A las tres en punto de la tarde del día siguiente, Harry, Ron,
Fred y George se plantaron frente a la gran carpa blanca,
montada en el huerto de árboles frutales, esperando a que
llegaran los invitados de la boda. Harry se había tomado
una abundante dosis de poción multijugos y convertido en
el doble de un muggle pelirrojo del pueblo más cercano,
Ottery St. Catchpole, a quien Fred le había arrancado unos
pelos utilizando un encantamiento convocador. El plan con-
sistía en presentar a Harry como «el primo Barny» y confiar
en que los numerosos parientes de la familia Weasley lo ca-
muflaran.
Los cuatro chicos tenían en la mano un plano de la dis-
posición de los asientos, para ayudar a los invitados a en-
contrar su sitio. Hacía una hora que había llegado una
cuadrilla de camareros, ataviados con túnicas blancas, y
una orquesta cuyos miembros vestían chaquetas doradas;
y ahora todos esos magos se hallaban sentados bajo un ár-
bol cercano, envueltos en una nube azulada de humo de
pipa.
Desde la entrada de la carpa se veían en su interior hi-
leras e hileras de frágiles sillas, asimismo doradas, coloca-
das a ambos lados de una larga alfombra morada; y los
postes que sostenían la carpa estaban adornados con flores
blancas y doradas. Fred y George habían atado un enorme
ramo de globos (cómo no, dorados) sobre el punto exacto
donde Bill y Fleur se convertirían en marido y mujer. En el
exterior, las mariposas y abejas revoloteaban perezosa-
mente sobre la hierba y el seto. Como hacía un radiante día
estival, Harry se sentía muy incómodo, pues la túnica de
gala que llevaba puesta le apretaba y le daba calor; el chico
muggle cuyo aspecto había adoptado estaba un poco más
gordo que él...
—Cuando yo me case —dijo Fred tirando del cuello de
su túnica—, no armaré tanto jaleo. Podréis vestiros como os
apetezca, y le haré una maldición de inmovilidad total a
nuestra madre hasta que haya terminado todo.
—Esta mañana no se ha portado demasiado mal, a fin
de cuentas —la defendió George—. Ha llorado un poco por
la ausencia de Percy, pero, bah, ¿para qué lo necesitamos?
¡Vaya, preparaos! ¡Ya vienen!
Unos personajes vestidos con llamativas ropas multi-
colores iban apareciendo, uno a uno, por el fondo del patio.
Pasados unos minutos, ya se había formado una procesión
que serpenteó por el jardín en dirección a la carpa. En los
sombreros de las brujas revoloteaban flores exóticas y pá-
jaros embrujados, mientras que preciosas gemas destella-
ban en las corbatas de muchos magos. A medida que se
aproximaban, el murmullo de voces emocionadas fue inten-
sificándose, hasta ahogar el zumbido de las abejas.
—Estupendo; me ha parecido ver algunas primas vee-
las —comentó George estirando el cuello para ver mejor—.
Necesitarán ayuda para entender nuestras costumbres in-
glesas; yo me ocuparé de ellas.
—No corras tanto, Desorejado —replicó Fred y, pasando
rápidamente junto al grupo de brujas de mediana edad que
encabezaban la procesión, indicó a un par de guapas france-
sas—: Por aquí... Permettez-moi assister vous. —Las chicas
rieron y se dejaron acompañar al interior de la carpa.
George se quedó atendiendo, pues, a las brujas de me-
diana edad, y Ron se encargó de Perkins, el antiguo colega
del ministerio del señor Weasley, mientras que a Harry le
tocó una pareja de ancianos bastante sordos.
—Eh, ¿qué hay? —dijo una voz conocida cuando Harry
volvió a salir de la carpa: Lupin y Tonks, que se había teñi-
do de rubio para la ocasión, presidían la cola—. Arthur nos
ha chivado que eras el del pelo rizado. Perdona lo de anoche
—añadió la bruja en voz baja cuando Harry enfiló con ellosel pasillo—. Últimamente, el ministerio no se muestra muy
amable con los hombres lobo, y creímos que nuestra pre-
sencia no te beneficiaría.
—No os preocupéis, ya me hago cargo —repuso Harry di-
rigiéndose más a Remus que a Tonks.
Lupin compuso una sonrisa fugaz, pero cuando Harry
se separó de ellos, vio que el semblante se le ensombrecía de
nuevo. No comprendía qué le pasaba a Lupin, pero no era
momento para ahondar en el asunto, pues Hagrid estaba
provocando un buen alboroto: el guardabosques había en-
tendido mal las indicaciones de Fred, y en lugar de insta-
larse en el asiento reforzado y agrandado mediante magia
que le habían preparado en la última fila, se había sentado
en cinco sillas normales que se habían convertido en un
gran montón de palillos dorados.
Mientras el señor Weasley trataba de arreglar el estro-
picio y Hagrid se disculpaba a gritos con todo el mundo,
Harry regresó a toda prisa a la entrada y encontró a Ron
hablando con un mago de aspecto sumamente excéntrico:
un poco bizco, de pelo cano, largo hasta los hombros y de
una textura semejante al algodón de azúcar, llevaba un bi-
rrete cuya borla le colgaba delante de la nariz y una túnica
de un amarillo que hería la vista; de la cadena que le colga-
ba del cuello pendía un extraño colgante que simbolizaba
una especie de ojo triangular.
—Xenophilius Lovegood —se presentó tendiéndole la
mano a Harry—; mi hija y yo vivimos al otro lado de esa co-
lina. Los Weasley han sido muy amables invitándonos. Así,
¿dices que conoces a mi hija Luna? —preguntó a Ron.
—En efecto. ¿No ha venido con usted?
—Sí, sí, pero se ha entretenido en ese precioso jardinci-
llo saludando a los gnomos. ¡Qué maravillosa plaga! Muy po-
cos magos se dan cuenta de lo mucho que podemos aprender
de esas sabias criaturas, cuyo nombre correcto, por cierto, es
Gernumbli gardensi.
—Los nuestros saben unas palabrotas excelentes —co-
mentó Ron—, pero creo que se las han enseñado Fred y
George. —A continuación acompañó a un grupo de magos
a la carpa, y en ese momento llegó Luna.
—¡Hola, Harry! —saludó.
—Me llamo Barny —repuso el muchacho, desconcertado.
—Ah, ¿también te has cambiado el nombre? —pregun-
tó ella alegremente.
—¿Cómo has sabido...?
—Bueno, por tu expresión.
Luna llevaba una túnica igual que la de su padre y,
como complemento, un gran girasol en el pelo. Cuando uno
lograba acostumbrarse al resplandor de su atuendo, el efec-
to general resultaba agradable; al menos no llevaba rába-
nos colgando de las orejas...
Xenophilius, enfrascado en una conversación con un co-
nocido suyo, no oyó el diálogo entre Luna y Harry; poco des-
pués se despidió de su amigo y se volvió hacia su hija, que
levantó un dedo y dijo:
—¡Mira, papá! ¡Uno de esos gnomos me ha mordido y
todo!
—¡Qué maravilla! ¡La saliva de gnomo es sumamente
beneficiosa, hija mía! —exclamó el señor Lovegood, cogien-
do el dedo que Luna le mostraba, y examinó los pinchazos
sangrantes—. Luna, querida, si hoy sintieras nacer en ti al-
gún talento (quizá un irresistible impulso de cantar ópera
o declamar en sirenio), ¡no lo reprimas! ¡Es posible que los
Gernumblis te hayan obsequiado con un don!
En ese momento Ron pasaba por su lado en la dirección
opuesta, y soltó una risotada.
—Ron quizá lo encuentre gracioso —comentó Luna con
serenidad, mientras Harry los acompañaba hasta sus asien-
tos—, pero mi padre lleva años estudiando la magia de los
Gernumblis.
—¿En serio? —Hacía mucho tiempo que había decidido
no contradecir las peculiares opiniones de Luna y su proge-
nitor—. Oye, ¿seguro que no quieres ponerte algo en esa
mordedura?
—No, no es nada, de verdad —repuso ella chupándose
el dedo con aire soñador y mirando a Harry de arriba aba-
jo—. ¡Estás muy elegante! Ya le advertí a papá que la ma-
yoría de la gente vestiría túnica de gala, pero él cree que a
las bodas hay que ir vestido de los colores del sol. Ya sabes,
da buena suerte.
Luna fue a sentarse con su padre, y entonces reapareció
Ron con una bruja muy anciana cogida de su brazo. La picu-
da nariz, los párpados de bordes rojizos y el sombrero rosa
con plumas le conferían el aspecto de un flamenco enojado.
—...y tienes el pelo demasiado largo, Ronald; al princi-
pio te he confundido con Ginevra. ¡Por las barbas de Merlin!
¿Cómo se ha vestido Xenophilius Lovegood? Parece una tor-
tilla. ¿Y tú quién eres? —le espetó a Harry.
—¡Ah, sí! Tía Muriel, te presento a nuestro primo Barny.
—¿Otro Weasley? Vaya, os reproducís como gnomos.
¿Y Harry Potter? ¿No ha venido? Esperaba conocerlo. Creía
que era amigo tuyo, Ronald. ¿O sólo alardeabas?
—No, es que... no ha podido venir.
—Mmm. Habrá dado alguna excusa, ¿no? Eso significa
que no es tan idiota como aparenta en las fotografías de los
periódicos. ¡He estado enseñándole a la novia cómo tiene
que llevar mi diadema! —le gritó a Harry—. Es una pieza
de artesanía de los duendes, ¿sabes?, y pertenece a mi fami-
lia desde hace siglos. Esa chica es muy mona pero... france-
sa. Bueno, búscame un buen asiento, Ronald; tengo ciento
siete años y no me conviene estar mucho rato de pie.
Ron le lanzó una elocuente mirada a Harry al pasar
junto a él, y tardó un rato en reaparecer. Cuando los dos
amigos volvieron a coincidir en la entrada de la carpa, Ha-
rry ya había ayudado a buscar su asiento a una docena de
invitados más. La carpa estaba casi llena, y por primera
vez no había cola fuera.
—Tía Muriel es una pesadilla —se quejó Ron enjugán-
dose la frente con la manga—. Antes venía todos los años
por Navidad, pero afortunadamente se ofendió porque Fred
y George le pusieron una bomba fétida en la silla nada más
sentarnos a cenar. Mi padre siempre dice que debe de haber-
los desheredado. ¡Como si a ellos les importara eso! Al ritmo
que van, se harán más ricos que cualquier otro miembro de
la familia... ¡Atiza! —Parpadeó al ver a Hermione, que corría
hacia ellos—. ¡Estás espectacular!
—Siempre ese tonito de sorpresa —se quejó Hermione,
pero sonrió. Lucía un vaporoso vestido de color lila con za-
patos de tacón a juego, y el cabello liso y reluciente—. Pues
tu tía abuela Muriel no opina como tú. Me la he encontrado
en la casa cuando fue a darle la diadema a Fleur, y ha dicho:
«¡Cielos! ¿Esta es la hija de muggles?», y añadió que tengo
«mala postura y los tobillos flacuchos».
—No te lo tomes como algo personal. Es grosera con
todo el mundo —dijo Ron.
—¿Estáis hablando de Muriel? —preguntó George, que
en ese momento salía con Fred de la carpa—. A mí acaba de
decirme que tengo las orejas asimétricas. ¡Menuda arpía!
Ojalá viviera todavía el viejo tío Bilius; te tronchabas con él
en las bodas.
—¿No fue vuestro tío Bilius el que vio un Grim y murió
veinticuatro horas más tarde? —preguntó Hermione.
—Bueno, sí. Al final de su vida se volvió un poco raro
—concedió George.
—Pero antes de que se le fuera la olla siempre era el
alma
de las fiestas —observó Fred—. Se bebía de un trago una bo-
tella entera de whisky de fuego, iba corriendo a la pista de
baile, se recogía la túnica y se sacaba ramilletes de flores
del...
—Sí, por lo que dices debió de ser un verdadero encan-
to —ironizó Hermione mientras Harry reía a carcajadas.
—Nunca se casó, no sé por qué —añadió Ron.
—Eres increíble —comentó Hermione.
Todos reían y ninguno se fijó en el invitado que acaba-
ba de llegar, un joven moreno de gran nariz curvada y po-
bladas cejas negras, hasta que entregó su invitación a Ron
y dijo mirando a Hermione:
—Estás preciosa.
—¡Viktor! —exclamó ella, y soltó su bolsito bordado con
cuentas, que al caer al suelo dio un fuerte golpe, despropor-
cionado para su tamaño. Se agachó ruborizada para reco-
gerlo y balbuceó—: No sabía que... Vaya, me alegro de verte.
¿Cómo estás?
A Ron se le habían puesto coloradas las orejas. Tras
leer la invitación de Krum como si no creyera ni una sola
palabra de lo que ponía, preguntó con voz demasiado alta:
—¿Cómo es que has venido?
—Me ha invitado Fleur —respondió Krum arqueando
las cejas.
Harry, que no le guardaba ningún rencor, le estrechó la
mano; luego, creyendo que sería prudente apartarlo de Ron,
se ofreció para indicarle cuál era su asiento.
—Tu amigo no se ha alegrado mucho de verme —co-
mentó Viktor cuando entró con Harry en la carpa, ya aba-
rrotada—. ¿O sois parientes? —preguntó fijándose en el
cabello rojizo y rizado de Harry.
—Somos primos —masculló Harry, pero Krum ya no le
prestaba atención. Su aparición estaba causando un gran
revuelo, sobre todo entre las primas veelas; al fin y al cabo,
era un famoso jugador de quidditch.
Mientras la gente todavía estiraba el cuello para verlo
mejor, Ron. Hermione, Fred y George avanzaron apresura-
damente por el pasillo.
—Tenemos que sentamos —le dijo Fred a Harry—, o
nos atropellará la novia.
Harry, Ron y Hermione ocuparon sus asientos en la se-
gunda fila, detrás de Fred y George. Hermione tenía las me-
jillas sonrosadas, y Ron, las orejas escarlatas. Pasados unos
momentos, éste le murmuró a Harry:
—¿Has visto qué barbita tan ridicula se ha dejado?
Harry emitió un gruñido evasivo.
En la carpa, muy caldeada, reinaba una atmósfera de
expectación y de vez en cuando una risotada nerviosa rom-
pía el murmullo general. Los Weasley aparecieron por el pa-
sillo, desfilando sonrientes y saludando con la mano a sus
parientes; Molly llevaba una túnica nueva de color amatis-
ta con el sombrero a juego.
Unos instantes después, Bill y Charlie se pusieron en
pie en la parte delantera de la carpa; ambos vestían túnicas
de gala, con sendas rosas blancas en el ojal; Fred soltó un
silbido de admiración y se oyeron unas risitas ahogadas de
las primas veelas. Entonces sonó una música que al pare-
cer salía de los globos dorados, y todos callaron.
—¡Ooooh! —exclamó Hermione al volverse en el asien-
to para mirar hacia la entrada.
Los magos y las brujas emitieron un gran suspiro co-
lectivo cuando monsieur Delacour y su hija enfilaron el pa-
sillo; ella caminaba como si se deslizara y él iba brincando,
muy sonriente. Fleur llevaba un sencillo vestido blanco que
irradiaba un resplandor plateado. Normalmente, su her-
mosura eclipsaba a cuantos la rodeaban, pero ese día, en
cambio, su belleza contagiaba. Ginny y Gabrielle, atavia-
das con sendos vestidos dorados, parecían incluso más her-
mosas de lo habitual, y cuando Fleur llegó junto a Bill, dejó
de parecer que en el pasado éste se las hubiera visto con
Fenrir Greyback.
—Damas y caballeros... —dijo una voz cantarína, y Ha-
rry se llevó una ligera impresión al ver al mismo mago bajito
y de cabello ralo que había presidido el funeral de Dumbledo-
re, de pie frente a Bill y Fleur—. Hoy nos hemos reunido para
celebrar la unión de dos almas nobles...
—Sí, mi diadema le da realce a la escena —observó tía
Muriel con un susurro que se oyó perfectamente—. Sin em-
bargo, he de decir que el vestido de Ginevra es demasiado
escotado.
Ginny volvió la cabeza, sonriente, le guiñó un ojo a Ha-
rry y volvió a mirar al frente. El se sintió transportado has-
ta aquellas tardes vividas con Ginny en rincones solitarios
de los jardines del colegio, que se le antojaban muy lejanas;
siempre le habían parecido demasiado maravillosas para
ser ciertas, como si hubiera estado robándole horas de una
felicidad insólita a la vida de una persona normal, una per-
sona sin una cicatriz con forma de rayo en la frente...
—William Arthur, ¿aceptas a Fleur Isabelle...?
En la primera fila, la señora Weasley y madame Dela-
cour sollozaban en silencio y se enjugaban las lágrimas con
pañuelos de encaje. Unos trompetazos provenientes del fon-
do de la carpa hicieron comprender a todos que Hagrid ha-
bía utilizado también uno de sus pañuelos tamaño mantel.
Hermione se giró y, sonriendo, miró a Harry; ella también
tenía lágrimas en los ojos.
—... Así pues, os declaro unidos de por vida.
El mago del cabello ralo alzó la varita por encima de las
cabezas de los novios y, acto seguido, una lluvia de estrellas
plateadas descendió sobre ellos trazando una espiral alrede-
dor de sus entrelazadas figuras. Fred y George empezaron
a aplaudir y, entonces, los globos dorados explotaron, dejan-
do escapar aves del paraíso y diminutas campanillas dora-
das que, volando y flotando, añadieron sus cantos y repiques
respectivos al barullo. A continuación, el mago dijo:
—¡Damas y caballeros, pónganse en pie, por favor!
Todos obedecieron, aunque tía Muriel rezongó sin mi-
ramientos. Entonces el hombrecillo agitó su varita mágica:
los asientos de los invitados ascendieron con suavidad al
mismo tiempo que se desvanecían las paredes de la carpa.
De pronto se hallaron bajo un toldo sostenido por postes do-
rados, gozando de una espléndida vista del patio de árboles
frutales y los campos bañados por el sol. Luego, un charco
de oro fundido se extendió desde el centro de la carpa y for-
mó una brillante pista de baile; las sillas, suspendidas en el
aire, se agruparon alrededor de unas mesitas con manteles
blancos y, con la misma suavidad con que habían subido,
descendieron hasta el suelo, mientras los músicos de las
chaquetas doradas se aproximaban a una tarima.
—¡Qué pasada! —dijo Ron, admirado.
Entonces aparecieron camareros por todas partes; algu-
nos llevaban bandejas de plata con zumo de calabaza, cerve-
za de mantequilla y whisky de fuego; y otros, tambaleantes
montañas de tartas y bocadillos.
—¡Tenemos que ir a felicitarlos! —dijo Hermione po-
niéndose de puntillas para ver a Bill y Fleur, que habían
desaparecido en medio de una multitud de invitados que se
habían acercado a darles la enhorabuena.
—Ya habrá tiempo para eso —replicó Ron y cogió tres
vasos de cerveza de mantequilla de la bandeja de un cama-
rero que pasaba cerca; le dio uno a Harry—. Coge esto, Her-
mione. Vamos a buscar una mesa. ¡No, ahí no! ¡Lo más lejos
posible de tía Muriel!
Ron guió a sus amigos por la vacía pista de baile, sin
dejar de mirar a derecha e izquierda, y Harry tuvo la segu-
ridad de que vigilaba por si veía a Krum. Cuando consiguie-
ron llegar al otro extremo de la carpa, casi todas las mesas
estaban llenas; la más vacía era la que ocupaba Luna,
sola.
—¿Te importa que nos sentemos contigo? —le pregun-
tó Ron.
—No, qué va. Mi padre ha ido a darles su regalo a los
novios.
—¿Qué es? ¿Una provisión inagotable de gurdirraíces?
—quiso saber Ron.
Hermione le lanzó un puntapié por debajo de la mesa,
pero no le dio a Ron sino a Harry, quien, lagrimeando de do-
lor, perdió momentáneamente el hilo de la conversación.
La orquesta había atacado un vals. Los novios fueron
los primeros en dirigirse a la pista de baile, secundados por
un fuerte aplauso. Al cabo de un rato, el señor Weasley guió
hasta allí a madame Delacour, y los siguieron la señora Weas-
ley y el padre de Fleur.
—Me gusta esa canción —comentó Luna meciéndose, y
segundos más tarde se levantó y fue a la pista de baile, don-
de se puso a evolucionar con los ojos cerrados y agitando los
brazos al compás de la música.
—¿Verdad que esa chica es genial? —comentó Ron son-
riendo con admiración—. Siempre tan lanzada.
Pero la sonrisa se le borró rápidamente, porque Viktor
Krum acababa de sentarse en la silla de Luna. Hermione
se aturulló un poco, aunque esta vez Krum no había ido a
dedicarle halagos. Con el entrecejo fruncido, el muchacho
preguntó:
—¿Quién es ese hombre que va de amarillo chillón?
—Xenophilius Lovegood, el padre de una amiga nues-
tra —contestó Ron con tono cortante, indicando que no es-
taban dispuestos a burlarse del personaje, pese a la clara
incitación de Krum—. Vamos a bailar —le dijo con brusque-
dad a Hermione.
Ella se sorprendió, pero asintió complacida y se levan-
tó. La pareja no tardó en perderse de vista en la abarrotada
pista de baile.
—¿Salen juntos? —preguntó Krum.
—Pues... más o menos —respondió Harry.
—¿Quién eres tú?
—Barny Weasley.
Se estrecharon la mano.
—Oye, Barny, ¿conoces bien a ese tal Lovegood?
—No, acabo de conocerlo. ¿Por qué?
Krum miró por encima de su vaso a Xenophilius, que
charlaba con unos magos al otro lado de la pista.
—Porque, si no me hubiera invitado Fleur, lo retaría a
duelo ahora mismo por llevar ese repugnante símbolo col-
gado del cuello.
—¿Repugnante símbolo? —se extrañó Harry mirando
también a Lovegood. Aquel extraño ojo triangular le brilla-
ba sobre el pecho—. ¿Por qué? ¿Qué significa?
—Tiene que ver con Grindelwald. ¡Es el símbolo de Grin-
delwald!
—¿Te refieres al mago tenebroso que fue derrotado por
Dumbledore?
—Exacto; ese mismo. —Krum movía la mandíbula como
si mascara chicle. Añadió—: Grindelwald mató a mucha
gente, ¿sabes? A mi abuelo, por ejemplo. Aunque ya sé que
nunca tuvo mucho poder en este país; dicen que le temía a
Dumbledore, y con razón, en vista de cómo terminó. Pero
eso... —Apuntó con un dedo a Xenophilius—. Ese es su sím-
bolo, lo he reconocido al instante. Grindelwald lo grabó en
una pared de Durmstrang cuando estudiaba allí. Algunos
idiotas lo copiaron en sus libros y su ropa; querían impre-
sionar, darse aires... Hasta que un grupo de los que había-
mos perdido a algún familiar a manos de ese individuo les
dimos una lección.
Krum hizo crujir los nudillos amenazadoramente y ful-
minó con la mirada a Lovegood. Harry estaba perplejo. Pare-
cía muy improbable que el padre de Luna fuera partidario
de las artes oscuras, y que nadie más de los que se encon-
traban en la carpa hubiera reconocido aquella forma trian-
gular que recordaba a una runa.
—¿Estás seguro de que es el símbolo de...?
—No me equivoco —afirmó Krum con frialdad—. Pasé
por delante de ese símbolo muchos años; lo conozco muy bien.
—Bueno, es posible que Xenophilius no conozca su sig-
nificado —aventuró Harry—. Los Lovegood son un poco...
raros. No me extrañaría que lo hubiera encontrado por ahí
y creyera que se trata del corte transversal de la cabeza de
un snorkack de cuernos arrugados, o vete tú a saber qué.
—¿Un corte transversal de qué?
—Yo no sé qué son, pero, al parecer, él y su hija fueron
de vacaciones en busca de... —Harry reparó en que no esta-
ba trazando un perfil muy positivo de Luna y su padre—.
Mira, es ésa —añadió señalando a la chica, que seguía bai-
lando sola, agitando los brazos como si intentara ahuyentar
moscas.
—¿Por qué hace eso?
—Creo que trata de deshacerse de un torposoplo —con-
testó Harry que había reconocido los síntomas.
Krum pareció sospechar que Harry se estaba burlando
de él. Entonces sacó su varita mágica de la túnica y se dio
unos golpecitos amenazadores en el muslo; del extremo de
la varita salieron chispas.
—¡Gregorovitch! —exclamó Harry emocionado, y so-
bresaltó a Viktor. Al ver la varita de éste se había acordado
del momento en que Ollivander la cogió y la examinó con
detenimiento, antes del Torneo de los Tres Magos.
—¿Qué pasa con ese hombre? —preguntó Viktor con re-
celo.
—¡Es un fabricante de varitas!
—Eso ya lo sé.
—¡Es quien confeccionó la tuya! Por eso pensé... el
quidditch...
—¿Cómo sabes que Gregorovitch hizo mi varita? —Cada
vez desconfiaba más.
—Pues... creo que lo leí en algún sitio. En... en una revis-
ta de tus admiradoras —improvisó Harry y Viktor se aplacó
un poco.
—No recuerdo haber hablado de eso con mis admiradoras.
—Oye, ¿dónde vive Gregorovitch ahora?
El otro puso cara de desconcierto y replicó:
—Se retiró hace años. Fui de los últimos que le compró
una varita. Son las mejores, aunque ya sé que vosotros los
británicos tenéis muy bien considerado a Ollivander.
Harry no contestó y fingió observar a los bailarines, igual
que Krum, aunque en realidad estaba sumido en sus pensa-
mientos. Conque Voldemort buscaba a un célebre fabricante
de varitas... No tuvo que devanarse mucho los sesos para en-
contrar la razón: seguramente se debía al comportamiento
de su varita la noche en que Voldemort lo había perseguido
por el cielo. La varita de acebo y pluma de fénix había venci-
do a la varita prestada, algo que Ollivander no había previsto
ni sabido explicar. ¿Encontraría Gregorovitch otra solución?
¿Sería verdad que era más experto que Ollivander y conocía
secretos sobre las varitas que éste ignoraba?
—Esa chica es muy guapa —comentó Krum, sacando de
su ensimismamiento a Harry. Señalaba a Ginny, que acaba-
ba de acercarse a Luna—. ¿También es pariente tuya?
—Sí —contestó Harry con irritación—. Y sale con un chi-
co. Un tipo muy celoso, por cierto. Y enorme. No te aconsejo
que lo provoques.
Krum soltó un gruñido.
—¿Qué gracia tiene ser un jugador internacional de
quidditch —dijo vaciando su vaso y poniéndose en pie— si
todas las chicas guapas ya tienen novio?
Y se alejó a grandes zancadas. Harry cogió un bocadillo
de la bandeja de un camarero que pasaba y bordeó la con-
currida pista de baile. Quería encontrar a Ron para contar-
le lo de Gregorovitch, pero su amigo estaba bailando con
Hermione en el centro de la pista. Harry se apoyó contra
una columna dorada y se dedicó a observar a Ginny, que
bailaba con Lee Jordán, el amigo de George y Fred, tratan-
do de no arrepentirse de la promesa hecha a Ron.
Era la primera vez que el muchacho iba a una boda, de
modo que no podía juzgar en qué se diferenciaban las cele-
braciones de los magos de las de los muggles, aunque estaba
convencido de que en las de éstos no había pasteles nupcia-
les coronados con dos aves fénix en miniatura, que echaban
a volar cuando cortaban el pastel, ni botellas de champán
que flotaban entre los invitados sin que nadie las sujetara.
A medida que anochecía y se veían palomillas revoloteando
bajo el toldo, iluminado ahora con flotantes farolillos dora-
dos, el jolgorio se fue descontrolando. Ya hacía rato que Fred
y George habían desaparecido en la oscuridad con un par
de primas de Fleur; por su parte, Charlie, Hagrid y un mago
rechoncho que lucía un sombrerito morado cantaban Odo el
héroe en un rincón.
Harry deambuló entre el gentío para huir de un tío de
Ron que estaba borracho y dudaba si él era su hijo o no, y se
fijó en un anciano mago sentado solo a una mesa: una nube
de cabello blanco le confería el aspecto de una flor de dien-
te de león, mientras que un apolillado fez le coronaba la cabe-
za. Aquel individuo le resultó vagamente familiar; se estrujó
los sesos y, de pronto, cayó en la cuenta de que era Elphias
Doge, miembro de la Orden del Fénix y autor de la nota ne-
crológica de Dumbledore.
Harry se acercó a él y le dijo:
—¿Puedo sentarme?
—Por supuesto, muchacho —repuso Doge con su voz
aguda y entrecortada.
Una vez se hubo sentado, Harry se inclinó hacia el mago
y le susurró:
—Señor Doge, soy Harry Potter.
Doge sofocó un grito y exclamó:
—¡Hijo mío! Arthur me ha dicho que estabas aquí, dis-
frazado. ¡Cuánto me alegro! ¡Es un honor! —Entusiasmado,
Doge se apresuró a servirle una copa de champán—. Quería
escribirte —añadió en voz baja—. Después de lo de Dum-
bledore... ¡Qué conmoción! Y para ti debió de ser... —Los oji-
llos se le anegaron en lágrimas.
—Vi la nota necrológica que escribió para El Profeta
—repuso Harry—. No sabía que conociera usted tan bien al
profesor Dumbledore.
—Mejor que nadie —replicó Doge enjugándose las lá-
grimas con una servilleta—. Al menos, era el que lo conocía
desde hacía más tiempo, dejando de lado a Aberforth. Y, no
sé por qué, la gente suele dejar de lado a Aberforth.
—Hablando de El Profeta... No sé si vio usted, señor Do-
ge...
—¡Llámame Elphias, por favor!
—Está bien, Elphias. No sé si leyó usted su entrevista
con Rita Skeeter sobre Dumbledore.
Doge enrojeció de rabia.
—Sí, Harry, la leí. Esa mujer (aunque sería más acerta-
do decir ese buitre) no dejó de acosarme hasta que accedí a
su entrevista. Me avergüenza reconocer que fui muy grose-
ro con ella; le dije que era una arpía y una entrometida, y,
como quizá hayas comprobado, eso la animó a poner en en-
tredicho mi cordura.
—Ya. En esa entrevista Rita Skeeter insinuaba que, en
su juventud, el profesor Dumbledore anduvo metido en las
artes oscuras.
—¡No te creas ni una palabra de esa mujer! ¡Ni una sola,
Harry! ¡No permitas que empañe tu recuerdo de Albus!
El chico observó el serio y afligido semblante del mago y
en lugar de tranquilizarse se sintió frustrado. ¿Acaso aquel
hombre creía que eso era tan fácil, que a él le resultaba sen-
cillo no dar crédito a semejantes acusaciones? ¿Tal vez no
entendía que él necesitaba estar seguro y saberlo todo?
Doge pareció adivinarle los sentimientos, porque puso
cara de preocupación y se apresuró a añadir:
—Harry, Rita Skeeter es una espantosa...
Pero lo interrumpió una estridente risa:
—¿Has mencionado a Rita Skeeter? ¡Ah, me encanta!
¡Leo todos sus artículos!
Harry y Doge volvieron la cabeza y vieron a tía Muriel
plantada ante ellos, con una copa de champán en la mano y
las plumas del sombrero revoloteando.
—¿Sabíais que ha escrito un libro sobre Dumbledore?
—Hola, Muriel —la saludó Doge—. Sí, precisamente
estábamos hablando...
—¡Oye, tú! ¡Cédeme tu silla; tengo ciento siete años!
Otro primo pelirrojo de los Weasley se levantó de un
brinco de la silla, alarmado; tía Muriel le dio la vuelta con
sorprendente vigor y se sentó en ella, entre Doge y Harry.
—Hola otra vez, Barry, o comoquiera que te llames —le
dijo a Harry—. A ver, ¿qué estabas diciendo de Rita Skee-
ter, Elphias? ¿Sabes que ha escrito una biografía de Dum-
bledore? Estoy impaciente por leerla; a ver si me acuerdo
de encargarla en Flourish y Blotts.
Ante semejante comentario, Doge se puso tenso y muy
serio, pero tía Muriel se limitó a vaciar su copa de un trago
y chascó los huesudos dedos para que un camarero que pa-
saba le sirviera otra. Bebió un nuevo trago de champán,
eructó y dijo:
—¡No hace falta que me miréis como dos ranas diseca-
das! Antes de que se convirtiera en una persona tan decen-
te, tan respetada y tal, circulaban ciertos rumores extraños
sobre Albus.
—Chismes no contrastados —aseguró Doge, y volvió a
enrojecer como un tomate.
—No me extraña que digas eso, Elphias —repuso tía Mu-
riel riendo socarronamente—. Ya vi cómo esquivabas los te-
mas peliagudos en esa nota necrológica que escribiste.
—Lamento que pienses así —se defendió el mago, to-
davía con más frialdad—. Te aseguro que la escribí con el
corazón.
—Sí, todos sabemos que lo adorabas. Apuesto a que se-
guirás pensando que era un santo, aunque resulte que es ver-
dad que mató a su hermana, la squib.
—¡Muriel! —exclamó Doge.
Un frío que no tenía nada que ver con el champán hela-
do estaba invadiendo el pecho de Harry
—¿Qué quiere decir? —le preguntó a Muriel—. ¿Quién
opinaba que su hermana era una squib? Yo creía que esta-
ba enferma.
—Pues andabas equivocado, Barry —afirmó ella, en-
cantada con el efecto logrado—. Además, ¿qué vas a saber tú
de toda esa historia? Sucedió muchos años antes de que na-
cieras, querido, y la verdad es que los que entonces vivíamos
nunca llegamos a averiguar qué pasó en realidad. Por eso es-
toy deseando saber qué ha descubierto Skeeter. ¡Dumbledo-
re mantuvo silencio sobre su hermana mucho tiempo!
—¡Falso! —farfulló Doge—. ¡Absolutamente falso!
—Nunca me dijo que su hermana fuera una squib —mur-
muró Harry sin darse cuenta; todavía tenía el frío metido
en el cuerpo.
—¿Y por qué chantre iba a decírtelo? —chilló Muriel osci-
lando un poco en la silla mientras intentaba enfocar a Harry.
—La razón por la que Albus nunca hablaba de Ariana
—terció Elphias con voz emocionada— es, creo yo, eviden-
te: su muerte lo dejó tan destrozado que...
—Pero ¿por qué nadie la vio jamás, Elphias? —le espe-
tó Muriel—. ¿Por qué la mayoría de nosotros ni siquiera co-
nocía su existencia hasta que sacaron su ataúd de la casa y
celebraron un funeral por ella? ¿Dónde se hallaba el vene-
rable Albus mientras Ariana se consumía encerrada en ese
sótano? ¡Pues estaba luciéndose en Hogwarts, y nunca le
importó lo que sucedía en su propia casa!
—¿Cómo que encerrada en un sótano? —preguntó Ha-
rry—. ¿Qué significa todo esto?
Doge estaba consternado. Tía Muriel volvió a soltar
una estridente risotada y contestó:
—La madre de Dumbledore era una mujer temible, sen-
cillamente temible; hija de muggles, aunque creo que ella
pretendía no serlo...
—¡Nunca pretendió nada parecido! Kendra era una bue-
na mujer —susurró Doge con tristeza, pero tía Muriel no le
hizo caso.
—... orgullosa y muy dominante, la clase de bruja que
se habría avergonzado de haber dado a luz a una squib...
—¡Ariana no era una squib! —resolló Doge.
—Eso lo dices tú, Elphias, pero entonces explícame por
qué nunca fue a Hogwarts. —Y se volvió hacia Harry—: En
aquella época, a los squibs se los escondía. Pero llevar las co-
sas al extremo de encarcelar a una niñita en casa y hacer
como si no existiera...
—¡Te digo que eso no ocurrió así! —insistió Doge, pero
la anciana continuó como una apisonadora, dirigiéndose a
Harry.
—Enviaban a los squibs a colegios de muggles y los
animaban a integrarse en su comunidad. Esa solución era
mucho más altruista que intentar buscarles un lugar en el
mundo mágico, donde siempre habrían sido individuos de
segunda clase; pero, como es lógico, Kendra Dumbledore ja-
más habría enviado a su hija a un colegio de muggles...
—¡Ariana estaba delicada! —la interrumpió Doge a la
desesperada—. Su mala salud nunca le permitió...
—¿Nunca le permitió salir de casa? —soltó Muriel con
sorna—. Sin embargo, nunca la llevaron a San Mungo, ni le
pidieron a ningún sanador que la visitara.
—¿Cómo puedes saber tú, Muriel, si...?
—Por si no lo sabías, Elphias, mi primo Lancelot era
sanador de San Mungo en esa época, y le dijo a mi familia
(en la más estricta confidencialidad) que nunca habían visto
a Ariana por allí. ¡Lancelot consideraba que todo era muy,
pero que muy sospechoso!
Doge estaba al borde del llanto. Tía Muriel, que por lo
visto estaba disfrutando de lo lindo, chasqueó otra vez los
(ledos para que le sirvieran más champán. Mientras escu-
chaba como atontado, Harry pensó en los Dursley, que lo
habían recluido, encerrado y mantenido en secreto por el
único delito de ser mago. ¿Había sufrido la hermana de Dum-
bledore el mismo destino pero al revés: la habían encerrado
por no ser capaz de hacer magia? ¿Y de verdad la había
abandonado Dumbledore a su suerte mientras él se iba a
Hogwarts para demostrar lo brillante y genial que era?
—Mira, si Kendra no hubiera muerto primero —conti-
nuó Muriel—, habría pensado que fue ella la que acabó con
Ariana...
—¿Cómo puedes decir eso, Muriel? —gimió Doge—. ¿Có-
mo puedes acusar a una madre de matar a su propia hija?
¡Piensa en lo que estás diciendo!
—Si la madre en cuestión fue capaz de encarcelar a su
hija años y años, ¿por qué no? —aventuró encogiéndose de
hombros—. Pero, como digo, eso no puede ser, porque Kendra
murió antes que Ariana. De qué, nunca se supo, por cierto...
—¡Ah, la mató Ariana, sin duda! —se burló Doge con va-
lentía—. ¿Por qué no?
—Sí, es posible que Ariana, desesperada, decidiera es-
capar y matara a Kendra en el intento —musitó la anciana,
pensativa—. ¡Niégalo cuanto quieras, Elphias! Tú estuvis-
te en el funeral de Ariana, ¿verdad?
—Sí, estuve allí —confirmó Doge con labios tembloro-
sos—. Y no recuerdo otra ocasión más triste. Albus tenía el
corazón destrozado.
—Mmm... No sólo el corazón. ¿Aberforth no le rompió
la nariz en plena ceremonia?
Hasta ese momento, la expresión de Doge había sido de
consternación, pero de pronto reflejó verdadero horror, como
si Muriel lo hubiera apuñalado. La bruja soltó una risa so-
carrona y bebió otro sorbo de champán, que le chorreó por
la barbilla.
—¿Cómo te atreves...? —dijo Doge con voz ronca.
—Mi madre era amiga de Bathilda Bagshot —explicó
tía Muriel alegremente—, y ésta se lo contó todo mientras
yo escuchaba detrás de la puerta. ¡Una pelea al borde mis-
mo de la tumba! Según Bathilda, Aberforth acusó a Albus
de ser el culpable de la muerte de Ariana, y le dio un puñe-
tazo en la cara. Y también según Bathilda, Dumbledore ni
siquiera se defendió, lo cual me extraña mucho, porque ha-
bría podido matar a su hermano en un duelo aunque hubie-
ra tenido las manos atadas a la espalda.
Muriel siguió bebiendo champán. Daba la impresión de
que ir desgranando esos viejos escándalos le divertía en la
misma medida en que horrorizaba a Doge. Harry no sabía
qué pensar ni qué creer; quería conocer la verdad, pero Doge
se limitaba a permanecer allí sentado y gimotear que Ana-
na estaba enferma. El chico se resistía a admitir que Dumble-
dore no interviniera si semejante crueldad hubiera estado
cometiéndose en su propia casa, pero, aun así, no cabía duda
de que en esa historia había algo extraño.
—Y te diré otra cosa —prosiguió Muriel, hipando un poco
al dejar la copa en la mesa—: creo que Bathilda le descubrió
el pastel a Rita Skeeter, porque todas las insinuaciones de
ésta en la entrevista acerca de una fuente de información
importante y próxima a los Dumbledore... ¡Precisamente
Bathilda estuvo allí mientras ocurría todo eso, así que no me
extrañaría!
—¡Bathilda jamás hablaría con Rita Skeeter! —susu-
rró Doge.
—¿Os referís a Bathilda Bagshot, la autora de Historia
de la magia? —preguntó Harry. Ese nombre aparecía en la
tapa de uno de sus libros de texto, aunque es verdad que no
le había prestado demasiada atención.
—En efecto, muchacho —afirmó Doge aferrándose a su
pregunta como a un clavo ardiendo—. Una historiadora de
la magia de gran talento y vieja amiga de Albus.
—He oído decir que ya chochea —aseguró tía Muriel
con desparpajo.
—¡Si así fuera, sería todavía más deshonroso por parte
de Skeeter haberse aprovechado de ella, y no se podría con-
fiar en nada de lo que hubiera dicho la pobre mujer!
—Bueno, existen maneras de rescatar los recuerdos, y
estoy segura de que Rita Skeeter las conoce todas. Pero,
aunque Bathilda esté chalada del todo, también estoy se-
gura de que todavía conserva fotografías, quizá incluso car-
tas. Conocía bien a los Dumbledore. Yo diría que valía la
pena hacer el viaje hasta Godric's Hollow.
Harry, que estaba bebiendo un sorbo de cerveza de man-
tequilla, se atragantó. Doge le dio unas palmadas en la es-
palda mientras el chico tosía, mirando a tía Muriel con ojos
llorosos. Cuando recuperó la voz, preguntó:
—¿Bathilda Bagshot vive en Godric's Hollow?
—¡Sí, claro! ¡Lleva allí una eternidad! Los Dumbledore
se fueron a vivir a ese lugar cuando encarcelaron a Perci-
val, y ella era su vecina.
—¿Los Dumbledore vivían en Godric's Hollow?
—Sí, Barry, eso es lo que acabo de decir —remachó tía
Muriel con impaciencia.
Harry se sentía vacío. En seis años, Dumbledore no le
había dicho ni una sola vez que ambos habían vivido y perdi-
do a sus seres queridos en Godric's Hollow. ¿Por qué? ¿Esta-
rían los padres de Harry enterrados cerca de la madre y la
hermana del anciano profesor? ¿Habría visitado éste las
tumbas de su familia, y pasado quizá al lado de las de Lily
y James? Sea como fuere, jamás se lo había mencionado a
Harry, jamás se había molestado en decírselo.
Y aunque el muchacho no habría sabido explicar —ni
siquiera a sí mismo— por qué dichas cuestiones eran tan
importantes, tenía la impresión de que el hecho de no ha-
berle revelado que ese lugar y esas experiencias les eran
comunes equivalía a una mentira.
Así pues, se quedó sentado con la vista al frente. No se
dio cuenta de que Hermione había abandonado la pista has-
ta que arrastró una silla y se sentó a su lado.
—No puedo seguir bailando ni un minuto más —reso-
pló, y se quitó un zapato para frotarse la planta del pie—.
Ron ha ido a buscar más cervezas de mantequilla. Uy, qué
raro; acabo de ver a Viktor darle la espalda bruscamente al
padre de Luna, como si hubieran estado discutiendo. —Bajó
la voz y, mirándolo a los ojos, preguntó—: ¿Te encuentras
bien, Harry?
El no sabía por dónde empezar a explicarle las noveda-
des, pero no importó porque en ese momento una figura
enorme y plateada descendió desde el toldo hasta la pista de
baile. Grácil y brillante, el lince se posó con suavidad en me-
dio de un corro de asombrados bailarines. Todos los invita-
dos se giraron para mirarlo y los que se hallaban más cerca
se quedaron petrificados en posturas absurdas. Entonces el
patronus abrió sus fauces y habló con la fuerte, grave y pau-
sada voz de Kingsley Shacklebolt:
—El ministerio ha caído. Scrimgeour ha muerto. Vie-
nen hacia aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario