Harry subió corriendo a su habitación y se acercó a la ven-
tana justo a tiempo de ver cómo el coche de los Dursley sa-
lía por el camino de la casa y enfilaba la calle. Distinguió el
sombrero de copa de Dedalus en el asiento trasero, entre
tía Petunia y Dudley El coche torció a la derecha al llegar
al final de Privet Drive y los cristales de las ventanillas se
tiñeron de rojo un instante, bañados por la luz del sol po-
niente; luego se perdió de vista.
Cogió la jaula de Hedwig, la Saeta de Fuego y la mochi-
la, le echó una última ojeada a su dormitorio, mucho más
ordenado de lo habitual, y bajó otra vez con andares des-
garbados al recibidor. Dejó la jaula, la escoba y la mochila
junto al pie de la escalera. Oscurecía rápidamente y el reci-
bidor estaba quedando en penumbra. Le producía una sen-
sación extrañísima estar allí plantado, en medio de aquel
completo silencio, sabiendo que se disponía a abandonar la
casa por última vez. En otras ocasiones, cuando se quedaba
solo porque los Dursley salían a divertirse, las horas de sole-
dad suponían todo un lujo, pues iba a la cocina, cogía algo
que le apetecía de la nevera y subía para jugar con el orde-
nador de Dudley, o encendía el televisor y zapeaba a su anto-
jo. Recordando esos momentos tuvo una extraña sensación
de vacío; era como recordar a un hermano pequeño al que
hubiera perdido.
—¿No quieres echarle un último vistazo a la casa? —le
preguntó a Hedwig, que seguía enfurruñada, con la cabeza
bajo el ala—. No volveremos a pisarla, ¿sabes? ¿No te gustaría
recordar los momentos felices que hemos pasado aquí? Mira
ese felpudo, por ejemplo. ¡Qué recuerdos! Dudley vomitó en-
cima de él después de que lo salvara de los dementores. Y re-
sulta que el pobre estaba agradecido y todo, ¿te imaginas?
Y el verano pasado Dumbledore entró por esa puerta...
Harry perdió el hilo de lo que estaba diciendo y la le-
chuza no lo ayudó a recuperarlo, sino que siguió inmóvil,
sin sacar la cabeza. Harry se puso de espaldas a la puerta
de entrada.
—Y aquí, Hedwig —prosiguió, abriendo la alacena que
había debajo de la escalera—, es donde dormía antes. Tú no
me conocías cuando... ¡Caray, qué pequeña es! Ya no me acor-
daba.
Paseó la mirada por los zapatos y paraguas amontona-
dos y recordó que lo primero que veía todas las mañanas al
despertar era el interior de la escalera, casi siempre ador-
nado con una o dos arañas. En esa época todavía no conocía
su verdadera identidad ni le habían explicado cómo habían
muerto sus padres ni por qué muchas veces ocurrían cosas
extrañas en su entorno. Pero todavía recordaba los sueños
que ya entonces lo acosaban; sueños confusos en que apare-
cían destellos de luz verde, y en una ocasión (tío Vernon es-
tuvo a punto de chocar con el coche cuando se lo explicó)
una motocicleta voladora...
De pronto se oyó un rugido ensordecedor fuera de la
casa. Harry se incorporó bruscamente y se golpeó la coroni-
lla con el marco de la pequeña puerta. Se quedó quieto sólo
lo necesario para proferir algunas de las palabrotas más
selectas de tío Vernon y, frotándose la cabeza, fue tamba-
leante hasta la cocina. Miró por la ventana que daba al jar-
dín trasero.
Observó unas ondulaciones que recorrían la oscuridad,
como si el aire temblara. Entonces empezaron a aparecer
figuras, una a una, a medida que se desactivaban sus en-
cantamientos desilusionadores. Hagrid, con casco y gafas
de motorista, destacaba en medio de la escena, sentado a
horcajadas en una enorme motocicleta con sidecar negro.
Alrededor de él, otros desmontaban de sus escobas, y dos de
rllos de sendos caballos alados, negros y esqueléticos.
Harry abrió de un tirón la puerta trasera y corrió hacia
los recién llegados. En medio de un griterío de calurosos sa-
ludos, Hermione lo abrazó y Ron le dio palmadas en la es-
palda.
—¿Todo bien, Harry? —preguntó Hagrid—. ¿Listo para
pirarte?
—Ya lo creo —respondió sonriéndoles a todos—. Pero...
¡no esperaba que vinierais tantos!
—Ha habido un cambio de planes —gruñó Ojoloco, que
llevaba dos grandes sacos repletos y cuyo ojo mágico enfo-
caba alternativamente el oscuro cielo, la casa y el jardín con
una rapidez asombrosa—. Pongámonos a cubierto y luego
te lo explicaremos todo.
Harry los guió hasta la cocina. Riendo y charlando, algu-
nos se sentaron en las sillas y sobre las relucientes encimeras
de tía Petunia, y otros se apoyaron contra los impecables
electrodomésticos. Estaban: Ron, alto y desgarbado; Hermio-
ne, que se había recogido la espesa melena en una larga
trenza; Fred y George esbozando idénticas sonrisas; Bill,
con tremendas cicatrices y el pelo largo; el señor Weasley,
con expresión bondadosa, algo más calvo y con las gafas un
poco torcidas; Ojoloco, maltrecho, cojo, y cuyo brillante ojo
mágico azul se movía a toda velocidad; Tonks, con el pelo
corto y teñido de rosa, su color preferido; Lupin, con más ca-
nas y más arrugas; Fleur, esbelta y hermosa, luciendo su
larga y rubia cabellera; Kingsley, negro, calvo y ancho de
hombros; Hagrid, con el pelo y la barba enmarañados, en-
corvado para no darse contra el techo, y Mundungus Flet-
cher, alicaído, desaliñado y bajito, de mustios ojos de basset
y pelo apelmazado. Harry tuvo la impresión de que su co-
razón se agrandaba y resplandecía ante aquel panora-
ma; los quería muchísimo a todos, incluso a Mundungus, a
quien había intentado estrangular la última vez que se vie-
ron.
—Creía que estabas protegiendo al primer ministro
muggle, Kingsley —comentó.
—Puede pasar sin mí por una noche. Tú eres más im-
portante.
—¿Has visto esto, Harry? —dijo Tonks, encaramada en
la lavadora, y agitó la mano izquierda mostrándole el anillo
que lucía en un dedo.
—¿Os habéis casado? —preguntó Harry mirándola, y
luego a Lupin.
—Lamento que no pudieras asistir a la boda, Harry.
Fue una ceremonia muy discreta.
—¡Qué alegría! ¡Felici...!
—Bueno, bueno, más adelante ya habrá tiempo para
cotilleos —intervino Moody en medio del barullo, y todos se
callaron. Dejó los sacos en el suelo y se volvió hacia Ha-
rry—. Como supongo que te habrá contado Dedalus, hemos
tenido que desechar el plan A, puesto que Pius Thicknesse
se ha pasado al otro bando. Por consiguiente, nos hallamos
ante un grave problema. Ha amenazado con encarcelar a
cualquiera que conecte esta casa a la Red Flu, ubique un
traslador o entre o salga mediante Aparición. Y todo eso lo
ha hecho, en teoría, para protegerte e impedir que Quien-
tú-sabes venga a buscarte, aunque no tiene sentido, porque
el encantamiento de tu madre ya se encarga de esas funcio-
nes. Lo que ha hecho en realidad es impedir que salgas de
aquí de forma segura.
»Segundo problema: eres menor de edad, y eso significa
que todavía tienes activado el Detector.
—¿El Detector? No...
—¡El Detector, el Detector! —repitió Ojoloco, impacien-
te—. El encantamiento que percibe las actividades mági-
cas realizadas en torno a los menores de diecisiete años, y
que el ministerio emplea para descubrir las infracciones
del Decreto para la moderada limitación de la brujería en
menores de edad. Si alguno de nosotros hiciera un hechizo
para sacarte de aquí, Thicknesse lo sabría, y también los
mortífagos.
»Pero no podemos esperar a que se desactive el Detec-
tor, porque en cuanto cumplas los años perderás toda la
protección que te proporcionó tu madre. Resumiendo: Pius
Thicknesse cree que te tiene totalmente acorralado.
Harry a su pesar, estaba de acuerdo con lo que creía ese
tal Thicknesse.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Utilizaremos los únicos medios de transporte que
nos quedan, los únicos que el Detector no puede descubrir,
porque no necesitamos hacer ningún hechizo para utilizar-
los: escobas, thestrals y la motocicleta de Hagrid.
Harry entrevio algunos fallos en ese plan; sin embargo,
no dijo nada y dejó que Ojoloco siguiera con su explicación.
—Veamos. El encantamiento de tu madre sólo puede
romperse si se dan dos circunstancias: que alcances la ma-
yoría de edad, o... —Moody abarcó con un gesto del brazo
toda la inmaculada cocina— que ya no llames hogar a esta
casa. Tus tíos y tú vais a tomar distintos caminos esta no-
che, conscientes de que nunca volveréis a vivir juntos, ¿co-
rrecto? —Harry asintió—. De modo que esta vez, cuando te
marches, ya no podrás regresar, y el encantamiento se rom-
perá apenas salgas de su radio de alcance. Así pues, hemos
decidido romperlo antes de hora, porque la otra opción es
esperar a que Quien-tú-sabes venga aquí y te capture el día
de tu cumpleaños.
»Lo único que tenemos a nuestro favor es que Quien-
tú-sabes ignora que vamos a trasladarte esta noche, por-
que hemos dado una pista falsa al ministerio: creen que no
te marcharás hasta el día treinta. Sin embargo, estamos
hablando de Quien-tú-sabes, así que no podemos fiarnos
simplemente de que él tenga la fecha equivocada; seguro
que hay un par de mortífagos patrullando el cielo por esta
zona, por si acaso. Por eso les hemos dado la mayor protec-
ción a una docena de casas diferentes. Todas parecen un
buen sitio donde esconderte y todas tienen alguna relación
con la Orden: mi propia casa, la de Kingsley, la de tía Mu-
riel... Me sigues, ¿verdad?
—Sí... sí —contestó Harry, no del todo sincero, porque
todavía veía un gran fallo en el plan.
—Muy bien. Pues irás a la casa de los padres de Tonks.
Cuando te encuentres dentro de los límites de los sortilegios
protectores que hemos puesto en esa casa, podrás utilizar
un traslador para llegar a La Madriguera. ¿Alguna pre-
gunta?
—Pues... sí. Quizá al principio ellos no sepan a cuál de
las doce casas seguras voy a ir, pero ¿no resultará evidente
cuando... —hizo un rápido recuento— vean a catorce perso-
nas volando hacia la casa de los padres de Tonks?
—¡Vaya —masculló Moody—, se me ha olvidado men-
cionar la clave fundamental! Es que no verán a catorce per-
sonas volando hacia la casa de los padres de Tonks, porque
habrá siete Harry Potters surcando el cielo esta noche, cada
uno con un acompañante, y cada pareja se dirigirá a una
casa segura diferente.
Moody sacó de su capa un frasco que contenía un líqui-
do parecido al barro. Y no hizo falta que dijera nada más:
Harry comprendió de inmediato el resto del plan.
—¡No! —gritó, y su voz resonó en la cocina—. ¡Ni ha-
blar!
—Ya les advertí que te lo tomarías así —intervino Her-
mione con un deje de autocomplacencia.
—¡Si creéis que voy a permitir que seis personas se jue-
guen la vida...!
—Como si fuera la primera vez que lo hacemos —terció
Ron.
—¡Esto es diferente! ¡Haceros pasar por mí, vaya idea!
—Mira, a nadie le hace mucha gracia, Harry —dijo Fred
con seriedad—. Imagínate que algo sale mal y nos quedamos
convertidos en unos imbéciles canijos y con gafitas para toda
la vida.
Harry no sonrió y razonó:
—No podréis hacerlo si yo no coopero. Necesitáis pelo
de mi cabeza.
—¡Vaya! Eso echa por tierra nuestro plan —intervino
George—. Es evidente que no hay ninguna posibilidad de
que entre todos te arranquemos unos cuantos pelos.
—Sí, claro, trece contra uno que ni siquiera puede em-
plear la magia. Lo tenemos muy mal, ¿eh? —añadió Fred.
—Muy gracioso —le espetó Harry—. Me parto de risa.
—Si hemos de hacerlo por la fuerza, lo haremos —gruñó
Moody y su ojo mágico tembló un poco mientras miraba fija-
mente a Harry—. Todos los que estamos aquí somos mayo-
res de edad, Potter, y estamos dispuestos a correr el riesgo.
Mundungus se encogió de hombros e hizo una mueca;
el ojo mágico se desvió hacia un lado para observarlo.
—Será mejor que no sigamos discutiendo. El tiempo
pasa. Arráncate ahora mismo unos pelos, muchacho.
—Esto es una locura. No hay ninguna necesidad de...
—¿Que no hay ninguna necesidad? —gruñó Moody—.
¿Con Quien-tú-sabes campando a sus anchas y con medio
ministerio en su bando? Con suerte, Potter, se habrá traga-
do el cuento y se estará preparando para tenderte una em-
boscada el día treinta, pero sería estúpido si no ha enviado
un par de mortífagos a vigilarte: eso es lo que haría yo. Qui-
zá no consigan cogerte ni entrar aquí mientras funcione el
encantamiento de tu madre, pero está a punto de romperse,
y ellos conocen más o menos la ubicación de la casa. Lo úni-
co que podemos hacer es usar señuelos. Ni siquiera Quien-
l,ú-sabes puede dividirse en siete.
Harry echó un rápido vistazo a Hermione y desvió la
mirada.
—Así que... los pelos, Potter, por favor.
Entonces el muchacho miró a Ron, que le sonrió como
diciéndole: «Va, dáselos, hombre.»
—¡Ahora mismo! —ordenó Moody.
Con todas las miradas fijas en él, Harry se llevó una
mano a la cabeza y se arrancó varios pelos.
—Muy bien —dijo Moody y, cojeando, se acercó y quitó
el tapón del frasco—. Mételos aquí.
Harry lo hizo. En cuanto entraron en contacto con aque-
lla poción semejante al barro, ésta produjo espuma y humo,
y de repente se tornó de un color dorado, limpio y brillan-
te.
—¡Oh! Estás mucho más apetitoso que Crabbe y Goyle,
Harry —observó Hermione y Ron arqueó las cejas; enton-
ces ella se sonrojó ligeramente y añadió—: Bueno, ya sabes
a qué me refiero; la poción de Goyle parecía de mocos.
—Muy bien. Que los falsos Potters se pongan en fila
aquí —indicó Moody.
Ron, Hermione, Fred, George y Fleur formaron una
fila enfrente del reluciente fregadero de tía Petunia.
—Falta uno —observó Lupin.
—Está aquí —indicó Hagrid con aspereza. Levantó a
Mundungus por la nuca y lo puso al lado de Fleur, que arru-
gó la nariz sin disimulo y se colocó entre Fred y George.
—Ya os lo dije, prefiero ir de escolta —protestó Mun-
dungus.
—Cállate —ordenó Moody—. Como ya te he explicado,
gusano asqueroso, si nos encontramos a algún mortífago, éste
intentará capturar a Potter, pero no matarlo. Dumbledore
siempre dijo que Quien-tú-sabes quería acabar con Potter
personalmente. Así pues, los que corren mayor riesgo son los
escoltas, porque a ellos los mortífagos sí intentarán matar-
los.
Esta explicación no tranquilizó demasiado a Mundun-
gus, pero Moody ya había sacado media docena de copitas
—del tamaño de una huevera— de debajo de su capa y, tras
verter en ellas un poco de poción multijugos, se las fue dan-
do a cada uno.
—Vamos, todos a un tiempo...
Ron, Hermione, Fred, George, Fleur y Mundungus be-
bieron. En cuanto tragaron la poción se pusieron a hacer
muecas y dar boqueadas, y a continuación las facciones se
les deformaron y les borbotearon como si fueran de cera ca-
liente: Hermione y Mundungus se estiraron; Ron, Fred y
George, en cambio, menguaron y el cabello se les oscureció,
mientras que a Hermione y Fleur se les echó hacia atrás
adherido al cráneo.
Moody que no parecía en absoluto preocupado, se puso
a desatar los nudos de los voluminosos sacos que había lle-
vado consigo. Cuando volvió a enderezarse, había seis Ha-
rry Potters boqueando y jadeando ante él.
Fred y George se miraron y exclamaron al unísono:
—¡Vaya! ¡Somos idénticos!
—Sí, pero no sé, creo que aun así yo soy más guapo
—alardeó Fred examinando su reflejo en la tetera.
—¡Bah! —dijo Fleur mirándose en la puerta del mi-
croondas—. No me migues, Bill. Estoy hogogosa.
—Aquí tengo ropa de talla más pequeña para aquellos
a los que se os haya quedado un poco amplia —dijo Moody
.señalando el primer saco—, y viceversa. No os olvidéis de
las gafas: hay seis pares en el bolsillo lateral. Y cuando os
hayáis vestido, en el otro saco encontraréis el equipaje.
El Harry auténtico pensó que aquello era lo más raro
que había visto jamás, y eso que había visto cosas rarísi-
mas. Se quedó mirando cómo sus seis clones rebuscaban en
los sacos, sacaban prendas, se ponían las gafas y guarda-
ban sus propias cosas. Cuando todos empezaron a desnu-
darse sin ningún recato, le habría gustado pedirles que
tuvieran un poco más de respeto por su intimidad, pues pa-
recían más cómodos exhibiendo el cuerpo de Harry de lo
que se habrían sentido mostrando el suyo propio.
—Ya sabía yo que Ginny mentía sobre lo de ese tatuaje
—comentó Ron mirándose el torso desnudo.
—Oye, Harry, tienes la vista fatal, ¿eh? —dijo Hermio-
ne al ponerse las gafas.
Una vez vestidos, cada uno de los falsos Harrys cogió
del segundo saco una mochila y una jaula que contenía una
lechuza blanca disecada.
—Estupendo —murmuró Moody cuando por fin siete
I larrys vestidos, con gafas y cargados con el equipaje se co-
locaron ante él—. Las parejas serán las siguientes: Mun-
dungus viajará conmigo, en escoba...
—¿Por qué tengo que ir yo contigo? —gruñó el Harry
que estaba más cerca de la puerta trasera.
—Porque eres el único del que no me fío —le espetó
Moody, y con su ojo mágico, efectivamente, no dejó de obser-
varlo mientras continuaba—: Arthur y Fred...
—Yo soy George —aclaró el gemelo al que Moody esta-
ba señalando—. ¿Tampoco nos distingues cuando nos hace-
mos pasar por Harry?
—Perdona, George...
—¡Ja! Sólo te estaba tomando el pelo. Soy Fred.
—¡Basta de bromas! —gruñó Moody—. El otro (Geor-
ge, Fred o quienquiera que sea) va con Remus. Señorita De-
lacour...
—Yo llevaré a Fleur en un thestral —se adelantó Bill—.
No le gustan las escobas.
Fleur se puso al lado de su prometido y le dirigió una
mirada sumisa y sensiblera. Harry suplicó que aquella ex-
presión jamás volviera a aparecer en su cara.
—La señorita Granger irá con Kingsley, también en
thestral...
Hermione sonrió aliviada a Kingsley. Harry sabía que
ella tampoco se sentía muy segura encima de una escoba.
—¡Sólo quedamos tú y yo, Ron! —exclamó Tonks, derri-
bando un soporte de tazas al hacerle señas con la mano.
Ron no parecía tan satisfecho como Hermione.
—Y tú vienes conmigo, Harry. ¿Te parece bien? —dijo
Hagrid con cierta aprensión—. Iremos en la motocicleta,
porque ni las escobas ni los thestrals soportan mi peso. Pero
no queda mucho espacio en el asiento, así que tendrás que
viajar en el sidecar.
—Genial —dijo Harry con escasa sinceridad.
—Creemos que los mortífagos supondrán que vas en
escoba —explicó Moody como si le hubiera leído el pensa-
miento—. Snape ha tenido mucho tiempo para contarles
hasta el mínimo detalle sobre ti, así que si tropezamos con
alguno de ellos, lo lógico es que persiga al Potter que dé la
sensación de ir más cómodo encima de la escoba. Muy bien
—murmuró mientras cerraba el saco con la ropa que se ha-
bían quitado los falsos Potters y los precedía hacia la puer-
ta—. Faltan unos tres minutos para partir. No tiene sentido
que cerremos la puerta, porque eso no impedirá entrar a
los mortífagos cuando vengan a buscarte. ¡Vamos!
Harry pasó por el recibidor para recoger la mochila, la
Saeta de Fuego y la jaula de Hedwig antes de reunirse con
los demás en el oscuro jardín trasero. Vio varias escobas
saltando a las manos de sus conductores; Kingsley ya había
ayudado a Hermione a montar en la grupa de un enorme
thestral negro, y Bill había hecho lo propio con Fleur para
instalarla en el suyo. Hagrid estaba plantado junto a la mo-
tocicleta, con las gafas de motorista puestas.
—¿Es ésta? Pero... pero ¿no es la motocicleta de Sirius?
—Así es —confirmó Hagrid con satisfacción—. Y la úl-
tima vez que montaste en ella cabías en la palma de mi
mano, Harry.
El chico se sintió un poco ridículo cuando se metió en el
sidecar, pues se hallaba varios palmos más abajo que todos
los demás. Ron compuso una sonrisita al verlo allí sentado,
como un crío en un auto de choque. Harry dejó la mochila
y la escoba en el suelo, entre los pies, y se puso la jaula de
Hedwig entre las rodillas. Estaba sumamente incómodo.
—Arthur le ha hecho unos pequeños ajustes —comen-
tó Hagrid sin reparar en la incomodidad de su pasajero.
Enseguida se montó en la motocicleta, que crujió un poco y
se hundió unos centímetros en el suelo—. Ahora lleva algu-
nos trucos en el manillar. Ese de ahí fue idea mía. —Con un
grueso dedo, señaló un botón morado al lado del velocíme-
tro.
—Ten cuidado, Hagrid, te lo suplico —le advirtió el se-
ñor Weasley, que estaba de pie a su lado sujetando la esco-
ba que iba a utilizar—. Todavía no estoy seguro de que eso
fuera aconsejable, y, desde luego, sólo hay que usarlo en caso
de emergencia.
—¡Atención! —dijo Moody—. Todo el mundo prepara-
do, por favor. Quiero que salgamos todos al mismo tiempo, o
la maniobra de distracción no servirá para nada.
Las cuatro parejas que iban a viajar en escoba monta-
ron en ellas.
—Sujétate fuerte, Ron —aconsejó Tonks, y Harry se
fijó en que su amigo le lanzaba una mirada furtiva y culpa-
ble a Lupin antes de agarrarse con ambas manos a la cintu-
ra de la bruja.
Hagrid puso en marcha la motocicleta, que rugió como
un dragón, y el sidecar vibró. (
—¡Buena suerte a todos! —gritó Moody—. Nos vere-
mos dentro de una hora en La Madriguera. ¡Contaré hasta
tres! ¡Uno... dos... TRES!
La motocicleta arrancó con un rugido atronador y el si-
decar dio una fuerte sacudida. Al elevarse a gran velocidad,
a Harry le lloraron un poco los ojos y el viento le echó atrás
el cabello despejándole la cara. Alrededor de él, las escobas
ascendieron también, y un thestral lo rozó levemente con la
larga cola negra al pasar por su lado. Le dolían las piernas
y las notaba entumecidas, apretujadas al haber colocado en-
tre ellas la jaula de Hedwig, la Saeta de Fuego y la mochila.
Iba tan incómodo que casi se le olvidó echar un último vista-
zo al número 4 de Privet Drive, pero cuando se asomó por el
borde del sidecar ya no logró distinguir la casa. Siguieron
ganando más y más altura...
Y de pronto se vieron rodeados. Al menos treinta figu-
ras encapuchadas, aparecidas de la nada, se mantenían
suspendidas en el aire formando un amplio círculo en me-
dio del cual los miembros de la Orden se habían metido sin
darse cuenta...
Chillidos, una llamarada de luz verde a cada lado... Ha-
grid soltó un grito y la motocicleta se puso boca abajo. Harry
perdió el sentido del espacio: veía las farolas de la calle por
encima de la cabeza, oía gritos alrededor y se agarraba de-
sesperadamente al sidecar. Sus cosas le resbalaron entre las
rodillas...
—¡No! ¡HEDWIG!
La escoba cayó girando sobre sí misma, pero Harry
consiguió atrapar el asa de la mochila y sujetar la jaula, al
mismo tiempo que la motocicleta volvía a girar y se coloca-
ba en la posición correcta. Hubo un segundo de alivio... y
luego otro destello de luz verde. La lechuza chilló y se des-
plomó en la jaula.
—¡No! ¡NOOO!
Hagrid aceleró y Harry vio cómo los encapuchados mor-
tífagos se dispersaban ante la motocicleta, que arremetía a
toda velocidad contra el círculo que habían formado.
—¡Hedwig! ¡Hedwig!
La lechuza, inmóvil y patética como un juguete, yacía
al fondo de la jaula. Pero Harry no podía ocuparse de su
mascota; en ese momento, su mayor preocupación era la
suerte de los demás. Miró hacia atrás y vio un enjambre de
personas en movimiento, destellos de luz verde y dos pare-
jas montadas en sendas escobas que se alejaban a toda ve-
locidad, pero no las reconoció.
—¡Tenemos que dar media vuelta, Hagrid! ¡Tenemos que
volver! —gritó por encima del estruendo del motor. Sacó su
varita mágica y dejó la jaula en el suelo, resistiéndose a creer
que la lechuza hubiese muerto—. ¡DA MEDIA VUELTA, HAGRID!
—¡Mi misión es llevarte allí sano y salvo, Harry! —bra-
mó Hagrid, y aceleró aún más.
—¡Detente! ¡DETENTE! —chilló Harry. Pero cuando vol-
vió a mirar atrás, dos chorros de luz verde pasaron rozándo-
le la oreja izquierda: cuatro mortífagos se habían separado
del círculo y los perseguían apuntando con sus varitas a la
ancha espalda de Hagrid.
El guardabosques hizo un viraje brusco, pero los mortí-
fagos se acercaban peligrosamente; no cesaban de lanzar-
les maldiciones y Harry tuvo que agacharse para evitarlas.
Retorciéndose en el asiento, gritó «¡Desmaius!» y su varita
despidió un rayo de luz roja que abrió una brecha entre sus
cuatro perseguidores, que se separaron para eludir el en-
cantamiento.
—¡Sujétate, Harry! ¡Se van a enterar! —rugió Hagrid,
y el muchacho alcanzó a ver cómo el guardabosques apreta-
ba con un grueso dedo el botón verde situado junto al indi-
cador de la gasolina.
Por el tubo de escape salió una pared, una sólida pared
de ladrillo. Harry estiró el cuello y vio cómo la pared se ex-
tendía por el cielo. Tres mortífagos viraron a tiempo y la es-
quivaron, pero el cuarto no tuvo tanta suerte: se perdió de
vista y de súbito cayó como una piedra por detrás de la pared,
con la escoba hecha añicos. Uno de sus compinches intentó
socorrerlo, pero tanto ellos como el muro volador desapare-
cieron en la oscuridad. Hagrid se inclinó sobre el manillar y
volvió a acelerar.
Los otros dos mortífagos seguían lanzando maldicio-
nes asesinas que pasaban rozándole la cabeza a Harry.
Este respondió con más hechizos aturdidores: el rojo y el
verde chocaban en el aire produciendo una lluvia de chis-
pas multicolores que le recordaron los fuegos artificiales.
¡Y pensar que los muggles que vivían allá abajo no tenían
ni idea de lo que estaba pasando!
—¡Vamos allá, Harry! ¡Agárrate bien! —-gritó Hagrid, y
pulsó otro botón.
Esta vez una gran red salió por el tubo de escape, pero
los mortífagos estaban alertas y la esquivaron. Y el que ha-
bía reducido la marcha para socorrer a su camarada, sur-
giendo de pronto de la oscuridad, los había alcanzado ya.
De modo que los tres siguieron persiguiendo la motocicleta
y lanzando a sus ocupantes una maldición tras otra.
—¡Esto los detendrá, Harry! ¡Sujétate fuerte! —bramó
Hagrid, y el chico vio cómo apretaba con toda la mano el bo-
tón morado.
Con un inconfundible fragor, un chorro de fuego de dra-
gón —blanco y azul— brotó del tubo de escape. El vehículo
salió despedido hacia delante como una bala y produjo un
ruido de metal desgarrándose. Harry vio cómo los mortífa-
gos se alejaban virando para esquivar la letal estela de
llamas,
y al mismo tiempo notó que el sidecar oscilaba amenazado-
ramente: la pieza que lo sujetaba a la motocicleta se había
rajado debido a la fuerza de la aceleración.
—¡No pasa nada, Harry! —gritó el guardabosques, brus-
camente inclinado hacia atrás por el repentino incremento
de la velocidad. Pero ya no dirigía la motocicleta y el side-
car daba fuertes bandazos a su cola—. ¡Yo lo arreglaré, no
te preocupes! —chilló, y del bolsillo de la chaqueta sacó su
paraguas rosa con estampado de flores.
—¡Hagrid! ¡No! ¡Déjame a mí!
—¡REPARO!
Se oyó un estallido ensordecedor y el sidecar se soltó
por completo. Harry salió despedido hacia delante, propul-
sado por el impulso de la motocicleta, y el sidecar fue per-
diendo altura...
Desesperado, Harry intentó arreglarlo con su varita y
gritó:
—¡Wingardium leviosa!
El sidecar se elevó como si fuera de corcho; Harry no
podía dirigirlo, pero al menos no caía. Sin embargo, el chico
sólo tuvo ese momento de respiro, porque los mortífagos se
les echaron encima de nuevo.
—¡Ya voy, Harry! —gritó Hagrid desde la oscuridad, pero
el muchacho vio que el sidecar comenzaba a perder altura
otra vez.
Se agachó cuanto pudo, apuntó a sus tres perseguido-
res con la varita y gritó:
—¡Impedimenta!
El embrujo le dio en el pecho al mortífago del medio. El
individuo se quedó suspendido en el aire con los brazos y
las piernas extendidos, en una postura ridicula, como si se
hubiera empotrado contra una barrera invisible, y uno de
sus compinches estuvo a punto de chocar con él...
Entonces el sidecar se precipitó en picado. Uno de los
mortífagos que seguía persiguiéndolos lanzó una maldición
que pasó rozando a Harry. El muchacho se agachó brusca-
mente en el hueco del sidecar y, al hacerlo, se golpeó los dien-
tes contra el canto del asiento.
—¡Ya voy, Harry! ¡Ya voy!
Una mano enorme lo agarró por la espalda de la túnica
y lo levantó, sacándolo del sidecar, que continuaba cayendo
a plomo. Consiguió coger la mochila y se las ingenió para
trepar al asiento de la motocicleta, hasta que se encontró
instalado detrás de Hagrid, espalda contra espalda. Mien-
tras ascendían a toda velocidad, alejándose de los dos mortí-
fagos restantes, Harry escupió sangre, apuntó con su varita
al sidecar y gritó:
—¡Confringo!
El sidecar explotó y Harry sintió una tremenda punza-
da de dolor por Hedwig, como si le arrancaran las entrañas.
El mortífago más cercano cayó de su escoba y se perdió de
vista; su compinche cayó también y se desvaneció.
—¡Lo siento, Harry, lo siento! —gimió Hagrid—. No debí
intentar repararlo yo mismo... Ahí no tienes sitio...
—¡No pasa nada! ¡Sigue volando! —le gritó Harry al ver
que otros dos mortífagos surgían de la oscuridad y se les apro-
ximaban.
Hagrid viraba hacia uno y otro lado, zigzagueando, mien-
tras las maldiciones volvían a destellar en el espacio que los
separaba de sus perseguidores. Harry comprendió que Ha-
grid no se atrevía a apretar el botón del fuego de dragón por
temor a que él resbalara del asiento, de modo que no cesó de
lanzar un hechizo aturdidor tras otro contra los mortífagos,
pero a duras penas lograba repelerlos. Entonces les arrojó
otro embrujo bloqueador. El mortífago más cercano viró para
zafarse y le resbaló la capucha. Al iluminarlo la luz roja del
siguiente hechizo aturdidor, Harry distinguió la cara extra-
ñamente inexpresiva de Stanley Shunpike, Stan.
—¡Expelliarmus! —bramó Harry.
—¡Es él! ¡Es él! ¡Es el auténtico!
El grito del mortífago encapuchado llegó a oídos del
muchacho pese al rugido de la motocicleta. Al cabo de un
instante, ambos perseguidores se habían quedado atrás y
perdido de vista.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Hagrid—. ¿Dónde se
han metido?
—¡No lo sé!
Pero Harry estaba asustado: el mortífago encapuchado
había gritado «es el auténtico»; ¿cómo lo había descubierto?
Miró alrededor escudriñando el oscuro cielo, aparentemen-
te vacío, y tuvo miedo. ¿Dónde se habían metido los mortí-
fagos?
Se dio la vuelta en el asiento, se colocó mirando al fren-
te y se sujetó a la espalda de Hagrid.
—¡Suelta el fuego de dragón otra vez, Hagrid! ¡Largué-
monos de aquí!
—¡Agárrate fuerte, chico!
Volvió a oírse un rugido ensordecedor y Harry resbaló
hacia atrás en el poco trozo de asiento que le quedaba. Ha-
grid también salió despedido hacia atrás y aplastó a su pa-
sajero, aunque se sujetó por los pelos al manillar.
—¡Me parece que los hemos despistado, Harry! ¡Lo he-
mos conseguido! —gritó el guardabosques.
Pero Harry no estaba tan convencido. Presa del miedo,
siguió mirando a derecha e izquierda en busca de persegui-
dores, pues sabía que volverían. ¿Por qué se habían retira-
do? Uno de ellos todavía conservaba su varita. «Es él, es el
auténtico», habían gritado después de que intentara desar-
mar a Stan.
—¡Ya estamos llegando, Harry! ¡Casi lo hemos logrado!
—exclamó Hagrid.
El muchacho notó que la motocicleta descendía un poco,
aunque las luces que se distinguían abajo todavía eran como
estrellas remotas.
De repente, la cicatriz de la frente comenzó a arderle
como si fuera fuego. En ese momento aparecieron dos mor-
tífagos, uno a cada lado de la motocicleta, y dos maldiciones
asesinas lanzadas desde atrás pasaron rozándolo.
Y entonces lo vio: Voldemort volaba como el humo en el
viento, sin escoba ni thestral que lo sostuviera; su rostro de
serpiente destacaba en la oscuridad y sus blancos dedos vol-
vían a levantar la varita...
Hagrid soltó un chillido de pánico y lanzó la motocicle-
ta en un descenso en picado. Agarrándose con todas sus
fuerzas, Harry arrojó hechizos aturdidores a diestro y si-
niestro. Vio pasar a alguien volando por su lado y compren-
dió que había alcanzado a uno, pero entonces oyó un fuerte
golpe y observó que salían chispas del motor. La motocicle-
ta comenzó a caer trenzando una espiral, fuera de control...
Los mortífagos continuaban lanzándoles chorros de luz
verde. Harry no tenía ni idea de dónde era arriba y dónde
abajo; seguía ardiéndole la cicatriz y suponía que moriría en
cualquier momento. Un encapuchado montado en una esco-
ba llegó a escasos palmos de él, levantó un brazo y...
—¡NO!
Con un grito de furia, Hagrid soltó el manillar y se aba-
lanzó sobre el encapuchado. Harry, horrorizado, vio que el
guardabosques y el mortífago caían y se perdían de vista,
porque el peso de ambos era excesivo para la escoba...
Mientras se sujetaba con las rodillas a la motocicleta,
que seguía cayendo, oyó gritar a Voldemort:
—¡Ya es mío!
Todo había terminado. Harry ya no veía ni percibía
dónde estaba su enemigo, pero distinguió cómo otro mortí-
fago se apartaba y oyó:
—¡Avada...!
El dolor de la cicatriz obligó a Harry a cerrar los ojos, y
entonces su varita actuó por sí sola. Percibió que ésta tira-
ba de su mano, como si fuera un potente imán; vislumbró
una llamarada de fuego dorado a través de los entrecerra-
dos párpados y oyó un estruendo y un chillido de rabia. El
mortífago que quedaba gritó y Voldemort chilló: «¡No!» En
ese momento el muchacho se dio cuenta de que tenía la na-
riz casi pegada al botón del fuego de dragón: lo apretó con
una mano y la motocicleta volvió a lanzar llamas hacia
atrás y se precipitó derecha hacia el suelo.
—¡Hagrid! —chilló Harry sujetándose desesperadamen-
te—. ¡Hagrid! ¡Accio Hagrid!
La motocicleta aceleró aún más, atraída por la fuerza
de la gravedad. Con la cara a la altura del manillar, Harry
sólo veía luces lejanas que se acercaban más y más. Iba a
estrellarse y no podría evitarlo. Oyó otro grito a sus espal-
das...
—¡Tu varita, Selwyn! ¡Dame tu varita!
Sintió la presencia de Voldemort antes de verlo. Miró
de refilón, vio los encarnados ojos de su enemigo y tuvo la
certeza de que eso sería lo último que vería: a Voldemort
preparándose para lanzarle otra maldición...
Pero de pronto éste se desvaneció. Harry miró hacia
abajo y vio a Hagrid tumbado en el suelo con los brazos y las
piernas extendidos. El muchacho tiró con todas sus fuerzas
del manillar para no chocar contra él y buscó a tientas el fre-
no, pero se estrelló en una ciénaga con un estruendo desga-
rrador, haciendo temblar el suelo.
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