginado porque estaba pensando en el difunto director del
colegio. Si de algo estaba seguro era de que los ojos azules
de Albus Dumbledore jamás volverían a clavarse en los
suyos.

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